El clan de las gafas oscuras
Quien me vea en la calle sabrá que soy una
persona normal. Sin embargo, cuando uso mis lentes negros, logro transformarme
en espía, en miembro de una secreta secta de asesinos, en alquimista. Permítanme
que dé rienda suelta a la fantasía que despiertan en mí las gafas oscuras. Fantasía
que, además, todos compartimos. Los lentes de sol, irresistibles y
avasalladores fetiches del glamour,
accesorios de la vestimenta cuyo influjo parece reducirse a las satinadas y
frívolas nubes de la moda y la apariencia, son en realidad objetos que permiten
asociaciones sutiles y lejanas, madejas de las que corre un hilo oculto que nos
conduce a un viejo y común anhelo: el anhelo del misterio, la seducción de la
penumbra y lo secreto: la negación de lo conocido y lo luminoso.
Me
pongo las gafas y camino por una concurrida avenida. Mi paso es decidido. La
gente con la que me cruzo no puede verme a los ojos, y por eso me siento con
ventaja. Exagero una actitud de seguridad que, no lo niego, resulta un poco
sobreactuada. No soy yo, son mis lentes. Sigo caminando, paso frente a un
ventanal que me refleja: la imagen que me devuelve es lisonjera: estos Ray-Ban hacen de mí un tipo atractivo y
misterioso. Soy el Hombre de Negro. Soy el enemigo secreto de la sociedad. Pertenezco
a un clan peligroso. Sé algo que nadie sabe. (“¿Quiénes son los enemigos?
Supongamos la existencia de un grupo al que llamaré los Hombres de Negro”, dijo
Jacques Bergier, citado por Sergio González Rodríguez en su libro La pandilla cósmica).
Parado
en la calle, detenido frente a mi reflejo, recuerdo que cuando escucho hablar
de clanes secretos, pienso irremediablemente en pequeñas comunidades de
elegidos que protegen una verdad oculta. También pienso que esos temas son
propios de algunos libros best-seller
que no pasan de ser, para los lectores serios, entretenidas bufonadas
esotéricas… De pronto descubro –coincidencia
casi mágica- que el ventanal donde brevemente me he reflejado es un escaparate
de la tienda Sanborns. Detrás del vidrio se exhiben varios de los best-seller que he mencionado. Recuerdo
uno en particular, cuyo argumento me fue resumido por un amigo en una entretenida
plática. Me refiero a Ángeles y
demonios, de Dan Brown, donde supuestamente aparece un personaje
perteneciente a la antigua secta de los Hassassiyn
(nombre que significa literalmente “ebrios de hachís” y que posteriormente
pasó a formar en muchas lenguas la palabra “asesino”). Pues bien, meses después
de aquella charla, supe la verdadera historia de los Hassassiyn, también conocidos como la Secta de los Asesinos. Lo que
más me llamó la atención fue la figura enigmática de su líder, el Viejo de la
Montaña, Rashid al-Din Sinan, quien vivió entre los siglos XI y XII y difundió
con rigor y violencia su forma de entender la vida según los preceptos
musulmanes (una de sus estrategias de control era precisamente la planeación de
asesinatos selectivos contra sus enemigos). Algunos dicen que justo antes de morir,
el Viejo de la Montaña llamó a los más fieles de sus fanáticos discípulos para
que escucharan el máximo secreto, la máxima verdad. Dicen que dijo: “Nada es
cierto; todo está permitido”.
