viernes, 31 de julio de 2015

El despertador mortal

(Publicado en Este país)

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Los ya numerosos funerales a los que he acudido no han sido suficientes para infundirme el miedo a la muerte. Fue hasta hace poco, cuando leí Nada que temer (Anagrama, 2010)de Julian Barnes (Leicester, Inglaterra, 1946), que tomé conciencia, más que de la precariedad de la vida, del desasosiego natural que causa la inminencia del fin. No es que antes yo haya tenido un exceso de valentía o de templanza ante lo inevitable, sino que me resultaba difícil concebir con transparencia mi propia mortalidad. Tampoco se trataba de la falsa indolencia que se le adjudica a la juventud, como si los jóvenes viviéramos en una edad dorada en la que no existe el dolor ni la cercanía de la oscuridad. Lo que pasaba es que no había tenido contacto con una persona o circunstancia que me transmitiera esa preocupación. Sólo después de leer las agudas, divertidas y en ocasiones obsesivas reflexiones que Barnes hace sobre la muerte, pude experimentar lo que en su libro se nombra como le réveil mortel, expresión francesa que significa “el despertador mortal” y que comunica la sensación de “estar en una habitación de hotel desconocida donde el despertador está puesto en la hora fijada por el ocupante anterior, y a una hora infame te saca de repente del sueño para sumirte en la oscuridad, el pánico y una atroz conciencia de que vives en un mundo alquilado”.
            Terrible, ¿no? Sin embargo, mi experiencia de lectura no lo fue; se asemejó a las pláticas que uno tiene con esos amigos que, dotados de un gran talento conversacional y de un ácido sentido del humor, son capaces de hablar sobre los temas más siniestros y, pese a eso, transmitirnos una serenidad íntima. Considero que las personas más interesantes son aquellas cuya personalidad es una mezcla de preocupaciones mórbidas y de inteligencia seductora. Barnes demostró en este libro ser así. Nada que temer me pareció, en parte por eso, una obra fascinante y única.
            No es una novela, pero se lee tan ágilmente que lo parece. Podría ser considerado un libro de memorias, por el hecho de que su historia familiar ocupa gran parte del texto, pero el autor no demora en aclarar ese punto: “Por cierto, esto no es ´mi autobiografía´”. Lo más certero es afirmar que es un ensayo; de ahí su carácter híbrido, narrativo y lleno de digresiones. Pero también es un libro de filosofía, entendida ésta como la pregunta esencial que cada ser humano se formula a propósito de su cotidianeidad y de la manera en que sobrellevará el peso de su existencia. Las disertaciones que uno encuentra aquí sobre la verdad, la memoria, la inexistencia de Dios y el significado de la vida son demasiado literarias –y hasta se podría pensar que demasiado amenas– para ser aceptadas en los rigurosos recintos académicos, sin embargo no por eso dejan de ser profundas. Lo que Barnes hizo en sus páginas, con el estilo mordaz e irreverente que lo caracteriza, fue escribir filosofía desde la literatura, que es “la que mejor nos decía y nos dice cómo es el mundo”, y la que “también puede decirnos la mejor manera de vivir en él, aunque resulta más eficaz en esto cuando parece no estar diciéndolo”. En este sentido, es interesante el diálogo que Julian mantiene a lo largo del libro con su hermano mayor, un reconocido filósofo que, contrario a él, siempre está a favor de una perspectiva lógica –y claro, menos emotiva– en todos los temas, incluso cuando ellos hablan fraternalmente sobre sus recuerdos de infancia.
            Lo notable es que sencillez aquí no equivale a ligereza ni indulgencia. Barnes no acepta irreflexivamente ninguna certeza, su proceder es el de un escéptico minucioso que, en busca de tranquilidad, examina con detenimiento todos los argumentos que podrían mitigar el miedo a la muerte: repasa el cristianismo, el materialismo darwiniano, las teorías neurológicas de la inexistencia del yo, el estoicismo, la tanatología… Barnes encuentra una objeción para todos los consuelos posibles. A lo largo del libro, el lector observa cómo, gracias a un proceso racional y muy meditado, se van cayendo una a una las posibilidades de dejar de temer. Sin dejarse engañar por estratagemas que intentan ocultar un sentimiento natural, Barnes no se cansa de decir: “Para mí, la muerte es el único hecho atroz que define la vida”, “repito e insisto en que sufro de un miedo racional (sí, RACIONAL)”.
            Llega un momento en que, de tanto descartar consuelos, el lector comienza a degustar una especie de humor negro que alivia el desasosiego fúnebre. Es cuando nos damos cuenta de que la afirmación del temor es parte de la exaltación de la vida. Barnes no es un ser amargado. Su miedo se debe a que disfruta vivir, aun con la carga de vacío y absurdo que eso implica: “soy un melancólico indudable y a veces la vida me parece una manera sobrevalorada de pasar el tiempo, pero nunca he querido no seguir siendo yo y nunca he deseado el olvido”. Nada que temer participa de esa visión que Cyril Connolly encontraba en los libros de sus autores predilectos: “un sentido de la perfección y una fe en la dignidad humana, combinados con una trágica comprensión del estado humano y su proximidad al Abismo”*. Está alejado de esas obras que muestran una versión almibarada de la existencia, pero no deja de ser un homenaje a su hermosura y a la dignidad de los hombres que, pese a los tormentos e incertidumbres vitales, han sobrevivido a sus propias rutinas y, más allá, han cultivado el arte.
            Y a propósito del arte, Barnes no duda en afirmar que se trata de un placer (por eso le dedica varias páginas a la estadía de Stendhal en Florencia, donde supuestamente éste entró en éxtasis y se desmayó por haber contemplado tanta hermosura en pinturas renacentistas), pero no de un placer inalcanzable ni mesiánico, sino de una labor cotidiana y anclada por completo a la vida y a las actividades más simples como visitar a los amigos o cocinar. Muy revelador al respecto resulta leer otro libro de Barnes titulado El perfeccionista en la cocina, donde el autor, al hablar sobre la práctica culinaria, parece tocar en realidad otro punto que le interesa: la similitud vital entre guisar y escribir, dos actividades sujetas a prueba y error, a goces y frustraciones, como lo son también el amor, la vida en familia y la amistad.
            Pero no sólo eso, Nada que temer acepta otras lecturas: puede entenderse como un homenaje a los escritores que él admira (“Son mi auténtico linaje”), sobre todo a los franceses: Flaubert, Montaigne, Zola, los hermanos Goncourt, con Jules Renard a la cabeza. Asimismo, es una celebración de la creación literaria, hecha por un escritor que acababa de cumplir sesenta años cuando redactó el libro, edad desde la cual pudo ver realizada una obra propia compuesta por diez novelas y algunos libros de cuentos. Y al final se puede escuchar música, con la presencia de los compositores rusos Shostakóvich y Rachmaninov, quienes, como informa Barnes, también le temían a la muerte.
            No conozco la obra de esos dos rusos. En realidad, no sé nada de música. Curiosamente, mi ignorancia me motiva. Con el libro de Barnes siento que desperté a la conciencia de la muerte, y que es ella la que me mueve a vivir. Hay muchas cosas que temer, lo sé. Una de ellas es morir y no haber escuchado por lo menos a Rachmaninov. Barnes dice que si en este momento recibiera la noticia de que tiene una enfermedad mortal, viviría de un modo diferente el tiempo que le queda. Dice que sus últimos días los disfrutaría “con música, no con libros”. Tal vez yo haga lo mismo a partir de ahora. Vivir con música. Despertar con música.




