martes, 26 de febrero de 2019

El síndrome Baudelaire


Dicho síndrome tiene su origen en el poema en prosa “Los ojos de los pobres”, que Baudelaire publicó en la Revue Nationale de París el 10 de junio de 1863. Con unos cuantos trazos magistrales y amargos describe, quizá por primera vez en la historia de la literatura, la sensación de vergüenza e incomodidad moral que surge en quienes disfrutamos ciertos placeres frente a personas que, por diferencias de clase social, no pueden hacerlo y cuya sola presencia es un recordatorio incómodo y acusador de nuestra posible complicidad en la desigualdad del mundo. El narrador cuenta cómo se encontraba con su amada en un lujoso y recién estrenado café parisino (esos años fueron los que vieron surgir en esa ciudad la cultura de los cafés, las tiendas y los bulevares). La iluminación de gas –aún no había electricidad en las ciudades– provocaba un ambiente rutilante, casi fantástico: “las paredes, cegadoras de blancura, las deslumbrantes superficies de los espejos, los oros de las medias cañas y de las cornisas”. La decoración, sobrecargada de pinturas cursis, grabados y tejidos de dudoso gusto, ponía “toda la historia y toda la mitología al servicio de la glotonería”. Ambiente de exquisitez comercial que de pronto se eclipsó por la aparición contrastante “de un hombre de unos cuarenta años, el rostro cansado, la barba grisácea, llevando de una mano a niño y sosteniendo con la otra a un pequeño ser demasiado débil para caminar”. Los tres personajes iban andrajosos y expresaban con la mirada el hambre de sus organismos. El narrador dice: “No sólo me había enternecido ante aquella familia de ojos, sino que además sentía cierta vergüenza por nuestros vasos y garrafas, mayores que nuestra sed”. A continuación busca en su amada una mirada de empatía y compasión hacia los recién llegados, pero ella, indignada, exclama: “¡Esa gente me resulta insoportable, con sus ojos abiertos como puertas de cochera! ¿No podrías rogar al dueño del café que los apartase de aquí?”
            Lo más interesante del poema es la manera sintética y sensual con que presenta las contradicciones psicológicas típicamente urbanas de la sociedad capitalista. Si en 1862 apareció la gigantesca novela Los miserables de Víctor Hugo, y si el primer mamotreto de El capital de Marx se editó en 1867 (libros pioneros y fundamentales para entender el fenómeno de la desigualdad a partir del siglo XIX), a Baudelaire le bastó publicar en 1863 un poema de dos páginas para inaugurar un tipo indispensable de mirada con la cual acercarse a la realidad que lo rodeaba. La mirada del artista. Una mirada sensible a las contradicciones de la belleza moderna. Porque el artista, tal y como lo encarna Baudelaire, se encuentra embelesado por la iluminación, la novedad rutilante de los cafés, el lujo, los placeres, los grandes espectáculos, las pinturas de los salones, la música, las drogas, la poesía, los armoniosos cuerpos humanos. Pero también –y eso lo diferencia del resto de la burguesía y pequeña burguesía– se siente fascinado, perturbado y adolorido por la miseria humana que, en ese caso, tiene características específicas: la producida por el nacimiento de la sociedad capitalista e industrial en las ciudades modernas, la miseria de los indigentes, los proletarios, los criminales, los habitantes de zonas periféricas. El artista baudeleriano sabe ver el dolor, dejarse invadir por él, mancharse con el fango del macadam y encontrar en ello una belleza terrible, en ocasiones insoportable y, por eso mismo, urgente de expresar. Sin embargo, su tragedia consiste en que no puede comunicarle a la persona que ama su paradoja emocional, su mayor tesoro como artista, porque ella no está dispuesta a escucharlo.
            En mi interpretación personal del poema, identifico a la figura de la amada con la del público. Tanto en su obra como en su biografía, Baudelaire mantuvo con ambas una compleja relación de deseo, necesidad, subordinación, incomprensión y desprecio. Amante de las prostitutas, dependía de su sensualidad, sus voces y su cariño para sentirse bien, pero ellas no lo entendían y al final él las despreciaba. Era igual con su madre, quien quedó viuda y se casó con un coronel aristocrático. Baudelaire, necesitado de protección y amor, la buscaba para solucionar sus perpetuos problemas económicos. Ella lo apoyaba pero era incapaz de comprender y validar la vida bohemia de su hijo, lo cual acarreaba discusiones que terminaban en desplantes de rabia por parte del poeta. La misma dinámica ocurría con el público lector. Seducido por el éxito de sus colegas, por la fama y el dinero, Baudelaire anhelaba conquistar la atención de sus contemporáneos. Pero una y otra vez era rechazado, vilipendiado, ninguneado. Su carrera cuenta como uno de los grandes hitos del fracaso literario de todos los tiempo. Baudelaire llegó a ser tan pobre que hubo una temporada en que procuró no moverse por temor a romper su ropa. Basta recordar cómo su candidatura a la Academia fue una y otra vez rechazada, o cómo, cuando por fin pudo publicar Las flores del mal, lo acusaron de indecencia y lo sometieron a un juicio penal. Y es que el público, como las mujeres de su vida, no lo entendían. Cuando él quería hablar de las cosas que lo conmovían, lo mandaban callar.
            Por fortuna para él y para nosotros sus lectores, Baudelaire mantuvo siempre una actitud de beligerancia y orgullo hacia quienes lo despreciaban. Arrojaba sobre sus rostros los despojos de un desprecio aún más corrosivo. Paladinamente decía que no hay mayor estupidez y maldad que las de aquellos que, convencidos de obrar bien, son capaces de aniquilar a otras personas. Si el público, convencido de su bondad, lo acusaba de indecente y poco preparado, él adoptó y cultivó un aire de arrogancia provocadora que al final le granjeó una fama de malvado y maldito que por supuesto lo complacía. Baudelaire podía ser agresivo y soez, pero su superioridad consistía en que jamás lo ocultaba. Se sumergía en esos abismos de oscuridad para alcanzar el autoconocimiento, con la misma intención con que se sumergía en la belleza y el refinamiento. Por ello, con talante propio de un filósofo cínico, era capaz de insultar al público como lo hizo en “El perro y el frasco”, otro de sus famosos poemas en prosa, donde cuenta una escena de caricaturizada agresividad. El narrador se encuentra feliz porque ha comprado un excelente perfume en “la mejor perfumería de la ciudad”. Camina junto con su perro y, deseoso de compartir su reciente adquisición, le da a oler el frasco al animal. La respuesta del can es ladrar a manera de reproche, a lo cual el narrador contesta: “¡Ah¡, miserable perro; si te hubiera ofrecido un paquete de excrementos, lo habrías olfateado con deleite y hasta quizá devorado. De esta suerte, tú mismo, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, al que nunca debe presentársele delicados perfumes que lo exasperen, sino detritus cuidadosamente elegidos”.
            Baudelaire, como buen parisino y sibarita que era, sabía que los perfumes son, en realidad, mezclas de elementos contradictorios, destilados alquímicos de sustancias opuestas que confunden su valencia. Pócimas volátiles donde lo alto y lo bajo, lo floral y lo excrementicio, cohabitan en frascos de deletérea delicia. Como explica Florian Werner…..  La literatura de Baudelaire puede verse como una obra de perfumería. En sus textos siempre hay delicia, elegancia, aristocracia, pero también miseria, podredumbre. Nunca hay un solo elemento en estado puro: ni flores ni mierda. El ejemplo perfecto se encuentra en “Los ojos de los pobres”, donde el lujo y la pobreza colisionan en una epifanía deslumbrantemente moderna. En un primer momento, lo interesante consiste en que lo presentado como fuente de placeres termina avergonzando, mientras que el sufrimiento despierta sentimientos nobles. Pero no sólo eso, sino que la verdadera magia de Baudelaire se encuentra en una segunda vuelta de tuerca, la que lo hace genuinamente moderno, irónico, atroz. Si el narrador se avergüenza de los vasos y garrafas más grandes que su sed, y si tiene una revelación estética y moral gracias al hombre y los niños pobres, todo ese grandioso movimiento del espíritu se resuelve en una conclusión anticlimática, desencantada, desnuda como el colmillo de una bestia rapaz: la expresión insolente y estúpida de la amada. En la exigencia intransigente de ella se cifra todo porque aun cuando él haya tenido una revelación, la palabra definitiva es de la amada, pese a todo el paradójico desprecio que le pueda despertar al narrador (“¿Queréis saber por qué os odio hoy?”, le dice en un arranque de dolorida sinceridad).
            Amar lo que contradice nuestros descubrimientos más íntimos. Amar a alguien estúpido. Amar la fama. Amar la injusticia. Amar a algo o a alguien que es lo opuesto de lo íntimo, lo opuesto a la vocación poética, a la vocación por la cual, por otra parte, moriríamos. Tal es el síndrome Baudelaire.

