viernes, 13 de junio de 2014

La escritura es una actividad corporal. Entrevista con Luigi Amara

(Publicado en  FRONTAL. Gaceta digital de crítica literaria)

Por Gabriela Espejo Pinzón y Diego Rodríguez Landeros

En cierta hostería extravagante del centro del Distrito Federal tuvo lugar esta entrevista entre un barbudo y dos lampiños. Luigi Amara (Ciudad de México, 1971), poeta, ensayista, paseante y hombre prolífico en materia pilosa es también un filósofo y apasionado defensor del valor de la experiencia como fuente de conocimiento. Autor de doce libros que se mueven entre la poesía, el ensayo, el aforismo y la literatura infantil, ha sido también, durante algún tiempo, un interlocutor para nosotros (los lampiños) en los talleres de escritura creativa que imparte en la Universidad del Claustro de Sor Juana, por lo que la entrevista que podrá usted leer a continuación no es una sesión de preguntas y respuestas que intercambian dos o tres desconocidos, sino la continuación, un tanto acartonada, de encuentros pasados verdaderamente polémicos; un breve diálogo que circunda y acecha el tema del ensayo y la actitud ensayística frente a la vida y la escritura.



Luigi, hemos estado investigando y algunos dicen que un día saliste del Instituto de Investigaciones Filosóficas por un refresco y jamás volviste, ¿consideras que esto es un acto de disidencia en el sentido estricto de la palabra, es decir, de abandonar la silla? Cuando empezaste a escribir literatura, ¿renegaste de la filosofía?
Bueno, al menos de la filosofía tal como es entendida en el Instituto de filosofía y en la academia. Creo que por lo menos es una disidencia personal, ya que hubo que tomar una decisión. Lo curioso es que el Instituto de filosofía de la UNAM, según yo, es un semillero de ensayistas: de ahí salieron Hugo Hiriart, Ignacio Helguera y otros. Esto se debe a que de algún modo ahí restringen tanto la esfera de lo filosófico, lo vuelven todo tan rígido y tan obsesionado con un rigor bastante fantasmal, que uno termina huyendo hacia el lado opuesto –que sería el ensayo– para seguir en lo mismo, pero de otra manera.
Notamos que tú distingues dos estilos de pensamiento, uno sedente y otro derivante. Nos llama la atención que ambos términos constituyen metáforas con un fuerte acento corporal. Por otra parte, en tu último libro encontramos, en un esténcil, la siguiente frase: «Aun el viaje mental ha de estragar los músculos», ¿qué nos puedes decir de lo que representa para ti la relación entre el cuerpo, el pensamiento y la escritura?
Creo que, en última instancia, la escritura es una actividad corporal. Yo diría que hay algo así como una condición física del escritor y que uno mismo nota si está escribiendo con cierto ritmo, porque sus músculos (no sólo los de los dedos, sino también los músculos mentales) tienen una tonalidad. Eso tiene que ver con que la división entre mente y cuerpo es totalmente ilusoria, ficticia. Creo que el placer de escribir es un placer corporal: tú sientes en tus dedos, en tu cuerpo lo que está pasando, que hay cierto avance, que estás llegando a algo, que estás tocando algo. Por otro lado, buena parte de mi escritura ha sucedido caminando. Yo no disociaría muchas actividades como la caminata o, no sé, el baile de la escritura: estás escribiendo por otros medios y, en todo caso, luego eso lo vas a traducir al  papel, quién sabe de qué manera, pero ahí va a quedar.
En tus últimos libros, en especial, A pie, Cuaderno flotante e incluso La escuela del aburrimiento, encontramos un cambio importante en la disposición de los textos: colocas más imágenes, insertas «Otro libro vaquero», en A pie simulas un caminata… ¿esto responde a una intención de hacer manifiesta y material (dentro del objeto libro) la relación entre lo corporal y el pensamiento?