* Menciono a Connolly por dos razones. La primera es la gran afinidad que encuentro entre él y Barnes, ambos ingleses y creadores de dos libros que agradecerían un estudio comparativo profundo. La tumba sin sosiego y Nada que temer son obras que se tocan en más de dos puntos: la dificultad de clasificación debido a su radical alejamiento de los géneros literarios establecidos y, sobre todo, una sincera obsesión por desentrañar los conflictos existenciales de los autores.
            La segunda razón es el “sentido de la perfección” que apunta Connolly y que, según él, depende de la capacidad que tenga un escritor para disponer las palabras de “una forma que sea aparentemente sin artificio, pero a la vez perfectamente proporcionada”. Pues bien, yo encuentro en el libro de Barnes esa capacidad. Conforme uno va leyendo, tiene la sensación de que el flujo discursivo es espontáneo y de que nada hay más sincero ni natural que el tejido de sus ideas y párrafos. Así, el lector es llevado sin darse cuenta de un tema a otro, y luego a otro como por inercia. Sin embargo, basta con poner un poco de atención para percatarse de que ese efecto es absolutamente complejo y de que se necesita una maestría literaria más que notable para lograrlo.
            Considero que Nada que temer está perfectamente escrito, y por eso me llamó la atención la desfavorable y un poco descuidada reseña que Christopher Domínguez Michael publicó en la revista Letras Libres en junio del 2011 a propósito de este libro. Por lo general siempre le creo a Domínguez, y confieso que si yo hubiera leído la reseña antes que el libro, lo más probable es que, influido por el crítico, no me habría animado a comprarlo. Digo esto porque no me parece justo que alguien se pierda de una buena lectura por un comentario despistado. No siempre las reseñas y las críticas dicen la verdad (incluida la mía, obviamente). Barnes cita esta frase de Ford Madox Ford al respecto: “No es nada difícil decir que un elefante, por bueno que sea, no es un buen jabalí verrugoso; porque casi todas las críticas se reducen a esto”.        

viernes, 17 de julio de 2015

Un lego escribe sobre Jorge Cuesta

(Texto publicado en Este país)

Jorge Cuesta,
Ensayos escogidos,
CONACULTA, Cien de México,
México, 2014

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El lego soy yo. Lo único que conozco de este autor es lo que terminé de leer hace unos minutos: tres breves artículos[1] acerca de él y, por supuesto, los Ensayos escogidos, librito de apenas 135 páginas que, dividido en cuatro secciones temáticas (literatura, arte, universidad y actualidad política), pretende dar una idea sumaria de la obra ensayística y crítica de este escritor mexicano que nació en Córdoba en 1903, estudió y se desempeñó como ingeniero químico, formó parte del grupo de los Contemporáneos, fundó la importante revista Examen y murió en la Ciudad de México en 1942.

           Es un exagerado lugar común afirmar que las personas luminosamente inteligentes caminan por la vida como si lo hicieran, con equilibrio precario, sobre el rompiente que las resguarda del abismo oscuro de la demencia. Un lugar común que, de tanto repetirse a la ligera, en ocasiones no permite apreciar la verdad escalofriante que apuntala y que a menudo, como en este caso, comprueba. Muchos saben de la tortuosa ruta que tomó Cuesta al final de su vida (locura, auto emasculación, suicidio en un manicomio), y creo que sería morboso mencionarla aquí de no ser porque, como afirma Rodolfo Mata,

El suicidio de Jorge Cuesta se abre como un ventanal que, si hacia un lado nos muestra todo su vacío, hacia el otro, en retrospectiva, promete la luz de una explicación. El contraste rige el panorama y repite un rasgo íntimo de la personalidad de Cuesta: su compleja y ambivalente relación con la oscuridad. Pues como crítico, su afilada lucidez parecía detestarla; pero como poeta, sus parcos despliegues –mezcla de Góngora y Valéry– parecía alimentarse de ella.

Lo que iluminaba interiormente a Cuesta era una luz intensa que se eclipsaba a sí misma, foco de quirófano que podía cegar incluso al cirujano. Por lo que pude observar en los Ensayos escogidos, su pasión era realizar el análisis objetivo y minucioso –diríase químico, molecular– de cualquier aspecto de la realidad que le interesara (la engañosa puerilidad de la poesía de López Velarde, la intemporalidad originaria de la pintura de José Clemente Orozco, las aporías de la recién adquirida autonomía universitaria, las vacilaciones políticas del secretario de Estado norteamericano durante la expropiación petrolera realizada por Lázaro Cárdenas…). Y realizaba ese análisis tan profundamente que a menudo su pensamiento, de tan luminoso, en ciertos pasajes se torna oscuro para un lector como yo, aficionado a ensayos literarios más lúdicos, anecdóticos y ligeramente más superficiales en su labor crítica.

