sábado, 28 de febrero de 2015

Contra la extrema juventud

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Erik Alonso,
Los procesos,
México, Fondo Editorial Tierra Adentro,
2014, 98 pp.

Cuando no soporto la asfixia que me produce el aire de jovialidad forzada que hoy contamina a la vida y la cultura, recuerdo que, por su inherente ausencia de grandes propósitos y para evitar el ridículo involuntario, los geniales conjurados shandys de los que escribió Enrique Vila-Matas muy pronto se dieron cuenta, en la segunda década del siglo xx, que no podían permitir en las filas de su sociedad secreta las actitudes propias de la extrema juventud. Supongo que otra razón fue por el desagradable prurito de querer conquistar el mundo que muestran las personas que se consideran de espíritu joven, entre quienes se encuentran los empresarios voraces, las estrellas de la farándula, los escritores de best sellers, los que se dedican a proyectar planes que imponen a los demás y en general toda esas personas que creen que con ellas ha nacido el mundo y que, por esa razón, el mundo núbil necesita de su molesta huella. “Es lo de siempre. Un abuso sobre otro […] No sé de dónde saldrá ese empeño de hacernos violentamente visibles”, dice Erik Alonso (Ciudad de México, 1988) en la página 94 de su libro Los procesos, donde también hace  este otro comentario contra la juventud extrema:
Es indudable, escribía Macedonio Fernández, que los comienzos totales no existen, o que no inician cuando se les inventa; que el mundo, tal vez, ha nacido antiguo. Nosotros también nacemos viejos. Vamos inventando comienzos totales, creyendo que inauguramos el mundo. Domesticamos el pasado ante la idea de la memoria. (p.34)
            De lo anterior me llama la atención un punto en particular. El hecho de que, para enunciar su verdad indudable, EA utiliza unas palabras dichas por un autor que murió muchísimos años antes de que él naciera. En este sentido, la escritura ensayísitca que él practica, con las continuas referencias de las que echa mano, funciona como una forma de hacer evidente la idea de que el mundo ha nacido antiguo y con él también lo que queremos decir. Un ejercicio de urbanidad y respeto ante lo ya existente que poco tiene que ver con el impulso iconoclasta que se piensa encontrar un autor novel, cosa que me lleva a formular dos preguntas: ¿es necesario que los creadores emergentes nieguen lo que les antecede para desarrollar una obra original?, ¿al rechazar las actitudes de la extrema juventud, Erik Alonso hizo un libro conservador?
            Aun con la conciencia de que el mundo ha nacido antiguo, evidentemente Los procesos no es un libro de ensayos tradicional. Hay en su estructura (a veces fragmentaria y con un fuerte acento narrativo) y en sus preocupaciones (el arte contemporáneo es, por ejemplo, uno de los referentes más presentes) un afán rupturista que lo hace rebasar la convencional línea que en ocasiones mantiene al ensayo literario anclado exclusivamente en una petrificante función crítica. Se trata de un afán que, por su método y espectro de intereses, me recuerda una frase de Vila-Matas donde habla del “desvelo continuo […] por encontrar eso nuevo que siempre estuvo ahí”. Dicho desvelo es una de las virtudes literarias más apreciables de Los procesos, que de cierta manera se puede leer como una apasionada expedición de redescubrimiento por las vírgenes provincias de lo familiar: la vieja casa de los abuelos, las repeticiones de las series televisivas que vimos en la adolescencia, la ciudad natal que de pronto muestra un aspecto inesperado, la oscura herencia de gestos y nostalgias que por vía sanguínea nos transmiten nuestros padres…  
La escritura de Erik es muy consciente de su cognación (de ahí los constantes pasajes autobiográficos y las indagaciones en las vidas de personajes que le interesan), sin que esto se confunda con un encierro sordo en el pasado. De hecho, una de las mayores preocupaciones plasmadas en esta obra es la manera plural en que habitamos el presente, ya sea desde la duda (con la pregunta que significativamente cierra el libro: “dónde estaría yo si no estuviese, justo en este momento, aquí”), desde la evanescencia (“´No hay nada más difícil que habitar el presente´ escribió Henri Bergson; quizá por esa imposibilidad de habitar lo inaprensible: lo que sucede mientras sentimos” (p.30)) o desde la certeza de que “lo que sucede no es sólo lo que nos pasa directamente, frente a frente, sino también lo que se recuerda” (p.50), teniendo en cuenta que esa seguridad es también incierta, pues el olvido surge sin que nos apercibamos de su actividad infatigable.
Con esto último se da a entender que “uno es una suma mermada por infinitas restas”, como dice Sergio Pitol en El arte de la fuga, obra que escribió aproximadamente a los sesenta años y que, por cierto, Erik confiesa haber releído e intentado imitar más que a cualquier otro libro en su vida (p.90), lo cual, ahora que lo pienso, me parece sorprendente pues encuentro entre ambos una similitud de tono que se pensaría difícil hallar en la ópera prima de un escritor tan joven como él.
La primera sensación que experimentará quien se acerque a Los procesos será la de escuchar una voz antigua, de volumen bajo pero sorpresivamente audible, muy atenta a esas vitales sustracciones o posibilidades anuladas que nos conforman: “Cada paso, cada gesto, está antecedido por uno anterior. Y también, en un sentido inverso, cada paso es la omisión de un camino que ya no tomamos” (p.50); “Toda casa, todo edificio, siempre podría ser un poco más. Hace falta detenerse para crear la idea de lo familiar. Las azoteas nos recuerdan, con su espacio vacío que funciona como detenimiento, que todo pudo haber sido diferente, que el edificio de dos pisos pudo tener tres o cuatro” (p.22). Ahora bien, lo interesante es que de los  textos de Alonso se deduce que no es necesario atravesar los caminos clausurados que nos constituyen: hay en sus ideas un impulso de quietud, de habitar con serenidad la casa incompleta que cada quien es sin intentar culminar un proyecto arquitectónico que, por otra parte, nunca existió, como “los comienzos totales no existen”.