Yo pienso la exploración con imágenes como otra forma de escritura; se puede escribir de muchas maneras y una es con imágenes: se puede contar cosas, se puede producir una narrativa, incluso una reflexión, a través de ellas, y ésa es la búsqueda, en primer lugar. Además creo que en el caso de A pie para mí es natural salir a caminar y tomar fotos. La conciencia estética de la urbe, de lo que está ahí siempre en las calles forma parte de mi horizonte de búsquedas, por lo que me parece artificial dejarlo de lado sólo porque se trata de un libro literario. Simplemente esto se integra porque es parte de todo el conjunto de prácticas que están detrás de la escritura.
En el último ensayo de tu libro El peatón inmóvil, a propósito de un aforismo de Wittgenstein, mencionas que tendemos a abordar los problemas filosóficos como algo que no «nos atañe íntimamente», como «pretextos para la gimnasia cerebral». Llegas a la conclusión de que quizá es mejor encarnar esos problemas, es decir, llevar nuestras preguntas al terreno de la experiencia, ¿es esto lo que te llevó a practicar el ensayo, por su carácter tentativo y experimental, como género predilecto?
Sí, esta pregunta se relaciona con la primera. Parte de la filosofía universitaria tenía que ver con que podías pensar problemas simplemente como una especie de gimnasia; podías enfrascarte en discusiones escolásticas que no te incumben o en las que no encuentras la menor relación con tu vida personal o con tu realidad inmediata, con tu entorno, con las cosas que le preocupan a tu comunidad… O sea, no encuentras la menor relación, pero estás ahí enfrascado y crees además que es lo más importante. Devanarse los sesos en seguir ese tipo de discusiones me pareció, de algún modo, un tanto estéril.
Eso no quiere decir que los temas de los que se ocupan los ensayos sean muy trascendentes para todos, pero, de algún modo, sí tienen que ver con cosas que te incumben, cuando menos con tu vida cotidiana. La implicación personal no sólo le da cierto trasfondo a la escritura, sino que también le hace justicia a tu mundo, al mundo en el que te desenvuelves, y en esa medida creo que el ensayo permite acercarse a temas y asuntos que en la jerarquía filosófica fueron desdeñados, abolidos, ninguneados, incluso tachados de no pensables. Está el célebre pasaje de Parménides de Platón, donde se habla de las cosas que no pueden ser pensadas, las cuales son… ¡las cosas de todos los días! Entonces justo lo que hace el ensayo es atreverse a pensar aquello de lo que, desde la potestad académica, se dice: «no, ahí no hay que meterse porque no es serio». Ese vuelco que permite el ensayo fue lo que me cautivó porque combina ambas cosas: el vínculo personal y la idea de hacerle justicia a tu entorno.

¿Qué nos puedes contar de la importancia de lo cotidiano y de la necesidad de ensuciarse para llegar a ello, de prestar atención a la basura, a los mocos, al polvo y a las moscas?
No sé si sea importante o no. Lo que veo es que hay una contratradición o una tradición zurda de la historia de la literatura, de la filosofía y del pensamiento en general que consiste en descreer de la jerarquía de lo importante. Ciertos recalcitrantes, ciertos espíritus críticos, han tomado distancia frente a eso y han buscado lo que hay en los márgenes, en las grietas, en los residuos de lo que se considera significativo. Luciano de Samosata y Montaigne, por ejemplo, se han ocupado del elogio de la mosca y de cosas así como una vía de desmontar esa jerarquía. Creo que en eso radica la importancia: en una especie de cuestionamiento. En parte ese ha sido el impulso que yo he sentido.
Una manera de hacer esta crítica es usando las mismas técnicas, las mismas cosas valoradas por la tradición que hace esa jerarquía. Cuando Luciano usa el diálogo, que es el género típico de Platón, para meter humor, para hablar de cosas completamente banales y hacer que de algún modo se vuelvan extraordinarias, es decir, para crear un contraste entre lo alto y lo bajo, entre lo importante y lo insignificante, sabe que la filosofía está ofendida.
