martes, 25 de agosto de 2015

Estampas vasconcelianas tomadas de Ulises criollo


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Ufología

Uno de los pasajes más extraños de este libro es el titulado “¿Alucinación?”, donde Vasconcelos narra el avistamiento de unos objetos voladores no identificados sobre el cielo de Piedras Negras, Coahuila, a finales del siglo XIX: “los discos giraban, se hacían esferas de luz; se levantaban de la llanura y subían, se acercaban casi hasta el barandal en que nos apoyábamos”, dice el autor y evita, por prudencia, sacar una conclusión del fenómeno probablemente extraterrestre que vio de niño junto con su familia. ¿Qué se sabía acerca de la ufología en México en esos años? ¿Habrá alguna conexión entre este episodio y las peregrinas ideas expuestas en La raza cósmica?



El trabajo contra el espíritu

La mayor ambición de Vasconcelos fue convertirse en un gran filósofo. No lo logró porque sus especulaciones eran francamente abstrusas. Además, durante su juventud el trabajo que desempeñaba como abogado devoró gran parte de su tiempo: “Tener en la cabeza la ambición de escribir un ensayo sobre la manera como la voluntad de Schopenhauer se transforma en goce estético, y en las manos una pluma que copia cláusulas de una compraventa de inmuebles, constituye un suplicio tan refinado como agotador”. Conforme su experiencia laboral le granjeó empleos mejor pagados, se decía a sí mismo: “Vengan cinco años de tarea intensa, bien remunerada, y en seguida me retiro de los negocios para estudiar, para vivir”. Hacia 1910, con un despacho propio funcionando, comenzó a ganar mucho dinero, pero se quejaba con amargura de la imposibilidad de dedicarse a la meditación: “Poseía ahora muchos libros lujosamente empastados; pero se quedaban de adorno de la biblioteca, pues no tenía tiempo de hojearlos”. En esos años su situación económica fue inmejorable y muy probablemente se encontró a unos cuantos pasos de juntar el capital suficiente para retirarse a filosofar, sin embargo, los sucesos turbulentos del país, la campaña maderista, la organización del nuevo gobierno y finalmente el desastre propiciado por la Decena Trágica lo alejaron temporalmente de la filosofía y lo empujaron a la rebelión armada. Así fue como los escritos vasconcelianos tuvieron que esperar. La cervantina lucha entre las armas y las letras.


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Vasconcelos con libros

Qué hacer en caso de ser secuestrado por los apaches

En la actualidad hay dos pueblos que se llaman Sásabe. Uno en Sonora y otro en Arizona. Cuenta Vasconcelos que debido a que su padre trabajaba en el servicio de aduanas del gobierno porfirista, tuvieron que vivir, cuando él era muy pequeño, en el Sásabe original, diminuto enclave fronterizo perdido en el desierto de Sonora. Como en un filme western, el lugar era a menudo expoliado por los apaches, que después de consumar sus asaltos “mataban a los hombres, vejaban a las mujeres; a los niños pequeños los estrellaban contra el suelo y a los mayorcitos los reservaban para la guerra; los adiestraban y utilizaban como combatientes”. Por fortuna para la amenazada familia de Vasconcelos pero en perjuicio de la soberanía territorial mexicana, un día llegó al remoto poblado un grupo de soldados norteamericanos. Tenían instrucciones de desalojar a los mexicanos porque afirmaban que el Sásabe estaba en territorio gringo, lo cual evidentemente no era cierto. Por telégrafo, lo sasabeños se comunicaron a la ciudad de México para pedir auxilio y poder defenderse del despojo, pero la respuesta de las autoridades fue que tomaran sus cosas y que se fueran de ahí porque no podían hacer nada al respecto. Desde entonces hay dos Sásabes; el que se encuentra en Sonora es el nuevo, a donde llegaron los desplazados mexicanos. La familia de Vasconcelos tuvo que mudarse a Ciudad Juárez, un sitio a salvo de los ataques apaches y de las invasiones yanquis. De su fugaz época sasabeña el futuro Maestro de América recordó por siempre las escalofriantes advertencias de su madre: “Si llegan a venir [los apaches], no te preocupes: a nosotros nos matarán, pero a ti te vestirán de gamuza y plumas, te darán tu caballo, te enseñarán a pelear, y un día podrás liberarte”.



