Día uno (El comienzo)
En días pasados intenté hacer la reseña de
un libro cuyo tema es la aceleración temporal como rasgo definitorio de la
contemporaneidad. Ayer, viendo que no avanzaba, reformulé el plan y me propuse
redactar una serie de notas diarias sobre el tiempo. Varios textos cuyo método
de realización será el sistema de los diarios personales o las bitácoras.
Registrar mis ideas sobre el tiempo a través de su paso en mi vida. Sin
pretensiones de profundidad, correcciones ni planes preestablecidos. No sé
cuánto días escribiré. Sólo puedo decir que hoy comienzo.
Todo empezó porque hace un par de meses no
podía escribir. La capacidad de hacerlo había desaparecido. También los temas.
Era como si me hubieran dejado solo y lobotomizado en la blancura infinita de
un documento de Word. Lo cual hubiera sido menos cruel si no tuviera una beca y
el plazo de entrega de los textos no me hubiera urgido a redactar algo, lo que
fuera.
Tras varias semanas de
angustiosa infertilidad, pensé que podía utilizar las reseñas de libros como
método para desatascar el paro creativo. La recensión, esa manera de ejercer la
literatura sin entrar de pleno en ella: pasarse la vida acudiendo a fiestas de
otros y jamás celebrar lo propio.
Por esos días el ambiente
literario mexicano estaba conmocionado debido a la publicación de Contra el
tiempo, escrito por Luciano Concheiro, un autor cuatro años más joven que
yo, finalista de un premio internacional, a quien los medios de comunicación no
tardaron en catapultarlo al firmamento iluminado con los reflectores de los
elogios. De un día para otro Concheiro salía en televisión, presentadores y
articulistas recitaban su flamante y precoz currículum como el non plus
ultra de las glorias nacionales, y todos comentaban con evidente
superficialidad el contenido de su obra. Todos menos un joven historiador que
hizo una reseña bastante incisiva… Mientras tanto yo, poseído por la envidia,
me dediqué a seguir el caso desde mi computadora.
Soy asiduo lector de
libros de ensayo de autores mexicanos jóvenes (Jazmina Barrera, Mariana Oliver,
Pierre Herrera, Yunuen Díaz). Yo mismo soy un ensayista mexicano joven y suelo
torturarme con las obras que mis contemporáneos, a diferencia mía, logran
producir y publicar. Por esa razón y pensando que podía escribir al respecto,
fui por el elogiado libro. En la sección de novedades se elevaba una pila de
ejemplares con un letrero que decía “copias autografiadas por el autor”. Me lo
llevé aunque me pareció demasiado costoso para sus pocas páginas y el tamaño
grande de su letra.
La experiencia de lectura
y reflexiones que desató en mí las consignaré un día de estos, cuando logre
redactar la reseña. Por el momento, prefiero hablar de Volcán. También se
dedica a escribir y yo la admiro. En verdad estoy loco por ella. Desde todos
los puntos de vista me parece talentosa, bellísima, sensual y perfecta. Lo
único malo es que siempre me critica por expresarme hiperbólicamente. Nuestro
pasatiempo favorito consiste en subir a las azoteas de edificios emblemáticos
de la ciudad y contemplar el paisaje desde las alturas. Hace cuatro sábados me
invitó a la Feria del Libro y la Rosa de la UNAM porque se presentaría el
dossier de una revista donde ella había participado. La noche anterior habíamos
tomado mezcal y bailado reggaetón en casa de una amiga hasta las cuatro de la
mañana, por lo cual el sábado tuvimos que abordar un taxi para evitar que el
bochorno abarrotado del metro hiciera eclosionar nuestra resaca.
Teníamos que evitarla a
toda costa porque estar crudo es lo más cercano a estar muerto. La cruda es
poner un pie en la muerte sin lograr, aunque se quiera, abandonar la vida. Algo
quemante y podrido dentro del cuerpo. Es un tormento sicológico vuelto entraña,
es una garra, un tubo, una varilla clavada tras los ojos. Es un pesado casco de
arrepentimiento y hierro que aprisiona las sienes, una mandíbula de jaguar
rompiéndonos el cráneo. El reverso letal de la adrenalina, la náusea elevada a
desastre meteorológico. Es como tener caries en todo el cuerpo.
Por fortuna y gracias a
que le dijimos al taxista que se detuviera en un Oxxo para comprar un par de
botellas de Gatorade, el día de la Feria del Libro no sufrimos los síntomas.
Ojalá mañana tenga tiempo para contar lo que sucedió después. Hoy no lo tengo
porque quedé de cenar con mi madre. Es una lástima abandonar la escritura justo
ahora, cuando la mano se me estaba aflojando y yo comenzaba a disfrutar la
narración.
Día dos (Brillat-Savarin y los sentidos)
En la mañana recibí un correo electrónico
donde un amigo me invitaba a colaborar en la revista donde trabaja. Me sugería
que enviara una reseña sobre un libro recientemente publicado. Explicaba que
las colaboraciones son remuneradas: $2000 por texto. La suerte no quiere que
abandone la reseña de Contra el tiempo.
