Jorge Cuesta,
Ensayos
escogidos,
CONACULTA, Cien de México,
México, 2014
El lego soy yo. Lo único que conozco de este
autor es lo que terminé de leer hace unos minutos: tres breves artículos[1] acerca de él y, por
supuesto, los Ensayos escogidos,
librito de apenas 135 páginas que, dividido en cuatro secciones temáticas
(literatura, arte, universidad y actualidad política), pretende dar una idea
sumaria de la obra ensayística y crítica de este escritor mexicano que nació en
Córdoba en 1903, estudió y se desempeñó como ingeniero químico, formó parte del
grupo de los Contemporáneos, fundó la importante revista Examen y murió en la Ciudad de México en 1942.
Es
un exagerado lugar común afirmar que las personas luminosamente inteligentes
caminan por la vida como si lo hicieran, con equilibrio precario, sobre el rompiente
que las resguarda del abismo oscuro de la demencia. Un lugar común que, de
tanto repetirse a la ligera, en ocasiones no permite apreciar la verdad
escalofriante que apuntala y que a menudo, como en este caso, comprueba. Muchos
saben de la tortuosa ruta que tomó Cuesta al final de su vida (locura, auto
emasculación, suicidio en un manicomio), y creo que sería morboso mencionarla
aquí de no ser porque, como afirma Rodolfo Mata,
El suicidio de Jorge Cuesta se abre como un ventanal que, si hacia un lado nos muestra todo su vacío, hacia el otro, en retrospectiva, promete la luz de una explicación. El contraste rige el panorama y repite un rasgo íntimo de la personalidad de Cuesta: su compleja y ambivalente relación con la oscuridad. Pues como crítico, su afilada lucidez parecía detestarla; pero como poeta, sus parcos despliegues –mezcla de Góngora y Valéry– parecía alimentarse de ella.
Lo que iluminaba interiormente a Cuesta
era una luz intensa que se eclipsaba a sí misma, foco de quirófano que podía
cegar incluso al cirujano. Por lo que pude observar en los Ensayos escogidos, su pasión era realizar el análisis objetivo y
minucioso –diríase químico, molecular– de cualquier aspecto de la realidad que
le interesara (la engañosa puerilidad de la poesía de López Velarde, la
intemporalidad originaria de la pintura de José Clemente Orozco, las aporías de
la recién adquirida autonomía universitaria, las vacilaciones políticas del
secretario de Estado norteamericano durante la expropiación petrolera realizada
por Lázaro Cárdenas…). Y realizaba ese análisis tan profundamente que a menudo
su pensamiento, de tan luminoso, en ciertos pasajes se torna oscuro para un
lector como yo, aficionado a ensayos literarios más lúdicos, anecdóticos y
ligeramente más superficiales en su labor crítica.
Cuesta alumbra
contradicciones invisibles a primera vista y es necesario, para no extraviar la
guirnalda enloquecidamente lúcida de hallazgos que va revelando su pluma,
permanecer muy atento a lo que dice y a la manera en que piensa. Sus textos se
ajustan perfectamente a la afirmación que Alberto Paredes hace a propósito del
ensayo: “el género cuyo tema es su propio pensamiento, escena de la mente”,
“espectáculo de un pensar en orden”. El espectáculo racional que Cuesta ofrece
en sus ensayos no es ligero ni complaciente; por el contrario, se encuentra en
las antípodas del entretenimiento, la información fácil y la polémica burda a
la que estamos tan acostumbrados en la actualidad. Sin embargo, una vez que el
lector penetra en el meollo de su drama intelectual, experimenta un placer
singular que emerge de las páginas: el placer de la Razón que irradian. No por nada
Octavio Paz hablaba de él refiriéndose al “prodigioso mecanismo mental que era
Jorge Cuesta”.
