Lo que me atrae de Shei Shônagon, Jean
Cocteau, Gombrowicz y Kafka en sus facetas de escritores de diarios, es la
intención de dar cuenta del mundo y de la vida sin (tantos) filtros literarios.
Admiro la escritura como simple
herramienta para acercarse a la realidad y asirla, entenderla. Sobre todo
cuando lo consignado adquiere el tono seco y exacto de los cuadernos de
bitácora: anotar estrictamente lo visto, lo escuchado, y no agregar más.
Pienso que tal atracción es, más
que una preferencia estilística, una preocupación epistemológica: cómo
registrar, para no dejarlo ir, para asimilarlo y conocerlo, lo que sucede en la
vida.
Lo cual se
debe, supongo, a que una de las sensaciones más molestas y recurrentes en mi
existencia es la de sentir que la realidad se me escapa. No lograr, por las
noches, decir con exactitud qué fue lo que pasó en el día.
Pienso que en su más pura expresión, todo diario
íntimo debería aspirar a ser un inventario, minuta de lo acontecido, documento
para aclarar dudas respecto a lo pretérito. Sin embargo, no tengo temple de
escribiente judicial. Se me dificulta vivir y al mismo tiempo registrar los
hechos. Mi personalidad no es múltiple y carezco de la energía para mantener
una organizada burocracia interna.
Pienso que
en su más pura expresión, un diario íntimo debería ser un inventario. Algo
similar a las listas de Shônagon. Ahí se encuentra el primer paso de la escalera
que lleva al entendimiento de la realidad. Contar con la minuta de lo
acontecido para poder dar fe de ello. Antes que nada, etiquetar, dar nombre a
las cosas. Después vendrá la invención de la sintaxis, la construcción de un
discurso dador de sentido. Más o menos como sucede en el proceso de realización
de una reseña literaria: primero se debe subrayar, consignar que en ciertos
puntos hay cosas importantes, dignas de mención. Luego viene la revisión de los
escolios y subrayados, con base en los cuales se construirá el texto.
Nunca he
tenido la paciencia necesaria para llevar un diario, pero tampoco la incuria
para que tal descuido no se traduzca, fatalmente, en ansiedad devoradora. Como
un maniático, pienso que debería escribir, en este preciso momento, lo que pasa
frente a mí. Envidio a quienes sí lo hacen y, más aún, a quienes descubren
métodos nuevos para lograrlo.
En Conjunto vacío (Almadía, 2015), Verónica
Gerber Bicecci pone en la pluma de la narradora y protagonista de su libro
–escrito, por cierto, como un diario personal– dos métodos para registrar los
hechos de la vida cotidiana y las relaciones que se tejen entre ellos.
El primero es el de los diagramas
de Venn, esquemas usados en la teoría de conjuntos para representar, por medio
de líneas y figuras, los rasgos compartidos entre una colección de cosas
heterogéneas. En el caso de Conjunto
vacío –libro de literatura ilustrado–,
se representa a personajes de la trama con círculos rotulados con las
iniciales de sus nombres. A veces las figuras están separadas, otras juntas. En
ocasiones varios círculos se tocan en una circunstancia específica que indica
que todos ellos comparten algún sentimiento, obligación o padecimiento. Puede
ser que diversos círculos orbiten en torno a uno en particular, señalando con
ello una relación de gravitación moral.
Los diagramas de Venn son, más que
la prosa inmediata y frontal de los diarios personales, una forma sencilla,
gráfica e inteligente para consignar realidades desde una perspectiva cenital.
“A través de ellos se puede ver el mundo ´desde arriba´”, escribe Verónica
Gerber. Y visto así, “el mundo revela relaciones y funciones que no son del
todo evidentes”.
Comencé a
leer Conjunto vacío el 15 de octubre
de 2017, día en que mi madre se internó por segunda vez en oncología. Llevé el
libro conmigo y lo leí durante los ratos en que ella dormía. Poco después
dibujé, en el cuaderno que utilizo como irregular diario personal, mis propios
diagramas, gracias a los cuales pude ver, como en una vista panorámica, el
acomodo las personas a mi alrededor. Me conmovió darme cuenta de que un montón
de círculos disímiles intersectaban sus circunferencias en un círculo común: el
deseo de que mi mamá se alivie. Entendí, con un golpe de tinta, el mecanismo
del amor, la solidaridad de mi familia.
