domingo, 12 de julio de 2015

Confesión por si algo malo nos sucede a mí, a mi madre y a mis manuscritos inéditos

Domingo 28 de junio

César Ávalos ha vuelto. Hace unas horas recibí un telefonema suyo en el que me dijo que vendría a casa en la madrugada y que lo esperara despierto. Sospecho que sabe que estoy por fin dando los últimos toques al libro que sobre el drenaje escribo desde hace tanto tiempo. Por eso ha regresado, como los muertos, a reclamarme el cumplimiento del pacto que hicimos en nuestros tiempos de universitarios. César es (o fue) mi mejor amigo, pero no sé nada de él desde hace un par de años, cuando se esfumó, prófugo de la justicia, acusado de homicidio. Lo imagino viviendo en la clandestinidad. Lo curioso e inquietante es que, desde su desaparición, he presentido su cercanía, de vez en vez me ha hecho temblar el roce de su brazo en la multitud. Podría jurar que sabe los pormenores de mi vida, que desde su clandestinidad estuvo más presente que nunca durante el proceso de publicación y difusión de El investigador perverso y otros ensayos, que se alegró por mi felicidad de autor novel, que leyó con interés las reseñas que comenzaron a aparecer en revistas y periódicos. En cierta feria de libros de una ciudad de provincia a la que me invitaron a participar en una mesa redonda de autores jóvenes, me pareció verlo, embozado, entre el público. No podía ser de otra manera, después de todo esa obra es en realidad suya. Él la escribió. Yo lo vi redactarla durante meses, luego estreché su mano cuando, terminada, me la dio y dijo: fírmala, hazla pasar por tuya, ya llegará mi parte cuando cumplas lo que te corresponde, que es escribir tu libro y dármelo a mí. Ahora viene por lo que, en teoría, le corresponde. Temo su reacción cuando escuche de mi boca que las cosas han cambiado. Es que ya nada es igual. Para empezar, él se convirtió en un asesino peligroso cuyo rostro apareció repetidas veces en los noticieros.

César vivió un tiempo en esta casa, conmigo y con mi madre. Eso fue después de que los dos acabamos la universidad. Durante un año los gastos de su manutención corrieron por cuenta de mi madre, que entonces trabajaba vendiendo comida en la calle y haciendo el aseo en casas de algunos parientes. En esa época, él y yo escribíamos mucho, obsesivamente, y nos corregíamos los textos mutuamente. César se había peleado con sus padres y no contó con nadie que le diera dinero hasta que consiguió ese excelente empleo nocturno en la morgue. Los siguientes meses, en casa vivimos casi exclusivamente con el monto que él comenzó a darle a mi madre a manera de renta. A raíz de esa nueva situación en la economía familiar, ella comenzó a cambiar su amable y abnegada actitud maternal por la de una arrendadora siniestra y mezquina. Simultáneamente, empezó también a perder salud. Con el paso del tiempo, después de que César huyó, mi madre me dijo que su enfermedad y mala actitud se debieron a los trastornos inevitables que produce la convivencia forzada con un asesino. Mi madre es una persona supersticiosa.

Pero el hecho es verdadero, convivimos sin saberlo con un asesino: César salía de noche en sus días de descanso y estrangulaba, según nos enteramos después, mujeres en hoteles de la zona de la Merced. Mi madre quedó muy afectada por esos truculentos acontecimientos. No ha recuperado del todo su salud ni la capacidad tremenda que tenía para trabajar. Sobre nuestra casa cayeron calamidades diversas: pobreza, segregación social y familiar, acusaciones de todo tipo. Se decía que habíamos solapado y ocultado al asesino de mujeres. Hubo quienes me señalaron como cómplice. Sin embargo, hemos salido adelante. Un día, decidí enviar a una editorial del Estado el manuscrito de El investigador perverso que César me había dado. Fue aceptado para publicación. Ese logro animó mucho a mi madre, le hizo tener un motivo de orgullo y sentir que no todo iba tan mal. A ella le resultaba reconfortante decir ante los demás que tenía un hijo escritor que publicaría un libro. A partir de ahí, comenzamos a superar el abismo moral, pero seguíamos sin solucionar el problema monetario.

Teníamos la esperanza de que me pagaran un poco por la publicación, pero pronto supe que no recibiría ni un peso. La editorial sólo me daría doscientos cincuenta ejemplares, por lo cual tuvimos que recurrir, muy a mi pesar, a los hermanos y demás parientes de mi madre. Los convencimos de que sería buena idea realizar una presentación del libro en el Club Social Vasco, del que ellos son socios. Sería una especie de evento social y cultural que limpiaría las máculas que nuestra convivencia con el asesino había infligido a la hasta entonces impoluta reputación de nuestro apellido. A mi madre y a mí nos convenía porque así podríamos vender el libro a un precio exageradamente oneroso.

