jueves, 25 de diciembre de 2014

La soledad no es un momento



Cynan Jones, 
La tejonera,
traducción de Carlos Milla e Isabel Ferrer,
Madrid, Turner,
colección El cuarto de las maravillas, 
Madrid, 2014, 167 pp.









La novela de Cynan Jones La tejonera. Su minimalismo, contención y fulgores poéticos. Sus concentrados espacios en blanco.

Una novela de correspondencias y paralelismos: nada acontece si no es como correlato especular de un suceso gemelo. De ahí que cada escena sea un símbolo, cifra de algo más, y que los personajes cuenten con un doble, un animal –suerte de nahual tutelar– que los representa. De ahí también que todo funcione como señal oscura y meridiana a la vez. Y de ahí su descarnado realismo: porque la vida es un entramado de jeroglíficos y en cada gesto se anuncia nuestro destino, ese destino que carece de sentido y es abrumadoramente gratuito y terrible: la vida compuesta por una lluvia mensajes trascendentales que a nada responden, llovizna bajo la cual nos empapamos sin explicación.

El cosmos de la novela está basado en el juego de contrarios que su carácter especular postula: tejones y hombres, perros y corderos, masculino y femenino, vida y muerte, bosque y prado, amor y crueldad, recuerdo y olvido, gregarios y antisociales, matrimonio y viudez, vejez y juventud, mar y tierra, subterráneo y superficie, recién nacidos y nonatos, Daniel y el hombre corpulento. Ahora bien, en el cosmos humano de La tejonera todo antagonismo se resuelve en un punto que, aunque común y universal, no es simultáneo ni compartido: la trágica soledad y la certeza de que, aun en ese momento de lacerante exclusión, el mundo sigue su curso sin detenerse por nadie.

La soledad no es un momento sino la condición sine qua non.

La tejonera es –al menos en un cincuenta por ciento– una novela sobre el amor y su estúpida fragilidad, o mejor dicho sobre la magnificencia del amor y lo vulnerables, frágiles y diminutos que nos volvemos cuando el amor llega a nuestras vidas.


En el otro cincuenta por ciento, Cynan Jones, sin hacerlo explícito, atiende mejor que Kafka una metamorfosis, consigna el karma básico del cazador y la presa, describe los mecanismos de la crueldad y, para terminar, tiene la elegancia de no anudar los hilos de su narración. 


lunes, 20 de octubre de 2014

El rostro del misterio

Me sucedió algo curioso, que nunca me ha ocurrido antes
con un texto escrito, ni de otro autor y menos con uno escrito
por mí: miré unas fotos que había tomado y me puse a llorar.
Se trataba de imágenes de un hombre que al borde de la
carretera vendía perros de cerámica de tamaño natural.
MARIO BELLATIN, El libro uruguayo de los muertos

De no existir las imágenes fotográficas, estaríamos condenados a padecer la frustración del aposento doble, fenómeno de la percepción o estado psíquico descrito con delectación y abatimiento por Baudelaire en uno de sus Pequeños poemas en prosa. Ahí el poeta narra la fugaz ensoñación que lo impele a ver el cuchitril donde vive como “una sala verdaderamente espiritual, donde la atmósfera, estancada, tiene un ligero tinte rosa y azul”. Por efectos sensoriales, ese lugar muestra su faz oculta y latente; es perfecto y etéreo hasta que, de pronto, algún inoportuno llama a la puerta. Las epifanías sólo saben huir. El ruido rompe el encanto y el poeta es desterrado de ese paraíso artificial, arrojado de nuevo a la miserable realidad de su habitación, a “este mundo tan angosto, pero tan lleno de tedio.”

Muchos hemos experimentado ese episodio baudeleriano, y comprobamos que la frustración aumenta si, como el poeta, queremos consignar lo vislumbrado durante el ensueño. De ser así, la escritura hace un papel de subrogación lamentable cuya única ventaja radica, en el mejor de los casos, en ser un bello engarce de palabras. Se hace patente la necesidad de un cambio de método: quizá trocar la literatura por la fotografía. Porque contraria a la escritura –que a menudo se agota en el camino que ella misma traza–, la fotografía es un ejercicio que oscila entre el control que el autor ejerce y una suerte de alquimia que escapa de su voluntad. Es un proceso mediador que resuelve dos impulsos antagónicos en una ruta desconocida cuyo rumbo, señalado no tanto por el ojo artístico sino por la cámara en su función de brújula impredecible, conduce a realidades misteriosas que primero no vemos pero que después coinciden con la parte extraordinaria del aposento doble que menciona Baudelaire. La diferencia consiste en que, al tener en nuestras manos las copias reveladas, esa parte maravillosa no se borra como en el poema sino que permanece en forma de testimonio de lo insólito.