El segundo
método que en el libro de Gerber se utiliza para registrar la realidad, es el
de las llamadas hojas de observación. La protagonista ve, desde su casa y con
un telescopio, el exterior de la ciudad. Anota en la hoja los siguientes datos:
localización, fecha, contaminación lumínica en una escala del 1 al 10, objeto,
constelación (con referencia a qué se contempla el objeto), tamaño, hora local,
equipo con que se observa. Abajo hace un dibujo o esquema de lo observado y
escribe unos cuantos renglones de notas. En algún lugar del libro, menciona la
existencia de signos de puntuación para describir el estado del tiempo:
(.) precipitación alcanzando el
suelo
,
llovizna intermitente
,, llovizna continua
.
lluvia suave intermitente
:
lluvia moderada intermitente
;
lluvia y llovizna intermitentes
S polvo
esparcido en el aire
Y, si no recuerdo mal, también
habla de otro tipo de métodos para anotar las características del ambiente,
como la escala de Beaufort, que es una medida empírica de la intensidad del
viento, basada principalmente en el estado del mar, de sus olas y de las copas
de los árboles.
Ahora mismo (17:40 horas de este
miércoles de diciembre) me asomo al balcón de la casa de mi tía y observo los
eucaliptos sembrados en una de las jardineras del Viaducto Miguel Alemán. Me
parece que estamos en el número 4 de la escala de Beaufort, cuya denominación
es “Bonacible (brisa moderada)”, porque “se levanta polvo y papeles, se agitan
las copas de los árboles”. Lo cual quiere decir, según los parámetros
correspondientes, que el viento sopla de 20 a 28 km/h, y que si estuviera en el
océano vería “borreguillos numerosos, olas cada vez más largas”.
Imagino a un maniático obsesionado
con la idea de medirlo todo. Una persona armada permanentemente con
termómetros, barómetros, relojes, notificaciones que, en tiempo real, llegan a
su celular y le informan sobre la calidad del aire, los imperceptibles
movimientos telúricos. Alguien siempre ocupado en llenar hojas de observación y
en dibujar diagramas de Venn para identificar las relaciones de los sujetos que
lo rodean. Un obseso de las listas y los inventarios.
Si esa persona fuera escritor de
literatura, perpetraría libros exasperantes y, la verdad, yo no lo leería.
Porque es hora de confesarlo: aunque admire la escritura de los diarios donde
se intenta registrar sin filtros la realidad y los hechos, aunque yo mismo quiera
hacer en mis cuadernos un inventario verídico y serio de la realidad, siempre
me inclino hacia el lado de los discursos parciales, falaces, ficticios.
Siempre termino haciendo y leyendo literatura, aunque eso me mantenga en una
situación en la que el sentido del mundo, en su conjunto, se me escapa
dejándome en las manos unos cuantos jirones de relatos incompletos.
En el fondo siempre he sospechado
que los objetos de la realidad no son sustancias cuyas características,
inmutables, puedo consignar con transparencia, sino un entramado de situaciones
que determinado proceso interpretativo –determinado cuento– coloca en un
espacio ficcional inteligible. Desconfío incluso de la veracidad de las
relaciones expuestas en los diagramas de Venn. Sin embargo, jamás abandonaría
el relato del amor y la solidaridad familiar. Si pusiera en una balanza la
documentación de la vida y su transformación en novela, me quedaría con la
novela, aunque ésta contara una mentira.
Desde hace algún tiempo me he
clavado con una idea de Boris Groys. Según él, en el mundo del arte
contemporáneo la práctica artística ha dejado de entenderse como la producción
de obras. Ahora se concibe como la documentación de la vida del artista durante
la realización de procesos determinados (la escritura de una novela, la
planeación de una escultura…). “Cada vez con más frecuencia, somos confrontados
en los espacios de arte, no sólo con obras de arte sino con documentación de
arte”, dice Groys. Con frecuencia se presentan exposiciones donde no hay obras
artísticas, sino instructivos, cronogramas, bitácoras, fotografías o videos
donde se ve la vida de los artistas mientras realizan una obra que en el
espacio de la exposición se encuentra ausente. “La documentación de arte señala
así el uso de materiales artísticos en los espacios de arte en referencia a la
vida misma”. En el ámbito literario sucede igual. Hay muchos libros que son
descripciones de la vida del escritor que intenta redactarlos. Mac y su contratiempo tiene esa
estructura: los contratiempos, consignados en un diario íntimo, que padece Mac
a la hora de escribir la novela del ventrílocuo.