Para subsanar mi carencia de conceptos
científicos o filosóficos, compré Breve historia del tiempo, de Stephen
W. Hawking. El volumen tiene una introducción escrita por Carl Sagan. Su papel
es muy blanco y despide un aroma desagradable, químico. Espero leerlo pronto y
que el aroma no sea un impedimento.
Quizá porque no huelen mal, hoy leí cien
páginas de Fisiología del gusto, de Jean Anthelme Brillat-Savarin,
gastrónomo, abogado y político francés nacido en París en 1755 y muerto en la
misma ciudad en 1826, quien elevó a la gastronomía a la categoría del arte y la
ciencia.
Fisiología del gusto me
sorprende por su científica organización de tratado dieciochesco que, mezclada
con una fuerte propensión al debraye imaginativo, se adereza con ráfagas de
donaire y agudezas aptas para una tertulia sibarita. Me gustaría poder escribir
un libro así; algo opuesto a este diario del tiempo donde hago gala de mi
desorden e ignorancia. Compuesta por un diálogo, unos aforismos, un prefacio, treinta
meditaciones o capítulos y una misiva final, esa obra es como un banquete donde
cada fragmento –cada tiempo– es un platillo con muchas capas, texturas y
sabores.
Cátedra de composición:
tanto en gastronomía como en escritura, el producto final será bien recibido y
aprovechado si las partes se encuentran adecuadamente espaciadas, contrastadas
y a la vez asimiladas en un conjunto congruente. Asimismo, cada tiempo debe
incluir sorpresas, recodos y mudanzas. A manera de recepción, antes de pasar a
la mesa, Brillat-Savarin ofrece, como aperitivo, un diálogo ingenioso sobre los
orígenes de su libro y la forma en que llegó a publicarlo. Después, destapa la
bandeja de aforismos, diminutos canapés de verdad. Luego, indica que es hora de
tomar asiento para leer el prefacio, suerte de menú y carta de bebidas. Sólo
entonces comienza a servir las meditaciones, cada una distinta a la otra. La
primera, titulada “De los sentidos”, tiene cierto sabor filosófico y está
dividida, a su vez, en cinco fragmentos condimentados de maneras diversas.
El primero es una
enumeración de los cinco sentidos conocidos y la propuesta de un sexto: el generador
o amor físico que, según Brillat-Savarin, tiene “como fin la
propagación de la especie”. Idea sugestiva y polémica (¿el amor físico debe
tener como fin la procreación?), hace que me pregunte cuál será el sentido que
ocupará oficialmente el sexto lugar en nuestro horizonte perceptivo. ¿La
capacidad de ver a los muertos, el instinto cazador, la intuición, el
desenvolvimiento social o comercial? El número de sentidos aceptados es una
convención, y si no hemos desarrollado otros es porque existe una alambrada
civil que nos separa de ellos. ¿Qué pasaría si descubriéramos que el dolor no
es simple manifestación del tacto sino un sentido perfectible en sí mismo, como
sucede en el cuento “Fragmento de un diario”, de Amparo Dávila? ¿En qué medida
se modificarían nuestros conocimientos y conductas? ¿Cambiaría la relación con
el fuego, los filos y el frío? Con toda seguridad nuestra manera de vivir en el
mundo sufriría una revolución. Incluso se producirían cambios en los conceptos
de recepción artística: dejaríamos de ver los actos del estadunidense Ron Athey
(anzuelos, navajas, vidrios ensangrentados, pirámides de piedra en el ano) como
performances y los aceptaríamos como recitales de piano: alguien ejecutando las
notas de su propio dolor para el deleite de los demás.*
Ojalá fuéramos tan
curiosos e insatisfechos como los personajes intergalácticos del cuento de
Voltaire, “Micromegas”, quienes se lamentaban de lo insuficientes que les
resultaban sus sentidos: “Tenemos setenta y dos y no se pasa un día sin
quejarnos por tener tan pocos”. Quizá la capacidad de percibir el tiempo sea
nuestro verdadero sexto, pero aún nos falta mucho para perfeccionarlo. Es
probable que, en ese ámbito, nos parezcamos al recién nacido cuya vista,
acostumbrada a la penumbra amniótica, distingue sólo manchas lumínicas. Hoy los
humanos calculamos el tiempo a través de fenómenos externos (la marcha de los
relojes, las puestas de sol, el giro de los calendarios), pero llegará el día
en que podamos medirlo con la táctil y muy íntima sensación que produce el
envejecimiento de nuestras células. Percibiremos también sus accidentes
meteorológicos: tormentas, calmas chichas, relámpagos, golpes de calor, lluvias
y sequías de tiempo.