Pero
¿y los lentes negros qué tienen que ver con esto? Todo y nada. Si se tiene en
cuenta que son objetos pertenecientes al superfluo mundo de la moda y el
consumo, lo más cuerdo es pensar que están alejadísimos de complejas exégesis
de libros sagrados y sabidurías ocultas. Sin embargo, no es así. Dado que es
sabido que el misterio y el secreto son, por regla general, las cualidades que
más nos atraen, y que el mundo subterráneo de las sectas y los clanes nos
resulta altamente seductor (la comprobación de esto es la proliferación de
libros, películas, videojuegos y demás productos que con este tema se venden
por montones), no es difícil darse cuenta de que la inteligencia del mercado inventó
y moldeó el producto perfecto para satisfacer el vehemente deseo que los
consumidores tenemos de mostrarnos como personas enigmáticas: los lentes
oscuros. Basta con echar un vistazo a las imágenes de las estrellas del pop, y
aceptar que todo lo que ellas usan nosotros quisiéramos también lucirlo. Hágase
la prueba: hay que escoger a cualquier celebridad y buscar en internet las
fotos que de ésta existan. Es indudable que en las que se muestran con lentes
oscuros – que son muchísimas-, esos personajes nos gustan más porque, al
ocultar su mirada, parecen decirnos: “a pesar de que todos me conocen y a pesar
de mi fama, soy parte de un mundo secreto e inalcanzable, soy un misterio,
pertenezco a una secta exclusiva: la secta del espectáculo”. Basta también con
observar una magnífica representación del misterio que las sociedades ocultas
evocan para convencerse de que éstas, o por lo menos sus imágenes reelaboradas,
son ahora productos del espectáculo y la moda. Me refiero, por supuesto, a la
película Matrix, cuya trama consiste,
como todos saben, en las aventuras de un grupo reducido de elegidos que,
integrados bajo la forma de un clan secreto, resguardan una verdad oculta.
¿Recuerdan el cartel publicitario del filme? En primer plano se ve al
protagonista, Neo, luego a Morfeo, Trinity y Cifra. Todos llevan lentes oscuros
y una vestimenta glamurosa. ¿Cuál es el secreto que ellos poseen en la
película? Saben, ni más ni menos, que la realidad no es real, y que por lo
tanto todo es posible: por eso Neo puede volar y luchar contra miles de
enemigos... ¿No era eso lo que quería decir también el Viejo de la Montaña? Lo
malo es que esta historia es para nosotros sólo una ficción irrealizable, un
simple cartel publicitario, una manera de usar lentes negros.
Confieso
que he caminado sintiéndome un poco como Neo y Morfeo. Confieso también que a
veces quisiera comportarme como esos personajes lo hacen: ser misterioso, el
estridente enemigo de las reglas sociales: negar todo para que todo sea
posible. Quisiera ser, como diría González Rodríguez y Jacques Bergier, un
Hombre de Negro: causar miedo y atracción. Sin embargo, no lo soy. Lo más triste
es que volteo a mi alrededor y descubro que nadie lo es. Nos conformamos, por
comodidad, con los productos y el espectáculo de falso misterio y transgresión
que el mercado nos invita a consumir. Estamos inmovilizados frente a las
imágenes de una acción que nos da miedo realizar. Nos pasa lo que Guy Debord explicó:
“La alienación del espectador para provecho del objeto contemplado –el yo
idealizado de uno mismo, o cualquier parte de él- puede resumirse de este modo:
cuanto más se contempla, menos se vive; cuanto más acepta uno reconocerse a sí
mismo en las imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia
existencia y sus propios deseos”. Somos incapaces de formar una secta secreta
que se atreva a cambiar con ingenio las reglas sociales y así poder retomar el
control de nuestra existencia, pero nos resulta fácil ser parte del club de
admiradores de la película Matrix sin
darnos cuenta de que, como dijo Miguel de Unamuno, “el que no puede ser otra
cosa es socio de un club”. Y pienso ahora, mientras camino luciendo mis lentes
negros por la calle, que el principal problema es el modo equivocado de
realizar y concebir lo que queremos ser. ¿Seguiremos viviendo a través de
películas, libros y costosos accesorios
de moda, o nos atreveremos por fin a realizar nosotros mismos la conspiración
de la vida? Quizá sea necesario formar un clan secreto cuya principal divisa
diga algo parecido a: “TODO ESTÁ PERMITIDO: LA VIDA ES UN MISTERIO QUE NO
NECESITA LENTES OSCUROS”.
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