“La documentación de arte como
tal”, dice Groys, “sólo podría haber evolucionado bajo las condiciones de nuestra
era biopolítica, en la que la vida misma se ha vuelto el objeto de la
creatividad técnica y artística”. Para él, la biopolítica es el tránsito de una
concepción de la vida como evento elemental y primitivo o resultado del tiempo
que acaece indistintamente, a una concepción de la misma como actividad, como
suceso organizado y tiempo que puede ser formado de manera artificial.
La dicotomía es interesante.
¿Cuándo comenzó a concebirse la vida como actividad artificial, como algo
regulado y modificable? Aunque parezca que esto data de la época de los
recientes experimentos genéticos gracias a los cuales, en efecto, se puede
producir vida dentro de laboratorios, creo que la biopolítica inició mucho
antes. Quizá cuando los homínidos, tras abandonar su atemporal vida sobre los
árboles, descubrieron que, al ponerse de pie, podían observar con mejor
perspectiva lo que había en la sabana y decidieron internarse en ella, para lo
cual fue necesario establecer jornadas y roles, es decir, organizar el tiempo y
la vida de manera artificial, fuera de los circuitos del instinto ciego. A
partir de ese momento –o de otro igual de fundacional–, la existencia humana
fue producida y vivida de manera consciente, conforme a obligaciones,
jerarquías, reglamentos, tabúes, horarios, proyectos, finalidades o
construcciones sociales, o sea, conforme a narraciones inventadas.
Ningún ser humano –salvo los niños
muy pequeños o individuos con patologías específicas– vive una vida
absolutamente natural como la de las plantas. Todos existimos en función a un
proyecto artificial, ya sea la salvación religiosa, la acumulación de capital,
la sobrevivencia tribal, la realización de una obra artística, el amor de
familia, la iluminación, la batalla contra una enfermedad, la neurosis, el
orgullo, la depresión.
Por eso cuando dije que entre la
documentación de la vida y su transformación en novela prefería el segundo
inciso, estaba confundido. La vida, por sí misma, ya es una novela, y los
diarios o bitácoras que la gente escribe no son más que el registro de su
realización, los planos heredados al futuro para que alguien más levante su
propia trama.
Una literatura hecha sólo de hojas de observación e
inventarios de objetos encontrados en circunstancias determinadas, ¿seguiría
siendo literatura?
*
Pierre Herrera, Olivia Teroba, Canek Zapata, Sabina
Orozco, Carmen Amat, David Martínez, Andrea Muriel, Ana Emilia Felker y yo
conformamos un grupo de amigos autodenominado Deriva Tropical. Una de nuestras
primeras actividades como colectivo fue un paseo al Gran Canal del Desagüe del
Valle de México, llevado a cabo el 12 de junio de 2016. Con el propósito de que
más gente nos acompañara, escribimos la siguiente invitación (evidente homenaje
a la que, el 14 de abril de 1921, el grupo dada publicó con objeto de su
excursión a Saint-Julien le Pauvre, uno de los lugares más anodinos y menos
turísticos de París) y la publicamos en facebook:
Los
tropicalistas, queriendo subsanar la incompetencia de las campañas de turismo,
decidimos emprender una serie de excursiones a las entrañas ocultas de la urbe.
Hartos de ver una y otra vez el fálico Ángel de la Independencia, el
Palacio-Mausoleo de Bellas Artes y las vetustas piedras del Centro Histórico,
queremos saciar nuestra sed de escenarios nuevos con una refrescante visita al
Gran Canal del Desagüe. Colosal monumento al caño, memorial inmarcesible de
nuestros desechos, espacio donde las gigantescas tuberías se vuelven esculturas
abstractas y donde los perros callejeros han levantado ya la piedra inaugural
de su futuro reino, el Gran Canal será el primer destino de las derivas
tropicalistas. Conozcamos a fondo la realidad y derivemos, bajo el tórrido sol
de mayo, por uno de los lugares más perfumados de la ciudad.
La
convocatoria resultó exitosa y acudimos aproximadamente treinta personas.
Caminamos por el Canal, tomamos fotografías, recolectamos objetos y, al final,
dije un discurso improvisado sobre el tema de la mierda. Cuando la deriva se
dio por terminada, pedí quedarme con los objetos que cada uno había recolectado
para escribir el inventario. Desde entonces pensé que sería una buena forma de
cerrar un libro de ensayos.