En el segundo fragmento
de la primera meditación de Fisiología del gusto se especula cómo se
conformaron los sentidos en la especie humana. Quizá en los comienzos se
percibía el mundo de manera confusa: uno veía con vaguedad, olía sin elegir,
comía sin paladear y fornicaba a manera de los brutos. Luego los sentidos se
complementaron y corrigieron entre sí hasta evolucionar al estado en que los
conocemos ahora: la vista y el olfato auxiliaron al gusto; el oído comparó los
sonidos para calcular las distancias y ayudar a la vista en sus predicciones.
Los avances culturales y civilizatorios son, en su origen, exigencias
sensoriales: la vista produjo la pintura; el oído, la música; el gusto, la
gastronomía. El sentido generador ocasionó el surgimiento de la moda, la
coquetería y también –afirma Brillat-Savarin– ha influido enérgicamente sobre
todas las ciencias, cuyas partes más ingeniosas y sutiles, atentamente
examinadas, resultan debidas al deseo, a la esperanza o al agradecimiento que
de la unión sexual nace.
Escribo esto y pienso en
qué medida mi sentido generador repercute en lo que hago. Estoy enamorado, o al
menos así califico mis sentimientos: una apretada soga de afectos,
aspiraciones, devociones y deseos. Sin embargo, puede ser que todo ello no sea
más que un medio para canalizar la misión sangrienta e impersonal de la procreación.
He ahí una imagen objetiva para entender el amor, aunque menos llamativa desde
el punto de vista sentimental. No tengo claridad al respecto, pero en ocasiones
siento –como si mi corazón fuera atravesado por una flecha primitiva– que mis
ocupaciones son pueriles, y que tener un hijo me salvaría del absurdo. Otras
veces pienso absolutamente lo contrario. Como sea, las circunstancias y
vicisitudes de eso que he experimentado como amor han incidido en la escritura
de este diario.
Es muy posible que, en un
principio, haya querido hablar del tiempo para llamar mi atención sobre algo de
lo que me he negado a escribir por miedo a que se concrete, como si hacerlo
adelantara el momento en que ocurrirá. Confieso que se me dificulta tomar
decisiones. Sobre todo si se trata de lo que, supongo, son aspectos
trascendentales en mi existencia. Sobre todo si está en juego la superación de
la inmadurez, mi estilo de vida adolescente, tiempo estadizo, neotenia que me
ancla a una bahía sin compromisos. Es muy posible que haya iniciado este diario
para obligarme a afrontar el hecho de que Volcán se irá a vivir a otro país
dentro de veintiún días y, por lo tanto, yo deberé tomar una postura.
Lo sé desde hace cuatro meses,
cuando la aceptaron en un doctorado de la Universidad de Austin. Han sido
tiempos difíciles, pautados por charlas donde hemos discutido lo que haremos,
las estrategias para seguir juntos aunque sea a la distancia, el inminente fin
de mi beca, la necesidad de trabajar, ahorrar dinero, tener tiempo para
visitarnos. La urgencia de obtener mi título de licenciado y buscar un posgrado
quizá en la misma ciudad que ella. Aprender inglés, no dejar de escribir. A
veces, de manera soterrada y oblicua, hemos discutido sobre el sentido
generador y el miedo al absurdo. El tiempo está siempre detrás de estas cosas.
El tiempo corre, es
cuenta regresiva, vela con dos pabilos encendidos. El tiempo es un celular con
miles de actualizaciones que me cuesta atender porque me encuentro viendo las
fotos del pasado, el video del presente que se va. El tiempo es un smarthphone
biológico, obsolescencia corporal. El tiempo es amor migrante, pueblo
vacío, potencial glaucoma de nuestro sexto sentido.
El tiempo nos ciega, pero
también agudiza los sentidos restantes.
Día tres (La escritura del debraye)
Lo ideal sería practicar una escritura del
debraye, discurrir acerca de temas distantes, irme por las ramas hasta llegar a
una altura donde pueda otear el horizonte y olvidar la tierra que piso, lo
humilde y fermentada que resulta la realidad. Olvidar las preocupaciones.
Hoy pasé el día con ella. El mejor de los
tiempos posibles.
Día cuatro (El espectáculo del universo)
Sigo sin leer a Hawking. La reseña
continúa en nada. El tiempo también es postergación.
¿Se trata de una experiencia cuyas características
puedo consignar por escrito?
Yo creo que sí. Sobre tal
presupuesto descansan las siguientes reflexiones. Sin embargo, también he
pensado que el tiempo es incognoscible; una plataforma fantástica y escurridiza
sobre la cual, sin explicaciones de por medio, ocurre la vida.
Puede ser que el tiempo
sea la vida. He ahí la manera más sencilla de pensar el asunto. Nadie duda que
la vida exista ni que sea descriptible. El hecho de que haya cosas en ella es,
quizá, la principal evidencia de la realidad del tiempo porque las cosas se
crean, están y desaparecen: ocupan secuencias temporales. Cuando digo cosas
me refiero a mí mismo, a plantas, aire, átomos, bacterias, piedras, botes de
plástico, animales, estrellas.
