viernes, 24 de abril de 2015

Gombrowicz, Kafka y los peligros que acechan en lo cotidiano

(Publicado en Este País y aquí)


Jueves por la tarde

Hechizado, fascinado —perturbado—, leo el Diario argentino de Witold Gombrowicz. Me detengo en un fragmento donde narra un viaje en barco por el río Paraná. Como en casi todos los pasajes del libro, comienza a describir esa característica inacabada de la vida gracias a la cual sentimos que el tiempo avanza… pero no lo bastante, que estamos despiertos… pero no por entero, que al dormir soñamos… pero no del todo, que existimos… pero no lo suficiente. Leo que la navegación sobre el Paraná fluía sin mucha acción hasta que, de pronto, aparentemente, algo ocurrió, o “—para decirlo con mayor precisión— algo estalló, tal vez algo se rompió… en realidad no sé qué ocurrió”, dice Gombrowicz, “y es más, a decir verdad, nada ocurrió… pero precisamente eso, el que no hubiera ocurrido nada es más significativo y más horrible que si algo hubiera ocurrido.”

Gombrowicz con mirada perspicaz
Desconcierto, duda, incertidumbre ante lo que sucede y, al mismo tiempo, no sucede con determinación, es decir, desconcierto ante la vida misma. Para comprender un poco mejor todo esto, es necesario tener en cuenta que la principal preocupación intelectual, estética, filosófica y moral de Gombrowicz fue la inmadurez, lo vulgar, la perenne indecisión de lo que no llega a cuajar ni a perfeccionarse. Su estado favorito de la materia era el plasma; su edad, la adolescencia. Hasta su nacionalidad fue inestable: un polaco desterrado casualmente en Argentina. Quizá por ello alcanzaba grados deslumbrantes de lucidez cuando hablaba de la fascinación que producen las cosas que no llegan a ser notables y cuyo único poder consiste en emitir débiles insinuaciones misteriosas.

Sigue la navegación por el Paraná:

“¿Qué hay de extraño en todo esto?”, se pregunta Gombrowicz, “¿Qué barco podría ser más ordinario? Qué cubierta más banal? Pero precisamente por eso, sí, por eso precisamente, nos encontramos del todo indefensos… frente a algo que nos amenaza… no podemos actuar porque ni siquiera hay razón para la más ligera inquietud, todo está en orden, un orden absoluto… sí, todo está en orden, hasta que bajo esta presión irresistible que se ha venido formando no reviente la cuerda, la cuerda, ¡¡¡la cuerda!!!”.

Es en esta capacidad para desconfiar de lo seguro, de lo común, donde creo que Gombrowicz coincide con Kafka. Porque ambos advirtieron que en el sendero de la vida vulgar surgen “secretas bifurcaciones que conducen a paraderos incógnitos”. Porque los dos se dieron cuenta de que en la pradera de la existencia banal acechan absurdos que, precisamente por no ser comprobables, ponen en jaque la validez y la certidumbre de eso que llamamos vida normal.

Por ejemplo, si uno lee El proceso de Kafka, advierte que lo terrible de la novela radica en que postula la existencia de una realidad hostil dentro de los pliegues de la realidad cotidiana. Esa realidad hostil está encarnada por el tribunal que acusa a Josef K., tribunal que es enorme y se hace presente en todas partes (Josef abre casualmente un armario de su propia casa y encuentra oficinas, abogados y jueces), pero que al mismo tiempo pasa inadvertido por la mayoría de las personas que, al no tener un proceso acusatorio en su contra, jamás se percatan de que una instancia judicial trabaja casi enfrente de sus narices. A propósito de esa característica omnipresente y mimética del tribunal kafkiano, Roberto Calasso comenta: “Este es el verdadero terror: que exista una vida normal y proceda sin sobresaltos, pero que en el interior (en los armarios, en la buhardillas de edificios ruinosos) exista otra vida con objetivos completamente distintos y opere con toda tranquilidad, como protegida por la envoltura de la vida normal. Si es así, ya no será posible referirse a una normalidad, y todavía menos a una naturaleza, porque una y otra serán sospechosas de servir tan sólo de cobertura a otro proceso, que sigue su propia dirección y que tiene otro significado.” Sencillamente espeluznante.