En la advertencia al lector que se encuentra al comienzo del libro (a propósito del criollismo vasconceliano)

“El calificativo criollo lo elegí –dice Vasconcelos– como símbolo del ideal vencido en nuestra patria […] El criollismo, o sea la cultura de tipo hispánico, en el fervor de su pelea desigual contra un indigenismo falsificado y un sajonismo que se disfraza con el colorete de la civilización más deficiente que conoce la historia; tales son los elementos que han librado combate en el alma de este Ulises criollo, lo mismo que en la de cada uno de sus compatriotas”. Vasconcelos creía que la verdadera y única civilización que valía la pena en México e Iberoamérica era la que se heredó de los españoles. Tanto la realidad indígena como la influencia norteamericana le parecían perniciosas (véase el relato del Sásabe, donde tanto los apaches como los yanquis atacan a los criollos). Estar al tanto de esa concepción es fundamental para entender las posturas políticas e ideológicas que el Maestro sostuvo y radicalizó a lo largo de su vida llegando a incurrir, en sus últimos años, en excesos de discriminación racial y flirteos con la dictadura franquista de España.



Onanismo de pubertad

Cuando Vasconcelos terminó la primaria, su familia decidió mudarse de Piedras Negras a una ciudad donde hubiera una mejor escuela para José, que pasaba a la secundaria. El destino fue Campeche, donde también había una aduana para que trabajara el padre. Ahí el despertar hormonal, quizá agudizado por el calor extremo y el ambiente tropical, se manifestó en las autoexploraciones naturales que, debido a la educación extremadamente católica que su madre le inculcaba, no tardaron en causar culpas al adolescente Vasconcelos. Para expiar sus pecados onanistas, optó por la penitencia corporal: “cuando en las noches me despertaba un deseo violento, me pinchaba las carnes con un alfiler que previamente ocultaba en la hamaca y combatía desesperadamente las imágenes de la tentación”. Pero el deseo y la carne siempre son más fuertes: “Otras veces, por supuesto, me vencía la naturaleza y me daba a ella con cinismo desconsolado”. Este episodio es significativo porque anuncia lo que fue una constante en el resto de la biografía vasconceliana: la decisión culposa pero firme de no privarse nunca del placer sexual, el impulso que cae continuamente en la salacidad aunque para ello tenga que cebarse, como después se verá, en el consumo de la prostitución.
Vasconcelos adolescente



La temprana certidumbre de grandeza

Leo este libro y no puedo evitar el pensamiento de que para mí la vida siempre ha sido confusa. El futuro se me presenta como una boca oscura e incierta. Nunca he podido ostentar una voluntad acerada y jamás enorgullecí a mis padres con comentarios de vocaciones agraces. Mi caso es opuesto al de Vasconcelos, que en Ulises criollo afirma haber tenido desde siempre una conciencia clara del destino de grandeza que estaba llamado a cumplir aun a pesar de las asechanzas del entorno. Lo suyo era un jansenismo sui generis: se consideraba predestinado, por efecto de una gracia trascendental y no siempre de filiación católica, a luchar por la consecución de fines excelsos. Para él, la vida era un enigma sólo en el sentido de que le proporcionaba los detalles circunstanciales en que su sino inalterablemente preclaro se desarrollaría: “del porvenir yo poseía ya algunas certidumbres… La vida mía no iba a ser cosa corriente. Una serie de alternativas magníficas se agitaban en mis presentimientos…”, dice el niño José cuando tenía diez años o menos. A esa edad le resultaba indiferente convertirse en mártir, santo, presidente, militar, filósofo o profeta; lo único que le importaba era la magnificencia, la dignidad mayestática con enfrentaría sus circunstancias. Y a la larga tuvo razón: nadie que se acerque a conocer su vida –no sólo su autobiografía íntima ni sus escritos, sino también los datos históricos de sus acciones políticas y educativas que ejercieron una influencia determinante en la vida nacional– negará la grandeza de este hombre a quien, según Jorge Cuesta, “tiene que calificarse de extraordinario”.