Es bajo este impulso que está construido el libro NIIT, de Marina Ruiz Vallejo, fotógrafa catalana ahora avecindada en el DF. Ella dice que su propósito fue subvertir lo consuetudinario a partir de una visión nocturna y azarosa: “Lo más difícil es retratar lo que uno ya conoce desde otro punto de vista”. Para eso tuvo que dejar fuera del juego todo lo meridiano y profesional: su habitual equipo fotográfico cedió el lugar a un modesto aparato marca Sonia que le costó cinco euros y que no permite al operador enfocar la toma. Encima colocó un flash que pesaba más que la propia cámara: “Me gusta el mundo de la noche donde todo se ilumina con luz artificial dando un aire y aspecto distinto.” Así armada, se dispuso a caminar y a disparar en escenarios que conocía de sobra. Algo que hizo con frecuencia fue arrojar objetos y congelar su movimiento sorprendido por el obturador. A propósito de “NIIT#5”, comenta: “En esta foto quería captar el momento justo cuando la piedra impactara contra el suelo, pero disparé antes o calculé mal, y quedó flotando; el azar tuvo mucho que ver, para bien, creo yo”. El resultado es la revelación del misterio, la imagen del instante en que se descorren los biombos de lo acostumbrado. Fantasmagoría real, la piedra deja de ser una piedra y se convierte en un hipnótico emisario proveniente del extremo oscuro del camino. Quien contempla la foto se siente como un viajero con un pie en el rompiente de tinieblas.  


El misterio ocurre en un parpadeo y, por lo general, no lo percibimos. Cuando dura un poco más, el mundo conspira contra él, alguien llama a la puerta, el ruido lo desvanece. De no existir los registros fotográficos, sería difícil asirlo y casi imposible reproducirlo; contaríamos con pocas posibilidades para sorprendernos en este mundo tan angosto y tan lleno de tedio. Es bajo esa luz que comprendo ahora esta otra frase de Baudelaire: “El culto a las imágenes (mi gran, mi única, mi primitiva pasión)”. Palabras clarividentes si se toma en cuenta que fueron escritas precisamente en la ciudad y en la época en que se gestaba el arte reproductor de imágenes, ejercicio que años después nos sigue presentado como ningún otro el rostro elusivo del misterio, las piedras flotantes que indican el camino de lo desconocido.   

(Este texto fue publicado aquí)

domingo, 19 de octubre de 2014

Días de biblioteca I

Lunes 6 de octubre de 2014


En la Biblioteca Central de la UNAM, a las 5:50 de la tarde, veo frente a mí, al pie de los hermosos ventanales que en su parte superior tienen láminas cuadradas de ónix ambarino, a dos jóvenes de mi edad. Ambos ven a través del vidrio que da a los jardines de Ciudad Universitaria. Sus miradas parecen melancólicas, pero si presto más atención a sus gestos, descubro que bromean entre ellos y lucen felices. Son totalmente diferentes. El de la derecha es de estatura muy baja, casi enano. El otro padece gigantismo: enorme, rostro de ogro tierno, cuerpo algo retorcido, lleva en su mano izquierda un bastón ridículamente pequeño, lo cual lo hace ver bondadoso y pobre. Sería mejor que portara un báculo nudoso y grande como él, un caduceo de viejo eremita; le daría un aspecto respetable e interesante que, además, se vería complementado si su amigo se vistiera de don Sebastián de Morra.


Al fondo, la parte superior de los ventanales con los cuadros de ónix

11 de septiembre de 2014

8:45 PM, Biblioteca Central. Desprecio a esa pandilla de estudiosos que, como yo, siempre están en esta biblioteca, todo el día.

La radical diferencia entre mi persona y ellos es que se comportan como si fueran los mejores amigos, se saludan y se despiden con una dulzura repugnante, con gestos de apoyo mutuo, de un respeto tan cariñoso y almibarado que me hace pensar que en realidad no pueden convivir más de un rato juntos y que, en el fondo, se odian y se envidian sus conocimientos. 

Yo estoy solo.

No saben que la mejor manera de estar en una biblioteca es la que mostraría un fugitivo que aquí se esconde porque a este lugar no llegan los policías. Sí, adoptar la actitud de un asesino serial que redacta sus confesiones y se prepara para la fuga definitiva o el suicidio en el único lugar de la ciudad donde hay el silencio necesario para esas tareas vitales.

