Dicho síndrome tiene su origen en el
poema en prosa “Los ojos de los pobres”, que Baudelaire publicó en la Revue Nationale de París el 10 de junio
de 1863. Con unos cuantos trazos magistrales y amargos describe, quizá por
primera vez en la historia de la literatura, la sensación de vergüenza e
incomodidad moral que surge en quienes disfrutamos ciertos placeres frente a personas
que, por diferencias de clase social, no pueden hacerlo y cuya sola presencia es
un recordatorio incómodo y acusador de nuestra posible complicidad en la
desigualdad del mundo. El narrador cuenta cómo se encontraba con su amada en un
lujoso y recién estrenado café parisino (esos años fueron los que vieron surgir
en esa ciudad la cultura de los cafés, las tiendas y los bulevares). La
iluminación de gas –aún no había electricidad en las ciudades– provocaba un
ambiente rutilante, casi fantástico: “las paredes, cegadoras de blancura, las
deslumbrantes superficies de los espejos, los oros de las medias cañas y de las
cornisas”. La decoración, sobrecargada de pinturas cursis, grabados y tejidos
de dudoso gusto, ponía “toda la historia y toda la mitología al servicio de la
glotonería”. Ambiente de exquisitez comercial que de pronto se eclipsó por la
aparición contrastante “de un hombre de unos cuarenta años, el rostro cansado,
la barba grisácea, llevando de una mano a niño y sosteniendo con la otra a un
pequeño ser demasiado débil para caminar”. Los tres personajes iban andrajosos
y expresaban con la mirada el hambre de sus organismos. El narrador dice: “No
sólo me había enternecido ante aquella familia de ojos, sino que además sentía
cierta vergüenza por nuestros vasos y garrafas, mayores que nuestra sed”. A
continuación busca en su amada una mirada de empatía y compasión hacia los
recién llegados, pero ella, indignada, exclama: “¡Esa gente me resulta
insoportable, con sus ojos abiertos como puertas de cochera! ¿No podrías rogar
al dueño del café que los apartase de aquí?”
Lo
más interesante del poema es la manera sintética y sensual con que presenta las
contradicciones psicológicas típicamente urbanas de la sociedad capitalista. Si
en 1862 apareció la gigantesca novela Los
miserables de Víctor Hugo, y si el primer mamotreto de El capital de Marx se editó en 1867 (libros pioneros y
fundamentales para entender el fenómeno de la desigualdad a partir del siglo
XIX), a Baudelaire le bastó publicar en 1863 un poema de dos páginas para
inaugurar un tipo indispensable de mirada con la cual acercarse a la realidad
que lo rodeaba. La mirada del artista. Una mirada sensible a las
contradicciones de la belleza moderna. Porque el artista, tal y como lo encarna
Baudelaire, se encuentra embelesado por la iluminación, la novedad rutilante de
los cafés, el lujo, los placeres, los grandes espectáculos, las pinturas de los
salones, la música, las drogas, la poesía, los armoniosos cuerpos humanos. Pero
también –y eso lo diferencia del resto de la burguesía y pequeña burguesía– se
siente fascinado, perturbado y adolorido por la miseria humana que, en ese
caso, tiene características específicas: la producida por el nacimiento de la
sociedad capitalista e industrial en las ciudades modernas, la miseria de los
indigentes, los proletarios, los criminales, los habitantes de zonas
periféricas. El artista baudeleriano sabe ver el dolor, dejarse invadir por él,
mancharse con el fango del macadam y encontrar en ello una belleza terrible, en
ocasiones insoportable y, por eso mismo, urgente de expresar. Sin embargo, su tragedia
consiste en que no puede comunicarle a la persona que ama su paradoja
emocional, su mayor tesoro como artista, porque ella no está dispuesta a
escucharlo.
En
mi interpretación personal del poema, identifico a la figura de la amada con la
del público. Tanto en su obra como en su biografía, Baudelaire mantuvo con
ambas una compleja relación de deseo, necesidad, subordinación, incomprensión y
desprecio. Amante de las prostitutas, dependía de su sensualidad, sus voces y
su cariño para sentirse bien, pero ellas no lo entendían y al final él las
despreciaba. Era igual con su madre, quien quedó viuda y se casó con un coronel
aristocrático. Baudelaire, necesitado de protección y amor, la buscaba para
solucionar sus perpetuos problemas económicos. Ella lo apoyaba pero era incapaz
de comprender y validar la vida bohemia de su hijo, lo cual acarreaba
discusiones que terminaban en desplantes de rabia por parte del poeta. La misma
dinámica ocurría con el público lector. Seducido por el éxito de sus colegas,
por la fama y el dinero, Baudelaire anhelaba conquistar la atención de sus
contemporáneos. Pero una y otra vez era rechazado, vilipendiado, ninguneado. Su
carrera cuenta como uno de los grandes hitos del fracaso literario de todos los
tiempo. Baudelaire llegó a ser tan pobre que hubo una temporada en que procuró
no moverse por temor a romper su ropa. Basta recordar cómo su candidatura a la
Academia fue una y otra vez rechazada, o cómo, cuando por fin pudo publicar Las flores del mal, lo acusaron de
indecencia y lo sometieron a un juicio penal. Y es que el público, como las
mujeres de su vida, no lo entendían. Cuando él quería hablar de las cosas que
lo conmovían, lo mandaban callar.