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Kafka y su mirada que se introduce en las fisuras de lo cotidiano

Ahora, si bien es cierto que tanto Kafka como Gombrowicz sabían que la vida ordinaria no es tan inofensiva como suele creerse, la diferencia entre ellos se encuentra en que el checo advertía en el muro de lo cotidiano pequeñas fisuras que conducen a otra realidad a menudo amenazante, punitiva y excluyente, mientras que el polaco —fascinado y perplejo— presentía inconsistencias en el indeciso fluir de la existencia, en el hecho de que la vida ordinaria —única realidad que para él había— jamás lograra trascender el estado de absurda inmadurez que, por otro lado, es lo único que se puede esperar del mundo.


Viernes por la mañana

Ayer, después de escribir mis inmaduras impresiones sobre Kafka y Gombrowicz, cené tacos en un puesto callejero. Me disponía a servirme salsa verde cuando vi a un hombre salir de lo que me pareció una puerta pintada en la pared. Lo repito: no una puerta de verdad sino una puerta pintada.

Vi con asombró cómo el hombre caminaba hacia mí y me decía que tuviera cuidado con la salsa porque picaba mucho. Lo escuché claramente pero me pareció que en realidad no fuera eso… como si hubiera querido decirme algo distinto… como si hubiera hablado de la salsa para no decir lo que realmente tenía que decir.

El hombre se detuvo a mi lado durante unos segundos —aunque también pudieron ser minutos enteros— hasta que se decidió a pedir unos tacos. Entonces, casi estoy seguro, hizo lo siguiente: se sirvió salsa… pero con indecisión, exprimió un par de limones… pero no lo suficiente, devoró con vehemencia… pero no lo bastante, pagó su consumo… ¡pero no del todo!, y luego se fue por donde había llegado.


Sí, es cierto que el hombre se fue, caminó de regreso y de nuevo entró en la puerta pintada. Eso, creo, es innegable. Sin embargo —tengo que confesarlo—, su presencia aún no me abandona, la siento aquí, insistente, veleidosa, pegada a mi costado.

La literatura del drenaje (primera parte)

(Publicado en Este País)


De un tiempo a la fecha me es imposible comer un taco o una dona sin reflexionar acerca del proceso catabólico que desemboca en la mierda. Asimismo, cada vez que bajo la palanca del retrete no puedo evitar imaginar las oceánicas —leviatánicas— aguas negras de esta ciudad. Me bastó pensarlo en una ocasión para que la idea ya no me abandonara nunca. Por eso me sorprenden los artilugios alambicados que activamos en la vida cotidiana para ignorar la apabullante existencia de nuestras deyecciones: baños asépticos, rollos de papel higiénico para no mancharnos las manos, tuberías ocultas cuyos tétricos sonidos percibimos sólo en noches de insomnio, canales de desagüe en la periferia urbana, eufemismos coprofóbicos… Me sorprenden porque son endebles, esclusas temblorosas con innumerables filtraciones, diques frágiles que siempre parecen estar a punto de ceder y escanciar con brutalidad una plétora de inmundicias sobre nuestras cabezas engominadas.

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Milan Kundera dice que solemos negar la mierda (en sentido literal y figurado) porque vemos en ella una señal de que la vida es incorrecta, sucia, censurable. Según el escritor checo, esto ha generado un ideal estético llamado kitsch, cuya función es borrar de nuestro punto de vista aquello que consideramos esencialmente inaceptable y, en su lugar, mostrar contenidos agradables y entusiastas como los mendaces Pueblos de Potiomkin. Una mirada atenta al entorno es suficiente para darnos cuenta de que el kitsch se extiende como un velo neblinoso y artificial sobre las cosas. ¿Reacción instintiva ante una realidad insoportable o remilgo caprichoso de una cultura que se niega a contemplar su propia sombra? No lo sé. En este momento sólo vienen a mi mente tres ideas: que el mundo es una cloaca, que saberlo no me hace más infeliz, y que en esta enorme cloaca que es el mundo se producen formas de belleza irrecusable. Se trata de tres lecciones que aprendí al leer a Thomas Bernhard, sin duda el escritor más sabiamente anti kitsch que conozco, cuya obra se puede entender como una sistemática denuncia de todas las cosas inaceptables que hacen de este mundo una alcantarilla abyecta y hermosa…