***

Quienes entran en la Biblioteca primero se comparan con quienes no entran; luego le llega el turno a observar las diferencias que les apartan de los de dentro. No obstante, a muy pocos les preocupa concentrarse en estos mínimos procesos de diferenciación; la mayoría de los lectores se limitan a distinguir a los que se parecen a ellos de los que no, y es natural: al fin y al cabo, su única preocupación tiene que ver con el libro, con los libros, y no con los demás lectores; si no tienen un ansia excesiva por preguntar por el camino, quién sabe, puede que no traten de relacionarse con sus pares, y quizá no deberían hacerlo.
ENIS BATUR, Las bibliotecas de Dédalo 


jueves, 9 de octubre de 2014

En el café Louvre-Port Actif


Tenía una cita a las tres de la tarde en el centro de la ciudad con Erik Alonso, quien, según me dijo, se reúne todas las semanas en ese lugar con Edgar Yepez para platicar y acusar al mundo, como lo hacían Thomas Bernhard y Paul Wittgenstein en los cafetines de Viena. La perspectiva del encuentro tenía, para mí, cierto encanto, ya que las personas que vería escribieron dos libros portátiles y hermosos, adjetivos prohibidos en la crítica literaria pero que a mí me gusta usar como conjuro que ahuyenta la idea de convertirme en un ejemplar hacedor de reseñas y no en un escritor de ensayos del estilo, precisamente, de Erik y Edgar, con quienes esa tarde tomaría un café en una charla que desde un principio imaginé alegre, voluble y un poco chiflada, quizá presidida por el espíritu paseante de Montaigne.

Recuerdo poco de los temas que tocamos en el Louvre-Port Actif de la calle Regina, donde degustamos unos magníficos micris, que son granos de café de Harar, recubiertos de una espesa capa de azúcar. Casi no hablamos de literatura, pero todo fue, desde mi punto de vista, muy literario. Disfruté, por ejemplo, de las esporádicas intervenciones de Edgar, quien, además de mencionar al oscuro hermano gemelo de Superman (personaje que aparece en la película Superman III, cuya existencia yo desconocía y que ahora me parece un espécimen notable de Doppelgänger), hizo varios comentarios sobre la importancia de permanecer soltero o, al menos, de actuar como si uno lo fuera: “en el fondo, eso es lo principal”, concluyó Yepez, y sus tres interlocutores fingimos no darnos cuenta de que citaba textualmente las famosas palabras de Marcel Duchamp referentes al celibato. Digo tres interlocutores porque a la parte final de la reunión llegó el escritor Juan Pablo Anaya vestido cómicamente como el profesor Aníbal Acha-Benavides, uno de los personajes de su excelente libro Kant y los extraterrestres. 

Café Louvre-Port Actif, ubicado en el cruce de las calles Regina e Isabel la Católica

Las cosas sucedían como magnetizadas por una energía rara e insolente: en el preciso momento en que Yepez terminó de hablar, Anaya vio pasar a una mujer hermosa y se lanzó a correr tras ella, a lo cual Edgar reaccionó diciendo que no debíamos dejarlo solo, que lo correcto era acompañarlo en su persecución galante. Yo asentí. Por su parte, Erik se disculpó y dijo que, aunque de todos modos preferiría no ser parte de la persecución, no podía ir con nosotros porque tenía un compromiso en la librería Rosario Castellanos, donde participaría en una mesa de diálogo en torno a lo que suele considerarse escritura de ficción y de no ficción. Nos advirtió, sin embargo, que él no creía en esa dicotomía forzada, pero que le parecía interesante el hecho de que, por ser ensayista, lo clasificaran como escritor de no ficción. Los tres hicimos movimientos pensativos con la cabeza y permanecimos en silencio unos segundos mientras Juan Pablo desaparecía en la esquina de la calle. Con paciencia y cortesía, Edgar y yo esperamos a que Erik abordara un taxi. Luego corrimos en busca de Anaya pero ya no lo encontramos; se internó en la arabesca medina chilanga, se metió en alguno de los muchos Pasajes del Noroeste que existen en esta ciudad y sólo se supo de él días después, cuando alguien dijo haberlo visto disfrazado de Jaime Maussan en un plantel de la Universidad Autónoma Metropolitana.

No tuvimos más opción que dirigirnos al metro. Yo iba a Taxqueña; Edgar, a la estación Cuatro Caminos, donde todavía tendría que tomar un camión rumbo a su casa, en el Estado de México. En tono de críptica complicidad, le dije que se fijara bien para no subir al autobús equivocado. Él me miró y con fraternidad respondió que no me preocupara, que esas cosas pasan, que todas las rutas son erróneas y, por esa razón, correctas al mismo tiempo, que no hay nada que temer puesto que, como bien dijo Eugenio Montale, “Puedes confiar en la oscuridad cuando la luz miente.”

Nos dimos un apretón de manos y nos separamos en el andén, que de golpe y de una manera totalmente cinematográfica se oscureció por la presencia de una multitud que se puso a luchar para poder ocupar un lugar en los vagones que acababan de abrir sus puertas.

martes, 7 de octubre de 2014

Trabajos por encargo

Esta pasión por retardar se convertiría no ya en el obstáculo
de la obra siempre diferida, sino en el motor esencial de
la obra en curso, la obra de actualidad, la que accede
a la publicación y a la fama.

