domingo, 20 de mayo de 2012

Caminata enamorada

Para B.

El salir de paseo en soledad es un tópico que a menudo se esgrime en la virulenta controversia generada en torno al tema de la caminata; muchos e ilustres son sus partidarios. Quizá el primero de ellos fue William Hazlitt quien, en la primera línea de su conocido ensayo “Dar un paseo”, es categórico al respecto: “Una de las cosas más placenteras del mundo es irse de paseo, pero a mí me gusta ir solo”.

Yo, sin embargo, estoy en desacuerdo con él y con toda esa legión de paseantes que necesitan de la soledad para admirar la belleza del ir sin rumbo. Creo que la más placentera manera de caminar es en compañía de alguien, pero no sólo eso, sino en estado de enamoramiento o coqueteo. ¿Existe cosa igual de bella que caminar con una muchacha que a uno le gusta y, de pronto, en el cruce de una avenida inundada por el sol o en un callejón de ventanas con macetas y delante del nicho de un santo de advocación misteriosa, apretarle por primera vez las nalgas?


Esta cursilería aparente puede granjearme detractores, a los que opongo un argumento irrebatible que demuestra que lo que digo no es una apología sentimental de los paseos de noviazgo: estar enamorado es un acto imposible, un verbo perfectivo, una caminata fugaz por alamedas de ensueño, “la exaltación espectacular de lo que surge y desaparece con la arrogante velocidad del relámpago de la insolencia”.

No intento proclamar, pues, a la caminata enamorada como la más conveniente y práctica, sino todo lo contrario: denuncio aquí su espejismo y, por esa misma virtud, su inmensa belleza, su inherente superioridad. Dado que depende de un estado de ánimo extremadamente frágil, de un juego de egos en vilo, esta modalidad de la caminata es la más engañosa e imprevisible de todas. Con frecuencia los paseantes que la practican son llevados de plazas y jardines céntricos a suburbios borrosos, a fronteras inimaginables y siempre concomitantes con la inexistencia. La ciudad recorrida por los enamorados que caminan es compleja, hermosa y presenta diversos problemas.

El primero se deriva de la más elemental definición del paseo: internarse en el ambiente. Fernando Pessoa, en un extraño párrafo del extraño Libro del desasosiego, dice que no cree en el paisaje y no porque éste sea en realidad, como afirman algunos poetas, “un estado del alma”, sino porque simplemente no cree en él. ¿Cómo no creer en algo tan evidente? La cuestión parece centrarse en el grado de confiabilidad de la percepción cuando caminamos, cosa que si uno se pone a analizar en el contexto de las caminatas enamoradas resulta de una mendacidad desconcertante. Nadie puede negar que cuando se camina del brazo de la persona que a uno lo vuelve loco, las calles cotidianas, los muros consuetudinarios y las grietas del pavimento mil veces holladas son percibidos de manera distinta, como si ascendieran a una dimensión superior que mucho tiene que ver con las nubes, las cortinas, los cambios de luz y la meteorología de primavera. Se trata, en efecto, de estados alterados del corazón que se traducen en paisajes nuevos, falaces, lisonjeros. Lo curioso es su carácter subliminal: casi nunca nos damos cuenta de su cambio. Caminamos rozándonos los codos, un silencio preciso, la mirada de ambos detenida en el rostro de un niño: sonreímos, la calle ennoblecida, el mecimiento compendioso de los árboles es veladamente nuevo: ganas de voltear aquel verso de César Vallejo y decir: “Hoy me gusta la vida mucho más”, porque, sin saberlo del todo, estamos en otra ciudad ligeramente más bonita que la que habitamos todos los días, otra ciudad cuya principal característica es la falsedad y de la que racionalmente nos resulta difícil descreer, como lo hace Pessoa cuando habla del paisaje.