La mirada de Vasconcelos



Las prostitutas I

Vasconcelos conoció la prostitución en su vida de estudiante preparatoriano, en la ciudad de México, después de la muerte de su madre, cuando por tristeza y desconsuelo se apartó del dogma católico y su proscripción de la lujuria. En esa época estudiantil combinaba el estudio, el alcohol, la compañía de los condiscípulos y lo que él llamaba “el amor callejero” o los “pequeños excesos sexuales mercenarios”, que practicaba, según sus palabras, “hasta el límite de mis recursos monetarios”. En esos tiempos su economía era la siguiente: “Por dieciocho pesos, de los treinta de mi pensión, aseguré alimentos y una alcoba grande con balcón a la calle, compartida con dos camaradas, desconocidos. Con los doce pesos restantes había para baños y barbería, toros y aventuras”. Obviamente, su presupuesto y el de sus amigos alcanzaba sólo para prostitutas baratas, quizá feas o viejas: “la sed de mujer, y mujer hermosa, se aplazaba constantemente. Y nuestro amor, entretanto, se envilecía en los rápidos, nauseabundos encuentros callejeros que entristecen y debilitan”. Cuando por fin consiguió su primer empleo como amanuense en el despacho de un tal Jesús Uriarte, pudo acceder, gracias al frugal sueldo que recibía, a mejores lupanares: “Con qué fruición apañaba los billetitos de cinco pesos, sésamo de los paraísos mahometanos del barrio del Salto del Agua y Regina. Patio de ladrillos flamantes y plantas, luces eléctricas, trinos de voces alegres. En el salón alfombrado, multiplicándose en los espejos del muro, danzan al son de un piano veinte o treinta mujeres desenvueltas, morenas o rubias, gordas, delgadas, todas limpias, bien olientes, acogedoras, fogosas. Bastaba franquear el umbral, y sin siquiera quitarse el sombrero, con sólo extender los brazos, caía en ellos un tesoro palpitante y elástico […] Y luego, nada de compromisos, nada de promesas, nada de celos. Únicamente amistad y regocijo”. Como a partir de ese momento a Vasconcelos no le faltó trabajo ni dinero, pudo dedicarse a visitar sin escrúpulos monetarios la mayor cantidad de prostíbulos que pudo, desde los neoyorquinos hasta los habaneros.