Algunos de los ejemplares de El investigador perverso colocados en el suelo. Foto tomada afuera del departamento donde vivo.

Los parientes de mi madre son unos adinerados repugnantes que van al Club Social Vasco aunque no son en absoluto vascos. Yo procuro no tener nada que ver con ellos, pero invariablemente tengo que pasar las navidades, por una debilidad nostálgica de mi madre, en la mansión familiar que el tío Alfonso heredó cuando los abuelos murieron. Es ahí donde, después de cenar, los Landeros se reúnen al calor de una espléndida y cálida chimenea para hacer el intercambio de regalos, ritual que siempre ha significado para mí una horrenda tortura. Año con año me obsequian a nombre de toda la familia —cicateros viles— un traje de baño y unas aletas para nadar cuya principal aunque velada función es causarme tormentos psicológicos. Porque con tales objetos los torvos parientes buscan resucitar el pecado adolescente de mi madre, la locura que en su orgiástica juventud la hizo enamorarse perdidamente de ese hippie lamentable que fue mi padre, ese greñudo apestoso que se la llevó a ella —que entonces era una señorita hermosa, perfumada y grácil que jugaba tenis en el Club Social Vasco— a vivir a un campamento de surfistas en una playa remota del país donde después yo nací y crecí en el más completo de los abandonos, todo el tiempo presa fácil de los crueles mosquitos debido a que mi única prenda de ropa era un traje de baño remendado. Siempre carecí de camisetas, zapatos y cortes de cabello (por esos años tenía yo unas larguísimas rastas que me hacían parecer nieto de Bob Marley), y no pocas veces cargué con la responsabilidad de pescar con mis propias manos la cena y llevarla a mis progenitores, que casi todas las tardes me esperaban tendidos en la arena, sumidos en su delirio de cannabis, hambrientos hasta la desesperación a causa de la droga.

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A los traumáticos recuerdos de mi infancia debo el instintivo odio que les profeso a los trajes de baño y a los ambientes playeros. Tan grande es mi aversión por todo lo que tenga que ver con el océano y la arena, que confieso haber experimentado una felicidad inmensa cuando, después de que sepultamos bajo un cocotero el torso de mi padre —no pudimos enterrar todo su cadáver porque papá fue trágicamente devorado por un tiburón mientras surfeaba—, escuché a mi madre decir que iríamos a vivir de nuevo a la ciudad. Hoy estoy convencido de que estudié la licenciatura en Letras porque el olor polvoso de los libros y la circunspección pálida de la gente asidua a las bibliotecas se encuentran en las antípodas de las pieles bronceadas y de las fiestas tropicales que celebraban los iletrados amigos de mi padre. Creo que también por eso el libro que estoy a punto de terminar y que César Ávalos me quiere expropiar es una inmersión radical en el tema del drenaje y la porquería vistos desde una perspectiva literaria, libresca e histórica; en el fondo se trata de una diatriba contra las playas de aguas cristalinas en la cual se pueden leer poéticas descripciones de los caudalosos ríos de aguas negras que desembocan en el mar y echan a perder el idilio naturista de las comunidades hippies.

Si digo todo lo anterior no es por querer infundir en los improbables lectores de este diario compasión por mi penoso pasado familiar, sino para señalar que mi libro sobre el drenaje no debe quedárselo el asesino César porque es profundamente mío. Por otro lado, si me he extendido también en la narración de mis navidades tristes en compañía de los Landeros, se debe a que sólo así se comprenderá cuán agradable resultó al final embaucarlos con la presentación de El investigador perverso en el Club Social Vasco y ahí mismo venderles, a un precio elevadísimo, ese libro escrito por un homicida prófugo.

Pocos recuerdos me producen tan exaltado estado de felicidad como esa imagen mía autografiando y dedicando libros al mismo tiempo que cobraba los ejemplares. Arrebataba los billetes de las manos de los compradores y, antes de guardarlos en los bolsillos de mi saco y de mi pantalón, los arrugaba como si fueran algo despreciable para disimular mi avidez crematística. Pocas veces he vivido una plenitud tan burbujeante y embriagadora como la de ese momento, plenitud que maridaba a la perfección con el rebosante champán que los meseros del Club Social Vasco no cesaban de servirme y yo de apurar en unas esbeltas copas de cristal que, ya vacías, dejaba caer, con falso descuido, en el piso. Ese día conocí el éxito, droga poderosa y sin parangón que no quiero abandonar. Desde entonces me he imaginado que asesino a César Ávalos. Sí, me he imaginado asesinando al asesino que viene a arrebatarme la dicha de volver a presentar un libro, dicha que presiento doble o triple por el hecho de que la próxima publicación será en verdad mía, fruto auténtico de mis desvelos, de mi inmersión terrible en la infancia y de mis dioptrías sacrificadas en el altar del implacable dios de la escritura.

