Para B.
Yo, sin embargo, estoy
en desacuerdo con él y con toda esa legión de paseantes que necesitan de la
soledad para admirar la belleza del ir sin rumbo. Creo que la más placentera
manera de caminar es en compañía de alguien, pero no sólo eso, sino en estado
de enamoramiento o coqueteo. ¿Existe
cosa igual de bella que caminar con una muchacha que a uno le gusta y, de
pronto, en el cruce de una avenida inundada por el sol o en un callejón de
ventanas con macetas y delante del nicho de un santo de advocación misteriosa,
apretarle por primera vez las nalgas?
Esta cursilería aparente
puede granjearme detractores, a los que opongo un argumento irrebatible que
demuestra que lo que digo no es una apología sentimental de los paseos de
noviazgo: estar enamorado es un acto imposible, un verbo perfectivo, una
caminata fugaz por alamedas de ensueño, “la exaltación espectacular de lo que
surge y desaparece con la arrogante velocidad del relámpago de la insolencia”.
No intento proclamar,
pues, a la caminata enamorada como la más conveniente y práctica, sino todo lo
contrario: denuncio aquí su espejismo y, por esa misma virtud, su inmensa
belleza, su inherente superioridad. Dado que depende de un estado de ánimo
extremadamente frágil, de un juego de egos en vilo, esta modalidad de la
caminata es la más engañosa e imprevisible de todas. Con frecuencia los
paseantes que la practican son llevados de plazas y jardines céntricos a
suburbios borrosos, a fronteras inimaginables y siempre concomitantes con la
inexistencia. La ciudad recorrida por los enamorados que caminan es compleja,
hermosa y presenta diversos problemas.
El primero se deriva de la más elemental definición del paseo: internarse
en el ambiente. Fernando Pessoa, en un extraño párrafo del extraño Libro del desasosiego, dice que no cree
en el paisaje y no porque éste sea en realidad, como afirman algunos poetas,
“un estado del alma”, sino porque simplemente no cree en él. ¿Cómo no creer en
algo tan evidente? La cuestión parece centrarse en el grado de confiabilidad de
la percepción cuando caminamos, cosa que si uno se pone a analizar en el
contexto de las caminatas enamoradas resulta de una mendacidad desconcertante.
Nadie puede negar que cuando se camina del brazo de la persona que a uno lo
vuelve loco, las calles cotidianas, los muros consuetudinarios y las grietas
del pavimento mil veces holladas son percibidos de manera distinta, como si
ascendieran a una dimensión superior que mucho tiene que ver con las nubes, las
cortinas, los cambios de luz y la meteorología de primavera. Se trata, en
efecto, de estados alterados del corazón que se traducen en paisajes nuevos,
falaces, lisonjeros. Lo curioso es su carácter subliminal: casi nunca nos damos
cuenta de su cambio. Caminamos rozándonos los codos, un silencio preciso, la
mirada de ambos detenida en el rostro de un niño: sonreímos, la calle
ennoblecida, el mecimiento compendioso de los árboles es veladamente nuevo:
ganas de voltear aquel verso de César Vallejo y decir: “Hoy me gusta la vida
mucho más”, porque, sin saberlo del
todo, estamos en otra ciudad ligeramente más bonita que la que habitamos todos
los días, otra ciudad cuya principal característica es la falsedad y de la que
racionalmente nos resulta difícil descreer, como lo hace Pessoa cuando habla
del paisaje.
Pero al poeta portugués
quizá lo único que se le pueda reclamar es su excesiva racionalidad: en sus
páginas una agobiante y continua reflexión se apodera del lector: mucha
problematización del ser, muchas llamadas y denuncias metafísicas en la
ventana. Nada más contrario al espíritu de la caminata enamorada. Pessoa no es
un poeta adecuado para leer durante un paseo, cuyo ánimo debe ser el de la
irreflexión y el espejismo, el del ambiente falseado y afeitado por el sentimiento.