Y, a propósito de cloacas, se me ocurre que si medio mundo celebró el que Borges imaginara al universo como una biblioteca infinita, no habría razón para que yo no pudiera imaginarlo como una red inconmensurable de alcantarillas cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna: el cosmos visto como un infatigable trasiego de aguas pestilentes a través de túneles oscuros y poblados de alimañas… Sea como fuere, debo decir que todo lo expuesto hasta este punto ha servido como abono para que germinara en mí una idea que me ha obsesionado en los últimos meses: hacer una antología comentada de textos que hablen acerca de las aguas negras y el drenaje, de piezas literarias que aborden este aspecto de la realidad que suele mantenerse soslayado y aun despreciado pese a su importancia en nuestras vidas. Para acotar la tarea, desde un principio me quedó claro que dichos textos deberían pertenecer a la literatura mexicana, lo cual me ha llevado a fatigar diversas historias de la literatura nacional con resultados más bien parcos. El día de hoy cuento con escasos textos que ya he comenzado a indexar. Espero que poco a poco su número crezca, para lo cual el apoyo y las noticias que los lectores me lleguen a facilitar serán de gran ayuda. Presento a continuación un adelanto de mi trabajo:

El material más antiguo del que tengo conocimiento es un poema de Luis de Góngora fechado en 1603 y titulado “¿Qué lleva el señor Esgueva?”, quizá el primero escrito en nuestra lengua sobre este tema. Su historia es la siguiente: en los siglos XVI y XVII, el imperio español fue el más grande y poderoso de la Tierra. En 1567, su capital, la corte, centro de opulencia, refinamiento y podredumbre al mismo tiempo (condena de toda metrópoli), fue establecida por Felipe II en Madrid. Posteriormente, Felipe III la trasladó a Valladolid (ciudad estrecha y carente de la infraestructura necesaria para tales menesteres) en 1601, sin éxito, pues cinco años después tuvieron que regresar a Madrid. De esa mudanza fracasada, muchos españoles hicieron burla, entre ellos Góngora, que centró su escarnio en el estado nauseabundo en que se encontraba el vallisoletano riachuelo Esgueva debido a la aglomeración de la corte ahí establecida.


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Góngora retratado Velázquez
Convertido en una estampa goyesca avant la lettre, lleno de mierda, orines, basura y animales muertos, el corrompido Esgueva azuzó el talante burlesco del vate cordobés, que aprovechó el espectáculo de la polución no sólo para escandir los magistrales versos escatológicos de “¿Qué lleva el señor Esgueva?”, sino para subvertir con ellos dos de los grandes motivos poéticos de su época (el petrarquismo y el bucolismo) y, de paso, poner en ridículo los procedimientos legales y la vida íntima de la corte.

El poema es (disculpen el tono escolar) una letrilla, pieza lírica compuesta por varias coplas o estrofas independientes pero unidas entre sí por el siguiente estribillo: “¿Qué lleva el señor Esgueva? / Yo os diré lo que lleva”, el cual antecede a cada una de las seis estrofas y da pie para que en cada una se describa lo que contiene el riachuelo (desechos y porquería) en relación con los siguientes subtemas: 1) las leyes promulgadas en la corte, 2) las bellas damas, 3) los caballeros enamorados, 4) los peces, 5) las aves y 6) los árboles. Estos aspectos son desarrollados con chuscos juegos de palabras que remiten siempre a imágenes fecales.

Por ejemplo, cuando Góngora dice que en el río desembocan las leyes de los ministros, escribe la palabra “jüeces” con diéresis porque este signo indica que la sílaba “jue” no se debe pronunciar como diptongo, sino en dos sílabas separadas para que suene “ju-eces” en alusión a la palabra “heces”. Luego, al hablar de las delicadas damas cortesanas, dice que ellas llevan al río líquidos provenientes de “la fuente del medio día” (metáfora de la orina), y no sólo eso, sino que transportan también piedras “de la otra vía” (léase ano) como el topacio, que es de color verdoso… Más adelante, para referirse a los peces, dice que son como oriundos del estrecho (de Gibraltar), siendo la palabra “estrecho” una forma de nombrar al recto. Y, al reflexionar sobre la vegetación, comenta lo curioso que le resulta el hecho de que, aun sin haber “árbol ni verde ni fresco” en la orilla del Esgueva, éste se encuentre lleno de “fruta que es toda de cuesco” (cuesco significa hueso de la fruta pero también ventosidad) y de ciruela pasa (la imagen no requiere explicación) a tal grado “que no hay quien sin ella beba”.