A contracorriente de la imperante dinámica actual que rapta a nuestras vidas en su vértigo de celeridad e inmediatez –y cuyo correlato en el ámbito de la cultura es la ininterrumpida avalancha de libros, series televisivas y películas de tramas rápidas y comerciales que saturan el sistema nervioso del público–, la aparición de un libro como el de Erik significa la valiosa irrupción de una pausa, de un remanso en el que es posible detenerse para “crear la idea de lo familiar”, para pensar, esperar, respirar entre líneas. “Ante la tiranía de la búsqueda, podría decirse que no hay nada más difícil que la espera”, dice Erik (p.53), y formalmente lleva a cabo esta propuesta a través de los breves espacios en blanco que coloca entre muchos de sus párrafos, dando a la composición espacial del texto una rítmica serie de silencios y de tiempos vacíos para que la vista del lector repose y los pensamientos se sedimenten.
Tanto en la forma como en el contenido, su proyecto literario está basado en la utilización de las esperas, la trama soterrada, la construcción permanente contrapuesta al imperativo de lo concluido (“Contra el empeño de terminar todos los proyectos que iniciamos, mejor concluir los que podemos terminar. La vida no es una carrera de obstáculos” (p.24)) y la renuncia como oposición al ejercicio del control: “Haría falta, en vez de apelar tanto a la voluntad, esbozar una teoría fallida sobre lo inevitable” (p.26). Una postura ante la vida cuya piedra de toque es la pregunta filosófica que plantea la dicotomía entre actuar y no hacerlo, entre cooperar y darle la espalda al mundo: “hay ocasiones en que no queremos ser salvados, en que rehuimos a la trascendencia, en que el mundo es demasiado burdo para seguirle la pista” (p.53). Y pese a que Alonso diga: “Yo no tengo aplomo de Bartleby: hago lo que me piden aunque siempre preferiría no hacerlo” (p.27), es claro de qué lado de la decisión se encuentra.
            Me detengo. No sé que cómo serán recibidas las palabras que hasta ahora he redactado. Temo que, a ojos del público, no sean muy favorables, que muchos piensen que hablo de un aburrido y anacrónico autor de preocupaciones y maneras ascéticas, consideración que tal vez, para como están las cosas en el lamentable escaparate de la literatura y el mundo, sea un halago. Un halago que se podría aplicar también a otros libros geniales que han aparecido recientemente en México. Cuatro libros que, como el de Erik, renunciaron a ser el tipo de narrativa de entretenimiento que exige el mercado editorial y en cuyas páginas se respira un ánimo de negación generalizada. Me refiero a La escuela del aburrimiento, de Luigi Amara, La música en un tranvía checo, de Karla Olvera, Escritos para desocupados, de Vivian Abenshushan y Paraísos vulnerables, de Edgar Yepez.