Imagino un mundo donde la
vida, de repente, evanesciera, donde ni siquiera pudiera haber moho. Me
pregunto si en un lugar así soplaría el viento. Un aire cadavérico, tal vez,
letal, el aire de la muerte. O ni eso porque, quizá, el viento es un efecto de
los agentes vivos. Si en la Tierra perdiéramos la vida, dejaría de haber tiempo
y habría sólo espacio. O quedarían el tiempo y el espacio solos, como una
pareja de viejos inmortales confinados en su granja estéril.
A propósito, queda
pendiente definir si el espacio es una cosa y, por lo tanto, algo inferior al
tiempo, o si es algo parecido a éste pero a la vez de naturaleza distinta.
Ayer, hojeando mi archivo de libretas de apuntes, encontré una frase de Joseph
Brodsky acerca de la ciudad de Venecia: “Es como si el espacio, más consciente
aquí que en ningún otro lugar de su inferioridad frente al tiempo, le
respondiera con la única propiedad que éste no posee, con la belleza”. Idea
interesante, me hace pensar que Brodsky confundió el espacio con las cosas.
Éstas, incluida la ciudad acuática, no son en sí mismas el espacio sino los
objetos que lo ocupan. Por un lado hay que considerar el espacio (el universo
en su calidad de llanura vacía) y por otro lo que se encuentra en él. El
espacio, al igual que el tiempo, es refractario a los adjetivos. A diferencia
de las cosas, no tiene belleza, ni horror, ni mediocridad. Sólo es.
Todo parece indicar que
tiempo y espacio están al mismo nivel ontológico. He oído decir que ambos son
las dimensiones fundamentales sin las cuales nada es posible. La realidad existe
gracias a que hay tiempo y espacio. La realidad es el conjunto de cosas que los
amueblan.
Amueblar es una palabra
afortunada. En primer lugar es un verbo, acción que ocurre en el tiempo y en el
espacio. Un verbo existencial. En segundo lugar, esa acción (la vida de las
cosas-muebles) da sentido a las dos dimensiones fundamentales. Juntos, tiempo y
espacio son la mansión primordial que permite existir a las cosas dentro de sus
dominios. Pero su palaciega potestad sería nada sin los muebles que la ocupan.
O poco más que nada: solitaria pareja de viejos inmortales y aburridos.
En el inicio –fantasía
cosmogónica– tiempo y espacio se aburrían en la casa increada y vacía que eran
ellos mismos. Puesto que no había nada ni nunca había sucedido algo, se
confundían entre sí como fetos siameses que flotaran en el vacío. Llamar
amniótico a ese estado sería barroquismo. Eternidad, tal vez, funcionaría, pero
aun el concepto implica traición, exceso frente a la oquedad que invoco. Nadie
ha sabido ni sabrá cómo fue, pero lo cierto es que aconteció: para dejar de
aburrirse, el tiempo y el espacio crearon a la materia. Primero un átomo,
después una molécula, luego una descarga de energía, y se sentaron a observar
lo que pasara. Así nació el espectáculo, que es la vida del universo y que no
ha dejado de diversificarse, aunque muchos dicen, probablemente con razón, que
mengua sin descanso. Sea como fuere (ya que en ese momento hayan creado todo lo
ahora existente, ya que concibieran al primer átomo a partir del cual lo demás se
formó trabajosamente), el espacio y el tiempo acabaron así con el tedio y el
vacío, se volvieron autoconscientes, exploraron con los sentidos sus
insospechados placeres, rincones y dilataciones. Se erotizaron.
Al principio,
maravillados y voraces, quisieron ver con simultaneidad cuanto había en su
casa. El espacio abarcó de un vistazo –imagen absoluta y ubicua– toda la
materia, las formas, sistemas planetarios, las galaxias de polvo y saliva que
se crean en los estornudos de los alérgicos, multitudes humanas, los pixeles,
páginas de libros. El tiempo, de golpe, percibió y calendarizó pasado, presente
y futuro, deshizo nudos, congeló lapsos, revirtió prolepsis, cronometró lo que
pasa, hubo y pasará, puntos, líneas, mareas de segundos. Entre ambos, lograron
una instantánea, un aleph, un fotograma que contenía en sí la totalidad de los
spoilers. Entonces lo comprendieron todo y descubrieron que no había ya nada
más que ver. Y volvieron a aburrirse igual que un par de niños sin imaginación.
Padeciendo una resaca
tremenda por lo que habían visto, el espacio y el tiempo decidieron olvidarlo y
evitar la percepción simultánea a toda costa porque su efecto era similar al
que producen las drogas duras: euforia, voracidad, placer fugaz y luego un estado
de abatimiento y tristeza. Como solución, inventaron los canales de percepción
focalizada, similares a los canales de televisión que transmiten una cosa a la
vez, y estipularon un manual de uso para espectadores, que eran ellos mismos.