La escritura

Desde su más tierna infancia, Vasconcelos, impulsado por su madre, fue un lector precoz. Sin embargo, la escritura siempre se le dificultó. Cuando con su familia se trasladó de Piedras Negras hacia Campeche, el viaje en tren le fascinó tanto al pequeño José, que en ese momento quiso, sin conseguirlo, escribir sus impresiones: “me estorbaban los adjetivos –confiesa–. El caso es que mi ensayo me dejaba triste. No correspondía al intenso vivir”. Ese desencanto de la escritura se repitió muchas veces en su vida. En la universidad, las veleidades filosóficas lo empujaban a plasmar en textos sus especulaciones, pero de nuevo se sentía imposibilitado: “Ensayaba escribir; pero apenas traducía mi pensamiento en signos, las ideas perdían toda su profundidad; lo escrito me desencantaba, me irritaba como una traición a mi esencia singularmente valiosa”. Cuando formó parte del legendario Ateneo de la Juventud, su dificultad para redactar se hizo más evidente debido a la comparación inevitable con el talento literario de Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña y Antonio Caso. A partir de ese momento, Vasconcelos comenzó una extraña y despechada militancia en contra de la escritura estilizada: “me era antipático que el gran pensamiento tuviese que estar atento a reglas de prosodia. Lo que para mí era el pensamiento no me llegaba por imagen ni por fórmulas, sino por ondas y melodías”. Esa desproporcionada ambición intelectual, aunada a su desprecio por el estilo literario (“la literatura siempre degrada sus modelos”, decía), fue la responsable de que sus textos filosóficos resultaran infumables, “casi ilegibles”, en opinión de Jorge Cuesta. Al respecto, en su ensayo “Nuestro Ulises” Sergio Pitol da noticia de una carta que Alfonso Reyes, con tono amigable, le escribió a Vasconcelos en 1921: “Debo hacerte dos advertencias que mi experiencia de lector me dicta –le decía Reyes–: primera, procura ser más claro en la definición de tus ideas filosóficas […] Ponte por encima de ti mismo: léete objetivamente, no te dejes arrastrar ni envolver por el curso de tus sentimientos […] segunda, pon en orden sucesivo tus ideas […] Hay párrafos tuyos que son confusos a fuerza de tratar cosas totalmente distintas, y que ni siquiera parecen estar escritos en serio. Uno es el orden vital de las ideas, el orden en que ellas se engendran en cada mente (y ése sólo le interesa al psicólogo para sus experiencias), y otro el orden literario de las ideas: el que debe usarse, como un lenguaje o común denominador, cuando lo que queremos es comunicarlas a los demás”. Comenta Pitol que a raíz de esa carta, la correspondencia entre Reyes y Vasconcelos se enfrió “hasta reducirse por muchos años a un intercambio de tarjetas formalmente amistosas”. Y es que el Maestro de América, con la soberbia que lo caracterizaba (“antes que la lujuria conocí la soberbia”, confesaba), nunca aceptó las críticas que sus escritos filosóficos despertaban. Se regodeaba en su redacción confusa, abstrusa.

 Por todo lo anterior, sorprende lo perfectamente bien redactado que está Ulises criollo, modelo de escritura atemperada y enérgica al mismo tiempo. Su prosa diáfana y vigorosa contradice los tropiezos mencionados. En sus páginas la claridad expositiva se mezcla armoniosamente con la belleza sensual y diríase dionisiaca de muchos fragmentos. Ya lo dijo Pitol: “Vasconcelos, en sus mejores momentos, es un escritor de los sentidos. Su voluptuosidad penetra el lenguaje”. El lector puede reconocer los episodios que fueron más significativos en la vida del autor (la muerte de su madre, la visita a la ciudad de Oaxaca, donde a cada paso reconocía las huellas de sus antepasados, el amor desbordado que sintió por Adriana, el asesinato brutal de Francisco y Gustavo Madero…) porque consecuentemente despliegan una mayor energía verbal que el resto del texto. En este sentido, lo que más llama la atención de esta obra es la capacidad de comunicar estados de ánimo mediante una prosa serena. Hay fragmentos que erizan la piel, provocan el llanto, subliman por la belleza de los paisajes descritos y dejan un resabio de bilis cuando Vasconcelos narra sucesos amargos. Aquí la nota dominante es la emoción, pero una emoción que por primera vez supo poner en orden el autor, a diferencia de sus trabucados escritos filosóficos. Quizá en eso radica la grandeza del libro: sólo en sus páginas el corazón magnánimo y complejo de Vasconcelos se mostró legible, lo cual en sí es un verdadero milagro literario.



Las prostitutas II

Quizá el libro de memorias sexuales más explícito y sabroso de la literatura mexicana del siglo XX sea La estatua de sal, de Salvador Novo, sin embargo, Ulises criollo no se queda muy atrás. Ahí Vasconcelos se muestra firmemente empeñado en hacer el recuento de los coitos que tuvo desde que comenzó su vida sexual hasta 1912. En dicho recuento sobresalen las experiencias con prostitutas. A continuación describo algunas que lector puede hallar en las páginas de este libro:

