Erik Alonso,
Los
procesos,
México, Fondo Editorial
Tierra Adentro,
2014, 98 pp.
Cuando no
soporto la asfixia que me produce el aire de jovialidad forzada que hoy
contamina a la vida y la cultura, recuerdo que, por su inherente ausencia de
grandes propósitos y para evitar el ridículo involuntario, los geniales
conjurados shandys de los que escribió Enrique Vila-Matas muy pronto se dieron
cuenta, en la segunda década del siglo xx,
que no podían permitir en las filas de su sociedad secreta las actitudes
propias de la extrema juventud. Supongo que otra razón fue por el desagradable
prurito de querer conquistar el mundo que muestran las personas que se
consideran de espíritu joven, entre quienes se encuentran los empresarios
voraces, las estrellas de la farándula, los escritores de best sellers, los que se dedican a proyectar planes que imponen a
los demás y en general toda esas personas que creen que con ellas ha nacido el
mundo y que, por esa razón, el mundo núbil necesita de su molesta huella. “Es
lo de siempre. Un abuso sobre otro […] No sé de dónde saldrá ese empeño de
hacernos violentamente visibles”, dice Erik Alonso (Ciudad de México, 1988) en
la página 94 de su libro Los procesos,
donde también hace este otro comentario
contra la juventud extrema:
Es indudable, escribía Macedonio Fernández, que los
comienzos totales no existen, o que no inician cuando se les inventa; que el
mundo, tal vez, ha nacido antiguo. Nosotros también nacemos viejos. Vamos
inventando comienzos totales, creyendo que inauguramos el mundo. Domesticamos
el pasado ante la idea de la memoria. (p.34)
De lo anterior me llama la atención
un punto en particular. El hecho de que, para enunciar su verdad indudable, EA
utiliza unas palabras dichas por un autor que murió muchísimos años antes de
que él naciera. En este sentido, la escritura ensayísitca que él practica, con las
continuas referencias de las que echa mano, funciona como una forma de hacer
evidente la idea de que el mundo ha nacido antiguo y con él también lo que
queremos decir. Un ejercicio de urbanidad y respeto ante lo ya existente que poco
tiene que ver con el impulso iconoclasta que se piensa encontrar un autor novel,
cosa que me lleva a formular dos preguntas: ¿es necesario que los creadores emergentes
nieguen lo que les antecede para desarrollar una obra original?, ¿al rechazar
las actitudes de la extrema juventud, Erik Alonso hizo un libro conservador?
Aun con la conciencia de que el
mundo ha nacido antiguo, evidentemente Los
procesos no es un libro de ensayos tradicional.
Hay en su estructura (a veces fragmentaria y con un fuerte acento narrativo) y
en sus preocupaciones (el arte contemporáneo es, por ejemplo, uno de los referentes
más presentes) un afán rupturista que lo hace rebasar la convencional línea que
en ocasiones mantiene al ensayo literario anclado exclusivamente en una
petrificante función crítica. Se trata de un afán que, por su método y espectro
de intereses, me recuerda una frase de Vila-Matas donde habla del “desvelo
continuo […] por encontrar eso nuevo que siempre estuvo ahí”. Dicho desvelo es
una de las virtudes literarias más apreciables de Los procesos, que de cierta manera se puede leer como una apasionada
expedición de redescubrimiento por las vírgenes provincias de lo familiar: la
vieja casa de los abuelos, las repeticiones de las series televisivas que vimos
en la adolescencia, la ciudad natal que de pronto muestra un aspecto
inesperado, la oscura herencia de gestos y nostalgias que por vía sanguínea nos
transmiten nuestros padres…
La
escritura de Erik es muy consciente de su cognación (de ahí los constantes
pasajes autobiográficos y las indagaciones en las vidas de personajes que le
interesan), sin que esto se confunda con un encierro sordo en el pasado. De
hecho, una de las mayores preocupaciones plasmadas en esta obra es la manera
plural en que habitamos el presente, ya sea desde la duda (con la pregunta que
significativamente cierra el libro: “dónde estaría yo si no estuviese, justo en
este momento, aquí”), desde la evanescencia (“´No hay nada más difícil que
habitar el presente´ escribió Henri Bergson; quizá por esa imposibilidad de
habitar lo inaprensible: lo que sucede mientras sentimos” (p.30)) o desde la
certeza de que “lo que sucede no es sólo lo que nos pasa directamente, frente a
frente, sino también lo que se recuerda” (p.50), teniendo en cuenta que esa seguridad
es también incierta, pues el olvido surge sin que nos apercibamos de su
actividad infatigable.