Por
fortuna para él y para nosotros sus lectores, Baudelaire mantuvo siempre una
actitud de beligerancia y orgullo hacia quienes lo despreciaban. Arrojaba sobre
sus rostros los despojos de un desprecio aún más corrosivo. Paladinamente decía
que no hay mayor estupidez y maldad que las de aquellos que, convencidos de
obrar bien, son capaces de aniquilar a otras personas. Si el público,
convencido de su bondad, lo acusaba de indecente y poco preparado, él adoptó y
cultivó un aire de arrogancia provocadora que al final le granjeó una fama de
malvado y maldito que por supuesto lo complacía. Baudelaire podía ser agresivo
y soez, pero su superioridad consistía en que jamás lo ocultaba. Se sumergía en
esos abismos de oscuridad para alcanzar el autoconocimiento, con la misma
intención con que se sumergía en la belleza y el refinamiento. Por ello, con
talante propio de un filósofo cínico, era capaz de insultar al público como lo
hizo en “El perro y el frasco”, otro de sus famosos poemas en prosa, donde cuenta
una escena de caricaturizada agresividad. El narrador se encuentra feliz porque
ha comprado un excelente perfume en “la mejor perfumería de la ciudad”. Camina
junto con su perro y, deseoso de compartir su reciente adquisición, le da a
oler el frasco al animal. La respuesta del can es ladrar a manera de reproche,
a lo cual el narrador contesta: “¡Ah¡, miserable perro; si te hubiera ofrecido
un paquete de excrementos, lo habrías olfateado con deleite y hasta quizá
devorado. De esta suerte, tú mismo, indigno compañero de mi triste vida, te
pareces al público, al que nunca debe presentársele delicados perfumes que lo
exasperen, sino detritus cuidadosamente elegidos”.
Baudelaire,
como buen parisino y sibarita que era, sabía que los perfumes son, en realidad,
mezclas de elementos contradictorios, destilados alquímicos de sustancias
opuestas que confunden su valencia. Pócimas volátiles donde lo alto y lo bajo,
lo floral y lo excrementicio, cohabitan en frascos de deletérea delicia. Como
explica Florian Werner….. La literatura
de Baudelaire puede verse como una obra de perfumería. En sus textos siempre
hay delicia, elegancia, aristocracia, pero también miseria, podredumbre. Nunca
hay un solo elemento en estado puro: ni flores ni mierda. El ejemplo perfecto
se encuentra en “Los ojos de los pobres”, donde el lujo y la pobreza colisionan
en una epifanía deslumbrantemente moderna. En un primer momento, lo interesante
consiste en que lo presentado como fuente de placeres termina avergonzando,
mientras que el sufrimiento despierta sentimientos nobles. Pero no sólo eso, sino
que la verdadera magia de Baudelaire se encuentra en una segunda vuelta de
tuerca, la que lo hace genuinamente moderno, irónico, atroz. Si el narrador se
avergüenza de los vasos y garrafas más grandes que su sed, y si tiene una
revelación estética y moral gracias al hombre y los niños pobres, todo ese
grandioso movimiento del espíritu se resuelve en una conclusión anticlimática,
desencantada, desnuda como el colmillo de una bestia rapaz: la expresión insolente
y estúpida de la amada. En la exigencia intransigente de ella se cifra todo
porque aun cuando él haya tenido una revelación, la palabra definitiva es de la
amada, pese a todo el paradójico desprecio que le pueda despertar al narrador
(“¿Queréis saber por qué os odio hoy?”, le dice en un arranque de dolorida
sinceridad).
Amar
lo que contradice nuestros descubrimientos más íntimos. Amar a alguien estúpido. Amar la fama. Amar la injusticia. Amar a algo o a alguien que es lo opuesto de lo íntimo, lo opuesto a la vocación poética, a la vocación por la cual, por otra parte, moriríamos. Tal es el síndrome Baudelaire.