Cuesta alumbra contradicciones invisibles a primera vista y es necesario, para no extraviar la guirnalda enloquecidamente lúcida de hallazgos que va revelando su pluma, permanecer muy atento a lo que dice y a la manera en que piensa. Sus textos se ajustan perfectamente a la afirmación que Alberto Paredes hace a propósito del ensayo: “el género cuyo tema es su propio pensamiento, escena de la mente”, “espectáculo de un pensar en orden”. El espectáculo racional que Cuesta ofrece en sus ensayos no es ligero ni complaciente; por el contrario, se encuentra en las antípodas del entretenimiento, la información fácil y la polémica burda a la que estamos tan acostumbrados en la actualidad. Sin embargo, una vez que el lector penetra en el meollo de su drama intelectual, experimenta un placer singular que emerge de las páginas: el placer de la Razón que irradian. No por nada Octavio Paz hablaba de él refiriéndose al “prodigioso mecanismo mental que era Jorge Cuesta”.

Si se acepta la observación de Rodolfo Mata a propósito de que nuestro autor detestaba la oscuridad cuando enarbolaba su “afilada lucidez” crítica, mientras que en su faceta de poeta parecía alimentarse de ella, es necesario también advertir que el Cuesta crítico no podía disociarse del Cuesta poeta, ni siquiera cuando la naturaleza del tema sobre el que discurría lo exigía. Un ejemplo es el texto “Crítica de la Reforma del Artículo Tercero”, que sobresale de entre los Ensayos escogidos por ser el más extenso (diecinueve páginas) y el que despliega, previsiblemente, el lenguaje más neutral o legal, es decir, un lenguaje que busca evitar las ambigüedades: “Estamos obligados, de cualquier modo, a dar al Artículo 3o. una redacción de tal modo precisa y categórica que no quepan en ella interpretaciones vagas y contradictorias”, dice el ensayista y con ello busca aplicar ese imperativo a su propia escritura. Sin embargo, en su esmerada prosa lógica hay algo que, rebasando una filosa línea de sombra, se inclina del lado poético, aunque su lirismo jamás es efusivo ni desbordado, sino severo, excesivamente formal: un relámpago marcial de bella negrura. En ese ensayo en específico encuentro cierta musicalidad, un ritmo poético puntuado por las repeticiones machaconas que, en aras de la claridad expositiva, pueden oscurecer el discurso.

Un poco diferentes son los ensayos sobre literatura y arte. En primer lugar son más pequeños: algunos, de página y media, podrían pasar por estampas anecdóticas de no ser porque, en su brevedad, escamotean la narración y ensayan una crítica acuciosa que sorprende por su capacidad de penetrar en el núcleo de fenómenos artísticos complejos de dilucidar. Un caso llamativo es la descripción que hace de las figuras de André Breton y Robert Desnos, a quienes el autor conoció en París. Lo que en cualquier otro ensayista se hubiera convertido en retrato celebratorio de ambos poetas, con Cuesta resulta un análisis agudo del valor que el misterio tenía para los surrealistas, así como de la dificultad de conservar ese misterio intacto dentro del surrealismo, movimiento que era, precisamente, un culto al misterio.

En segundo lugar, me parece que los ensayos sobre arte y literatura se permiten, sin abandonar nunca la redacción “precisa y categórica”, una mayor libertad verbal, de modo que las afirmaciones críticas se presentan con una coloración cercana al poema en prosa, como puede verse en el siguiente bello y sobrio fragmento que rescato al azar donde Cuesta expone la relación que existe entre la pintura de Carlos Mérida, el sentido de la vista y el germen de muerte que cada quien lleva dentro:

Las manchas de la pared son los defectos de la eternidad de la pared, la historia de su descomposición y de su ruina. Y se teme conocer las razones que llevan a la pintura de Mérida a un grado de tal dilución; se teme verificar que los ojos se disuelven y que el objeto que miran está sólo pasando por un momento de su ruina, porque se teme despertar el estremecimiento ante la muerte que duerme en el fondo de cada espectador.

Prosa elegante, cuidada y descubridora de enigmas artísticos concretos. Debo decir que disfruté todos los textos de estas dos secciones temáticas de los Ensayos escogidos, aunque, como es natural, unos llamaron más mi atención. Con algunos estuve totalmente de acuerdo y puedo presumir que yo pensaba, desde antes, más o menos igual al respecto de López Velarde y José Vasconcelos. Sin embargo, los que con mayor fuerza recuerdo son aquellos que percibí más lejanos a mi manera de pensar y a mis conocimientos preexistentes. El ensayo sobre José Gorostiza y su Muerte sin fin es uno de ellos:

Por una parte, me pareció hermosa y diáfana la manera en que explica con una interrogación lo que es la poesía (“¿Y qué es por excelencia la poesía, sino la satisfacción más gratuita de la necesidad menos arbitraria?”) para de inmediato aplicar esa misma explicación a los versos de Gorostiza: “Chocan materialmente en la lectura la novedad del alimento y su adecuación a nuestro gusto. De tal modo, que parece que ni el tiempo será ocasión de que el alma se serene y pierda el temor de confundir la realidad poética que José Gorostiza entrega al gozo de los sentidos con una satisfacción que soñamos”. Pero por otra parte, me desconcertó y me atrajo al mismo tiempo el denso argumentar crítico que se va tejiendo en el ensayo, mezcla de complejidad refinada, lenguaje literario especializado y clarividencia refractaria a la penetración. Yo salí de ese texto paladeando una sensación ambivalente de luminosa revelación y tiniebla incomprensible, sensación que da una idea global de lo que experimenté al leer todos los Ensayos escogidos.