Pero al poeta portugués quizá lo único que se le pueda reclamar es su excesiva racionalidad: en sus páginas una agobiante y continua reflexión se apodera del lector: mucha problematización del ser, muchas llamadas y denuncias metafísicas en la ventana. Nada más contrario al espíritu de la caminata enamorada. Pessoa no es un poeta adecuado para leer durante un paseo, cuyo ánimo debe ser el de la irreflexión y el espejismo, el del ambiente falseado y afeitado por el sentimiento. La caminata que yo propongo no es apodíctica ni estricta, se rige por la lógica del amoroso paisaje poetizado. Como dice el mismo Pessoa, cediendo un poco a su rígido escepticismo: “Más certeza sería decir que un estado del alma es un paisaje; habría en la frase la ventaja de no contener la mentira de una teoría, sino tan solamente la verdad de una metáfora”. Hay que internarse, pues, en los intrincados callejones del cuerpo enamorado y evitar hacerse preguntas.


Fernando Pessoa y Ofelia Queiroz, un amor ¿mal logrado?
El segundo problema de esta caminata es que exige un fuerte temperamento educado en la escuela del carpe diem. El caminante enamorado sabe que lo suyo es un acto fungible condenado a la desaparición, que para el amor la costumbre y el aburrimiento son riesgos siempre al acecho. La memorización de sonetos cuyo tema sea el vivir el momento es de mucha ayuda porque invita a la acción: es preciso pasear enamorado ahora mismo y poner en ello toda la voluntad antes de que lo que son tardes doradas se convierta, como dijo Góngora, “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. Por eso, cuando se advierta en las caminatas un silencio que sea un declive de la emoción, se recomiendan dos grandes soluciones. La primera es la reinvención, el concentrar todas las energías en la fabricación de momentos extraordinarios, el empecinarse en la chispa. Al principio, claro está, nada de esto es necesario; todos han experimentado la magia espontánea que rodea a dos personas enamoradas que caminan durante los primeros tiempos de su relación, cuando parece que los milagros ocurren en todas las banquetas. Pero después lo espontáneo no basta y se tiene que echar mano de variados recursos renovadores, todos ellos englobados dentro de la primera gran solución. A continuación mencionaré algunos, enumerados bajo un criterio de eficacia decreciente.

(Antes de leer el primer recurso, aconsejo ponerle play a este excelente video)

Uno: incurrir en lujuria es el más poderoso, pero requiere internarse en la ciudad siguiendo la ruta de los infinitos y peligrosos pasadizos de la imaginación concupiscente. En este punto la adrenalina, adicción radical, juega un papel importantísimo, y los que practican este deporte derivado de la caminata enamorada suelen convertirse en seres extremos que viven en el límite de la impudicia. Cuentan que algunos de estos caminantes que, mientras descansaban en la recoleta banca de un parque, comenzaron con infantiles braguetas y escotes rendidos ante la habilidad ferina de unos dedos, han sido observados detrás de un auto estacionado, sobre balaustradas, alfeizares, al pie de estatuas circunspectas, en hemiciclos, cementerios, en el zaguán de algún edificio antiguo o en un columpio tembloroso haciendo el amor al cobijo de la penumbra. Los más versados en la materia lo hacen en pleno día y desarrollan habilidades para pasar desapercibidos. En todo caso, este remedio garantiza una inagotable fuente de motivaciones para los paseos urbanos y un estado de lábil y saludable enamoramiento.

Dos: crear una atmósfera de paseo en la que las influencias librescas determinen la ruta y la explicación de la misma. Este punto es sencillo y menos riesgoso, pero quizá más arduo en el sentido de que necesita una dedicación no sólo concentrada en el acto de caminar, sino en la búsqueda en librerías y bibliotecas para adquirir el material literario adecuado. El texto iniciático por excelencia es Rayuela, de Julio Cortázar, sobre todo la parte cuyo escenario es París; sin embargo, en los últimos años se ha colado otra novela maravillosa e igual de iniciática: Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, especialmente la primera parte, “Mexicanos perdidos en México”. El corpus de libros para las caminatas enamoradas es irrepetible en cada pareja de paseantes, pero para todos se recomienda la lectura individual de narrativa de contenido urbano y la de poesía compartida realizada dentro del marco del paseo. Cuando se ha alcanzado el máximo nivel de atmósfera libresca, los que caminan pueden crear una literatura a su medida, mezcla de lo leído, lo escrito y lo caminado.