El poema es en verdad excelente, quizá la obra más ingeniosa que alguien le haya dedicado a un río de aguas negras, lo cual, por sí mismo y desde mi punto de vista, lo convierte en una verdadera joya literaria. Me complacería que mi comentario impeliera a la gente a leerlo. De cualquier modo, cuando algún día la antología esté lista colocaré los textos completos para que puedan ser disfrutados directa y cómodamente en un mismo volumen.

Ahora bien, sé que muchos lectores escrupulosos dirán que incluir a Luis de Góngora en una antología de literatura mexicana sobre el drenaje es una pifia porque él no era mexicano o novohispano sino un español andaluz que jamás pisó América, a lo cual yo responderé citando al erudito Antonio Alatorre, que en su libro Los 1001 años de la lengua española hizo varias anotaciones sobre el carácter panhispánico e imperial de la literatura de los Siglos de Oro:

La extraordinaria expansión de la literatura en los Siglos de Oro tiene mucho que ver con la expansión geográfica de nuestra lengua […]. Cabe muy bien hablar de “literatura imperial”, sin que esto signifique de ninguna manera que los escritores sean fiel espejo de la política del imperio. […] Las expresiones de “consciencia del imperio” fueron, por lo general, mucho menos directas, mucho más ambiguas. El imperio español fue toda una forma de vida. […] La literatura de los siglos XVI y XVII es “imperial” también en el sentido de que en todo el imperio se hicieron cosas sustancialmente semejantes. No hubo una poesía “mexicana”, ni una novela “andaluza”, ni un teatro “peruano” […]. Hubo una sola literatura […]. La patria chica, el lugar de nacimiento, no significaba mucho en comparación con la patria grande. En verdad, todos los hispanohablantes podemos decir que la literatura de los Siglos de Oro es “nuestra literatura.

Perfectamente un poema de Góngora cabe en mi antología. Además, ¿cuáles son los arbitrarios criterios para decir que determinado autor u obra pertenecen a la literatura de un país? Y más allá, ¿qué es un país, en qué consisten su identidad, cultura y literatura? Lugares comunes que no deseo indagar. Roberto Bolaño y Malcolm Lowry escribieron sendas novelas mexicanas… Como sea, me interesa otro comentario de Alatorre sobre el presunto carácter autóctono de los escritores nacidos en América durante los Siglos de Oro. El filólogo jalisciense señala que el célebre comediógrafo Juan Ruiz de Alarcón —nacido en Taxco y ostentado por los chovinistas como gloria del ingenio nacional— sólo tiene un pequeño y casi forzado guiño de colorido mexicano en toda su extensa y muy española obra, mientras que Lope de Vega y Tirso de Molina, ibéricos, “muestran verdadero gusto por las palabras indígenas de América, y ‘el preciosamente Inca desnudo / y el vestido de plumas Mexicano’ aparecen de manera fugaz, pero bella, en las Soledades de Góngora”.

Quede, pues, la discusión zanjada y pasemos a otra cuestión de mayor relevancia: ¿de qué va el mencionado guiño mexicano en la obra de Juan Ruiz de Alarcón? Coincidencia curiosa, se trata de una mención exaltada (sesenta y tres versos de tono laudatorio) del drenaje de la Ciudad de México a comienzos del siglo xvii que, de manera un tanto gratuita, Alarcón colocó en el principio de su comedia El semejante a sí mismo, obra teatral que, cuatrocientos años después de haber sido escrita, sigue haciéndonos reír con sus delicados conceptos dobles y sus enredos hiperbólicos.

Pues bien, son esos versos de El semejante a sí mismo los que ocupan el segundo lugar en mi antología de la literatura mexicana del drenaje y las aguas negras. Si tú, lector, quieres conocer su historia así como la de otros autores y textos que han abordado con sus letras este oloroso tema, consulta la próxima semana la siguiente entrada de este blog, y no olvides que, como dijo un personaje de cierta novela de Agustín Yáñez, “contemplar las aguas negras es como leer apasionadamente las páginas del Apocalipsis, como descifrar cada uno de sus símbolos para leer el pasado, el presente y el futuro de la humanidad”.