A mí esa contratradición siempre me ha parecido afín en la medida en que no es que quiera vestir pulgas porque sí. Ya una vez el crítico Christopher Domínguez me decía que ese tipo de literatura, el tipo de ensayo que yo hago, es como vestir pulgas: estar muy atento a las minucias y rehuir a las preguntas importantes. Lo que yo pensaba es que no era rehuir a esas preguntas importantes, sino simplemente es cuestionar que esosea lo importante. Creo que uno no dice: «vamos a ocuparnos de la minucia, vamos a vestir pulgas porque aquí hay una veta». Esa puede ser una razón, pero lo central es preguntarse quién ha dicho qué es lo importante, qué es (redundando en el tema del aburrimiento)  lo aburrido y qué es lo divertido. Si aceptas de antemano que hay una jerarquía que te dice «esto lo divertido y esto es lo aburrido», estás condenado a seguir unas prácticas y un patrón de vida que se ajusta a esa jerarquía. En cambio, a mí me han interesado siempre los autores que están poniendo en jaque la jerarquía misma. Y una manera es fijándose en lo que esa jerarquía considera deleznable, trivial, sin sentido.
Sospechamos que hay algo de riesgo en el hecho de colocar la experiencia como eje de la escritura. En tu ensayo «Para una arqueología de los desperdicios» y también en La escuela del aburrimiento, independientemente de si las anécdotas son estrictamente verdaderas, notamos que llevas la experiencia a un nivel insospechado, que la obsesión te hace apilar basura o que te lleva a pasarte no sé cuántos días encerrado en tu cuarto de una forma un poco peligrosa hasta para tu salud mental, ¿qué opinas de esto?
Bueno, yo creo que la salud mental está en peligro de cualquier manera. Efectivamente hay una idea de experimentación con los asuntos que a uno le interesan más allá de la página, una experimentación no sólo formal. Más que algo peligroso, encuentro esto como algo que le da todo su interés a la escritura. Si los temas que uno aborda fueran asuntos que uno no tiene la intensión de atravesar, por lo menos, mentalmente,  no vería por qué, desde el otro lado de la página, el lector tendría interés por leer a alguien que no tuvo el atrevimiento de haberlos cruzado.
Yo siempre he admirado a los escritores que están tan de lleno en un problema, que lo viven. El experimento de Thoreau me parece el ejemplo máximo de este tipo de congruencia en la que no sólo pones en juego las ideas, sino que las pones a vivir para ver qué pasa. Claro, también puede haber un tanto de ficción y de impostura, sobre todo a la hora de cómo relatas lo que pasó, pero en última instancia la idea de probar (muy montaigneana), de ensayar esos problemas no sólo mentalmente, sino en la vida, está ahí y hace que la escritura se cargue de otras fuerzas o incluso de una trama oculta.
Si sólo se trata de un plano meramente discursivo, el texto puede tener cierta lisura, cierta textura artificial. En cambio, si la escritura tiene el trasfondo vital allá abajo, se vuelve mucho más atractiva en el sentido de que hay un desnudamiento del propio autor, una confesión de por medio que, aunque no sea trascendente, ni muy grave, la hace más interesante y más rica en todos los sentidos.
¿Consideras que las anécdotas del ensayista deben ser siempre estrictamente verdaderas?
No, claro que no. Hay muchas maneras de que entre la vida en un ensayo: una de ésas es por medio de algo totalmente inventado, pero incluso lo vivido va a entrar en forma de ficción, porque esa articulación o ese darle forma a lo que sucedió (cómo lo cuentas, qué decides poner, cómo comienzas) es ya una forma de ficción. Aun el que quisiera atenerse a lo que estrictamente pasó está condenado a hacer literatura. Yo creo que en todo caso lo importante no es eso, sino hasta qué punto logras que tu investigación o tus búsquedas tengan un nervio vivo, un nervio real que te apasione. De otro modo hay el riesgo de caer en lo hueco, en el mero divertimento o ejercicio de estilo.
A mí jamás se me ocurriría, por ejemplo, ir a hacer una investigación documental para saber si lo que dice De Quincey en sus ensayos sobre el opio realmente pasó. Entiendo que la verdad o falsedad es secundaria cuando se contrasta con la honestidad de su proyecto a la hora de enfrentarse a una adicción como la que tuvo. En todo caso cómo eso se traduce en páginas, en literatura, en reflexiones, es lo importante. Si no sucedió, pero dio ese libro, el escritor está salvado.