Carol Dunlop y Julio Cortázar, un amor en la calle

Tres: cambiar de ciudad de vez en cuando. Caminar por las calles de poblaciones donde no se conoce a nadie, ofrece la enorme ventaja de poder cometer leves y burbujeantes desfiguros sin que nadie comente después, entre los amigos comunes, que fue testigo de comportamientos raros por parte de los enamorados. En el Distrito Federal se cuenta con la cercanía de varias ciudades propicias a la caminata enamorada, como Pachuca, Cuernavaca, Taxco, Puebla, así como innumerables pueblos de belleza notable: Tepoztlán, Metepec, Huamantla… Esta opción renueva el espíritu del paseo y nutre de paisajes nuevos la singladura emocional de la pareja. Es infalible y muy adecuada para las personas propensas a la aventura. Su único requisito es prescindir de cualquier tipo de información turística, excepto la obtenida en furtivas conversaciones con los lugareños, la cual se interpretará como un mensaje cifrado, es decir, como la guía paralela o subterránea que debe regir a toda caminata enamorada.

Los tres puntos desarrollados forman parte de la primera gran solución y, aunque no son todos los existentes para renovar e inyectar vida a los paseos, demuestran en la mayoría de los casos su eficacia. 

Pero en ocasiones llegan las uniones oscuras, las actitudes que inauguran estados de permanente zozobra, los ardores que convierten cualquier palabra dicha durante el paseo en alusiones blasfematorias. En ocasiones llega el aburrimiento. Entonces ningún intento de salvación es posible. Es ahí cuando entra la segunda gran solución, la más terrible, la que he dejado al final de esta reflexión y que demuestra que la caminata enamorada prodiga placeres y deliquios en igual medida que tormentos y soledades. Para enunciar este remedio creo que lo mejor es parafrasear el inicio del estremecedor poema de Vicente Huidobro, Temblor del cielo: “Ante todo hay que saber cuántas veces debemos abandonar a nuestra novia y huir de calle en calle hasta el fin de la tierra”. 

Así comienzan de nuevo las melancólicas caminatas en soledad, las tardes, según Borges, como de Juicio Final en las que “La calle es una herida abierta en el cielo”, en las que “Al horizonte un alambrado le duele” y uno puede vagar nimbado de tristeza hasta que en cualquier esquina una silueta nos haga barruntar, casi sin querer, la posibilidad de futuras compañías.

Quizá todo vuelve a comenzar cuando dos sombras se tocan

(Este texto fue publicado en la Revista Síncope)


miércoles, 2 de mayo de 2012

Cada quien sus vicios


Uno de mis propósitos para el año 2012 es desacreditar a los criticones. Sé que mi propósito se adivina arduo ya que la denuncia de los defectos de los demás es un fenómeno casi omnipresente en nuestra sociedad mexicana, sin embargo, tengo una estrategia para lograrlo: cada vez que escuche a alguien enumerar los vicios de una persona, opondré un par de ideas para apoyar al acusado. Las siguientes líneas constituyen mi primer ataque.

Defenderé en este caso a los que, después de haber participado con entusiasmo en el épico maratón parrandero Guadalupe-Reyes, ven de inmediato incumplido su juramento de no volver a emborracharse durante el año que comienza. Son ellos presas llamativas para la censura de las buenas conciencias. Se les acusa de tener una voluntad débil, de ser incumplidos, viciosos, irresponsables… Yo los apoyo con base en tres razones. La primera es que me pasa lo que Augusto Monterroso cuenta en su fábula “El Mono que quiso ser escritor satírico”; dicho animal supo que no podía criticar algo sin resultar odioso: “elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo”. La segunda razón es de orden histórico y sagrado: en el capítulo XXII del libro primero de la Historia general de las cosas de la Nueva España, fray Bernardino de Sahagún dice que en el México prehispánico el pulque estaba mal visto porque producía efectos negativos en quienes lo tomaban. Lo interesante es que las actitudes de los borrachos no se podían castigar ni criticar porque se consideraban obras del dios del vino, llamado Tezcatzóncatl; el que ofendía a un alcohólico, ofendía al dios. Yo no quiero esa desgracia para mí. La tercera razón, la más poderosa, es que una de mis bebidas favoritas es la cerveza, y me parece una mala decisión dejar de tomarla, pues creo con firmeza en una frase de Benjamín Franklin que, dicen, se lee en la puerta de un bar de San Diego: “La cerveza es la prueba de que Dios nos ama y quiere que seamos felices”.