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jueves, 16 de abril de 2015

Gasterópodo

(Publicado en Este país)

Pesadillescos heraldos negros, mensajes plenos de un significado ulterior que no he podido descifrar, los cadáveres de animales que solía encontrar con macabra frecuencia tirados en la calle dejaron de pronto de aparecer en mi vida. De esos tétricos despojos hoy sólo quedan registros escritos (quien lo desee puede leer “El gato” y “Cadáver de gallina”, dos textos que hablan al respecto), como la siguiente anotación de mi diario fechada el sábado trece de septiembre de 2014: “Acabo de ver un caracol muerto, aplastado en la banqueta, secándose al sol.”
Leo la pequeña entrada (ese día no escribí nada más) y un golpe de recuerdos acude a mi cabeza. Revivo el momento e imagino la escena:

Embellecido por la empresa descomunal de atravesar la acera del edificio, babosamente ufano de su frágil –grácil– armadura, dejando tras de sí una esforzada estela apenas cinética, el gasterópodo fue sorprendido por la suela eclipsante de un zapato. Desproporción casi divina de los cuerpos. Indolencia o ignorancia del asesino que, lo más seguro, llevaba prisa por llegar a algún sitio. Imperceptible crujido óseo de la concha (¿el sonido se disolvió en la entropía acústica del universo o aún viaja discreto hasta llegar a un oído que fugazmente lo escuchará como un quejido de hojas secas?). Una vida cuya heroica bandera era la lentitud fue detenida y sus despojos quedaron abandonados sin respeto.

No es lo mismo ver un caracol muerto que una rata destripada. Las emociones suscitadas divergen. Mientras que ante un roedor sin vida se puede llegar a sentir felicidad y sevicia, el cadáver de un caracol (único molusco que ha conquistado el espacio terrestre) produce desesperanza y tristeza. Para nosotros, las ratas son sucias, voraces y portadoras de enfermedades. “La rata obesa de exquisito pelambre, la malhechora / que se come el cereal del pobre, la muy canalla / que devora recién nacidos arrojados a los baldíos”, se lee en un poema de José Emilio Pacheco. Hay investigaciones que afirman que una rata copula aproximadamente 35 mil veces en su vida, cifra inalcanzable para un humano. ¡Alimañas crapulosas! Es precisamente su promiscuidad la que despierta nuestro odio, y no es descabellado aventurar que la especie humana se ha reproducido con tanto afán como respuesta defensiva ante la idea de que algún día esos roedores dominen el orbe y, ¡oh pesadilla!, seamos nosotros los que tengamos que vivir perseguidos en las cloacas, alimentándonos con lo que podamos sustraer de sus bodegas, sufriendo “la espantosa agonía del veneno”…

Patricia Highsmith, autora de más de veinte novelas y de un gran número de relatos, era tan prolífica en su trabajo literario que decía tener “tantas ideas como orgasmos tienen las ratas”. Acostada en su cama, abastecida de cigarrillos, café, rosquillas y a menudo una botella de vodka, lograba redactar dos mil palabras “en un día bueno”, récord verdaderamente envidiable. Además de pasar a la historia como la artífice de una excelente y extensa obra donde el misterio, el crimen y los tormentos psicológicos se mezclan en perturbadora armonía, la escritora estadounidense hoy es recordada como un persona ligeramente misántropa o, por lo menos, como alguien que prefería la compañía de los animales a la de los humanos. Tenía una predilección especial por los gatos (tal vez porque se comen a las ratas) y, cosa llamativa, por los caracoles, que criaba en su casa (llegó a tener más de trescientos en su jardín cuando vivía en Inglaterra). “Me transmiten una especie de calma”, le dijo a un entrevistador.

Cuando Highsmith se mudó a Francia, tuvo que cruzar la frontera varias veces con seis o diez caracoles escondidos en cada seno para burlar la prohibición aduanera de ingresar gasterópodos vivos al país. No quería abandonar a ninguno. Conocía la importancia de la vida de cada uno de esos seres, era capaz de apreciar su perfecta belleza y de no sentir asco cuando los viscosos cuerpos se deslizaban sobre su piel. ¿Cuál hubiera sido su reacción al descubrir el cadáver que yo vi el trece de septiembre?, ¿lo habría tomado en sus manos?

A mí los gasterópodos me fascinan visual y gastronómicamente, sin embargo, el tacto de sus antenas babosas me produce espeluzno. Por eso, al leer la fantástica novela Galaor de Hugo Hiriart, entendí el desánimo que experimentó el protagonista cuando, en su misión para salvar a la doncella Brunilda, se internó en los mortíferos jardines diseñados por el excéntrico don Diomedes, donde “el jardín de los caracoles –de todos los tamaños, todas las formas y todos los colores– le ocasionó, pese a su belleza irrecusable, tan grande repugnancia que pensó en el regreso”. Afortunadamente, Galaor venció el asco y pudo continuar su heroico camino… Llama mucho mi atención que el héroe, célebre por haber asesinado al temible puerco gigante del Automedonte, haya pensado en la deserción debido al espectáculo ofrecido por unos caracoles de “belleza irrecusable”.