Después de haber leído Los disidentes del universo, en el que abordas la vida de sujetos raros, y en el que es recurrente la idea de darle la espalda al mundo (visible desde el epígrafe), da la impresión de que en La escuela del aburrimiento tú mismo te convertiste en otro de esos disidentes cuando, con un portazo suave, te encierras en tu habitación para entregarte al aburrimiento. Vemos en esto un gesto un tanto rebelde que se suma a las reminiscencias de los situacionistas y del movimiento punk… Hemos discutido si en tus libros hay un carácter contestatario o más bien cínico, en el sentido de que el primero hace una crítica al mundo con base en alguna convicción, mientras que el segundo la efectúa gracias a que es primordialmente escéptico, ¿cuál de los dos consideras que eres?
Lo que pasa es que el cínico clásico, el cínico griego, era contestatario. Yo no me consideraría cínico ni en la acepción de alguien que se desentiende, ni en la acepción clásica, porque el cínico tiene muy presente la idea de provocación. Si Diógenes se masturbaba en la plaza pública era porque quería escandalizar, y mi temperamento es más tímido, no soy propenso a ese tipo de efusiones.
Más que contestatario, más que cínico, lo que diría es que en mi escritura hay una intención de dar un paso al margen, un impulso excéntrico para salirte de lo acostumbrado y, de ese modo, poner en perspectiva las cosas. Pero digamos que La Causa ya se sabe perdida, entonces también tengo algo de desaliento. El contestatario todavía cree un poco;  mi caso, por el contrario, ya está más bien matizado por el escepticismo, si no es que por el desencanto, aunque eso no me quita la necesidad de formular todavía una crítica o, por lo menos, señalar una perspectiva marginal de los temas.
¿Has hecho alguna pinta o un graffiti?
Sí, claro que hemos hecho; más que nada esténciles porque yo tengo pésima letra. Aunque siempre me han atraído, el problema de los esténciles y de todos los grafitis es que necesitas ciertas habilidades plásticas de las que carezco completamente, por eso me he aliado con amigos que más o menos le saben.
Cuando uno camina, se apropia las calles de cierta manera, y a través del grafiti o del esténcil, te las apropias de otra. También el problema es que ese tipo de «travesuras» se ha desnaturalizado. Una vez en Argentina, cuando fue lo del corralito, vi un esténcil que decía: «El esténcil ya fue», esto es, en parte, porque se ha vuelto un cliché o un territorio tergiversado que carece ya de dinamita: ahora hasta la publicidad usa esténciles.
En verdad, ¿has insultado a alguien con el mote «chongo de boñiga», como se lee en un ensayo de El peatón inmóvil?
Creo que un vicio que tengo es inventar insultos. El arte del insulto siempre me ha seducido y, aunque no lo haga, todo el tiempo estoy pensando qué tipo de cosas ofensivas podría decir. En parte creo que tiene que ver con que la eficacia del insulto no puede hacerse en abstracto, depende del blanco: si no conoces la psicología del insultado, tu insulto no puede acertar, ni ser realmente ofensivo, porque entonces le falta esa puya.
Uno de tus aforismos dice: «Los insultos que aún no hemos dicho también son una razón para vivir», ¿cuál es el insulto que te mantiene vivo?
Como te decía, el insulto depende de a quién se lo vas a decir. Aparte de eso, la  afición que tengo por la invectiva no se explica porque me dedique a insultar a la gente, sino que me gusta como género literario. Creo que el tipo de insultos que uno encuentra en Shakespeare, en Cervantes, en La vida de Tristam Shandy, en libros clásicos, denota una energía que no podría más que llamar poética, seductora y que es literatura en sí misma.