    

lunes, 25 de febrero de 2019

La lógica de los flujos trasvasados y la salinidad del lago de Texcoco


Cuando se drena un cuerpo de agua, existen tres posibilidades. La primera es que el líquido fluya hacia otro sitio donde, por efecto de la temperatura, termine evaporándose. La segunda es que, al llegar a su nuevo asiento, el agua se infiltre en el subsuelo, nutra a un manto acuífero o se convierta en un manantial que brote en otro lugar. La tercera, que al ser expulsada de su contenedor original, corra hacia otro cuerpo de agua más grande como un río, un lago o hacia el mar. Lo más probable, también, es que sucedan las tres cosas al mismo tiempo. Que en el proceso de ser drenada, el agua se evapore; luego, a lo largo de su recorrido hacia otro cuerpo de líquido más grande (donde al final, irremediablemente, se evaporará), se infiltre en el suelo. En cualquier caso excepto en el de la evaporación–, el agua siempre arrastra consigo, en su camino hacia cotas cada vez más bajas, todo tipo de materiales sólidos. Así se explican tanto las gigantescas islas de basura en el océano como la salinidad del mar. Ese último fenómeno se debe a que la lluvia, al escurrir por las vertientes de los cerros, los deslava y acarrea sales y minerales que terminan en el océano. Como el agua se evapora y las sales no, al recibir ininterrumpidamente el liquido de los ríos, el mar se vuelve cada día más salado. Lo mismo pasó con el lago de Texcoco. Al estar ubicado en una cuenca endorreica, es decir, sin drenajes naturales, y al encontrarse en un sistema lacustre interconectado donde ocupaba la cota más baja respecto a los otros cuatro lagos, recibía de ellos su agua sobrante y con ésta también las sales, las cuales se sedimentaron, con el paso de los siglos, en su fondo, convirtiendo a sus aguas y sus tierras en poco propicias para la agricultura. Lo cual ha sido el argumento que, a lo largo de los siglos, se ha utilizado para expoliar a campesinos, ejidatarios y pequeños propietarios que viven en el vaso del lago de Texcoco...