La anécdota me hace pensar que los caminos de la hermosura, la repugnancia y la cobardía no corren muy separados uno del otro. Y quizá no importe, pues esos caminos, como los del amor, el odio y el éxito, se vuelven indiscernibles y vacuos cuando de golpe se interrumpe la espiral de nuestras vidas. Interrupción siempre abrupta que se manifiesta con la fuerza fulminante de un zapato descomunal que nos aplasta en la mitad de una banqueta y nos reduce, en el mejor de los casos, a un breve comentario anotado en un cuaderno sin importancia, a una línea que, aparte de quien la garrapateó, nunca nadie jamás leerá.

Días de biblioteca II: libros inventados


(Publicado en Este País)


¿Qué me llevó a atravesar la ciudad de sur a norte (aproximadamente una hora y media de puentes peatonales, escaleras no siempre eléctricas, vagones atestados, cambios de líneas de metro, varias calles a pie) en pos de algo tan absurdo y quizás anacrónico como lo es un libro inventado, una obra ficticia que —lo sabía de antemano— no encontraría en aquella lejana y desconocida biblioteca del Instituto Politécnico Nacional? Después de varias semanas, me doy cuenta de que los motivos se presentaron bajo la forma de un nudo u ovillo. Las líneas que siguen son un intento de ponerlos en claro.

Dado que soy una persona que por lo general no produce efectos sorpresivos, salir en busca de un libro inexistente me pareció una forma eficaz de reivindicar la consigna baudeleriana que dice que hay que viajar al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo, consigna que siempre he intentado erigir como poste central de mi existencia pero que nunca he conseguido llevar a la práctica. Jamás. Y ahora compruebo que tampoco durante esa misión quijotesca lo logré, pues ¿qué de exploración hacia lo ignoto tuvo esa visita a una biblioteca de mi propia ciudad?, ¿en realidad esperaba encontrar cosas nunca antes vistas por medio de esa acción ñoña y libresca? ¡Qué va! Debo confesar que de todo lo visto ese día, lo único realmente novedoso fue un puesto de hot dogs gigantes (insólitas salchichas de cincuenta centímetros acompañadas de cebollas fritas) a pocas cuadras de la biblioteca, cerca de la estación Lindavista del metro. Un ejemplo de cómo el mundo condimenta su horripilante insipidez con vulgar comida callejera.


¿Au fond de l´Inconnu pour trouver du nouveau? La triste verdad es que desde hace mucho tiempo desconfío de mi capacidad para renovar mis experiencias. Me encuentro a tal grado alejado de la vida novedosa que he llegado incluso a perder de vista mi vida personal, reducida en los últimos años a un patético cúmulo de preocupaciones literarias. No miento entonces si digo que el motivo auténtico de mi viaje a la biblioteca fue la indignación que me provocó una reseña que mi amigo Roberto Bolaños Godoy publicó a propósito de Kant y los extraterrestres de Juan Pablo Anaya.

En esa reseña, Roberto opinaba que la obra era buena pero que perdía “originalidad al ampararse en el recurso borgiano de la reflexión ficción, que (como la poesía visual, la minificción o las novelas fragmentarias) de tanto repetirse asfixia.” Su crítica se refería en particular al tercer ensayo de la colección, donde borgianamente se reflexiona acerca de un libro ficticio (el narrador dice haberlo encontrado en la biblioteca Ing. Víctor Bravo del IPN) también titulado Kant y los extraterrestres, escrito por un autor imaginario llamado Miguel Alfonso Chinchilla, y cuya tesis se puede resumir con la siguiente fórmula: “La importancia política que tiene el miedo a los extraterrestres basándose en la filosofía de Immanuel Kant.”

