martes, 14 de agosto de 2018

El agua y las matanzas


Tenochtitlán, fundada sobre un islote ubicado en un lago salobre, necesitó infraestructuras que, por un lado, mantuvieran a raya las inundaciones, y por el otro, abastecieran de líquido potable a los habitantes. En la década de 1460, Nezahualcóyotl diseñó dos obras indispensables. Una barrera dentro del lago para evitar que las crecidas sumergieran a la ciudad, y un acueducto de piedra que transportaba agua limpia desde Chapultepec.
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En 1498, el tlatoani mexica Ahuizótl, al ver que su ciudad crecía, decidió construir otro acueducto, ahora para trasvasar el agua de los pueblos ribereños de Coyoacán y Churubusco. Sin embargo, se encontró con la oposición de Tzotzoma, señor de esos territorios, quien organizó a los pobladores para defender sus recursos. Ahuizótl, que en muchos sentidos se parecía a Gustavo Díaz Ordaz, no dudó en enviar a sus guerreros para aplastar el movimiento de resistencia. Aquello fue una masacre. Poco después los arquitectos de Ahuizótl terminaron el acueducto y Tenochtitlán contó, una vez más, con agua suficiente. Sin embargo, un día de 1502, como por acto de magia, el caudal de los manantiales de Churubusco multiplicó su potencia y provocó una de las más grandes inundaciones de la capital mexica. Se cumplía así uno de los presagios de Tzotzoma, quien antes de morir asesinado había previsto grandes calamidades para el imperio. Ahuizótl murió ese año, víctima de un golpe que se dio en la cabeza al tratar de resguardarse en tal inundación.
            El acueducto tuvo que ser destruido.  
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En 1520, los conquistadores españoles se encontraban ya en Tenochtitlán, alojados por el emperador Moctezuma II. La guerra aún no había comenzado. De pronto, a Hernán Cortés se le informó que su enemigo Pánfilo de Narváez, en Veracruz, lo buscaba para arrestarlo o asesinarlo. Cortés preparó un pequeño ejército para ir a combatirlo y dejó en Tenochtitlán a Pero de Alvarado y sus hombres.
            La noche del 20 de mayo de ese año, los aristócratas mexicas celebraron en el Templo Mayor un homenaje a sus dioses Tezcatlipoca y Huitzilopochtli. Entonces Pedro de Alvarado, argumentando una amenaza de asesinato, orquestó una matanza contra los celebrantes. Como los mexicas se hallaban desarmados, la masacre fue brutal.
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El 26 de mayo de 1521, Hernán Cortés ordenó a los capitanes Cristóbal de Olid y Pedro de Alvarado romper el acueducto de Chapultepec que Nezahualcóyotl había construido. La intención era cortar el suministro de agua potable de Tenochtitlán y de esa manera rendir a la ciudad para apoderarse del territorio.
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La capital de la Nueva España, sitio donde se concentraron las riquezas del virreinato antes de ser trasladadas a la metrópoli. Cabeza de la economía colonial, centro financiero de tezontle y argamasa sobre una ciudad azteca destruida. Y alrededor, los lagos siempre dispuestos a recuperar su espacio. Desde comienzos del siglo XVII, se consideró más barato emprender las descomunales obras de desagüe de la Cuenca de México que trasladar la ciudad, con su creciente aspecto palaciego, a un lugar más apacible. Cada minuto que pasaba se volvía menos reversible lo decidido. Aquí las inundaciones, por más catastróficas que sean, nunca han disuadido.

El caddie de Díaz Ordaz (1968)