La caminata que yo propongo no es apodíctica ni estricta, se rige por la lógica
del amoroso paisaje poetizado. Como dice el mismo Pessoa, cediendo un poco a su
rígido escepticismo: “Más certeza sería decir que un estado del alma es un
paisaje; habría en la frase la ventaja de no contener la mentira de una teoría,
sino tan solamente la verdad de una metáfora”. Hay que internarse, pues, en los
intrincados callejones del cuerpo enamorado y evitar hacerse preguntas.
Fernando Pessoa y Ofelia Queiroz, un amor ¿mal logrado? |
El segundo problema
de esta caminata es que exige un fuerte temperamento educado en la escuela del carpe diem. El caminante enamorado sabe
que lo suyo es un acto fungible condenado a la desaparición, que para el amor
la costumbre y el aburrimiento son riesgos siempre al acecho. La memorización
de sonetos cuyo tema sea el vivir el momento es de mucha ayuda porque invita a
la acción: es preciso pasear enamorado ahora mismo y poner en ello toda la
voluntad antes de que lo que son tardes doradas se convierta, como dijo
Góngora, “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. Por eso, cuando se
advierta en las caminatas un silencio que sea un declive de la emoción, se
recomiendan dos grandes soluciones. La primera es la reinvención, el concentrar
todas las energías en la fabricación de momentos extraordinarios, el
empecinarse en la chispa. Al principio, claro está, nada de esto es necesario;
todos han experimentado la magia espontánea que rodea a dos personas enamoradas
que caminan durante los primeros tiempos de su relación, cuando parece que los
milagros ocurren en todas las banquetas. Pero después lo espontáneo no basta y
se tiene que echar mano de variados recursos renovadores, todos ellos
englobados dentro de la primera gran solución. A continuación mencionaré
algunos, enumerados bajo un criterio de eficacia decreciente.
(Antes de leer el primer recurso, aconsejo ponerle play a este excelente video)
Uno: incurrir en
lujuria es el más poderoso, pero requiere internarse en la ciudad siguiendo la
ruta de los infinitos y peligrosos pasadizos de la imaginación concupiscente.
En este punto la adrenalina, adicción radical, juega un papel importantísimo, y
los que practican este deporte derivado de la caminata enamorada suelen
convertirse en seres extremos que viven en el límite de la impudicia. Cuentan
que algunos de estos caminantes que, mientras descansaban en la recoleta banca
de un parque, comenzaron con infantiles braguetas y escotes rendidos ante la
habilidad ferina de unos dedos, han sido observados detrás de un auto
estacionado, sobre balaustradas, alfeizares, al pie de estatuas circunspectas,
en hemiciclos, cementerios, en el zaguán de algún edificio antiguo o en un
columpio tembloroso haciendo el amor al cobijo de la penumbra. Los más versados
en la materia lo hacen en pleno día y desarrollan habilidades para pasar
desapercibidos. En todo caso, este remedio garantiza una inagotable fuente de
motivaciones para los paseos urbanos y un estado de lábil y saludable
enamoramiento.
Dos: crear una atmósfera
de paseo en la que las influencias librescas determinen la ruta y la
explicación de la misma. Este punto es sencillo y menos riesgoso, pero quizá
más arduo en el sentido de que necesita una dedicación no sólo concentrada en
el acto de caminar, sino en la búsqueda en librerías y bibliotecas para
adquirir el material literario adecuado. El texto iniciático por excelencia es Rayuela, de Julio Cortázar, sobre todo
la parte cuyo escenario es París; sin embargo, en los últimos años se ha colado
otra novela maravillosa e igual de iniciática: Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, especialmente la
primera parte, “Mexicanos perdidos en México”. El corpus de libros para las
caminatas enamoradas es irrepetible en cada pareja de paseantes, pero para
todos se recomienda la lectura individual de narrativa de contenido urbano y la
de poesía compartida realizada dentro del marco del paseo. Cuando se ha
alcanzado el máximo nivel de atmósfera libresca, los que caminan pueden crear
una literatura a su medida, mezcla de lo leído, lo escrito y lo caminado.