Después de trabajar como amanuense en el despacho de Jesús Uriarte, donde ganaba el dinero suficiente para poder franquear las puertas de “los paraísos mahometanos del barrio del Salto del Agua y Regina” de la ciudad de México, Vasconcelos consiguió un mejor empleo en Durango. Antes de marcharse, decidió despedirse de la capital cumpliendo unos antojos largamente aplazados que “consistían en una rubia fastuosa llamada Estrella y una mazatleca elástica y morena llamada Laura, ambas famosas en ciertos centros…”. Ya en Durango, se metió con alguna de las prostitutas que llegaban de Torreón, ciudad en la que “el auge algodonero fomentaba un derroche imbécil y fácil de explotar por el profesionalismo galante”. Tiempo después, cuando durante la campaña antirreeleccionista Francisco I. Madero cayó preso en San Luis Potosí y varios conjurados maderistas fueron perseguidos por las autoridades federales, Vasconcelos tuvo que huir del país. Su destino fue Nueva York, donde en Broadway tuvo varios encuentros sexuales. El primero fue con una mujer que tras de decirle que era húngara, “sólo habló para cobrar”. De regreso a México tomó un barco que hizo escala en la Habana. Ahí pasó “la tarde y parte de la noche” en un barrio galante donde disfrutó de una bella mujer de “sólidos senos, cintura flexible, labios deliciosos y una voz de acento antillano que mete por los oídos su música fresca”. Cuenta Vasconcelos que después de salir del barrio rojo de la Habana, las ganas se apoderaron otra vez de él y, pese a su dinero ya mermado, regresó a buscar a la misma prostituta, con quien “terminó la noche en delirio”. Para ese entonces el futuro Maestro de América ya estaba casado y tenía un hijo, pero su matrimonio jamás detuvo la constante búsqueda de mujeres. Fue el flechazo cautivador que Adriana, su amante adúltera y gran amor, le clavó en el corazón el que desvaneció, al menos temporalmente, la necesidad de visitar prostitutas.



La tentación de Cronos

Vasconcelos se casó sin estar enamorado, por inercia y arrastrado por fuerzas minúsculas y estúpidas. En el fondo, detestaba ese compromiso, pero no opuso resistencia y llegó al altar: “Quizá era toda mi vocación la que traicionaba, contrayendo compromisos incompatibles con mi verdadera naturaleza de eremita y combatiente. Sin duda, de aquella contradicción deriva la mitad del fracaso de toda mi carrera posterior”, escribió con acritud. Y es que desde recién casado su esposa lo irritaba: “pequeñas rivalidades, oposiciones y diferencias de criterio y de gusto iban amargando la vida en común”. Sin embargo, nunca se divorció y, por el contrario, tuvo hijos. Cosa extrañísima es el relato del nacimiento de su primogénito. Mientras su esposa paría en un cuarto contiguo de su casa, Vasconcelos sintió, por inexplicable que parezca, unos impulsos irrefrenables de escribir un artículo sobre Amalia Molina, cantadora andaluza que por esas fechas se presentaba en los escenarios mexicanos: “no sé qué extraña emoción ligaba dentro de mí la aparición de una nueva vida con las saetas de Molina en honor a la Macarena. Lo cierto es que al escribir aquel ditirambo me aliviaba del drama que acababa de ocurrir”. Pero lo verdaderamente raro y perturbador del episodio no es eso sino la idea homicida que cruzó, como un relámpago diabólico, por la mente del Maestro: “mientras escuchaba los lamentos de la pavorosa crisis fisiológica, un demonio me habló en lo íntimo: ´Pudiera depender de tu voluntad –me decía–; basta con que lo pienses; piénsalo y decide: están pendientes del hilo de la fortuna dos vidas; si piensas aniquilarlas serás libre y evitarás que uno de tu sangre vuelva a padecer la prueba; ahora bien: si no te atreves, deja de pensar o pide que vivan y todo resultará normal…´ Alucinado, permanecí perplejo igual que si rechazase una tentación”. Hoy me pregunto qué habría pasado si Vasconcelos hubiera hecho caso al impulso demente de asesinar a su hijo recién nacido y a su esposa. Quizá hubiera sido atrapado, juzgado y encarcelado, por lo cual su participación en la Revolución y su desempeño ejemplar y glorioso como secretario de educación pública no habrían ocurrido. Tampoco hubiera escrito Ulises criollo. Tal vez, lo cual es una posibilidad fascinante, hubiera redactado otro libro: las confesiones de un asesino atormentado, genial y oscuro. Quizá en la cárcel hubiera podido realizar por fin su “verdadera naturaleza de eremita”. Quizá la UNAM, tal como la conocemos, no existiría, habría menos bibliotecas y, por consiguiente, este país sería peor de lo que ya es.