Con
esto último se da a entender que “uno es una suma mermada por infinitas
restas”, como dice Sergio Pitol en El
arte de la fuga, obra que escribió aproximadamente a los sesenta años y
que, por cierto, Erik confiesa haber releído e intentado imitar más que a
cualquier otro libro en su vida (p.90), lo cual, ahora que lo pienso, me parece
sorprendente pues encuentro entre ambos una similitud de tono que se pensaría
difícil hallar en la ópera prima de un escritor tan joven como él.
La
primera sensación que experimentará quien se acerque a Los procesos será la de escuchar una voz antigua, de volumen bajo
pero sorpresivamente audible, muy atenta a esas vitales sustracciones o
posibilidades anuladas que nos conforman: “Cada paso, cada gesto, está
antecedido por uno anterior. Y también, en un sentido inverso, cada paso es la
omisión de un camino que ya no tomamos” (p.50); “Toda casa, todo edificio,
siempre podría ser un poco más. Hace falta detenerse para crear la idea de lo
familiar. Las azoteas nos recuerdan, con su espacio vacío que funciona como
detenimiento, que todo pudo haber sido diferente, que el edificio de dos pisos
pudo tener tres o cuatro” (p.22). Ahora bien, lo interesante es que de los textos de Alonso se deduce que no es
necesario atravesar los caminos clausurados que nos constituyen: hay en sus
ideas un impulso de quietud, de habitar con serenidad la casa incompleta que
cada quien es sin intentar culminar un proyecto arquitectónico que, por otra
parte, nunca existió, como “los comienzos totales no existen”.
A
contracorriente de la imperante dinámica actual que rapta a nuestras vidas en
su vértigo de celeridad e inmediatez –y cuyo correlato en el ámbito de la
cultura es la ininterrumpida avalancha de libros, series televisivas y
películas de tramas rápidas y comerciales que saturan el sistema nervioso del
público–, la aparición de un libro como el de Erik significa la valiosa
irrupción de una pausa, de un remanso en el que es posible detenerse para
“crear la idea de lo familiar”, para pensar, esperar, respirar entre líneas.
“Ante la tiranía de la búsqueda, podría decirse que no hay nada más difícil que
la espera”, dice Erik (p.53), y formalmente lleva a cabo esta propuesta a
través de los breves espacios en blanco que coloca entre muchos de sus
párrafos, dando a la composición espacial del texto una rítmica serie de
silencios y de tiempos vacíos para que la vista del lector repose y los
pensamientos se sedimenten.
Tanto
en la forma como en el contenido, su proyecto literario está basado en la
utilización de las esperas, la trama soterrada, la construcción permanente
contrapuesta al imperativo de lo concluido (“Contra el empeño de terminar todos
los proyectos que iniciamos, mejor concluir los que podemos terminar. La vida
no es una carrera de obstáculos” (p.24)) y la renuncia como oposición al
ejercicio del control: “Haría falta, en vez de apelar tanto a la voluntad,
esbozar una teoría fallida sobre lo inevitable” (p.26). Una postura ante la
vida cuya piedra de toque es la pregunta filosófica que plantea la dicotomía
entre actuar y no hacerlo, entre cooperar y darle la espalda al mundo: “hay
ocasiones en que no queremos ser salvados, en que rehuimos a la trascendencia,
en que el mundo es demasiado burdo para seguirle la pista” (p.53). Y pese a que
Alonso diga: “Yo no tengo aplomo de Bartleby: hago lo que me piden aunque
siempre preferiría no hacerlo” (p.27), es claro de qué lado de la decisión se
encuentra.
Me detengo. No sé que cómo serán
recibidas las palabras que hasta ahora he redactado. Temo que, a ojos del
público, no sean muy favorables, que muchos piensen que hablo de un aburrido y
anacrónico autor de preocupaciones y maneras ascéticas, consideración que tal
vez, para como están las cosas en el lamentable escaparate de la literatura y
el mundo, sea un halago. Un halago que se podría aplicar también a otros libros
geniales que han aparecido recientemente en México. Cuatro libros que, como el
de Erik, renunciaron a ser el tipo de narrativa de entretenimiento que exige el
mercado editorial y en cuyas páginas se respira un ánimo de negación
generalizada. Me refiero a La escuela del
aburrimiento, de Luigi Amara, La
música en un tranvía checo, de Karla Olvera, Escritos para desocupados, de Vivian Abenshushan y Paraísos vulnerables, de Edgar Yepez.