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Por último y para cerrar esta reseña, quiero decir que no puedo evitar comparar los ensayos de Cuesta con los de Salvador Novo y Renato Leduc, autores que tengo muy frescos en la memoria puesto que hace unas semanas escribí un texto sobre ambos. Además, me parece que tal comparación es interesante por cuatro factores. Uno: se trata de autores coetáneos y pertenecientes a un mismo entorno cultural. Dos: cada uno fue dueño de una personalidad singular que, inevitablemente, se reflejó en su manera de concebir y practicar el ensayo literario. Tres: sus textos fueron escritos más o menos en igualdad de circunstancias: los tres practicaron el periodismo cultural (cosa que determinó la brevedad de sus piezas) y el público de hoy conoce su producción ensayística gracias a libros que son compilaciones que abrevan en periódicos y revistas. Cuatro: en conjunto forman una constelación que, aunque parcial e incompleta, informa un poco acerca del tipo de ensayo que hicieron los escritores mexicanos nacidos a finales del siglo xix y principios del xx, constelación que, al menos a mí –ensayista mexicano nacido exactamente un siglo después que ellos–, me sirve de norte para orientarme en mi propia tradición.

Mientras Cuesta consagraba, con un sentido espartano del rigor y la responsabilidad, la escritura ensayística a la función crítica y, por lo tanto, prescindía del humor, de la narración, de los juegos formales y de los guiños autobiográficos, es decir, mientras Cuesta veía en el ensayo solamente una herramienta del análisis y desdeñaba cualquier atrevimiento literario que no fuera el virtuosismo lingüístico con que exponía sus pensamientos, Novo y Leduc trabajaban en sentido contrario, privilegiaban la posibilidad de hacer del ensayo algo autónomo literariamente y no sólo texto ancilar en el sentido que le daba Alfonso Reyes a esa palabra (Reyes decía que el ensayo es literatura ancilar porque su función es, como la de un esclavo, proveer información, objetividad). Lo curioso y quizá paradójico es que el lenguaje de Leduc y Novo no es tan exacto ni tan pulcro –tan literario– como el de Cuesta.

Novo es célebre, entre otras cosas, por sus estupendos ensayos sobre temas en apariencia banales: disfrutaba discurrir acerca de la gordura, la comida callejera, las pelucas, las cosas usadas, los autobuses… A menudo sus textos son meros pretextos para la reflexión gozosa y sin compromisos, para la diversión inteligente y la frivolidad exquisita. Solía redactar ensayos con diálogos, escenas teatrales, chistes. Leduc era afín a Novo; al escribir sobre algún autor, abundaba en anécdotas autobiográficas, en pasajes narrativos muy entretenidos. Le gustaba fingirse incapaz de tomarse la escritura en serio. En una ocasión le encargaron un ensayo monográfico acerca del café y él, insolente y genial a la vez, entregó un texto disperso, burlón e inconcluso, como queriendo decir que es pretencioso e ingenuo tratar de agotar cualquier tema.

El binomio que forman Novo y Leduc es incompatible con la actitud analítica de Cuesta, quizá porque éste, debido a su formación profesional en el ámbito de las ciencias exactas, estaba casado con la objetividad y le era en extremo fiel. Sin embargo, no creo que deba verse en los otros dos autores una ausencia de espíritu crítico. Por el contrario, considero que su crítica era intensa, pero practicada desde una trinchera diferente. Ambos realizaron la crítica, por ejemplo, de lo que se consideraba importante y digno de estudiarse, así como de los métodos para acercarse al conocimiento.

¿De quién somos herederos los ensayistas jóvenes de la actualidad? ¿Pesa más la rigurosidad lúcida de Cuesta o la anti solemnidad de Novo y Leduc? Por fortuna hay plumas que son híbridas y creo que la fusión es la tendencia dominante. Por mi parte, yo me considero más familiarizado con el temperamento de Salvador y Renato. Me cuesta un esfuerzo considerable ceñirme a la seriedad, y lo digo sin ufanarme de ello. Sufro carencia de concentración y estoy consciente de que mi vista no es muy penetrante, lo cual trato de remediar leyendo y estudiando con esmero a autores como Cuesta, cuyos Ensayos escogidos me han servido como brújula para introducirme en el mundo de su lógica. Se trata, claro, del primer acercamiento realizado por un lego. Mi propósito es absorber todo lo que pueda de él y, para eso, el próximo paso que me impongo es buscar sus Obras reunidas. Presiento que será una tarea ardua, enriquecedora y, por qué no, sumamente placentera.

jueves, 16 de julio de 2015

Un texto que escribí en septiembre de 2012 y del que tiempo después renegué

Entre septiembre de 2011 y enero de 2013, si no recuerdo mal las fechas, escribía yo una columna mensual para el periódico Vícam Switch de las comunidades yaquis de Sonora. Muchos de esos escritos encontraron un espacio posterior en mi libro El investigador perverso y otros ensayos, sin embargo, muchos otros quedaron fuera porque no me gustaron. El siguiente es uno de los rechazados. Ahora no estoy seguro del porqué. Lo publico aquí sólo para tener una suerte de archivo que a nadie le importa. No cambié nada y, si lleva erratas, advierto que no quiero borrarlas. Aquí la liga de la hemeroteca del Vícam Switch.

El clan de las gafas oscuras

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Quien me vea en la calle sabrá que soy una persona normal. Sin embargo, cuando uso mis lentes negros, logro transformarme en espía, en miembro de una secreta secta de asesinos, en alquimista. Permítanme que dé rienda suelta a la fantasía que despiertan en mí las gafas oscuras. Fantasía que, además, todos compartimos. Los lentes de sol, irresistibles y avasalladores fetiches del glamour, accesorios de la vestimenta cuyo influjo parece reducirse a las satinadas y frívolas nubes de la moda y la apariencia, son en realidad objetos que permiten asociaciones sutiles y lejanas, madejas de las que corre un hilo oculto que nos conduce a un viejo y común anhelo: el anhelo del misterio, la seducción de la penumbra y lo secreto: la negación de lo conocido y lo luminoso.