Lo malo es que está en decadencia justo por la resistencia que se tiene a la mala leche: parecería que hoy todo el mundo se está cuidando de no incomodar porque además puedes caerle mal a un jurado de la beca que pediste… Pero creo que el placer de dar con el insulto preciso es una razón para vivir, aunque uno no tenga el insulto que quiere decir ahora ni a quién decirlo. Yo imagino un insulto en abstracto, pero si no eres tú la persona indicada para recibirlo, no tiene chiste.
Dado el carácter un tanto ácido de tu último libro, queremos preguntarte: ¿cuál es el papel de la mala leche en la historia de la literatura?
La mala leche es central en mucha literatura. Para seguir con la metáfora láctea, es lo que hace que unexpress sea un express cortado: le da su saborcito, su cuerpo. Pienso que un autor como Borges sería incomprensible sin la mala leche porque todo el tiempo está poniendo en juego su burla, su crítica, su desprecio de personas concretas…
Hace poco dije en la presentación de un libro de Alejandro Rossi (que obviamente fue un lector acérrimo de Borges, a quien todo el tiempo quiso emular) que para mí una de las razones por las que se dedicó a la literatura fue precisamente para poder articular su mala leche.
Es algo que le da una fuerza a los textos que, de otro modo, pueden quedar perfectos, pero sin cierta corrosión, cierto afán polémico o antidiplomático que está en la base de muchas literaturas que me seducen. En ese sentido, la diplomacia de alguien como Reyes tiene ese defecto: no puede soltarse el pelo ni siquiera para provocar. Siento que la mala leche te enfila en una búsqueda mucho más personal, original, distinguible para el lector que cuando tratas de quedar bien, de no incomodar a los demás.
¿Crees que la literatura mexicana hoy sigue el camino de los laboriosos o de la «estética enemiga de la estática»?
En general creo que hay mucho laborioso, sobre todo porque el medio literario y el mundo alrededor obligan a estar todo el tiempo picando piedra e intentando. Creo que se acabaron los tiempos en que podías escribir un libro y entrar a la historia de la literatura, pero se acabaron por las razones equivocadas: por un afán de productividad, de rentabilidad, de visibilidad. El deseo de figurar ha contaminado a todo el medio y obliga a que siempre estés produciendo en lugar de disfrutar de los placeres de echar la hueva. Sin embargo el no hacer nada, el aparente dedicarse a la inopia, en realidad, es otra forma de dedicarte a la escritura porque a la larga esa hueva redunda en libros.
Vivimos en la era de la laboriosidad, de cumplir requisitos, publicar para obtener becas… El escritor ahora está tan ocupado que ya no escribe, eso es lo paradójico: no escribe no por echar la hueva, sino porque está muy ocupado saliendo en la tele o dando entrevistas… como ésta.
En tu ensayo sobre Luis Ignacio Helguera mencionas su obsesión por los escritores raros e imposibles, merced a la cual él se convirtió en uno de ellos. ¿Tú por cuál sientes predilección, y de convertirte en uno cuál serías?
Me atraen los escritores raros, pero creo que justamente lo raro también empieza a desnaturalizarse porque ya no es raro que se hable de raros, ya es algo muy común. En cierta medida, lo raro es escribir y no seguir una búsqueda mercadológica a la hora de hacerlo. Creo todavía en ese tipo de rareza que no sé si llamar radical o experimental, dos palabras completamente démodé y hasta un poco ridículas; creo en ese tipo de escritura que trata de no hacer concesiones. Hay muchas maneras de hacerla: hay quien busca una radicalidad más formal en el uso del lenguaje, en la sintaxis, en la invención de  neologismos; hay quien busca una radicalidad en la relación vida-escritura; hay quien busca una radicalidad en el tipo de temas y asuntos que toca… Alguna de ésas no puede faltar a la hora de escribir porque si no, simplemente estás haciendo más de lo mismo, estás escribiendo para el público, para los valores imperantes. El que hace más de lo mismo, el que ofrece lo viejo como nuevo, sólo está haciendo kitsch. Sí tengo esa desconfianza.
¿Estás ahora escribiendo algo nuevo?