Los detractores del alcohol nunca me han caído bien. Ignacio Solares cuenta acerca de uno de los peores, Plutarco Elías Calles quien, como se lee en la novela El Jefe Máximo (2011), fue designado por Venustiano Carranza en 1915 gobernador de Sonora. A los pocos días de su gobierno, Calles prohibió el consumo y la venta de alcohol en el estado, e impuso penas de cinco años de cárcel para los infractores de la nueva ley. Al poco tiempo, la situación se salió de control: las cárceles se llenaron y hasta se fusiló a unos cuantos borrachines. Lo que nadie imaginaba era que él padecía alcoholismo. “Fue el vicio de mi padre y por lo visto lo heredé[…]. Nunca me han interesado mayor cosa las mujeres ni el dinero, carajo, pero el alcohol me derrota siempre que lo empiezo a beber”, admite en la novela el entonces gobernador de Sonora.

¡Qué diferencia, en cambio, con el gran Charles Lamb y su ensayo “Confesiones de un borracho”! Dicho texto es la única diatriba contra el vino que me agrada. Explico el porqué. La palabra confesión implica ya un cambio de tono, la eliminación de lo reprobatorio, una especie de disculpa, de justificación pudorosa basada en la experiencia. Porque sólo el que ha vivido determinada situación tiene derecho a criticarla; y nunca lo hace apoyando la prohibición, jamás sataniza. Lamb, por ejemplo, antes de hablar de los supuestos efectos negativos que tiene el alcohol en las personas, pide que nadie juzgue con dureza sin entender las razones por las que alguien puede convertirse en alcohólico: “Oh, tú, terco moralista, de intrépidos nervios y cabeza fuerte, cuyo hígado se halla felizmente intacto, detente […]; cuánta aprobación, cuánta humana tolerancia podrías virtuosamente mezclar con tu reprobación. No te cebes con las ruinas de un hombre”. Si cada uno, antes de lanzarse a castigar y censurar los defectos de los demás, se limitara a criticar sus propios vicios, muchos conflictos se evitarían. Charles Lamb, cuando menciona al individuo que tiene problemas a causa de la bebida, dice: “¿Por qué habría de vacilar en confesar que soy yo ese hombre del que hablo?”.


Hay mucha gente que tiene alma de monja amargada. Para ellos todo está mal, todo es inmoral, en todo hay descuido, suciedad. Son los que regañan a los niños si no tienden bien su cama, los que amonestan cualquier falta de ortografía. No pueden ver que una muchacha guapa se bese con más de un galán porque no tardan en señalarla con un dedo condenatorio. Olvidan que San Agustín, en sus Confesiones, dijo que nadie peca sin algún motivo y que al incurrir en lo que se considera el pecado de la lujuria –que él mismo cometió en su juventud- “no se puede negar que los cuerpos tienen algún brillo y hermosura, como el oro, la plata y los demás [metales preciosos] son agradables y graciosos a la vista”. Acusar al prójimo es lo más fácil que se puede hacer, pero también lo más mediocre y mezquino si no se tiene en cuenta que todos somos susceptibles de caer en tentación, que todos podemos incumplir una promesa o equivocarnos a cada momento. William Hazlitt, que por cierto fue gran amigo de Lamb, hace la siguiente reflexión lapidaria: “¿Acaso el amor a la virtud denota el afán de descubrir o enmendar nuestras propias faltas? No; lo que hace es tratar de expiar la tenacidad de nuestros propios vicios con una intolerancia virulenta hacia los ajenos”. Por eso yo, cuando escuche a alguien injuriar a un borracho por haber recaído en el alcohol, levantaré mi voz y le diré que, en lugar de penalizar las debilidades de los otros, aceptemos que cada ser humano tiene un vicio a su medida y que éste, al igual que su mejor don, lo define como individuo.

Dos consejos: dejemos la crítica y, como dijo Charles Baudelaire, “De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo, pero emborrachaos”.

 

(Publicado en enero del 2012 en Vícam Switch: http://www.vicamswitch.com/hemeroteca/ )