Carol Dunlop y Julio Cortázar, un amor en la calle |
Tres: cambiar de ciudad
de vez en cuando. Caminar por las calles de poblaciones donde no se conoce a
nadie, ofrece la enorme ventaja de poder cometer leves y burbujeantes
desfiguros sin que nadie comente después, entre los amigos comunes, que fue
testigo de comportamientos raros por parte de los enamorados. En el Distrito
Federal se cuenta con la cercanía de varias ciudades propicias a la caminata
enamorada, como Pachuca, Cuernavaca, Taxco, Puebla, así como innumerables
pueblos de belleza notable: Tepoztlán, Metepec, Huamantla… Esta opción renueva
el espíritu del paseo y nutre de paisajes nuevos la singladura emocional de la
pareja. Es infalible y muy adecuada para las personas propensas a la aventura.
Su único requisito es prescindir de cualquier tipo de información turística,
excepto la obtenida en furtivas conversaciones con los lugareños, la cual se
interpretará como un mensaje cifrado, es decir, como la guía paralela o
subterránea que debe regir a toda caminata enamorada.
Los tres puntos desarrollados forman parte de la primera gran solución y,
aunque no son todos los existentes para renovar e inyectar vida a los paseos,
demuestran en la mayoría de los casos su eficacia.
Pero en ocasiones llegan las uniones oscuras, las actitudes que inauguran estados de permanente zozobra, los ardores que convierten cualquier palabra dicha durante el paseo en alusiones blasfematorias. En ocasiones llega el aburrimiento. Entonces ningún intento de salvación es posible. Es ahí cuando entra la segunda gran solución, la más terrible, la que he dejado al final de esta reflexión y que demuestra que la caminata enamorada prodiga placeres y deliquios en igual medida que tormentos y soledades. Para enunciar este remedio creo que lo mejor es parafrasear el inicio del estremecedor poema de Vicente Huidobro, Temblor del cielo: “Ante todo hay que saber cuántas veces debemos abandonar a nuestra novia y huir de calle en calle hasta el fin de la tierra”.
Así comienzan de nuevo las melancólicas caminatas en soledad, las tardes, según Borges, como de Juicio Final en las que “La calle es una herida abierta en el cielo”, en las que “Al horizonte un alambrado le duele” y uno puede vagar nimbado de tristeza hasta que en cualquier esquina una silueta nos haga barruntar, casi sin querer, la posibilidad de futuras compañías.
Pero en ocasiones llegan las uniones oscuras, las actitudes que inauguran estados de permanente zozobra, los ardores que convierten cualquier palabra dicha durante el paseo en alusiones blasfematorias. En ocasiones llega el aburrimiento. Entonces ningún intento de salvación es posible. Es ahí cuando entra la segunda gran solución, la más terrible, la que he dejado al final de esta reflexión y que demuestra que la caminata enamorada prodiga placeres y deliquios en igual medida que tormentos y soledades. Para enunciar este remedio creo que lo mejor es parafrasear el inicio del estremecedor poema de Vicente Huidobro, Temblor del cielo: “Ante todo hay que saber cuántas veces debemos abandonar a nuestra novia y huir de calle en calle hasta el fin de la tierra”.
Así comienzan de nuevo las melancólicas caminatas en soledad, las tardes, según Borges, como de Juicio Final en las que “La calle es una herida abierta en el cielo”, en las que “Al horizonte un alambrado le duele” y uno puede vagar nimbado de tristeza hasta que en cualquier esquina una silueta nos haga barruntar, casi sin querer, la posibilidad de futuras compañías.
Quizá todo vuelve a comenzar cuando dos sombras se tocan |