Estoy escribiendo un libro que se llama Historia descabellada de la peluca. Hay muchas razones por las cuales la estoy escribiendo, pero puedo decir dos: una es que siempre me ha interesado todo lo que tiene que ver con el cabello, el pelo, lo hirsuto, porque creo que, volviendo un poco al cuerpo, es una presencia completamente mamífera y me intriga la manera como el ser humano la moldea y la hace propia para diversos fines: para verse guapo o para impresionar. La peluca lleva al extremo esa tendencia a apropiarse de la animalidad para sacarle jugo: las mujeres tienden a ver en el cabello un atributo de belleza, los hombre un atributo de virilidad, de fortaleza, de poder. Creo que es una puerta de entrada al ser humano bastante reveladora porque además nadie le presta atención.
La otra razón es que en la jerarquía de lo importante en la filosofía, preocuparse por el pelo, ya no digamos por la peluca, es preocuparse por lo insignificante, por la minucia, por lo que no tiene nada que ver con las grandes preguntas, con las preocupaciones egregias. Entonces justamente me importa hacer, a través de una investigación de algo así, una especie de experimento que ya he hecho en otros ensayos: tratar temas completamente deleznables para la jerarquía con una dedicación, un esmero y un lenguaje que parezca chocar con esos temas y ver qué pasa con ese encuentro; hacer que parte de la fuerza del libro venga de esa tensión entre tener un discurso elevado y hablar sobre algo que es considerado bajo, trivial, sin importancia.
Desde que en tus libros revelas una atención casi morbosa a las narices y los encendedores, el maquillaje de las mujeres, los pelos y las sonrisas de las personas y toda clase de «minucias» como éstas, ¿no temes que tus lectores y conocidos sospechen que los estudias cuando te los encuentras?, ¿o por el contrario, que tú también seas estudiado con fines literarios?
Yo creo que todo escritor está estudiando a su entorno y toda persona que se relaciona con escritores corre el riesgo de terminar en la página. Aunque mi principal lugar de observación es el metro o los restoranes. Me gusta mucho observar al animal humano, pero me gusta hacerlo cuando está un poco descentrado de mi vida familiar, de mi vida directa, porque de lo contrario, estoy metido en otro tipo de dinámicas y no tengo esa distancia, esa ironía para poder verlo.
Pero curiosamente el temor de acabar en un libro tiene más que ver con novelistas, porque la gente teme ser retratada en su intimidad, no en su universalidad. El ensayista se fija en detalles humanos, pero que no son de un individuo, y el temor de la gente es acabar siendo balconeada en una novela como tal. En cambio, un ensayista es un poco más general: toma cosas y, en todo caso, hace Frankesnteins con detalles que ve en muchos lados, rara vez balconea.
En todos tus libros percibimos que hay varias preocupaciones que sirven de hilo conductor… que los atraviesan y comunican. Esto hace que tu obra sea unitaria, lo cual es muy loable. Algunos dicen que un poeta, en realidad, escribe siempre el mismo poema. Aunque la frase es bella, quizás en la experiencia podría no resultar tan placentera, ¿alguna vez has tenido miedo de llegar al punto de repetirte a ti mismo?
Sí, de algún modo ese fantasma está allí, pero está también la frase de Elías Canetti que dice: «quería ser escritor, pero no tenía suficientes ideas fijas». Aunque no parezca, detrás de muchos escritores hay un núcleo de obsesiones que con distancia parecen una reiteración. En parte, por ese fantasma de saber que uno mismo es obsesivo o necio quizá, es que he intentado hacer libros diferentes entre sí. Alguna vez me llamó la atención una entrevista que le hicieron a George Perec: él decía que le interesaba que cada proyecto de escritura en el que se embarcara él se sintiera un diletante, porque sólo de esa manera sentía fuerza, energía, ganas de experimentar, de buscar, investigar, y porque, de otro modo, sentía que simplemente iba a decir una reiteración de fórmulas o de caminos ya avanzados. Siguiendo esa idea, quizá no necesariamente llevada a ultranza,  me ha parecido importante intentar hacer libros diferentes entre sí, aunque sea un libro de poesía, intentar que sea con otra forma para, por lo menos, desorientar al lector y que no vea que todo es una mera repetición.