Hector Vasconcelos, hijo del Maestro: evidentemente no es el primogénito,


Quetzalcóatl sacrificado

Para Vasconcelos, Francisco I. Madero encarnaba la civilización, el futuro y el civismo. Todo lo contrario al anquilosado régimen porfirista y a la barbarie de los posteriores caudillos revolucionarios. A menudo decía, como metáfora, que Madero era el Quetzalcóatl (dios salvador, mesías luminoso) que había venido a destronar a Huitzilopochtli (dios de la guerra, sustrato azteca que amenazaba con anegar de sangre la realidad política mexicana). Todos los pasajes de Ulises criollo donde se habla del llamado Apóstol de la democracia son hiperbólicos, demasiado sentimentales, casi hagiográficos (“no acabaría de contar las pruebas de grandeza moral que don Francisco nos daba”, dice Vasconcelos). Tanto se esforzó en hacer patente la cualidad excepcional y benévola de Madero, que en ocasiones uno tiene la impresión de que ese personaje era más bien ingenuo. Llaman la atención las numerosas intrigas y traiciones que se gestaban en el seno del gabinete presidencial sin que don Francisco fuera capaz de impedirlas. Torvos individuos fraguaban su asesinato delante de él sin encontrar impedimentos a sus fechorías. Madero perdonaba y dejaba libres a los que intentaban aniquilarlo. Sea como haya sido en realidad (Ulises criollo no es un libro de historia sino una autobiografía novelada), el relato vasconceliano da, por el ahínco con que desea mostrar una imagen impoluta de Madero, la impresión de que se trataba de un Quetzalcóatl petrificado en el templo de su pureza, cegado por su propia aura luminosa mientras a unos cuantos metros de él los esbirros de Huitzilopochtli destruían a la nación y preparaban el cadalso de su sacrificio.
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Quetzalcóatl



El principio del fin

Ulises criollo culmina con el asesinato de Madero. El libro es la primera parte de las Memorias de Vasconcelos. En los siguientes tomos autobiográficos, el Maestro de América, motivado por su fracaso como candidato presidencial en 1929, se dedica a denunciar la podredumbre de la política mexicana. Lanza dicterios a diestra y siniestra. Estaba convencido de que los gobiernos posrevolucionarios encabezados por Plutarco Elías Calles (cabeza del posterior sistema priista) traicionaron sin excepción los ideales de Madero. Para él, México se había convertido en una nación insalvable, plagada de asesinos y corruptos. Si viera lo que sucede en la actualidad (estudiantes desaparecidos, periodistas asesinados, infames reformas educativas…), no podría sino confirmar su diagnóstico de que el dios Huitzilopochtli, después de haber inmolado a Quetzalcóatl, reinaría sin interrupción sobre este territorio de ruinas.

  

sábado, 15 de agosto de 2015

Carlo Emilio Gadda y sus parecidos

(Publicado en Este país)
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Carlo Emilio Gadda