            Me pongo las gafas y camino por una concurrida avenida. Mi paso es decidido. La gente con la que me cruzo no puede verme a los ojos, y por eso me siento con ventaja. Exagero una actitud de seguridad que, no lo niego, resulta un poco sobreactuada. No soy yo, son mis lentes. Sigo caminando, paso frente a un ventanal que me refleja: la imagen que me devuelve es lisonjera: estos Ray-Ban hacen de mí un tipo atractivo y misterioso. Soy el Hombre de Negro. Soy el enemigo secreto de la sociedad. Pertenezco a un clan peligroso. Sé algo que nadie sabe. (“¿Quiénes son los enemigos? Supongamos la existencia de un grupo al que llamaré los Hombres de Negro”, dijo Jacques Bergier, citado por Sergio González Rodríguez en su libro La pandilla cósmica).

            Parado en la calle, detenido frente a mi reflejo, recuerdo que cuando escucho hablar de clanes secretos, pienso irremediablemente en pequeñas comunidades de elegidos que protegen una verdad oculta. También pienso que esos temas son propios de algunos libros best-seller que no pasan de ser, para los lectores serios, entretenidas bufonadas esotéricas… De pronto descubro –coincidencia casi mágica- que el ventanal donde brevemente me he reflejado es un escaparate de la tienda Sanborns. Detrás del vidrio se exhiben varios de los best-seller que he mencionado. Recuerdo uno en particular, cuyo argumento me fue resumido por un amigo en una entretenida plática. Me refiero a Ángeles y demonios, de Dan Brown, donde supuestamente aparece un personaje perteneciente a la antigua secta de los Hassassiyn (nombre que significa literalmente “ebrios de hachís” y que posteriormente pasó a formar en muchas lenguas la palabra “asesino”). Pues bien, meses después de aquella charla, supe la verdadera historia de los Hassassiyn, también conocidos como la Secta de los Asesinos. Lo que más me llamó la atención fue la figura enigmática de su líder, el Viejo de la Montaña, Rashid al-Din Sinan, quien vivió entre los siglos XI y XII y difundió con rigor y violencia su forma de entender la vida según los preceptos musulmanes (una de sus estrategias de control era precisamente la planeación de asesinatos selectivos contra sus enemigos). Algunos dicen que justo antes de morir, el Viejo de la Montaña llamó a los más fieles de sus fanáticos discípulos para que escucharan el máximo secreto, la máxima verdad. Dicen que dijo: “Nada es cierto; todo está permitido”.

            Pero ¿y los lentes negros qué tienen que ver con esto? Todo y nada. Si se tiene en cuenta que son objetos pertenecientes al superfluo mundo de la moda y el consumo, lo más cuerdo es pensar que están alejadísimos de complejas exégesis de libros sagrados y sabidurías ocultas. Sin embargo, no es así. Dado que es sabido que el misterio y el secreto son, por regla general, las cualidades que más nos atraen, y que el mundo subterráneo de las sectas y los clanes nos resulta altamente seductor (la comprobación de esto es la proliferación de libros, películas, videojuegos y demás productos que con este tema se venden por montones), no es difícil darse cuenta de que la inteligencia del mercado inventó y moldeó el producto perfecto para satisfacer el vehemente deseo que los consumidores tenemos de mostrarnos como personas enigmáticas: los lentes oscuros. Basta con echar un vistazo a las imágenes de las estrellas del pop, y aceptar que todo lo que ellas usan nosotros quisiéramos también lucirlo. Hágase la prueba: hay que escoger a cualquier celebridad y buscar en internet las fotos que de ésta existan. Es indudable que en las que se muestran con lentes oscuros – que son muchísimas-, esos personajes nos gustan más porque, al ocultar su mirada, parecen decirnos: “a pesar de que todos me conocen y a pesar de mi fama, soy parte de un mundo secreto e inalcanzable, soy un misterio, pertenezco a una secta exclusiva: la secta del espectáculo”. Basta también con observar una magnífica representación del misterio que las sociedades ocultas evocan para convencerse de que éstas, o por lo menos sus imágenes reelaboradas, son ahora productos del espectáculo y la moda. Me refiero, por supuesto, a la película Matrix, cuya trama consiste, como todos saben, en las aventuras de un grupo reducido de elegidos que, integrados bajo la forma de un clan secreto, resguardan una verdad oculta. ¿Recuerdan el cartel publicitario del filme? En primer plano se ve al protagonista, Neo, luego a Morfeo, Trinity y Cifra. Todos llevan lentes oscuros y una vestimenta glamurosa. ¿Cuál es el secreto que ellos poseen en la película? Saben, ni más ni menos, que la realidad no es real, y que por lo tanto todo es posible: por eso Neo puede volar y luchar contra miles de enemigos... ¿No era eso lo que quería decir también el Viejo de la Montaña? Lo malo es que esta historia es para nosotros sólo una ficción irrealizable, un simple cartel publicitario, una manera de usar lentes negros.