Si bien es cierto que el ensayo tiene todos los elementos predecibles de un texto borgiano donde la disquisición se desarrolla a partir de un libro ficticio encontrado por casualidad, es preciso decir que Anaya utilizó una imaginación e inteligencia sumamente novedosas, amén de una agilidad envidiable a la hora de vincular referencias: de Kant pasa a H.G. Wells, luego a unos versos de Rafael Alberti, una canción de los Beatles… ¿Debía quedarme impávido ante la acusación de Roberto? Claro que no, y menos siendo como soy un amante apasionado de los libros inventados (ya dije que mi vida personal se ha reducido últimamente a una serie de preocupaciones literarias), los cuales, en cuanto tema, estrategia o divertimento intelectual, jamás me han parecido un recurso “que de tanto repetirse asfixia.” Yo mismo, en la última parte de mi libro El investigador perverso, copié la introducción de una antología de textos imaginarios… Al defender a Anaya, defendía la validez y la originalidad de mi propia obra. Por eso, en un arranque que devino acto performático de lector recalcitrante, decidí ir a la biblioteca con la intención de dar vida a Miguel Alfonso Chinchilla. Obviamente, no encontré el libro, que a priori sabía inexistente. ¿Había perdido mi tiempo?

De noche, al salir de la biblioteca, pensé que el libro inventado por Anaya bien había valido el esfuerzo de trasladarme hasta ahí. Era el homenaje que, desde mi lugar en el mundo fáctico, le rendía al universo de la imaginación: una declaración de amor y fe. Sin embargo, que nadie crea que soy un imbécil. Como nunca he ignorado la amenaza que significa para mi vida personal todo lo libresco, debo decir que en realidad tuve otra razón para el viaje a la biblioteca: un motivo complejo que vincula el asunto borgiano de los libros inventados con la destrucción radical de la literatura. Me explico: en el prólogo que Borges escribió para El jardín de los senderos que se bifurcan se lee lo siguiente: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario.” Se trata, como puede verse, de una sistemática reducción de ese “desvarío laborioso y empobrecedor” llamado escritura. ¿Por qué? En un pequeño ensayo titulado “Borges, la literatura profiláctica”, Jean-Yves Jouannais recuerda que para el argentino la idea de concebir un libro como algo futuro e inédito era absurda, pues él creía que todo lo que en este mundo se escribe ya está previamente almacenado en una suerte de biblioteca metafísica. ¿Para qué tomarse entonces la molestia? Lo que verdaderamente debería hacerse es reducir o eliminar todo aquello que se puede escribir. En este sentido, la función de los textos donde Borges habla de libros ficticios es evitar su elaboración en la vida real: “todas estas obras ya no hay que escribirlas puesto que ya han sido concebidas.” Cuantos más libros imaginarios reseña Borges “más ahorra, no reduciendo el campo de los mundos literarios posibles, sino demostrando que esos mundos posibles, por ser posibles, deben considerarse agotados […] para que nadie tenga que volver a ellos nunca más.”


En el buscador de Google encontré la portada de este libro.
Tengo veintiséis años y hasta hace poco tiempo quería convertirme en un escritor prolífico: imaginaba decenas de libros perpetrados a lo largo de las décadas. No me importaba tener que sacrificar mi vida personal. Hoy no tengo esa determinación. Quizá, si la urgencia es mucha, me limitaré a disimular que esos libros ya existen y ofreceré un breve comentario de mi obra fantasma. Realizaré “la violenta extinción de la literatura por las Letras mismas.” En cambio, pienso viajar más dentro de la ciudad, recorrer puestos de comida callejera, buscar lo desconocido por medio de pequeñas acciones ordinarias. Me alientan unas palabras que Ulises Carrión escribió acerca de todo lo que en esta vida nos queda después de la muerte de la literatura: “Todavía tenemos colores y ojos para verlos, sistemas lógicos, signos, proyectores de cine, pistas de baile, cadenas de televisión, alfabetos manuales y mucho más.” Yo agregaría que contamos con vagones de metro, libros inexistentes que buscar, computadoras…

Y es que en este momento puedo decir que mi viaje a la lejana biblioteca del IPN fue un réquiem por mis obsesiones literarias. Me gusta esa conclusión; es como un espejo que me devuelve una imagen de persona llena de vitalidad. ¿Cuánta impostura contiene? Percibo un olor a autoengaño. ¿Otra vez con el cuento de renovar mis experiencias? No se me escapa que la escritura de este texto es una recaída en la enclaustrada vida literaria. Vuelta al nudo, al ovillo. ¿Qué me llevó realmente a atravesar la ciudad? ¿Lo haría de nuevo?

Lo único que puedo decir es que la literatura resiste todos los ataques, incluso los que emanan de su propio seno.


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Biblioteca Ing. Víctor Bravo