Jean-Yves Jouannais, Artistas sin obra  

La película Adaptation, dirigida por Spike Jonze y escrita por Charlie Kaufman, es el mejor retrato que he visto del proceso creativo –a veces doloroso– por el que pasa un escritor cuando tiene que cumplir un trabajo por encargo. Supe de ella porque Erik Alonso la cita en un par de ocasiones dentro de su libro Los procesos, del cual, por cierto, debo entregar una reseña que no he terminado. La película me gustó tanto que la vi dos veces seguidas:

            Charlie Kaufman, interpretado por Nicolas Cage, es un guionista de Hollywood que se interna en un infierno personal al no poder adaptar para el cine el libro El ladrón de orquídeas, de Susan Orlean. Lucha consigo mismo, no consigue escribir, se masturba cada noche y luego se increpa por su infertilidad. Además, Charlie mantiene una tensa convivencia con la figura del doble, representada por su hermano gemelo Donald, un cándido y bobalicón hombre que, sin tener la menor idea del oficio, comienza a escribir un guion estúpido que alcanza un éxito arrollador. Todo eso lo coloca en el borde de un abismo mental.


            Lo interesante del filme es que su argumento es el proceso de escritura de Kaufman; las cosas que vemos en la pantalla son los avances y retrocesos que suceden en la cabeza del guionista, los tachones en su manuscrito, las prevaricaciones con que se flagela al ver en el calendario que la fecha de entrega ya se cumplió sin que él haya conseguido terminar la tarea. Ese drama interior, representado cinematográficamente a través de una forma “parcial, caleidoscópica, paradojal”  que “predica la fabricación como única salida literaria”, me parece genial.

            Claro que todo el tiempo Charlie Kaufman (tanto el personaje como el verdadero guionista, o la confusión indisociable de ambos) tiene el camino fácil a la mano: la posibilidad de escribir algo hollywoodesco, predecible, taquillero. Pero para él eso significa traicionarse. Un principio ético que conlleva angustia, insomnio, frustración, avance lento: en el minuto cincuenta y tres de la película, cuando la escritura se ha vuelto imposible y la presión lo despierta a las tres de la mañana, Charlie abre por milésima vez el libro de Orlean y lee lo siguiente: “Hay demasiadas ideas y cosas y gente, demasiadas direcciones que tomar. Estaba empezando a pensar que la razón por la que es bueno que algo te interese apasionadamente es que reduce el mundo a un tamaño más manejable”. Entonces Kaufman le dice a la foto de la escritora que se encuentra en la solapa del libro:

            –No sé cómo hacer esto. Tengo miedo de desilusionarte. Escribiste un libro precioso. No puedo dormir.

            Y la voz imaginaria de Orlean (interpretada por Meryl Streep) le contesta con un tono comprensivo, cariñoso:

          –Solamente trabájalo. Concéntrate en una cosa de la historia. Nada más encuentra esa cosa específica que te apasiona y escribe acerca de eso.

            El consejo de Susan es sabio, trae sosiego. Quizá todo se reduzca a encontrar los detalles que nos gustan y escribir sobre ellos. Ahora que lo pienso, esa fue la técnica que Karla Olvera utilizó en su libro La mùsica en un tranvìa checo: buscó en los diarios íntimos de Fernando Pessoa, Franz Kafka y Virginia Woolf nueve “hermosas y excéntricas nimiedades” que le interesaran apasionadamente y luego se puso a escribir, con una curiosidad deliciosa, acerca de ellas.

            Me despierto a las tres de la mañana, poseído por una angustia indescriptible. Como Charlie, yo tampoco he terminado el texto que me encargaron. Abro el libro de Erik Alonso y en la página veinticuatro leo lo siguiente: “Lo difícil no es buscar sino reconocer las cosas que nos hacen sentir que el mundo, aunque sea por un momento, es de nuestro tamaño.”



Este texto que me encargaron me parece enorme, como el mundo que jamás podré recorrer. Necesito encontrar algo que lo vuelva de mi talla.

En realidad es difícil.

lunes, 14 de julio de 2014

La importancia del peinado

Uriele Copano,
Cuadernillo de las Cosas difíciles de explicar:
Notas para críticos, artistas y peluqueros,
Traducción y prólogo de Erick Félix,
Madrid, Turner, Colección Noema de Ensayo, 2013, 450 pp.