Cuando Gustavo Díaz Ordaz asumió la presidencia, buscó rodearse de funcionarios obedientes. Era una persona rígida y desconfiada que necesitaba gente incondicional para sentirse seguro. Por eso nombró a Luis Echeverría secretario de gobernación. En la figura de ese hombre delgado, circunspecto y de postura corporal siempre recta que parecía además concentrar todos los rasgos de su personalidad en el ejercicio casi religioso de la eficacia y la obediencia, Díaz Ordaz creyó encontrar la mano derecha que necesitaba. Echeverría, como un robot, se esforzó en cumplir todo lo que el presidente le ordenara. Trabajaba más de lo esperado y, al observar en su jefe una irascible intolerancia contra las manifestaciones de protesta social (el movimiento de los médicos de 1964-65 fue ejemplo de ello), encontró en la facilitación burocrática del pretorianismo una forma de granjearse aún más la confianza del dirigente del país, con miras secretas a convertirse en su sucesor. Si a Díaz Ordaz le gustaba propinar garrotazos, Echeverría sería algo así como su caddie en el campo de golf: le tendría lista la bolsa de palos al presidente.
            El 22 julio de 1968, el movimiento estudiantil comenzó debido a un incidente ínfimo y más bien grosero (una pelea callejera entre alumnos de distintas escuelas) que devino en brutal golpiza por parte de la policía del Distrito Federal. El 26 de ese mes, los estudiantes protestaron con una marcha pacífica en la que exigían, entre otras cosas, la destitución de los altos mandos de la policía y la libertad de sus compañero presos. Díaz Ordaz se encontraba en una gira de trabajo en la costa del Pacífico mexicano y recibió una llamada en la que el secretario de gobernación, con voz indignada y servil, le describía los hechos como una amenaza para la seguridad nacional. La orden que dictó el presidente fue que alistaran la represión. Echeverría, en respuesta, se mostró particularmente solícito con los preparativos: propuso ataques, fuerzas del orden disponibles, fechas y lugares.
Así fue como el 30 de julio el Ejército ocupó las preparatorias 1 y 3 de la UNAM. Ese día los soldados derribaron la puerta del Antiguo Colegio de San Ildefonso con el disparo de una bazuka. El gobierno, como un padre autoritario y confiado en el efecto pavloviano que debería causar el chicotazo de su cinturón, esperaba el apaciguamiento arrepentido de los estudiantes. Pero la respuesta fue contraria. Los jóvenes, apoyados por personalidades como el rector de la UNAM Javier Barros Sierra y un grupo notable de profesores e intelectuales como Heberto Castillo y José Revueltas, formaron un movimiento que se opuso a los actos del gobierno pero al mismo tiempo accionó con peticiones y aspiraciones democráticas. Pedían un dialogo público con el presidente de la república y la derogación del artículo 145 bis del Código Penal Federal, que criminalizaba la organización ciudadana bajo el término de “disolución social”. Siguiendo ese programa, el Consejo Nacional de Huelga, conformado por estudiantes de muchas universidades del país, protagonizó mítines, plantones y manifestaciones durante los meses de agosto y septiembre de 1968. El gobierno contestó con tanques de guerra desalojando a estudiantes del Zócalo, con el Ejército allanando campus universitarios y con operaciones paramilitares.
            Mientras tanto, en la soledad de su despacho de Palacio Nacional, Díaz Ordaz, paranoico, se convencía de que el movimiento estudiantil era patrocinado por fuerzas socialistas internacionales que planeaban una invasión al país. Echeverría, por su parte, continuaba actuando: con gestos ensayados previamente en el espejo, poniendo en práctica las técnicas histriónicas que le enseñara su hermano mayor Rodolfo Landa cuando eran adolescentes, fingía, ante Díaz Ordaz, estar igual de preocupado y paranoico. Así fue como, durante noches eléctricas, apoyados por Marcelino García Barragán, entonces secretario de la Defensa Nacional, urdieron la Operación Galeana, cuya misión fue destruir el conflicto estudiantil el 2 de octubre, antes de que se inauguraran los Juegos Olímpicos. Por supuesto, Echeverría encontró la manera de añadir secretamente en el asunto algunos ingredientes propios. Contratar al cineasta Servando González para que grabara la Operación fue uno de ellos.