Si se acepta la
observación de Rodolfo Mata a propósito de que nuestro autor detestaba la
oscuridad cuando enarbolaba su “afilada lucidez” crítica, mientras que en su
faceta de poeta parecía alimentarse de ella, es necesario también advertir que
el Cuesta crítico no podía disociarse del Cuesta poeta, ni siquiera cuando la
naturaleza del tema sobre el que discurría lo exigía. Un ejemplo es el texto “Crítica
de la Reforma del Artículo Tercero”, que sobresale de entre los Ensayos escogidos por ser el más extenso
(diecinueve páginas) y el que despliega, previsiblemente, el lenguaje más
neutral o legal, es decir, un lenguaje que busca evitar las ambigüedades:
“Estamos obligados, de cualquier modo, a dar al Artículo 3o. una redacción de
tal modo precisa y categórica que no quepan en ella interpretaciones vagas y
contradictorias”, dice el ensayista y con ello busca aplicar ese imperativo a
su propia escritura. Sin embargo, en su esmerada prosa lógica hay algo que,
rebasando una filosa línea de sombra, se inclina del lado poético, aunque su
lirismo jamás es efusivo ni desbordado, sino severo, excesivamente formal: un
relámpago marcial de bella negrura. En ese ensayo en específico encuentro
cierta musicalidad, un ritmo poético puntuado por las repeticiones machaconas
que, en aras de la claridad expositiva, pueden oscurecer el discurso.
Un poco diferentes son
los ensayos sobre literatura y arte. En primer lugar son más pequeños: algunos,
de página y media, podrían pasar por estampas anecdóticas de no ser porque, en
su brevedad, escamotean la narración y ensayan una crítica acuciosa que
sorprende por su capacidad de penetrar en el núcleo de fenómenos artísticos
complejos de dilucidar. Un caso llamativo es la descripción que hace de las
figuras de André Breton y Robert Desnos, a quienes el autor conoció en París.
Lo que en cualquier otro ensayista se hubiera convertido en retrato
celebratorio de ambos poetas, con Cuesta resulta un análisis agudo del valor
que el misterio tenía para los surrealistas, así como de la dificultad de
conservar ese misterio intacto dentro del surrealismo, movimiento que era,
precisamente, un culto al misterio.
En segundo lugar, me
parece que los ensayos sobre arte y literatura se permiten, sin abandonar nunca
la redacción “precisa y categórica”, una mayor libertad verbal, de modo que las
afirmaciones críticas se presentan con una coloración cercana al poema en prosa,
como puede verse en el siguiente bello y sobrio fragmento que rescato al azar
donde Cuesta expone la relación que existe entre la pintura de Carlos Mérida, el
sentido de la vista y el germen de muerte que cada quien lleva dentro:
Las manchas de la pared son los defectos de la eternidad de la pared, la historia de su descomposición y de su ruina. Y se teme conocer las razones que llevan a la pintura de Mérida a un grado de tal dilución; se teme verificar que los ojos se disuelven y que el objeto que miran está sólo pasando por un momento de su ruina, porque se teme despertar el estremecimiento ante la muerte que duerme en el fondo de cada espectador.
Prosa elegante, cuidada y descubridora de enigmas
artísticos concretos. Debo decir que disfruté todos los textos de estas dos
secciones temáticas de los Ensayos escogidos,
aunque, como es natural, unos llamaron más mi atención. Con algunos estuve
totalmente de acuerdo y puedo presumir que yo pensaba, desde antes, más o menos
igual al respecto de López Velarde y José Vasconcelos. Sin embargo, los que con
mayor fuerza recuerdo son aquellos que percibí más lejanos a mi manera de
pensar y a mis conocimientos preexistentes. El ensayo sobre José Gorostiza y su
Muerte sin fin es uno de ellos:
Por una parte, me pareció
hermosa y diáfana la manera en que explica con una interrogación lo que es la
poesía (“¿Y qué es por excelencia la poesía, sino la satisfacción más gratuita
de la necesidad menos arbitraria?”) para de inmediato aplicar esa misma explicación
a los versos de Gorostiza: “Chocan materialmente en la lectura la novedad del
alimento y su adecuación a nuestro gusto. De tal modo, que parece que ni el
tiempo será ocasión de que el alma se serene y pierda el temor de confundir la
realidad poética que José Gorostiza entrega al gozo de los sentidos con una
satisfacción que soñamos”. Pero por otra parte, me desconcertó y me atrajo al
mismo tiempo el denso argumentar crítico que se va tejiendo en el ensayo,
mezcla de complejidad refinada, lenguaje literario especializado y clarividencia
refractaria a la penetración. Yo salí de ese texto paladeando una sensación
ambivalente de luminosa revelación y tiniebla incomprensible, sensación que da
una idea global de lo que experimenté al leer todos los Ensayos escogidos.