Compré este libro porque la contraportada me pareció digna de un texto de ficción. En ella se lee que el autor, Uriele Copano (Nueva York, 1932- Londres, 2013), además de haber sido amante de Andy Warhol, desarrolló una manera de hacer crítica de arte basada en el estudio del look de los artistas y propuso una forma de creación según la cual cada artífice debe modelar su aspecto personal, peinado y estilo de vestir conforme a las características de su obra y de sus convicciones estéticas. Parado frente a la mesa de novedades, me sorprendió la coincidencia de lo que acababa de leer con algunas inquietudes personales sobre la relación entre mi propia apariencia física y mi oficio de escritor. Se trata de algo que yo había pensado antes pero que nunca me atreví a externar por considerarlo superficial: ¿cómo debe lucir un autor?, ¿su imagen dice algo de su obra?, ¿en dónde acaba la labor artística y comienza la vida personal de quien la ejerce? Enterarme de que alguien se preocupaba por esclarecer esas cuestiones, fue razón suficiente para convencerme de que no era un despilfarro pagar los quinientos pesos que cuesta el libro.

Conforme me adentré en las páginas, descubrí que, por su excentricidad, el volumen bien vale su elevado costo. Confieso, sin embargo, que no pude leerlo sin desconfianza; por momentos me deslumbraban sus atrevidos descubrimientos, pero otras veces me parecía estar frente a un juego interpretativo ciertamente descabellado. Me dejó pasmado, por ejemplo, la ligereza con la que el autor arranca una disertación literaria de varias páginas a propósito del retrato que el pintor John Taylor hizo de Shakespeare, pues liga la innovación y trascendencia del canónico dramaturgo a la disposición de su pelo facial: “La Tragedia, barbada en Esquilo y Eurípides, se afinó en Shakespeare, y con la moderación de la piocha isabelina se agudizó la noción de destino…” (p. 52). Me quedé azorado, aunque me sorprendí más cuando a continuación leí la aseveración de que la arracada que el comediógrafo lucía en su oreja izquierda jugó un papel importantísimo en la composición de El mercader de Venecia.


En todos los capítulos se pueden leer cosas semejantes aplicadas a una amplia gama de las artes (algo interesante del libro es que, con su propuesta crítica, Copano aborda a artistas de todas las disciplinas y épocas), por ejemplo, el análisis de la obra y persona del cineasta Jim Jarmusch: “Tiene razón Jarmusch cuando dice que la semejanza física que él y el músico Tom Waits comparten con el actor Lee Marvin ha determinado la estética de su respectivas carreras, y no es mérito menor señalar que hay algo absolutamente intencional que conecta a la estilizada cabellera blanca del director estadounidense con ese aire de antigüedad moderna que se disfruta en sus filmes” (p.375).

Jim Jarmusch

Desconcertante manera de aventurar juicios. Sin embargo, ahora pienso que así deberían ser todos los libros de crítica: polémicos, atrevidos, chocantes. ¿De qué sirve leer un tratado con el que comulguemos en todo, que no sacuda nuestras creencias y que sólo perpetúe las enmohecidas certezas que cubren las paredes de nuestros cráneos? La extravagancia de pensamiento es quizá lo único que justifica, a estas alturas, que alguien se atreva a desarrollar una idea. Extravagancia que, en el caso de Uriele, no demerita su inteligencia ni vocación crítica, aunque sus detractores se esfuercen (como puede leerse en los más recientes números de las revistas Letras Libres y Nexos) en convencer al público de que el sistema propuesto por Copano es pueril e infundado, cuando en realidad esos epítetos les corresponden a ellos y a sus prácticas anquilosadas.

Digo esto y pienso que es una pena verme en la necesidad de señalar la ignorancia que cunde en los rancios y herméticos cónclaves de la crítica mexicana, de donde han salido numerosos anatemas contra el Cuadernillo. En primer lugar me parece que olvidaron esta famosa definición que acuñó José Luis Martinez, uno de sus penates:La crítica literaria, artística, histórica, filosófica o científica es, en general, una función del espíritu por la que éste se enfrenta con diferentes propósitos, alcances y rigor, a los productos culturales. A su vez puede elegir entre una amplia gama de formas […]”. Definición que evidentemente el trabajo de Copano refleja sin mácula. En segundo lugar y en aras de una malentendida objetividad, los detractores se parapetan detrás del acto de fe que dicta que, para estudiar un objeto artístico, es necesario hacer caso omiso del contexto que lo rodea, cuanto más si se trata del look del artista que lo realizó. No saben que ya en el siglo XVII La Rochefoucauld dijo que “no hay menos elocuencia en el tono de la voz, en los ojos y en el aspecto de la persona, que en la elección de las palabras”.