            Confieso que he caminado sintiéndome un poco como Neo y Morfeo. Confieso también que a veces quisiera comportarme como esos personajes lo hacen: ser misterioso, el estridente enemigo de las reglas sociales: negar todo para que todo sea posible. Quisiera ser, como diría González Rodríguez y Jacques Bergier, un Hombre de Negro: causar miedo y atracción. Sin embargo, no lo soy. Lo más triste es que volteo a mi alrededor y descubro que nadie lo es. Nos conformamos, por comodidad, con los productos y el espectáculo de falso misterio y transgresión que el mercado nos invita a consumir. Estamos inmovilizados frente a las imágenes de una acción que nos da miedo realizar. Nos pasa lo que Guy Debord explicó: “La alienación del espectador para provecho del objeto contemplado –el yo idealizado de uno mismo, o cualquier parte de él- puede resumirse de este modo: cuanto más se contempla, menos se vive; cuanto más acepta uno reconocerse a sí mismo en las imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia existencia y sus propios deseos”. Somos incapaces de formar una secta secreta que se atreva a cambiar con ingenio las reglas sociales y así poder retomar el control de nuestra existencia, pero nos resulta fácil ser parte del club de admiradores de la película Matrix sin darnos cuenta de que, como dijo Miguel de Unamuno, “el que no puede ser otra cosa es socio de un club”. Y pienso ahora, mientras camino luciendo mis lentes negros por la calle, que el principal problema es el modo equivocado de realizar y concebir lo que queremos ser. ¿Seguiremos viviendo a través de películas, libros y costosos accesorios de moda, o nos atreveremos por fin a realizar nosotros mismos la conspiración de la vida? Quizá sea necesario formar un clan secreto cuya principal divisa diga algo parecido a: “TODO ESTÁ PERMITIDO: LA VIDA ES UN MISTERIO QUE NO NECESITA LENTES OSCUROS”.

domingo, 12 de julio de 2015

Gasterópodo II

Confesión por si algo malo nos sucede a mí, a mi madre y a mis manuscritos inéditos

Domingo 28 de junio

César Ávalos ha vuelto. Hace unas horas recibí un telefonema suyo en el que me dijo que vendría a casa en la madrugada y que lo esperara despierto. Sospecho que sabe que estoy por fin dando los últimos toques al libro que sobre el drenaje escribo desde hace tanto tiempo. Por eso ha regresado, como los muertos, a reclamarme el cumplimiento del pacto que hicimos en nuestros tiempos de universitarios. César es (o fue) mi mejor amigo, pero no sé nada de él desde hace un par de años, cuando se esfumó, prófugo de la justicia, acusado de homicidio. Lo imagino viviendo en la clandestinidad. Lo curioso e inquietante es que, desde su desaparición, he presentido su cercanía, de vez en vez me ha hecho temblar el roce de su brazo en la multitud. Podría jurar que sabe los pormenores de mi vida, que desde su clandestinidad estuvo más presente que nunca durante el proceso de publicación y difusión de El investigador perverso y otros ensayos, que se alegró por mi felicidad de autor novel, que leyó con interés las reseñas que comenzaron a aparecer en revistas y periódicos. En cierta feria de libros de una ciudad de provincia a la que me invitaron a participar en una mesa redonda de autores jóvenes, me pareció verlo, embozado, entre el público. No podía ser de otra manera, después de todo esa obra es en realidad suya. Él la escribió. Yo lo vi redactarla durante meses, luego estreché su mano cuando, terminada, me la dio y dijo: fírmala, hazla pasar por tuya, ya llegará mi parte cuando cumplas lo que te corresponde, que es escribir tu libro y dármelo a mí. Ahora viene por lo que, en teoría, le corresponde. Temo su reacción cuando escuche de mi boca que las cosas han cambiado. Es que ya nada es igual. Para empezar, él se convirtió en un asesino peligroso cuyo rostro apareció repetidas veces en los noticieros.

César vivió un tiempo en esta casa, conmigo y con mi madre. Eso fue después de que los dos acabamos la universidad. Durante un año los gastos de su manutención corrieron por cuenta de mi madre, que entonces trabajaba vendiendo comida en la calle y haciendo el aseo en casas de algunos parientes. En esa época, él y yo escribíamos mucho, obsesivamente, y nos corregíamos los textos mutuamente. César se había peleado con sus padres y no contó con nadie que le diera dinero hasta que consiguió ese excelente empleo nocturno en la morgue. Los siguientes meses, en casa vivimos casi exclusivamente con el monto que él comenzó a darle a mi madre a manera de renta. A raíz de esa nueva situación en la economía familiar, ella comenzó a cambiar su amable y abnegada actitud maternal por la de una arrendadora siniestra y mezquina. Simultáneamente, empezó también a perder salud. Con el paso del tiempo, después de que César huyó, mi madre me dijo que su enfermedad y mala actitud se debieron a los trastornos inevitables que produce la convivencia forzada con un asesino. Mi madre es una persona supersticiosa.

Pero el hecho es verdadero, convivimos sin saberlo con un asesino: César salía de noche en sus días de descanso y estrangulaba, según nos enteramos después, mujeres en hoteles de la zona de la Merced. Mi madre quedó muy afectada por esos truculentos acontecimientos. No ha recuperado del todo su salud ni la capacidad tremenda que tenía para trabajar. Sobre nuestra casa cayeron calamidades diversas: pobreza, segregación social y familiar, acusaciones de todo tipo. Se decía que habíamos solapado y ocultado al asesino de mujeres. Hubo quienes me señalaron como cómplice. Sin embargo, hemos salido adelante. Un día, decidí enviar a una editorial del Estado el manuscrito de El investigador perverso que César me había dado. Fue aceptado para publicación. Ese logro animó mucho a mi madre, le hizo tener un motivo de orgullo y sentir que no todo iba tan mal. A ella le resultaba reconfortante decir ante los demás que tenía un hijo escritor que publicaría un libro. A partir de ahí, comenzamos a superar el abismo moral, pero seguíamos sin solucionar el problema monetario.

Teníamos la esperanza de que me pagaran un poco por la publicación, pero pronto supe que no recibiría ni un peso. La editorial sólo me daría doscientos cincuenta ejemplares, por lo cual tuvimos que recurrir, muy a mi pesar, a los hermanos y demás parientes de mi madre. Los convencimos de que sería buena idea realizar una presentación del libro en el Club Social Vasco, del que ellos son socios. Sería una especie de evento social y cultural que limpiaría las máculas que nuestra convivencia con el asesino había infligido a la hasta entonces impoluta reputación de nuestro apellido. A mi madre y a mí nos convenía porque así podríamos vender el libro a un precio exageradamente oneroso.