Registrar la realidad


Lo que me atrae de Shei Shônagon, Jean Cocteau, Gombrowicz y Kafka en sus facetas de escritores de diarios, es la intención de dar cuenta del mundo y de la vida sin (tantos) filtros literarios.
Admiro la escritura como simple herramienta para acercarse a la realidad y asirla, entenderla. Sobre todo cuando lo consignado adquiere el tono seco y exacto de los cuadernos de bitácora: anotar estrictamente lo visto, lo escuchado, y no agregar más.
Pienso que tal atracción es, más que una preferencia estilística, una preocupación epistemológica: cómo registrar, para no dejarlo ir, para asimilarlo y conocerlo, lo que sucede en la vida.
     Lo cual se debe, supongo, a que una de las sensaciones más molestas y recurrentes en mi existencia es la de sentir que la realidad se me escapa. No lograr, por las noches, decir con exactitud qué fue lo que pasó en el día.
Pienso que en su más pura expresión, todo diario íntimo debería aspirar a ser un inventario, minuta de lo acontecido, documento para aclarar dudas respecto a lo pretérito. Sin embargo, no tengo temple de escribiente judicial. Se me dificulta vivir y al mismo tiempo registrar los hechos. Mi personalidad no es múltiple y carezco de la energía para mantener una organizada burocracia interna.  
     Pienso que en su más pura expresión, un diario íntimo debería ser un inventario. Algo similar a las listas de Shônagon. Ahí se encuentra el primer paso de la escalera que lleva al entendimiento de la realidad. Contar con la minuta de lo acontecido para poder dar fe de ello. Antes que nada, etiquetar, dar nombre a las cosas. Después vendrá la invención de la sintaxis, la construcción de un discurso dador de sentido. Más o menos como sucede en el proceso de realización de una reseña literaria: primero se debe subrayar, consignar que en ciertos puntos hay cosas importantes, dignas de mención. Luego viene la revisión de los escolios y subrayados, con base en los cuales se construirá el texto. 
     Nunca he tenido la paciencia necesaria para llevar un diario, pero tampoco la incuria para que tal descuido no se traduzca, fatalmente, en ansiedad devoradora. Como un maniático, pienso que debería escribir, en este preciso momento, lo que pasa frente a mí. Envidio a quienes sí lo hacen y, más aún, a quienes descubren métodos nuevos para lograrlo.
     En Conjunto vacío (Almadía, 2015), Verónica Gerber Bicecci pone en la pluma de la narradora y protagonista de su libro –escrito, por cierto, como un diario personal– dos métodos para registrar los hechos de la vida cotidiana y las relaciones que se tejen entre ellos.
El primero es el de los diagramas de Venn, esquemas usados en la teoría de conjuntos para representar, por medio de líneas y figuras, los rasgos compartidos entre una colección de cosas heterogéneas. En el caso de Conjunto vacío –libro de literatura ilustrado–, se representa a personajes de la trama con círculos rotulados con las iniciales de sus nombres. A veces las figuras están separadas, otras juntas. En ocasiones varios círculos se tocan en una circunstancia específica que indica que todos ellos comparten algún sentimiento, obligación o padecimiento. Puede ser que diversos círculos orbiten en torno a uno en particular, señalando con ello una relación de gravitación moral.
Los diagramas de Venn son, más que la prosa inmediata y frontal de los diarios personales, una forma sencilla, gráfica e inteligente para consignar realidades desde una perspectiva cenital. “A través de ellos se puede ver el mundo ´desde arriba´”, escribe Verónica Gerber. Y visto así, “el mundo revela relaciones y funciones que no son del todo evidentes”.
     Comencé a leer Conjunto vacío el 15 de octubre de 2017, día en que mi madre se internó por segunda vez en oncología. Llevé el libro conmigo y lo leí durante los ratos en que ella dormía. Poco después dibujé, en el cuaderno que utilizo como irregular diario personal, mis propios diagramas, gracias a los cuales pude ver, como en una vista panorámica, el acomodo las personas a mi alrededor. Me conmovió darme cuenta de que un montón de círculos disímiles intersectaban sus circunferencias en un círculo común: el deseo de que mi mamá se alivie. Entendí, con un golpe de tinta, el mecanismo del amor, la solidaridad de mi familia.
     El segundo método que en el libro de Gerber se utiliza para registrar la realidad, es el de las llamadas hojas de observación. La protagonista ve, desde su casa y con un telescopio, el exterior de la ciudad. Anota en la hoja los siguientes datos: localización, fecha, contaminación lumínica en una escala del 1 al 10, objeto, constelación (con referencia a qué se contempla el objeto), tamaño, hora local, equipo con que se observa. Abajo hace un dibujo o esquema de lo observado y escribe unos cuantos renglones de notas. En algún lugar del libro, menciona la existencia de signos de puntuación para describir el estado del tiempo:
    