Por su parte, algunos creadores –sobre todo del gremio literario, donde suele separarse con ahínco la esfera del texto de la vida personal del autor– ya rechazaron la propuesta de Copano porque, según ellos, contamina y distrae la atención de la pureza de las obras y de su singularidad estética. Parecen ignorar que esa propuesta no anda tan descarriada como parece, pues hace eco de las viejas palabras que Óscar Wilde dejó inmortalizadas a propósito de que, para los verdaderos artistas, es necesario poner el talento en las obras pero el genio en las vidas, entendiendo por vida tanto lo moral como lo concerniente a la apariencia física.

Wilde

Sin embargo, no se trata de defender a cualquier costo la obra de Copano. Es obvio que sus argumentos despiertan varios reparos, pero los encuentro en un punto específico y diferente. Como un gran defecto, me parece que esta obra adolece de una incómoda ambigüedad que es consecuencia de su falta de orientación ideológica. Me explico:

El pensamiento del autor se inserta en el proyecto de las vanguardias artísticas, cuya principal ambición es borrar la separación entre vida y arte: no sólo lo que pasa en las librerías y en las salas de los museos es artístico, sino que lo estético puede y debe manifestarse, además de en otros ámbitos, en el aspecto de las personas. El lado vanguardista de Copano denuncia que, para el sistema opresor, no hay mejor manera de castrar al arte que aprisionarlo en una torre de marfil desde la que no podría colarse a los espacios ordinarios (peluquerías, tiendas de ropa, reuniones sociales…) donde resultaría peligroso para el orden establecido.

Por una parte, lo anterior me parece un acierto, pero por otra, es muy fácil que esa postura se traicione a sí misma por su flirteo con el mercado y la moda, principales enemigos del arte en nuestros días. Después de leer las numerosas opiniones que el autor aventura sobre lo bueno que sería que los creadores contemporáneos lucieran rostros y peinados más glamorosos (a la manera de Orlan, la artista francesa que ha hecho de las cirugías plásticas su método artístico y que para Copano es el epítome de la estética futura), la principal objeción que encuentro es que, para superar la supuesta recesión estética que Uriele denuncia a cada momento, lo que menos se necesita es, por medio de una disciplina crítica, consumar las bodas entre lo artístico y la frivolidad de los maniquíes, entre lo subversivo inherente al arte y la enajenación propia de la sociedad del espectáculo que, como todos sabemos, tiene en la difusión del glamour y de las celebridades que lo ostentan un perfecto aparato de coerción social que condena a los espectadores a una jerarquía en la cual se encuentran siempre por debajo de los productos e imágenes que consumen, en calidad de súbditos que emulan con sus vestimentas y peinados a sus propios explotadores.

Orlan

Y es que en ningún momento Uriele oculta su fascinación por el satín y las pasarelas. Lo interesante desde el punto de vista argumentativo es que para justificarla recurre a las ideas de Charles Baudelaire, sobre todo al análisis del ensayo El pintor de la vida moderna, que cita al principio del capítulo dos: “la idea que el hombre se hace de la belleza queda marcada en toda su indumentaria, arrugando o estirando la ropa, redondeando o alineando el gesto, e incluso invadiendo, a la larga, los rasgos del rostro”. Indudable. Sin embargo, es obvio que las cosas en la segunda mitad del siglo XIX eran diferentes que hoy. La manera como el autor echa mano de su argumento de autoridad es bastante acrítica: si Baudelaire se afanaba solitariamente en defender a la moda como manifestación estética, en la actualidad todo indica que es necesario hacer lo contrario; en la contemporánea relación entre la moda y el arte, nadie (excepto Copano, al parecer) duda quién se ha puesto al servicio de quién. Basta con mirar cómo mueren en la actualidad las vanguardias artísticas: convertidas en souvenirs, en peinados de pronto multitudinarios, en actitudes envasadas que al volverse mercancías pierden su poder desestabilizador.


Lo que se echa de menos en este libro es una reflexión que proponga una directriz (una declaración de principios) con respecto hacia dónde pueden dirigir los artistas la estilización de sus looks. Esta falta produce interpretaciones contradictorias. La primera es suponer que el autor apoya la cada vez más abrumadora insistencia con que vemos en la televisión, ferias y subastas a los creadores convertidos en “edecanes de su propia obra”, en títeres degradados que “practican una coreografía social cada vez más ajena a las preocupaciones de su arte”, para lo cual necesitan cultivar un look televisivo que suba el rating y que facilite la inclusión de sus rostros en afiches publicitarios.

La segunda consiste en ver las ideas de Copano como una toma de conciencia sobre qué tanto inciden en nuestra manera de habitar el mundo decisiones aparentemente baladís como el decidir ponerse una arracada, dejar que el cabello crezca o vestir determinada ropa. En el caso de los artistas, este asunto adquiere una importancia fundamental pues ellos son los encargados de producir signos, discursos e imágenes en los campos real y simbólico. Por lo tanto, se puede concluir que si un creador desea que su arte rompa paradigmas e incomode al sistema de creencias, lo más coherente es que su vida y aspecto personal sean igual de revolucionarios.

