(Publicado en Este país)
Los ya numerosos funerales a
los que he acudido no han sido suficientes para infundirme el miedo a la
muerte. Fue hasta hace poco, cuando leí Nada que temer (Anagrama, 2010), de
Julian Barnes (Leicester, Inglaterra, 1946), que tomé conciencia, más que de la
precariedad de la vida, del desasosiego natural que causa la inminencia del
fin. No es que antes yo haya tenido un exceso de valentía o de templanza ante
lo inevitable, sino que me resultaba difícil concebir con transparencia mi
propia mortalidad. Tampoco se trataba de la falsa indolencia que se le adjudica
a la juventud, como si los jóvenes viviéramos en una edad dorada en la que no
existe el dolor ni la cercanía de la oscuridad. Lo que pasaba es que no había
tenido contacto con una persona o circunstancia que me transmitiera esa
preocupación. Sólo después de leer las agudas, divertidas y en ocasiones
obsesivas reflexiones que Barnes hace sobre la muerte, pude experimentar lo que
en su libro se nombra como le réveil mortel, expresión francesa que
significa “el despertador mortal” y que comunica la sensación de “estar en una
habitación de hotel desconocida donde el despertador está puesto en la hora
fijada por el ocupante anterior, y a una hora infame te saca de repente del
sueño para sumirte en la oscuridad, el pánico y una atroz conciencia de que
vives en un mundo alquilado”.
Terrible, ¿no? Sin embargo, mi experiencia de lectura no
lo fue; se asemejó a las pláticas que uno tiene con esos amigos que, dotados de
un gran talento conversacional y de un ácido sentido del humor, son capaces de
hablar sobre los temas más siniestros y, pese a eso, transmitirnos una
serenidad íntima. Considero que las personas más interesantes son aquellas cuya
personalidad es una mezcla de preocupaciones mórbidas y de inteligencia
seductora. Barnes demostró en este libro ser así. Nada que temer me
pareció, en parte por eso, una obra fascinante y única.
No es una novela, pero se lee tan ágilmente que lo
parece. Podría ser considerado un libro de memorias, por el hecho de que su
historia familiar ocupa gran parte del texto, pero el autor no demora en
aclarar ese punto: “Por cierto, esto no es ´mi autobiografía´”. Lo más certero
es afirmar que es un ensayo; de ahí su carácter híbrido, narrativo y lleno de
digresiones. Pero también es un libro de filosofía, entendida ésta como la
pregunta esencial que cada ser humano se formula a propósito de su
cotidianeidad y de la manera en que sobrellevará el peso de su existencia. Las
disertaciones que uno encuentra aquí sobre la verdad, la memoria, la
inexistencia de Dios y el significado de la vida son demasiado literarias –y
hasta se podría pensar que demasiado amenas– para ser aceptadas en los
rigurosos recintos académicos, sin embargo no por eso dejan de ser profundas.
Lo que Barnes hizo en sus páginas, con el estilo mordaz e irreverente que lo
caracteriza, fue escribir filosofía desde la literatura, que es “la que mejor
nos decía y nos dice cómo es el mundo”, y la que “también puede decirnos la
mejor manera de vivir en él, aunque resulta más eficaz en esto cuando parece no
estar diciéndolo”. En este sentido, es interesante el diálogo que Julian
mantiene a lo largo del libro con su hermano mayor, un reconocido filósofo que,
contrario a él, siempre está a favor de una perspectiva lógica –y claro, menos
emotiva– en todos los temas, incluso cuando ellos hablan fraternalmente sobre
sus recuerdos de infancia.
Lo notable es que sencillez aquí no equivale a ligereza
ni indulgencia. Barnes no acepta irreflexivamente ninguna certeza, su proceder
es el de un escéptico minucioso que, en busca de tranquilidad, examina con
detenimiento todos los argumentos que podrían mitigar el miedo a la muerte:
repasa el cristianismo, el materialismo darwiniano, las teorías neurológicas de
la inexistencia del yo, el estoicismo, la tanatología… Barnes encuentra una
objeción para todos los consuelos posibles. A lo largo del libro, el lector
observa cómo, gracias a un proceso racional y muy meditado, se van cayendo una
a una las posibilidades de dejar de temer. Sin dejarse engañar por estratagemas
que intentan ocultar un sentimiento natural, Barnes no se cansa de decir: “Para
mí, la muerte es el único hecho atroz que define la vida”, “repito e insisto en
que sufro de un miedo racional (sí, RACIONAL)”.