Decretaron que ya no verían juntos el espectáculo del universo, sino que cada
uno elegiría lo que deseara observar en el momento en que así lo quisiera. Para
ello crearon un par de pantallas individuales donde era posible sintonizar
cualquier cosa. Al espacio se le prohibió prestar el don de la ubicuidad a los
canales de transmisión y al tiempo la capacidad de ver el futuro. Segmentando
la percepción y eliminando los spoilers, podrían, como espectadores, mantener
el interés, el suspenso y garantizar las sorpresas. Había canales para todo,
como un sistema de streaming cibernético. Por ejemplo, si el espacio o
el tiempo querían ver cómo era la existencia de una roca roja del planeta
Marte, ponían ese canal en cualquier momento del pasado o el presente.
Cuando el tiempo y el espacio
no veían cosas en las pantallas, platicaban entre ellos acerca de lo que
podríamos llamar sus gustos cinematográficos. Discutían qué era más apasionante
de ver: las formaciones y colores de la galaxia EGS8p7 desde una distancia de
13,200 millones de años luz, o los pausados procesos metabólicos de los
microbios del planeta z9HT, el más caliente y pequeño de la galaxia z8GND5296;
la cristalización milenaria de las sales en los mares de Saturno o las
explosiones nucleares del Sol. Algunas veces decían preferir los efectos de la
luz sobre las atmósferas radioactivas, otras el movimiento de los asteroides,
en ciertas ocasiones se sentían cautivados por los procesos evolutivos de
algunas especies vivas o por el comportamiento volcánico de los planetas jóvenes.
Cierto día, mientras
charlaban acerca de lo que se podía ver en el planeta Tierra, coincidieron en
que la vida de los humanos era espectacular. Como esos amigos que de pronto
descubren que son fanáticos de la misma serie televisiva, el espacio y el tiempo
compartieron la información que tenían sobre los humanos. Dijeron haber visto
todos los canales de la especie: vistas panorámicas de los continentes
habitados, de los países, ciudades, pueblos, barrios y casas. Habían observado
la vida completa de cada individuo, así como la de sus órganos vitales, tejidos
y células. Dijeron ser seguidores de las formas milenarias de socialización y
de las muchas culturas. Gustaban de las agonías, los nacimientos, los largos
intermedios. El espacio y el tiempo estuvieron de acuerdo en que el espectáculo
humano era fascinante porque, a diferencia de otras realidades, tenía tramas.
También fenómenos complejos y procesos con reglas propias que se alejaban de lo
natural. Decían: si los seres humanos tuvieran nuestra capacidad de observar el
universo por canales de transmisión, ya hubieran condenado a los pobres a ver
el monótono canal de las piedras. Lo decían y les causaba gran risa, se
desternillaban al grado de que les faltaba el aire y sufrían dolor abdominal.
Otro día, el espacio y el
tiempo comentaban la curiosa afición de los humanos a considerarse superiores a
las otras especies de su planeta. Fue cuando el espacio sacó a colación la
historia de Jean Anthelme Brillat-Savarin, autor del famoso tratado Fisiología
del gusto, quien intentó demostrar la supremacía del hombre con base en un
análisis del sentido gustativo. Los peces, decía Savarin, tienen como lengua un
hueso móvil; las aves, un cartílago membranoso, y los cuadrúpedos un órgano
revestido de escamas y asperezas que, por lo general, es incapaz de efectuar
movimientos circunflejos. La lengua del hombre, al contrario, está dotada con
gran fuerza muscular y tiene tres movimientos desconocidos en los animales:
movimientos de espicación (del latín spica, “espiga”), de rotación
y de barrido. El primero se efectúa cuando la lengua sale formando
espiga y atraviesa los labios que la comprimen; el segundo, al moverse
circularmente en el espacio comprendido entre el interior de las mejillas y el
paladar, y el tercero, cuando se encorva por arriba y por abajo a fin de
recoger las partículas que se hallan depositadas en el canal semicircular
formado por los labios y las encías.
El aparato del gusto en
el humano, continuaba Brillat-Savarin, es de una rara perfección, y para convencernos
de ello basta verlo funcionar. Así que se ha introducido en la boca cualquier
cuerpo comestible, éste sufre confiscación total, extensiva a los gases y jugos
que contenga, y a que vuelva a salir se oponen los labios. Los dientes, por su
parte, lo desgarran y trituran, lo empapa la saliva y la lengua lo amasa y lo
revuelve. Así se extrae de los alimentos un jugo con partículas sápidas que,
disueltas en agua, saliva y otros fluidos hipoglósticos, pueden ser absorbidas
por los lóbulos nerviosos, papilas o chupadores de que está sembrada
interiormente la delicada contextura de la lengua.
Si encontramos
determinados animales con lengua más gruesa, paladar más desarrollado y gaznate
de mayor latitud, es porque les sirve la lengua de músculo para remover objetos
de gran peso, el paladar de prensa y el gaznate para tragar cantidades grandes;
pero cualquier analogía razonable que se establezca, impide deducir que el
sentido en cuestión sea más perfecto.