Yo me inclino por la segunda interpretación, pero me pregunto si por fuerza todos los artistas cuya producción sea heterodoxa deben seguir el camino de Salvador Dalí y convertir su imagen en una extensión rocambolesca de su obra. De ser así, el arte se convertiría en una fiesta de disfraces propicia para toda suerte de farsantes que, con atar margaritas en la punta de sus bigotes, pasarían fácilmente por genios; entraríamos en una mascarada terrible parecida a la que desarrollan con truculencia nuestros gobernantes y sus despreciables asesores de imagen.

Dalí

Como alternativa a ese panorama desolador, pienso en figuras como la del ensayista mexicano Benito Torrentera, cuyo rebelde sistema de pensamiento (un día se propuso llevar a la práctica sus ideas y terminó en la cárcel, condenado por homicidio) jamás lo hizo procurar un look que pudiera considerarse contracultural: “De entrada di por descontado hacerme de un disfraz moral o histórico para impresionar a mis contemporáneos: ni punk, ni anarquista, ni nada por el estilo. En cambio, pasar inadvertido me pareció un acto apropiado a mi temperamento”, se lee en Memorias desde la prisión de Otumba, su obra maestra. Recuerdo también a Fernando Pessoa y Franz Kafka, dos seres inadaptados cuyas obras extravagantes y revolucionarias jamás los orillaron a cultivar aspectos excéntricos ni llamativos.


Contrario a lo que cree Copano, estoy seguro de que en la vulgaridad de la apariencia se puede encontrar un carácter extraordinariamente artístico. Por ello siempre me gusta imaginar, cuando viajo en el metro, que entre la multitud me encontraré un anodino oficinista en cuyo espíritu se agite, sin que nadie lo sepa, una colmena de creatividad y percepciones fuera de lo común. El mismo Copano, cuando en el capítulo catorce habla con evidente desdén del ordinario peinado del escritor italiano Carlo Emilio Gadda, toca este punto, aunque se muestra más interesado en reprochar la normalidad capilar del literato que en analizar las elaboradas causas de su simple peinado. Presento el caso:

Gadda fue, como muchos saben, creador de una obra rarísima e hiperbólica que, por su complejidad, lo mismo puede seducir que poner irascibles a los pobres lectores. Si uno lee sus libros sin conocer ningún retrato del autor, pensará que su aspecto, siguiendo la tesis de Copano, es o debería ser igual de bizarro que su estilo literario. Pero no. Ahora bien, lo interesante es que la normalidad y carencia de gracia del look gaddiano es, paradójicamente, causa y efecto de su excentricidad artística. Radical obseso de unas cuantas ideas fijas, en un ensayo titulado “Cómo trabajo”, Gadda confesó su odio hacia lo que él llamaba “la imagen tradicional y ab aeterno romántica del escritor-creador, del ingenioso demiurgo”, según la cual se pretende que el poeta o vate, “en comparación con el hombre común, con el llamado hombre normal, tendría un suplemento de energía crítica y de razón clarividente”. Para Carlo Emilio era una aberración que todavía en el siglo XX sobrevivieran dichas concepciones románticas y decimonónicas dentro del mundo literario, y detestaba que, gracias a ellas, muchos de sus colegas buscaran:

valorar su legitimidad ante la opinión ciudadana con gestos y actitudes vatescos, es decir, con vestiduras y sombreros de insólitas formas, pero aptos para el fin propuesto. Además, procuraban recurrir lo más raramente a los servicios de su desgraciado peluquero […] La estirpe de los poetas-profetas y de los escritores cabelludos no se extinguió con el extinguido siglo XIX […] Un vate del ochocientos nunca se habría atrevido a afrontar a su público, en ninguna ocasión, con los cabellos a la americana o a la alemana, como yo lo exijo a mi recalcitrante fígaro.   