(.) precipitación alcanzando el suelo
      ,  llovizna intermitente
     ,,  llovizna continua
      .  lluvia suave intermitente
      :  lluvia moderada intermitente
      ;  lluvia y llovizna intermitentes
      S  polvo esparcido en el aire

Y, si no recuerdo mal, también habla de otro tipo de métodos para anotar las características del ambiente, como la escala de Beaufort, que es una medida empírica de la intensidad del viento, basada principalmente en el estado del mar, de sus olas y de las copas de los árboles.
Ahora mismo (17:40 horas de este miércoles de diciembre) me asomo al balcón de la casa de mi tía y observo los eucaliptos sembrados en una de las jardineras del Viaducto Miguel Alemán. Me parece que estamos en el número 4 de la escala de Beaufort, cuya denominación es “Bonacible (brisa moderada)”, porque “se levanta polvo y papeles, se agitan las copas de los árboles”. Lo cual quiere decir, según los parámetros correspondientes, que el viento sopla de 20 a 28 km/h, y que si estuviera en el océano vería “borreguillos numerosos, olas cada vez más largas”.
Imagino a un maniático obsesionado con la idea de medirlo todo. Una persona armada permanentemente con termómetros, barómetros, relojes, notificaciones que, en tiempo real, llegan a su celular y le informan sobre la calidad del aire, los imperceptibles movimientos telúricos. Alguien siempre ocupado en llenar hojas de observación y en dibujar diagramas de Venn para identificar las relaciones de los sujetos que lo rodean. Un obseso de las listas y los inventarios.
Si esa persona fuera escritor de literatura, perpetraría libros exasperantes y, la verdad, yo no lo leería. Porque es hora de confesarlo: aunque admire la escritura de los diarios donde se intenta registrar sin filtros la realidad y los hechos, aunque yo mismo quiera hacer en mis cuadernos un inventario verídico y serio de la realidad, siempre me inclino hacia el lado de los discursos parciales, falaces, ficticios. Siempre termino haciendo y leyendo literatura, aunque eso me mantenga en una situación en la que el sentido del mundo, en su conjunto, se me escapa dejándome en las manos unos cuantos jirones de relatos incompletos.
En el fondo siempre he sospechado que los objetos de la realidad no son sustancias cuyas características, inmutables, puedo consignar con transparencia, sino un entramado de situaciones que determinado proceso interpretativo –determinado cuento– coloca en un espacio ficcional inteligible. Desconfío incluso de la veracidad de las relaciones expuestas en los diagramas de Venn. Sin embargo, jamás abandonaría el relato del amor y la solidaridad familiar. Si pusiera en una balanza la documentación de la vida y su transformación en novela, me quedaría con la novela, aunque ésta contara una mentira.  
Desde hace algún tiempo me he clavado con una idea de Boris Groys. Según él, en el mundo del arte contemporáneo la práctica artística ha dejado de entenderse como la producción de obras. Ahora se concibe como la documentación de la vida del artista durante la realización de procesos determinados (la escritura de una novela, la planeación de una escultura…). “Cada vez con más frecuencia, somos confrontados en los espacios de arte, no sólo con obras de arte sino con documentación de arte”, dice Groys. Con frecuencia se presentan exposiciones donde no hay obras artísticas, sino instructivos, cronogramas, bitácoras, fotografías o videos donde se ve la vida de los artistas mientras realizan una obra que en el espacio de la exposición se encuentra ausente. “La documentación de arte señala así el uso de materiales artísticos en los espacios de arte en referencia a la vida misma”. En el ámbito literario sucede igual. Hay muchos libros que son descripciones de la vida del escritor que intenta redactarlos. Mac y su contratiempo tiene esa estructura: los contratiempos, consignados en un diario íntimo, que padece Mac a la hora de escribir la novela del ventrílocuo.
“La documentación de arte como tal”, dice Groys, “sólo podría haber evolucionado bajo las condiciones de nuestra era biopolítica, en la que la vida misma se ha vuelto el objeto de la creatividad técnica y artística”. Para él, la biopolítica es el tránsito de una concepción de la vida como evento elemental y primitivo o resultado del tiempo que acaece indistintamente, a una concepción de la misma como actividad, como suceso organizado y tiempo que puede ser formado de manera artificial.
La dicotomía es interesante. ¿Cuándo comenzó a concebirse la vida como actividad artificial, como algo regulado y modificable? Aunque parezca que esto data de la época de los recientes experimentos genéticos gracias a los cuales, en efecto, se puede producir vida dentro de laboratorios, creo que la biopolítica inició mucho antes. Quizá cuando los homínidos, tras abandonar su atemporal vida sobre los árboles, descubrieron que, al ponerse de pie, podían observar con mejor perspectiva lo que había en la sabana y decidieron internarse en ella, para lo cual fue necesario establecer jornadas y roles, es decir, organizar el tiempo y la vida de manera artificial, fuera de los circuitos del instinto ciego. A partir de ese momento –o de otro igual de fundacional–, la existencia humana fue producida y vivida de manera consciente, conforme a obligaciones, jerarquías, reglamentos, tabúes, horarios, proyectos, finalidades o construcciones sociales, o sea, conforme a narraciones inventadas.
Ningún ser humano –salvo los niños muy pequeños o individuos con patologías específicas– vive una vida absolutamente natural como la de las plantas. Todos existimos en función a un proyecto artificial, ya sea la salvación religiosa, la acumulación de capital, la sobrevivencia tribal, la realización de una obra artística, el amor de familia, la iluminación, la batalla contra una enfermedad, la neurosis, el orgullo, la depresión.
Por eso cuando dije que entre la documentación de la vida y su transformación en novela prefería el segundo inciso, estaba confundido. La vida, por sí misma, ya es una novela, y los diarios o bitácoras que la gente escribe no son más que el registro de su realización, los planos heredados al futuro para que alguien más levante su propia trama.
 