Además, el gusto de los
animales está limitado porque unos se alimentan con vegetales, otros comen
carne únicamente, los hay que se sustentan en exclusiva con granos, y todos
desconocen los sabores compuestos. A la inversa, el hombre es omnívoro, y
cuanto es comible está sometido a su vasto apetito, lo que lo obliga, por
consiguiente, a poseer facultades gustativas proporcionadas al uso general en
que se han de ejercitar.
Asimismo, como el gusto
ha de estimarse por la naturaleza de la sensación que transporta a los nervios
centrales del cerebro, es inadmisible comparación alguna entre la manera como
los animales reciben impresiones y aquéllas propias del humano. Porque
resultando las del último a la vez más claras y precisas, hay que suponer
necesariamente cualidades superiores en el órgano que sirve para transmitirlas.
A consecuencia de
semejante perfección, puede establecerse que la gastronomía es propiedad
exclusiva del hombre, a quien hay que proclamar como el gran gastrónomo de
la naturaleza. Además –concluía, orondo, Savarin–, esta gastronomía humana
es contagiosa y la transmitimos prontamente a los animales que hemos
domesticado y que hasta cierto punto nos acompañan, como a elefantes, perros,
gatos y aun a las cotorras.
Llegados a este punto de
la conversación, el espacio y el tiempo, excitados por los argumentos del
gastrónomo francés, quisieron ver cómo eran las costumbres alimenticias de esos
animales alterados por el hombre. Observaron entonces a elefantes alcohólicos,
ratas citadinas que metabolizan el veneno, gatos que sólo comen ostiones
ahumados, perros cebados con carne humana de prisioneros moribundos, cacatúas
de lengua azul aficionadas a las macedonias de piña y kiwi estadunidense,
cucarachas glotonas del cochambre, peces empachados de plástico, pollos
inflados a base de purina, camarones traslúcidos que en tinacos se hartan de
algas sintéticas. Los observaron y les parecieron fantásticos. Las obras
humanas son impredecibles y aterradoramente hermosas, dijeron y, por primera
vez desde que habían visto la totalidad del universo en un instante, pensaron
en romper las reglas de percepción que se habían autoimpuesto. Si esto pasa en
el presente, imagínate lo que sucederá en el futuro de la humanidad, ¿no te
gustaría observarlo?, le preguntó el tiempo al espacio.
Semanas más tarde, el
espacio y el tiempo se habían preparado para ver, juntos, el porvenir de los
humanos como quienes planean ver la nueva temporada de una serie. Estaban
emocionados y cada uno exponía sus conjeturas sobre lo que pasaría. Discutieron
largos días, perfeccionaron sus argumentos, hicieron apuestas. Llegado el
momento, sintonizaron el canal del futuro humano y sus rostros se iluminaron
con el resplandor mortecino de la pantalla. Nadie sabe qué fue exactamente lo
que vieron. Algunos dicen, sin embargo, que las expresiones de sus caras
iluminadas fueron cambiando a lo largo de la transmisión. Se rumora que pasaron
de la excitación, la ternura y la risa, al llanto, al asco, al coraje y al
terror absoluto. Otros dicen que fue al revés. Algunos afirman que el espacio y
el tiempo tenían, al final, las caras de quienes han visto una película snuff.
Otros, una película romántica con final feliz. Algunos, un filme incomprensible
pero hermoso. Cierta minoría sostiene que se quedaron dormidos. Sólo alguien ha
dicho que, después de ver lo que vieron, el tiempo y el espacio temieron por su
propia existencia. Todas son habladurías y nadie más que ellos conoce la
verdad. Mientras tanto yo, desde mi estrecha condición de ser humano atado al
presente, lo único que puedo afirmar es que, como dice el primero de los veinte
aforismos de Brillat-Savarin, “el universo no es nada sin la vida, y cuanto
vive se alimenta”. Por ello termino aquí esta entrada de mi diario y me preparo
para la hora de la comida.
Es martes e iré con
Volcán al bufet chino que se encuentra en la esquina de las calles Milán y
Atenas, en la colonia Juárez. El costo es de 120 pesos por persona y, la
verdad, lo que sirven sabe delicioso.
Día cinco (Norbert Elias)
Antes de ir a la fiesta de la amiga donde
hubo reggaetón y mezcal, yo había estado revisando las reseñas de Contra el
tiempo y una, sobre todas, llamó mi atención. En ella el crítico (un joven
historiador llamado Camilo Ruiz Tassinari) señalaba que Concheiro, al
reflexionar sobre el tiempo, había omitido u olvidado o desconocido las
aportaciones fundamentales de estudiosos como Norbert Elias y Barbara Adam: “es
como hablar del boom latinoamericano y no mencionar a García Márquez”, decía.