Algunos de los ejemplares de El investigador perverso colocados en el suelo. Foto tomada afuera del departamento donde vivo.

Los parientes de mi madre son unos adinerados repugnantes que van al Club Social Vasco aunque no son en absoluto vascos. Yo procuro no tener nada que ver con ellos, pero invariablemente tengo que pasar las navidades, por una debilidad nostálgica de mi madre, en la mansión familiar que el tío Alfonso heredó cuando los abuelos murieron. Es ahí donde, después de cenar, los Landeros se reúnen al calor de una espléndida y cálida chimenea para hacer el intercambio de regalos, ritual que siempre ha significado para mí una horrenda tortura. Año con año me obsequian a nombre de toda la familia —cicateros viles— un traje de baño y unas aletas para nadar cuya principal aunque velada función es causarme tormentos psicológicos. Porque con tales objetos los torvos parientes buscan resucitar el pecado adolescente de mi madre, la locura que en su orgiástica juventud la hizo enamorarse perdidamente de ese hippie lamentable que fue mi padre, ese greñudo apestoso que se la llevó a ella —que entonces era una señorita hermosa, perfumada y grácil que jugaba tenis en el Club Social Vasco— a vivir a un campamento de surfistas en una playa remota del país donde después yo nací y crecí en el más completo de los abandonos, todo el tiempo presa fácil de los crueles mosquitos debido a que mi única prenda de ropa era un traje de baño remendado. Siempre carecí de camisetas, zapatos y cortes de cabello (por esos años tenía yo unas larguísimas rastas que me hacían parecer nieto de Bob Marley), y no pocas veces cargué con la responsabilidad de pescar con mis propias manos la cena y llevarla a mis progenitores, que casi todas las tardes me esperaban tendidos en la arena, sumidos en su delirio de cannabis, hambrientos hasta la desesperación a causa de la droga.

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A los traumáticos recuerdos de mi infancia debo el instintivo odio que les profeso a los trajes de baño y a los ambientes playeros. Tan grande es mi aversión por todo lo que tenga que ver con el océano y la arena, que confieso haber experimentado una felicidad inmensa cuando, después de que sepultamos bajo un cocotero el torso de mi padre —no pudimos enterrar todo su cadáver porque papá fue trágicamente devorado por un tiburón mientras surfeaba—, escuché a mi madre decir que iríamos a vivir de nuevo a la ciudad. Hoy estoy convencido de que estudié la licenciatura en Letras porque el olor polvoso de los libros y la circunspección pálida de la gente asidua a las bibliotecas se encuentran en las antípodas de las pieles bronceadas y de las fiestas tropicales que celebraban los iletrados amigos de mi padre. Creo que también por eso el libro que estoy a punto de terminar y que César Ávalos me quiere expropiar es una inmersión radical en el tema del drenaje y la porquería vistos desde una perspectiva literaria, libresca e histórica; en el fondo se trata de una diatriba contra las playas de aguas cristalinas en la cual se pueden leer poéticas descripciones de los caudalosos ríos de aguas negras que desembocan en el mar y echan a perder el idilio naturista de las comunidades hippies.

Si digo todo lo anterior no es por querer infundir en los improbables lectores de este diario compasión por mi penoso pasado familiar, sino para señalar que mi libro sobre el drenaje no debe quedárselo el asesino César porque es profundamente mío. Por otro lado, si me he extendido también en la narración de mis navidades tristes en compañía de los Landeros, se debe a que sólo así se comprenderá cuán agradable resultó al final embaucarlos con la presentación de El investigador perverso en el Club Social Vasco y ahí mismo venderles, a un precio elevadísimo, ese libro escrito por un homicida prófugo.

Pocos recuerdos me producen tan exaltado estado de felicidad como esa imagen mía autografiando y dedicando libros al mismo tiempo que cobraba los ejemplares. Arrebataba los billetes de las manos de los compradores y, antes de guardarlos en los bolsillos de mi saco y de mi pantalón, los arrugaba como si fueran algo despreciable para disimular mi avidez crematística. Pocas veces he vivido una plenitud tan burbujeante y embriagadora como la de ese momento, plenitud que maridaba a la perfección con el rebosante champán que los meseros del Club Social Vasco no cesaban de servirme y yo de apurar en unas esbeltas copas de cristal que, ya vacías, dejaba caer, con falso descuido, en el piso. Ese día conocí el éxito, droga poderosa y sin parangón que no quiero abandonar. Desde entonces me he imaginado que asesino a César Ávalos. Sí, me he imaginado asesinando al asesino que viene a arrebatarme la dicha de volver a presentar un libro, dicha que presiento doble o triple por el hecho de que la próxima publicación será en verdad mía, fruto auténtico de mis desvelos, de mi inmersión terrible en la infancia y de mis dioptrías sacrificadas en el altar del implacable dios de la escritura.

De la presentación familiar obtuve el dinero suficiente para que mi madre y yo viviéramos cuatro meses en completo desahogo. Además, El investigador perverso resultó estar magistralmente escrito, por lo que fue con entusiasmo acogido por la crítica. Adquirí cierta fama y no tardaron en ofrecerme trabajo como columnista en dos renombradas revistas, empleos modestos gracias a los cuales podemos sobrevivir en esta casa. Mi madre recupera de manera notable su salud y tiene puestas todas sus ilusiones en la futura publicación de mi libro, que una editora famosa prometió leer con atención cuando estuviera terminado. Nuestras vidas mejoran en todos los sentidos y podría decir que el destino se redime conmigo de no ser porque César apareció de nuevo como un heraldo negro portador de desgracias y ruinas.