Por último y para cerrar
esta reseña, quiero decir que no puedo evitar comparar los ensayos de Cuesta
con los de Salvador Novo y Renato Leduc, autores que tengo muy frescos en la
memoria puesto que hace unas semanas escribí un texto
sobre ambos. Además, me parece que tal comparación es interesante por cuatro
factores. Uno: se trata de autores coetáneos y pertenecientes a un mismo entorno
cultural. Dos: cada uno fue dueño de una personalidad singular que,
inevitablemente, se reflejó en su manera de concebir y practicar el ensayo
literario. Tres: sus textos fueron escritos más o menos en igualdad de circunstancias:
los tres practicaron el periodismo cultural (cosa que determinó la brevedad de
sus piezas) y el público de hoy conoce su producción ensayística gracias a
libros que son compilaciones que abrevan en periódicos y revistas. Cuatro: en
conjunto forman una constelación que, aunque parcial e incompleta, informa un
poco acerca del tipo de ensayo que hicieron los escritores mexicanos nacidos a
finales del siglo xix y principios del xx, constelación que, al menos a mí
–ensayista mexicano nacido exactamente un siglo después que ellos–, me sirve de
norte para orientarme en mi propia tradición.
Mientras Cuesta consagraba, con un sentido espartano del
rigor y la responsabilidad, la escritura ensayística a la función crítica y,
por lo tanto, prescindía del humor, de la narración, de los juegos formales y
de los guiños autobiográficos, es decir, mientras Cuesta veía en el ensayo
solamente una herramienta del análisis y desdeñaba cualquier atrevimiento
literario que no fuera el virtuosismo lingüístico con que exponía sus pensamientos,
Novo y Leduc trabajaban en sentido contrario, privilegiaban la posibilidad de
hacer del ensayo algo autónomo literariamente y no sólo texto ancilar en el sentido que le daba
Alfonso Reyes a esa palabra (Reyes decía que el ensayo es literatura ancilar porque su función es, como la de un esclavo,
proveer información, objetividad). Lo curioso y quizá paradójico es que el
lenguaje de Leduc y Novo no es tan exacto ni tan pulcro –tan literario– como el
de Cuesta.
Novo es célebre, entre
otras cosas, por sus estupendos ensayos sobre temas en apariencia banales: disfrutaba
discurrir acerca de la gordura, la comida callejera, las pelucas, las cosas
usadas, los autobuses… A menudo sus textos son meros pretextos para la
reflexión gozosa y sin compromisos, para la diversión inteligente y la
frivolidad exquisita. Solía redactar ensayos con diálogos, escenas teatrales,
chistes. Leduc era afín a Novo; al escribir sobre algún autor, abundaba en
anécdotas autobiográficas, en pasajes narrativos muy entretenidos. Le gustaba
fingirse incapaz de tomarse la escritura en serio. En una ocasión le encargaron
un ensayo monográfico acerca del café y él, insolente y genial a la vez,
entregó un texto disperso, burlón e inconcluso, como queriendo decir que es
pretencioso e ingenuo tratar de agotar cualquier tema.
El binomio que forman
Novo y Leduc es incompatible con la actitud analítica de Cuesta, quizá porque
éste, debido a su formación profesional en el ámbito de las ciencias exactas,
estaba casado con la objetividad y le era en extremo fiel. Sin embargo, no creo
que deba verse en los otros dos autores una ausencia de espíritu crítico. Por
el contrario, considero que su crítica era intensa, pero practicada desde una
trinchera diferente. Ambos realizaron la crítica, por ejemplo, de lo que se
consideraba importante y digno de estudiarse, así como de los métodos para
acercarse al conocimiento.
¿De quién somos herederos
los ensayistas jóvenes de la actualidad? ¿Pesa más la rigurosidad lúcida de
Cuesta o la anti solemnidad de Novo y Leduc? Por fortuna hay plumas que son
híbridas y creo que la fusión es la tendencia dominante. Por mi parte, yo me
considero más familiarizado con el temperamento de Salvador y Renato. Me cuesta
un esfuerzo considerable ceñirme a la seriedad, y lo digo sin ufanarme de ello.
Sufro carencia de concentración y estoy consciente de que mi vista no es muy
penetrante, lo cual trato de remediar leyendo y estudiando con esmero a autores
como Cuesta, cuyos Ensayos escogidos me
han servido como brújula para introducirme en el mundo de su lógica. Se trata,
claro, del primer acercamiento realizado por un lego. Mi propósito es absorber
todo lo que pueda de él y, para eso, el próximo paso que me impongo es buscar sus
Obras reunidas. Presiento que será
una tarea ardua, enriquecedora y, por qué no, sumamente placentera.
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