Al día siguiente, en la
Feria del Libro y la Rosa, después de asistir a la presentación del dossier de
la revista, caminé por los pasillos mientras Volcán hablaba en las cabinas de
Radio UNAM. Para consolarme del absoluto desinterés que yo despertaba, intenté
convencerme de las ventajas de no ser entrevistado. Al cabo de un par de
minutos, concluí que la mayoría de los escritores desconocidos, inéditos o
noveles como yo mataríamos por una entrevista. ¿Cuál es el verdadero rostro de
esa neurosis cuya máscara es la necesidad ser tomados en cuenta? También
reflexioné acerca de las rivalidades de ego en las parejas dedicadas a la misma
profesión. ¿Qué se sentirá pasar la vida caminando como un desconocido por los
pasillos de las ferias mientras la otra persona es aclamada en todas las mesas?
¿Cómo lidiar con la envidia y los celos, tumores de la miseria humana? ¿De qué
manera manifiesto yo esas pasiones que me roen las vísceras? Tales cosas me
preguntaba cuando de pronto, entre los stands, bajo las piernas de los
asistentes, sobre libros apilados o mejor dicho tras las cuencas de mis ojos,
advertí el acecho de una bestia, un felino brutal y cauteloso. Era la cruda que
me perseguía a cierta distancia, esperando verme flaquear, pero indecisa a
emprender el ataque. Cuando la vi de frente, sentí un piquete en las cienes y
debilidad en las piernas, pero me armé de valor con el último trago de Gatorade
que quedaba en la botella y dirigí mis pasos al stand del Fondo de Cultura
Económica, dispuesto a sobrevivir.
Pregunté por Sobre el
tiempo, de Norbert Elias. Dijeron tener disponible, del mismo autor, El
proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas,
un mamotreto de 686 páginas que, me aseguraron, era la obra maestra del
sociólogo. En la contraportada se leía un párrafo donde Gina Zabludovsky
hablaba maravillas del título, al que consideraba “el último de los clásicos”
debido a sus alcances intelectuales, el amplio periodo histórico en él
analizado y su intención de llevar a cabo grandes síntesis. Sin embargo, no
fueron las ponderadas virtudes las que me hicieron pagar los 460 pesos que
costó, sino la acechanza de la cruda. En el fondo de mi ser pensaba que
llevarme el libro era parte de la estrategia que me permitiría huir de ella,
cruzar un abismo y dinamitar el puente tras de mí para evitar que me alcanzara.
Saqué la billetera con velocidad de subasta, pagué y, casi corriendo, como en
las películas de persecuciones, dejé atrás a la cruda que, confundida, me
perdió el rastro entre lectores y escritores desvelados.
Caminé hacia las cabinas
de Radio UNAM. Había mucha gente y, como siempre me pasa cuando me encuentro
rodeado de desconocidos, me sentí abandonado en un planeta extraño. A lo lejos,
vi a Volcán platicando con el escritor Emiliano Ruíz Parra, quien había
coordinado el dossier. Con la mano, ella me hizo una señal para que me acercara
y entonces yo temí que sucediera lo que en efecto pasó. Emiliano nos invitaba,
junto con los otros cronistas, a tomar unas chelas en su departamento. No es
que a mí me desagraden las invitaciones, pero en ese momento, con la sombra de
la cruda pisándome los talones, yo hubiera preferido ir a casa, cerrar las
cortinas y dormir el resto de la tarde. Afortunadamente aceptamos ir, pues en
la reunión, además de curar la resaca con fuertes dosis de micheladas, escuchamos
algunos chismes sobre Luciano Concheiro que, aun cuando mis escrúpulos me
aconsejan no reproducir, pienso relatar en este diario del tiempo que, dicho
sea de paso, en ningún sentido es privado (quizá ni siquiera sea un diario): lo
escribo para que los demás lo lean.
Hoy me pregunto de qué
manera uno puede acudir a más reuniones y conocer más personas. Siendo soltero,
alguien portátil a quien, por falta de compromisos maritales, se puede llevar
tranquilamente a cualquier sitio; o viviendo en pareja, aprovechando las
oportunidades sociales que ofrece la otra persona. Difícil pregunta, no todas
las relaciones amorosas desembocan en una vida social amplia, ni todos los
solteros son siempre invitados a las fiestas. Norbert Elias (Breslau
1897-Ámsterdam 1990), conocido por los estudiosos como “el gran solitario de la
sociología contemporánea” (del latín solitariu deriva la palabra soltero),
detestó siempre las reuniones. De hecho, vivió como un exiliado perpetuo, nunca
se mostró locuaz, jamás se casó ni tuvo una importante relación de pareja, no
procreó, él mismo fue unigénito y también el único miembro de su familia que
sobrevivió al Holocausto. De joven fue boxeador semi profesional, pero nunca
aceptó sparring; entrenaba con su propia sombra y un costal de arena.
Además, pese a haber escrito una de las obras hoy consideradas más importantes
del siglo XX, estuvo casi toda su vida confinado en una férrea soledad
intelectual, como un silencioso, diríase insignificante, profesor universitario.