Irónicamente, fue mi supuesto éxito el que me hizo bajar la guardia y me impidió darme cuenta de la tormenta que se avecinaba. Estaba tan convencido del buen tiempo, que caí en la trampa que me tendió, quizá sin saberlo, el reportero que me entrevistó hace unas semanas para el suplemento cultural de un diario de la ciudad. Él quería saber si yo estaba reservando mi “arrollador talento” para un próximo libro, e insinuó que las reseñas mediocres y los seudoensayos que ahora yo redactaba sobre diversos temas como la muerte de los gasterópodos o la inveterada costumbre de subrayar libros eran mucho menores que las piezas de El investigador perverso. No supe ver que en esa pregunta se cifraba mi realidad, el aviso de que estaba arruinado, o más bien la señal de que siempre lo había estado y de que si fugazmente la suerte me sonreía era gracias al mérito de César Ávalos. Más fácil de lo que pensaba podía descubrirse que soy una subrogación ridícula e insuficiente, un badulaque que ni siquiera puede cumplir con su trabajo de sosias literario. Con total irresponsabilidad, le respondí al preguntón que, en efecto, estaba terminando un nuevo libro, una colección de textos unidos entre sí con un inconsútil hilo autobiográfico que me permite reflexionar sobre el tema del drenaje sin que la disquisición ensayística se torne plúmbea. “Creo que será una obra sin parecido alguno con las de mis connacionales; tiene mayor afinidad con los libros de W.G. Sebald”, dije al reportero, quien apenas pudo contener una risilla sardónica ante mi gratuita ampulosidad.

En este cuaderno azul se encuentran la mayoría de mis apuntes sobre el drenaje: bibliografía imprescindible, anotaciones inspiradas, escorzos a lápiz, odas a la pestilencia, varios índices tentativos...

Esa respuesta fue mi perdición. Estoy seguro de que César leyó la entrevista y por ella se enteró de que rompí nuestro antiguo pacto. Anuncié paladinamente estar terminando el libro que en teoría le corresponde y es obvio que eso le molestó y que, en consecuencia, viene esta madrugada a vengarse de mí con gran uso de violencia, como corresponde a su naturaleza criminal. Temo que también le haga daño a mi madre, pues después de todo no hay que olvidar que ella se comportó alguna vez con él como una arrendadora mezquina y siniestra.

Estoy en una encrucijada. No puedo llamar a la policía porque si atrapan a César él no tardará en confesar la verdad sobre la autoría de El investigador perverso. No dudo de que cuente con pruebas contundentes en su argumentación. Todo lo que he construido se derrumbará: mi reputación de escritor, el precario equilibrio de las finanzas domésticas, la salud de mamá, la confianza de la editora famosa que prometió leer con atención mi manuscrito. Quizá lo único que me quede sea esperar a César con un cuchillo en mano y asesinarlo, deshacerme para siempre de su incómoda sombra. Tendría que ser un ataque rápido y silencioso, directo al cuello. Luego limpiaría su sangre asquerosa y desaparecería el cadáver, o mejor aún lo dejaría tirado en la sala y ahora sí llamaría a la policía. Alegaría defensa propia, diría que él era un maniático peligroso y que vino a mi domicilio a atacarme. El único peligro sería alterar el frágil y asustadizo corazón de mi madre que, como el de un canario, por el tremendo susto que le causaría dicho espectáculo podría paralizarse, lo cual me dejaría abatido en el desconsuelo: mi progenitora muerta sin haber gozado del verdadero triunfo de su único hijo. Ni siquiera puedo imaginarlo y preferiría quitarme yo mismo la vida antes que tener que soportarlo.

Aunque, por otra parte, bien pensadas las cosas, no dejan de resultar misteriosas las razones que tiene César para querer arrebatarme el manuscrito sobre el drenaje. ¿Dónde lo publicaría? Nadie estaría dispuesto a cerrar un trato con el asesino prófugo. Tendría que buscar otro prestanombres como yo y hacer un pacto parecido al que realizó conmigo. Una interminable cadena de asesinatos y falsificaciones autorales absolutamente inverosímil. Además, eso significaría que César, el auténtico y genial artífice de El investigador perverso, confía en que mi libro tiene la calidad suficiente para triunfar y que esa calidad es tan grande que justifica mi aniquilamiento y expoliación, cosa que por supuesto me halaga pero también me aterroriza.

No, definitivamente César no viene a eso. Tal vez durante su descenso a los infiernos del hampa y los feminicidios escribió su tan anhelada novela que desde los tiempos de la universidad planeaba y que, ya terminada, debe ser un impresionante espejo o pozo abismal donde los lectores podrán asomarse a las escalofriantes tinieblas del alma humana. Conociendo como de hecho conozco a César, no dudo que su incursión en el crimen y la ignominia hayan sido los medios más adecuados que encontró para poder escribir algo insólito que ahora viene a ofrecerme para que yo lo publique con mi nombre. Quizá en esta madrugada me proponga un nuevo pacto: él escribirá desde la clandestinidad y yo publicaré. Un sistema con el que todos ganamos: él satisface su extraña vocación de autor maldito y mi madre y yo gozamos los beneficios materiales. Además, gracias a la celebridad adquirida podré de vez en cuando sacar a la luz algunos libros propios.


Casi es de madrugada. Mi madre duerme en su habitación. No puedo prever lo que pasará. Por si las dudas, tendré a la mano un cuchillo filoso. Escucho en el silencio de la noche unos pasos lejanos que suben la escalera del edificio. Me apresuro a guardar este diario con mis confesiones en un lugar de mi biblioteca. Pase lo que pase, sólo el curioso que algún día escrute mis libros y descubra este diario en el estante conocerá la verdad. En la entrada de la casa se escuchan ya cuatro golpes suaves. Mi vida no volverá a ser la misma después de abrir la puerta. Me tiembla el cuerpo. De pronto un pensamiento se cuela, como una brisa marina, en mi cabeza. Pienso: “Cualquier cosa, aun la más terrible, es preferible a ser devorado por un tiburón”. Repito la frase y luego pienso en esta otra: “Nuestra vidas son los ríos que van a dar al mar, que es el morir”. Maldigo una vez más la playa de mi infancia, pienso en el drenaje y con un solo movimiento abro la puerta para franquearle el paso a mi destino.

(Publicado en Este país)