Llega un momento en que, de tanto descartar consuelos, el
lector comienza a degustar una especie de humor negro que alivia el desasosiego
fúnebre. Es cuando nos damos cuenta de que la afirmación del temor es parte de
la exaltación de la vida. Barnes no es un ser amargado. Su miedo se debe a que
disfruta vivir, aun con la carga de vacío y absurdo que eso implica: “soy un
melancólico indudable y a veces la vida me parece una manera sobrevalorada de
pasar el tiempo, pero nunca he querido no seguir siendo yo y nunca he deseado
el olvido”. Nada que temer participa de esa visión que Cyril
Connolly encontraba en los libros de sus autores
predilectos: “un sentido de la perfección y una fe en la dignidad humana,
combinados con una trágica comprensión del estado humano y su proximidad al
Abismo”*. Está alejado de esas obras que
muestran una versión almibarada de la existencia, pero no deja de ser un
homenaje a su hermosura y a la dignidad de los hombres que, pese a los
tormentos e incertidumbres vitales, han sobrevivido a sus propias rutinas y,
más allá, han cultivado el arte.
Y a propósito del arte, Barnes no duda en afirmar que se
trata de un placer (por eso le dedica varias páginas a la estadía de Stendhal
en Florencia, donde supuestamente éste entró en éxtasis y se desmayó por haber
contemplado tanta hermosura en pinturas renacentistas), pero no de un placer
inalcanzable ni mesiánico, sino de una labor cotidiana y anclada por completo a
la vida y a las actividades más simples como visitar a los amigos o cocinar.
Muy revelador al respecto resulta leer otro libro de Barnes titulado El
perfeccionista en la cocina, donde el autor, al hablar sobre la práctica
culinaria, parece tocar en realidad otro punto que le interesa: la similitud
vital entre guisar y escribir, dos actividades sujetas a prueba y error, a
goces y frustraciones, como lo son también el amor, la vida en familia y la
amistad.
Pero no sólo eso, Nada que temer acepta
otras lecturas: puede entenderse como un homenaje a los escritores que él
admira (“Son mi auténtico linaje”), sobre todo a los franceses: Flaubert,
Montaigne, Zola, los hermanos Goncourt, con Jules Renard a la cabeza. Asimismo,
es una celebración de la creación literaria, hecha por un escritor que acababa
de cumplir sesenta años cuando redactó el libro, edad desde la cual pudo ver
realizada una obra propia compuesta por diez novelas y algunos libros de
cuentos. Y al final se puede escuchar música, con la presencia de los
compositores rusos Shostakóvich y Rachmaninov, quienes, como informa Barnes,
también le temían a la muerte.
No conozco la obra de esos dos rusos. En realidad, no sé
nada de música. Curiosamente, mi ignorancia me motiva. Con el libro de Barnes
siento que desperté a la conciencia de la muerte, y que es ella la que me mueve
a vivir. Hay muchas cosas que temer, lo sé. Una de ellas es morir y no haber
escuchado por lo menos a Rachmaninov. Barnes dice que si en este momento
recibiera la noticia de que tiene una enfermedad mortal, viviría de un modo
diferente el tiempo que le queda. Dice que sus últimos días los disfrutaría
“con música, no con libros”. Tal vez yo haga lo mismo a partir de ahora. Vivir
con música. Despertar con música.
* Menciono a Connolly
por dos razones. La primera es la gran afinidad que encuentro entre él y
Barnes, ambos ingleses y creadores de dos libros que agradecerían un estudio
comparativo profundo. La tumba sin sosiego y Nada que temer son
obras que se tocan en más de dos puntos: la dificultad de clasificación debido
a su radical alejamiento de los géneros literarios establecidos y, sobre todo,
una sincera obsesión por desentrañar los conflictos existenciales de los
autores.
La
segunda razón es el “sentido de la perfección” que apunta Connolly y que, según
él, depende de la capacidad que tenga un escritor para disponer las palabras de
“una forma que sea aparentemente sin artificio, pero a la vez perfectamente
proporcionada”. Pues bien, yo encuentro en el libro de Barnes esa capacidad.
Conforme uno va leyendo, tiene la sensación de que el flujo discursivo es
espontáneo y de que nada hay más sincero ni natural que el tejido de sus ideas
y párrafos. Así, el lector es llevado sin darse cuenta de un tema a otro, y
luego a otro como por inercia. Sin embargo, basta con poner un poco de atención
para percatarse de que ese efecto es absolutamente complejo y de que se necesita
una maestría literaria más que notable para lograrlo.
Considero
que Nada que temer está perfectamente escrito, y por eso me
llamó la atención la desfavorable y un poco descuidada reseña que Christopher
Domínguez Michael publicó en la revista Letras Libres en junio
del 2011 a propósito de este libro. Por lo general siempre le creo a Domínguez,
y confieso que si yo hubiera leído la reseña antes que el libro, lo más
probable es que, influido por el crítico, no me habría animado a comprarlo.
Digo esto porque no me parece justo que alguien se pierda de una buena lectura
por un comentario despistado. No siempre las reseñas y las críticas dicen la
verdad (incluida la mía, obviamente). Barnes cita esta frase de Ford Madox Ford
al respecto: “No es nada difícil decir que un elefante, por bueno que sea, no
es un buen jabalí verrugoso; porque casi todas las críticas se reducen a
esto”.