Por algún motivo más
parecido a la circunspección innata que a la soberbia, Elias consideraba el
debate con sus colegas como un objetivo muy secundario que “distrae del
verdadero trabajo sociológico”. Asumir acríticamente las corrientes intelectuales
y las modas de la época le parecía una falta de carácter. La única vez en que
discutió por escrito con uno de sus contemporáneos fue durante el proceso de la
segunda edición de su obra maestra. Ahí criticó a Talcott Parsons, un sociólogo
muy exitoso cuyas ideas, ampliamente difundidas y aceptadas pero erróneas e
insuficientes según Elias, impedían que el modelo propuesto en El proceso de
la civilización fuera, después de 30 años de haberse publicado por primera
vez, adecuadamente estudiado. Con dicho modelo, Elias se esforzó en demostrar
que las diversas actividades humanas están imbricadas y, por lo tanto, el
acercamiento sociológico a ellas no debe desmembrarlas analíticamente, como lo
hacía Parsons. Aseguraba, por ejemplo, que los hábitos de etiqueta son
expresiones de las estructuras psicológicas y políticas y de las concepciones
éticas y filosóficas de una época. Explicó que hay una evidente relación entre
las estructuras individuales de la personalidad y las composiciones que
constituyen muchos individuos interdependientes, esto es, las estructuras
sociales.
El trabajo de Elias
consistió en estudiar esos dos ámbitos en periodos de larga duración. Con base
en observaciones históricas (desde la Edad Media en adelante), comprobó que las
estructuras de la personalidad sufren cambios orientados hacia un mayor
autocontrol individual de las emociones: vio que los modos de comportamiento se
rigen, cada vez más, por sentimientos de vergüenza, escrúpulos y diplomacia.
Asimismo, demostró que las composiciones sociales han evolucionado tanto en una
dirección de progresiva y masiva integración de los individuos dentro del
cuerpo del Estado, como en una simultánea diferenciación entre ellos debido a
los límites instaurados por la privatización de la vida cotidiana y a la
vigilancia ejercida por instituciones encargadas de mantener esos mismos
límites. El aporte que Elias hizo a la sociología histórica consistió en comprobar
que la evolución de las estructuras de la personalidad y de las composiciones
sociales están imbricadas y, juntas, conforman eso que en Occidente se puede
llamar “el proceso de la civilización”.
Aquí dos aclaraciones.
Primera: el término civilizado o civilización –del que Norbert Elias hace
un cuidadoso rastreo histórico en el primer capítulo de su libro– no se refiere
a un concepto de superioridad frente a aquello que podría considerarse
primitivo o retrasado. Es más bien un término que sirve para designar ciertas
formas de comportamiento que, en determinado momento de la modernidad
occidental, se tienen con respecto a la expresión de los afectos, el modo de
discutir con los otros, la manera de asimilar las experiencias, los usos
particulares de vestir, comer, cohabitar, desear. Con el término de
“civilización”, la sociedad occidental trata de caracterizar aquello que
expresa su peculiaridad y de lo que se siente orgullosa. Lo que se consideraba civilizado a principios del siglo XIX es
distinto que lo civilizado de hoy. El objetivo de Elias consistió en saber
cómo, en qué sentido y por qué ha llegado a ser así.
Segunda aclaración.
Cuando Elias utiliza la palabra evolución,
lo hace ajeno a connotaciones teleológicas, así como a la idea decimonónica de
un progreso automático o una necesidad mecánica de mejoramiento. Sin embargo,
afirma que sí hay ciertos cambios sociales cuya dirección va en un sentido
determinado, más allá de la valoración positiva o negativa que, a posteriori, se le pueda dar. Entonces
es factible hablar de evolución. Es el caso de las estructuras de la
personalidad y las composiciones sociales que él estudia. Para entenderlo,
decía Norbert, es necesario distinguir entre cambios que se refieren a la
estructura de una sociedad y cambios parciales que no afectan a tal estructura,
así como entre cambios estructurales sin una dirección determinada y cambios
estructurales que a lo largo de muchas generaciones mantienen, con sus ires y
venires, con sus movimientos progresivos y regresivos, una dirección cierta, ya
sea la del aumento o la disminución de la complejidad.
Tener en cuenta los diversos
tipos de cambios puede servir para entender mejor los acontecimientos de la
vida privada. Pienso en Volcán y su próxima partida a Austin. Se trata de un
cambio inequívocamente estructural que, conforme pase el tiempo, tomará dos
posibles direcciones: a) la distancia hará que nos echemos de menos y decidamos
estar juntos, trenzar proyectos que, llegado el momento, sufrirán cambios,
mutarán y se volverán más complejos; b) la complejidad de nuestra relación
disminuirá y, eventualmente, se disolverá en la entropía del universo.
Decirlo suena fácil, pero
a mí me produce vértigo.
* Post scriptum del día TAL: en el hospital, con mi madre y con la
vecina de cama descubrí los ritmos del dolor. No se trata de una sensación
continua, sino de pleamar y bajamar. El rimo, base para cualquier arte.