En
su libro, Amara cuenta que, antes de encerrarse en su cuarto por varios días
con la intención de darle la espalda al mundo y aburrirse en soledad, recordó
estas palabras de Fernando Pessoa: “Desprécialo todo, pero de modo que el
despreciar no te cause molestias. No te juzgues superior a tu despreciar. El
arte del desprecio está en eso”. Olvera, a propósito de las famosas palabras
del Bartleby de Melville, escribió: “´Preferiría no hacerlo´ ha dejado de ser
tan sólo una frase famosa en la literatura y se ha convertido en una postura
vital que la gente asume en el mundo no ficcional”. Abenshushan, reflexionando
sobre las maneras en que los escritores pueden “formular nuevas tácticas para
superar la cultura de la decepción”, es decir, del mercado, propone renunciar
al nombre y a la imagen propios y adoptar un pseudónimo, una personalidad
afantasmada. Yepez no tiene reparos en confesar que las pocas veces que ha
trabajado ha sido como subalterno: “acepté esos empleos porque, al igual que
Walser, únicamente me siento cómodo y libre ´en las regiones inferiores´”. Y
Alonso dice que sus aspiraciones no son grandes, que sólo “quisiera encontrar
algo pequeño, como una orquídea, que me apasionara profundamente” (p.57).
Por
su arte del desprecio, por la negación que practican y por su ausencia de
grandes propósitos, se puede entender que a estos escritores les suceda lo
mismo que Jean-Yves Jouannais, en el capítulo “El ascetismo olímpico” de su
libro Artistas sin obra, dice que con
frecuencia le pasa a las reputaciones de Felix Fénéon, Marcel Duchamp, Armand
Robin o André Cadare, todos ellos artistas que, por haber optado en algún punto
de sus carreras a favor del silencio y la renuncia, son catalogados dentro de
“la categoría de la ascesis”, de la búsqueda de la virtud mediante la
castración o la flagelación monástica. Sin embargo, acota Jouannais, la
renuncia “no es para ellos una deflación de la vida, sino que, por el contrario,
procede de un tiempo más largo, incluso exclusivo, consagrado a la vida misma”.
Basta recordar las declaraciones de Duchamp, desertor por excelencia: “Me gusta
más vivir, respirar, que trabajar”.
Del
mismo modo, es erróneo considerar como muestras de debilidad o desprecio por la
vida las ideas de Erik sobre el abandono de la voluntad. Ese error es el mismo
que desde siempre se ha utilizado para descalificar a los que, desviándose
ligeramente de la corriente general, son capaces de ver e inconformarse. Su tono
antiguo y sus modales pausados son más bien un acto crítico: hay que recordar
que la razón por la cual confiesa no querer perseguir al mundo no es simple
abulia, sino rechazo militante a ese mundo que se ha vuelto “demasiado burdo
para seguirle la pista”. Y si en la página veintisiete se atreve a decir:
“Estúpida juventud. A esta edad, dicen todos, la vida apenas comienza”, es
porque con esas palabras –según mi lectura– acusa a la idea de la extrema
juventud de ser una dictadura que nos asfixia con el “eterno reproche por no disfrutar
suficiente” (p.49), con la obligación insensata de querer ser gigantes que lo
abarquen todo.
Como
diría Jouannais, las posturas negativas de Erik no significan una deflación de
lo vital. Provienen, por el contrario, de un tiempo dedicado con sensibilidad a
la existencia, una existencia cuyo verdadero goce radica en la modestia de
saber que somos seres pequeños y no jóvenes estúpidamente prometedores, que la
felicidad no nos espera en las ambiciones rutilantes sino en lo insignificante
que tenemos al alcance de la mano. El sabio reconocimiento de que “no sólo el
amor, [sino] la vida también es más grande que nosotros” (p.24).
Ya
lo escribió Erik en un diminuto y hermoso párrafo de su libro (p.24):
“Lo
difícil no es buscar sino reconocer las cosas que nos hacen sentir que el
mundo, aunque sea por un momento, es de nuestro tamaño”.
Yo
reconozco a Los procesos como una
obra que le quitó al apabullante mundo en el que vivo mucho del horrendo peso
que, a veces, amenaza con aplastarme. ¿Qué más se puede pedir?