En su libro, Amara cuenta que, antes de encerrarse en su cuarto por varios días con la intención de darle la espalda al mundo y aburrirse en soledad, recordó estas palabras de Fernando Pessoa: “Desprécialo todo, pero de modo que el despreciar no te cause molestias. No te juzgues superior a tu despreciar. El arte del desprecio está en eso”. Olvera, a propósito de las famosas palabras del Bartleby de Melville, escribió: “´Preferiría no hacerlo´ ha dejado de ser tan sólo una frase famosa en la literatura y se ha convertido en una postura vital que la gente asume en el mundo no ficcional”. Abenshushan, reflexionando sobre las maneras en que los escritores pueden “formular nuevas tácticas para superar la cultura de la decepción”, es decir, del mercado, propone renunciar al nombre y a la imagen propios y adoptar un pseudónimo, una personalidad afantasmada. Yepez no tiene reparos en confesar que las pocas veces que ha trabajado ha sido como subalterno: “acepté esos empleos porque, al igual que Walser, únicamente me siento cómodo y libre ´en las regiones inferiores´”. Y Alonso dice que sus aspiraciones no son grandes, que sólo “quisiera encontrar algo pequeño, como una orquídea, que me apasionara profundamente” (p.57).
Por su arte del desprecio, por la negación que practican y por su ausencia de grandes propósitos, se puede entender que a estos escritores les suceda lo mismo que Jean-Yves Jouannais, en el capítulo “El ascetismo olímpico” de su libro Artistas sin obra, dice que con frecuencia le pasa a las reputaciones de Felix Fénéon, Marcel Duchamp, Armand Robin o André Cadare, todos ellos artistas que, por haber optado en algún punto de sus carreras a favor del silencio y la renuncia, son catalogados dentro de “la categoría de la ascesis”, de la búsqueda de la virtud mediante la castración o la flagelación monástica. Sin embargo, acota Jouannais, la renuncia “no es para ellos una deflación de la vida, sino que, por el contrario, procede de un tiempo más largo, incluso exclusivo, consagrado a la vida misma”. Basta recordar las declaraciones de Duchamp, desertor por excelencia: “Me gusta más vivir, respirar, que trabajar”.
Del mismo modo, es erróneo considerar como muestras de debilidad o desprecio por la vida las ideas de Erik sobre el abandono de la voluntad. Ese error es el mismo que desde siempre se ha utilizado para descalificar a los que, desviándose ligeramente de la corriente general, son capaces de ver e inconformarse. Su tono antiguo y sus modales pausados son más bien un acto crítico: hay que recordar que la razón por la cual confiesa no querer perseguir al mundo no es simple abulia, sino rechazo militante a ese mundo que se ha vuelto “demasiado burdo para seguirle la pista”. Y si en la página veintisiete se atreve a decir: “Estúpida juventud. A esta edad, dicen todos, la vida apenas comienza”, es porque con esas palabras –según mi lectura– acusa a la idea de la extrema juventud de ser una dictadura que nos asfixia con  el “eterno reproche por no disfrutar suficiente” (p.49), con la obligación insensata de querer ser gigantes que lo abarquen todo.
Como diría Jouannais, las posturas negativas de Erik no significan una deflación de lo vital. Provienen, por el contrario, de un tiempo dedicado con sensibilidad a la existencia, una existencia cuyo verdadero goce radica en la modestia de saber que somos seres pequeños y no jóvenes estúpidamente prometedores, que la felicidad no nos espera en las ambiciones rutilantes sino en lo insignificante que tenemos al alcance de la mano. El sabio reconocimiento de que “no sólo el amor, [sino] la vida también es más grande que nosotros” (p.24).
Ya lo escribió Erik en un diminuto y hermoso párrafo de su libro (p.24):
“Lo difícil no es buscar sino reconocer las cosas que nos hacen sentir que el mundo, aunque sea por un momento, es de nuestro tamaño”.
Yo reconozco a Los procesos como una obra que le quitó al apabullante mundo en el que vivo mucho del horrendo peso que, a veces, amenaza con aplastarme. ¿Qué más se puede pedir?   


(Este texto fue publicado en el número de enero de 2015 de la revista Este País)