Una literatura hecha sólo de hojas de observación e inventarios de objetos encontrados en circunstancias determinadas, ¿seguiría siendo literatura?

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Pierre Herrera, Olivia Teroba, Canek Zapata, Sabina Orozco, Carmen Amat, David Martínez, Andrea Muriel, Ana Emilia Felker y yo conformamos un grupo de amigos autodenominado Deriva Tropical. Una de nuestras primeras actividades como colectivo fue un paseo al Gran Canal del Desagüe del Valle de México, llevado a cabo el 12 de junio de 2016. Con el propósito de que más gente nos acompañara, escribimos la siguiente invitación (evidente homenaje a la que, el 14 de abril de 1921, el grupo dada publicó con objeto de su excursión a Saint-Julien le Pauvre, uno de los lugares más anodinos y menos turísticos de París) y la publicamos en facebook:

Los tropicalistas, queriendo subsanar la incompetencia de las campañas de turismo, decidimos emprender una serie de excursiones a las entrañas ocultas de la urbe. Hartos de ver una y otra vez el fálico Ángel de la Independencia, el Palacio-Mausoleo de Bellas Artes y las vetustas piedras del Centro Histórico, queremos saciar nuestra sed de escenarios nuevos con una refrescante visita al Gran Canal del Desagüe. Colosal monumento al caño, memorial inmarcesible de nuestros desechos, espacio donde las gigantescas tuberías se vuelven esculturas abstractas y donde los perros callejeros han levantado ya la piedra inaugural de su futuro reino, el Gran Canal será el primer destino de las derivas tropicalistas. Conozcamos a fondo la realidad y derivemos, bajo el tórrido sol de mayo, por uno de los lugares más perfumados de la ciudad.

     La convocatoria resultó exitosa y acudimos aproximadamente treinta personas. Caminamos por el Canal, tomamos fotografías, recolectamos objetos y, al final, dije un discurso improvisado sobre el tema de la mierda. Cuando la deriva se dio por terminada, pedí quedarme con los objetos que cada uno había recolectado para escribir el inventario. Desde entonces pensé que sería una buena forma de cerrar un libro de ensayos.