Carlo Emilio y su peinado

Pues bien, aunque son maravillosas y verdaderamente inteligentes las palabras que Gadda estructura para explicar las razones de su ordinario peinado corto y de su negativa a lucir como artista, Copano las rechaza y dice que “es una lástima que el novelista italiano pierda parte de su genialidad al despreciar las posibilidades estéticas que se le abrirían con tan sólo abandonar su ramplona imagen de burócrata obeso, cuyo filisteismo se nota desde lejos, en ese peinado que, aun sin chiste, es pedante hasta en sus motivaciones.” Con esa afirmación, la intransigencia de Copano llega a un punto que, por evidenciar la tendencia superficial que lo domina, lo vuelve indefendible. Por considerarlo poco glamoroso, desecha puerilmente al que sin duda es el caso que mejor ilustra su teoría de la relación entre el look de un artista y sus convicciones estéticas. Y que quede claro que con esto no quiero desacreditarlo, sino simplemente señalar que erró al fijar la dirección de sus ideas. Copano sufrió lo que con frecuencia padecen los grandes científicos y descubridores: desarrollan una fórmula genial, descubren una ley, ensamblan el andamiaje de un sistema de pensamiento impresionante e inédito, pero encauzan sus hallazgos en un sentido equivocado. Copano esbozó lo que en un futuro sin duda se convertirá –liberado de esas pretensiones que quieren convertir a los artistas en celebridades glamorosas y dignas de aparecer en catálogos de diseñadores de ropa y accesorios– en una valiosa veta de acción y reflexión para la crítica y el arte.

Ahora mismo, inspirado por lo que considero lo esencial de la propuesta copaniana, me observo en el espejo, toco los aretes de mi oreja, paso la mano por mi cabello y me pregunto cuál sería el look que mejor complementaría a la escritura de mis ensayos, los cuales se leen como meditaciones serias pero en realidad son meras imposturas. Quizá debería buscar un corte de pelo que, visto de frente, se vea sobrio, pero en la nuca presente alocadas franjas rapadas. Tal vez debería teñirme el cabello de castaño para, igual que en mis textos, hacer pasar lo falso por verdadero. O ya de plano ir a comprarme una peluca para radicalizar esa condición de autenticidad y falsificación mezcladas.

Y a propósito de pelucas, quiero terminar esta reseña diciendo que el lector que se acerque al Cuadernillo encontrará no sólo disquisiciones críticas, sino que se deleitará con las sabrosas anécdotas autobiográficas y sobre otros personajes que Copano consigna. Una de ellas es la historia de cierta celebérrima peluca. La resumo a continuación con la intención de animar al público para que adquiera el libro, que también se puede disfrutar como un compendio de chismes propios de un salón de belleza:

En 1952 el joven Uriele dejó sus estudios universitarios de Historia del Arte para abrir, apoyado por su familia (provenía de un viejo linaje de peluqueros italianos), un salón de belleza en Manhattan. A mediados de esa década, uno de sus clientes frecuentes era Andy Warhol, quien, cuatro años más grande que él, gustaba de ir al negocio con el pretexto de saludar a los peluqueros. En esas visitas, el todavía desconocido artista pop se enamoró perdidamente de Copano. Ambos mantuvieron una tortuosa relación amorosa que duró poco menos de un lustro, periodo en el que con frecuencia se pudo ver humillado a Warhol. (Como era de esperarse, la madre de Andy odiaba a Copano y, en cierta ocasión en que el peluquero fue a comer a casa del artista, le arrojó en la cara un plato de sopa que, por fortuna, no estaba demasiado caliente. Se dice que Warhol le reprochó a su mamá ese episodio durante toda su vida).

De esa época también data el comienzo de las primeras reflexiones copanianas sobre el look de los artistas, las cuales, por circunstancias cronológicas, estuvieron ligadas inevitablemente a la figura de su entonces novio, a quien utilizó para llevar a la práctica su teoría estética. Fue Copano, como se lee en el Cuadernillo, quien le recomendó a Warhol en 1956 que consiguiera la peluca más artificial del mundo para así reforzar un estilo que –y aquí las palabras del joven Uriele tuvieron mucho de proféticas– se volvería con el paso del tiempo “un programa estético caracterizado por la apropiación de lo artificial, por ser un guiño permanente a la confusión de lo frívolo y lo artístico, y por desarrollarse en la estimulante era de la reproductibilidad en masa” (p. 112).

Warhol y su peluca

El artista, como se sabe, acogió para siempre la recomendación y la convirtió en una extensión de su persona, en un fetiche que lo identificaba como astro del pop y que fungió como emblema de su carrera artística. Lo interesante –y aquí es donde entra posiblemente el chisme– es que Copano afirma en la página 107 que la única razón por la que Warhol jamás prescindió del postizo era porque lo portaba como homenaje a quien fue el amor de su vida: el mismísimo Uriele Copano, que se mudó a Londres en 1962, precisamente el año en que Warhol realizó sus primeras exposiciones individuales y que quedó para siempre señalado como la fecha del despegue de su carrera. A partir de ese momento, los antiguos amantes, separados por un océano, no volvieron a coincidir.

En fin, espero que esta anécdota haya sido suficiente para recomendar el Cuadernillo de las Cosas difíciles de explicar,  formidable libro que, si bien tiene numerosos puntos rebatibles (son como los inevitables cabellos fuera de lugar en un peinado exquisito), garantiza al lector una experiencia inolvidable, un verdadero cambio de look intelectual.