Nacido en Milán, Italia, el catorce de noviembre de 1893 y muerto en Roma el veintiuno de mayo de 1973, este ingeniero, filósofo, periodista y literato es considerado por algunos lectores y críticos –debido al estilo complicado, digresivo, vanguardista y barroco de su obra– como el James Joyce italiano, lo cual, he de decirlo, no puedo corroborar ni desmentir porque no he leído a Joyce.
Busco en internet retratos fotográficos de ambos autores y compruebo que, al menos físicamente, no se parecen en lo más mínimo. Joyce fue siempre un hombre delicado y esbelto, su rostro ostentaba una delgada boca presidida por un elegante bigotillo y un par de ojos claros de aspecto amedrentado que se parapetaban detrás de unos eternos lentes redondos. En casi todas sus efigies, da la impresión de no haber abandonado el gesto de sorpresa melancólica que se ve en un retrato infantil que le hicieron alrededor de 1888, imagen en la que luce un trajecito de marinero y mira con una curiosa expresión a la cámara. Gadda, por el contrario, pasada su juventud se convirtió en un hombre gordo y nada infantil que vestía trajes elegantes con pañuelo en la solapa y en ocasiones gabardinas y sombreros detectivescos. Sobre su cuerpo de muñeco de nieve empaquetado, estaba colocada una cabeza con un rostro que –casi un oxímoron– era afilado y abotagado al mismo tiempo, agudo, circunspecto y rematado por una afilada nariz ligeramente inclinada hacia abajo. Con base en este análisis fotográfico, concluyo que Gadda no puede ser, como se repite por todos lados, el Joyce italiano. En todo caso, hablando de semejanzas físicas, Carlo Emilio se parece más al cineasta Alfred Hitchcock, con quien compartía la complexión corpulenta, el estilo en el vestir, la mirada intimidante y una notable papada.
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Joyce
Ahora bien, si me pongo a comparar estilos de escritura, más seguro para mí es aventurar la idea de que el escritor Daniel Sada (1953-2011) fue el Gadda mexicano. Al respecto puedo esgrimir algunas pruebas literarias:
a.  El gusto compartido por la sintaxis enrarecida, mezcla de perfectas frases poéticas, retruécanos explicativos, exclamaciones inesperadas, giros vulgares y oraciones de pronto mutiladas por efecto de una puntuación extravagante.

b.      Ambos autores se regodeaban en la narración de situaciones triviales que hacían crecer hasta adquirir dimensiones desproporcionadas. Los personajes pueden, por ejemplo, desarrollar una actividad normal y, de pronto, detenerse para tomar un alimento, pretexto suficiente para que los narradores se embarquen en una descripción neuróticamente minuciosa (en el caso de Gadda) o de singulares visos cómicos (con Sada) a propósito de la comida o del acto de manducar.

c.     El amplio abanico léxico que se disfruta en las obras de este par de escritores es otra cosa llamativa que los une. Se sabe, por la nota explicativa que Juan Ramón Masoliver escribió a su propia traducción al español de El zafarrancho aquél de vía Merulana, que Gadda encarna el epítome de una serie de escritores italianos que, descontentos con la falsa preponderancia del toscano como lengua oficial de toda Italia, se esforzaron por dar cuenta en la página literaria de la apabullante riqueza dialectal de su país, que lejos está de ser un territorio lingüístico unitario. Gadda incorporó en sus escritos una multitud de voces provenientes de los dialectos véneto, toscano, lombardo, abrucés y romanesco, lo cual, sumado al gusto que tenía por los neologismos, barbarismos, cultismos y tecnicismos (provenientes estos últimos de su profesión de ingeniero industrial), hace que su obra se lea como un coro un tanto babélico y complejo que, según una opinión de Sada que yo suscribo, “lo mismo puede seducir que poner irascibles a los pobres lectores”. Por su parte, el escritor mexicano, emulando a Carlo Emilio, por quien sentía gran admiración, siguió a su manera el mismo camino. En una entrevista que leí, Sada comentó que le gustaba viajar por la República Mexicana y registrar las palabras y las formas expresivas que encontraba en distintas regiones para plasmarlas luego en las historias y poemas que escribía, incorporando simultáneamente palabras vulgares, cultismos, arcaísmos y neologismos. En este sentido, la imagen que me viene a la mente cuando pienso en Sada es la de un hábil carterista del lenguaje callejero que en sus tiempos libres ocupa un escaño en la Academia, condición híbrida que le granjeó la graciosa calificación –acuñada por un lector cuyo nombre no recuerdo– de que su estilo literario era una perfecta combinación de Góngora y Cantinflas.

d.      Exacerbación de la sonoridad musical de la prosa. Masoliver tiene razón al advertir que si Gadda utilizaba un plural material léxico y sintáctico era con la intención de dar un “efecto sinfónico” a su escritura. La premeditada heterogenia de las palabras y sus consiguientes efectos fónicos, así como las interjecciones súbitas y los juegos de la puntuación son recursos efectivos para que un texto cualquiera de Gadda pueda disfrutarse como un concierto donde diversas voces cantan al mismo tiempo. En el caso de Sada, la musicalidad se nutre, como propone Geney Beltrán Félix en su estudio “El fabulador en octosílabos o el corridista culto: la prosa rítmica de Daniel Sada”, de la métrica al servicio de la prosa. Cuidadosamente escandidas, muchas frases de este escritor tienen la estructura silábica de un corrido, de manera que el lector atento puede experimentar una sabrosa sensación de musicalidad, como si en lugar de estar frente a una página estuviera escuchando una canción, efecto que el autor llevó a sus últimas consecuencias en el cuento “El gusto por los bailes”, que está escrito en verso y es la reelaboración del popular corrido mexicano “Rosita Alvírez”.

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Daniel Sada
e.       Se sabe que Daniel Sada admiraba mucho al escritor italiano. Lo dijo en algunas entrevistas y dejó registro de esta influencia en un excelente cuento titulado “Atrás quedó lo disperso”, donde el narrador discurre en torno a obras que pueden considerarse cumbres de la literatura difícil de leer. Ahí, nombres como James Joyce, Guimarães Rosa y Carlo Emilio Gadda figuran en la lista de los autores (lista en la que sin escrúpulos podemos colocar al propio Sada) que han hecho de la escritura una compleja construcción estilística que, por su exquisitez y delicada orfebrería, suele fascinar a los lectores en la misma medida que los aleja o aturde. Como ya dije, no he leído a Joyce, así que no puedo constatar que el estilo del irlandés haya incidido en el del mexicano. Sí conozco algo de la obra del brasileño Guimarães, lo cual me acredita para dar fe de un cierto parecido entre ambos autores. Sin embargo, considero que es con la obra de Gadda con la que la de Sada comparte más aspectos. En realidad, desde que cayó en mis manosEl zafarrancho aquél de vía Merulana (yo leí a Gadda años después de internarme en el mundo de Sada) no he dejado de pensar que Sada siempre quiso parecerse a Gadda, lo cual no demerita el talento deslumbrante del mexicano, pues estoy convencido de que para poder convertirse en un buen y original escritor es imprescindible primero querer ser como alguien más. Imitando la estrategia de Alfonso Reyes que a su vez imitó a Robert Louis Stevenson, Sergio Pitol afirma en la primera página de su libro El mago de Viena que querer ser como otro escritor, incluso copiar su estilo y hábitos, es la única manera de encontrar una voz literaria propia.


Me pregunto cuánto habrá influido la gordura física de Sada y Gadda en sus maneras glotonas y exuberantes de concebir el lenguaje. Quizá sea una tontería, pero la verdad es que algo me parecería turbio e incoherente si los libros El zafarrancho… Porque es mentira la verdad nunca se sabe hubieran sido escritos por autores enjutos. Me hubiera decepcionado terriblemente al ver sus retratos porque en sus prosas la glotonería es el signo dominante, sí, una glotonería lingüística exigente, sibarítica y difícil de sostener que quizá sólo se encuentre en otro escritor igual de gordo, exuberante y barroco. Me refiero al cubano José Lezama Lima, con quien Sada y sobre todo Carlo Emilio tienen demasiados puntos en común. Lamentablemente, señalar ese parecido es una tarea que exige un texto propio y, por lo pronto, el espacio de este ensayo se ha agotado. Espero que lo hasta aquí escrito sirva como invitación a leer las complejas y desquiciadas obras de estos autores, o que por lo menos impela al público a buscar sus retratos en internet. Advierto que lo primero es arduo y complejo, mientras que lo segundo es rápido y sencillo. Pero lo cierto es que jamás la sencillez prodigará tantos placeres como la complejidad.