De la presentación familiar obtuve el dinero suficiente para que mi madre y yo viviéramos cuatro meses en completo desahogo. Además, El investigador perverso resultó estar magistralmente escrito, por lo que fue con entusiasmo acogido por la crítica. Adquirí cierta fama y no tardaron en ofrecerme trabajo como columnista en dos renombradas revistas, empleos modestos gracias a los cuales podemos sobrevivir en esta casa. Mi madre recupera de manera notable su salud y tiene puestas todas sus ilusiones en la futura publicación de mi libro, que una editora famosa prometió leer con atención cuando estuviera terminado. Nuestras vidas mejoran en todos los sentidos y podría decir que el destino se redime conmigo de no ser porque César apareció de nuevo como un heraldo negro portador de desgracias y ruinas.

Irónicamente, fue mi supuesto éxito el que me hizo bajar la guardia y me impidió darme cuenta de la tormenta que se avecinaba. Estaba tan convencido del buen tiempo, que caí en la trampa que me tendió, quizá sin saberlo, el reportero que me entrevistó hace unas semanas para el suplemento cultural de un diario de la ciudad. Él quería saber si yo estaba reservando mi “arrollador talento” para un próximo libro, e insinuó que las reseñas mediocres y los seudoensayos que ahora yo redactaba sobre diversos temas como la muerte de los gasterópodos o la inveterada costumbre de subrayar libros eran mucho menores que las piezas de El investigador perverso. No supe ver que en esa pregunta se cifraba mi realidad, el aviso de que estaba arruinado, o más bien la señal de que siempre lo había estado y de que si fugazmente la suerte me sonreía era gracias al mérito de César Ávalos. Más fácil de lo que pensaba podía descubrirse que soy una subrogación ridícula e insuficiente, un badulaque que ni siquiera puede cumplir con su trabajo de sosias literario. Con total irresponsabilidad, le respondí al preguntón que, en efecto, estaba terminando un nuevo libro, una colección de textos unidos entre sí con un inconsútil hilo autobiográfico que me permite reflexionar sobre el tema del drenaje sin que la disquisición ensayística se torne plúmbea. “Creo que será una obra sin parecido alguno con las de mis connacionales; tiene mayor afinidad con los libros de W.G. Sebald”, dije al reportero, quien apenas pudo contener una risilla sardónica ante mi gratuita ampulosidad.

En este cuaderno azul se encuentran la mayoría de mis apuntes sobre el drenaje: bibliografía imprescindible, anotaciones inspiradas, escorzos a lápiz, odas a la pestilencia, varios índices tentativos...

Esa respuesta fue mi perdición. Estoy seguro de que César leyó la entrevista y por ella se enteró de que rompí nuestro antiguo pacto. Anuncié paladinamente estar terminando el libro que en teoría le corresponde y es obvio que eso le molestó y que, en consecuencia, viene esta madrugada a vengarse de mí con gran uso de violencia, como corresponde a su naturaleza criminal. Temo que también le haga daño a mi madre, pues después de todo no hay que olvidar que ella se comportó alguna vez con él como una arrendadora mezquina y siniestra.

Estoy en una encrucijada. No puedo llamar a la policía porque si atrapan a César él no tardará en confesar la verdad sobre la autoría de El investigador perverso. No dudo de que cuente con pruebas contundentes en su argumentación. Todo lo que he construido se derrumbará: mi reputación de escritor, el precario equilibrio de las finanzas domésticas, la salud de mamá, la confianza de la editora famosa que prometió leer con atención mi manuscrito. Quizá lo único que me quede sea esperar a César con un cuchillo en mano y asesinarlo, deshacerme para siempre de su incómoda sombra. Tendría que ser un ataque rápido y silencioso, directo al cuello. Luego limpiaría su sangre asquerosa y desaparecería el cadáver, o mejor aún lo dejaría tirado en la sala y ahora sí llamaría a la policía. Alegaría defensa propia, diría que él era un maniático peligroso y que vino a mi domicilio a atacarme. El único peligro sería alterar el frágil y asustadizo corazón de mi madre que, como el de un canario, por el tremendo susto que le causaría dicho espectáculo podría paralizarse, lo cual me dejaría abatido en el desconsuelo: mi progenitora muerta sin haber gozado del verdadero triunfo de su único hijo. Ni siquiera puedo imaginarlo y preferiría quitarme yo mismo la vida antes que tener que soportarlo.

Aunque, por otra parte, bien pensadas las cosas, no dejan de resultar misteriosas las razones que tiene César para querer arrebatarme el manuscrito sobre el drenaje. ¿Dónde lo publicaría? Nadie estaría dispuesto a cerrar un trato con el asesino prófugo. Tendría que buscar otro prestanombres como yo y hacer un pacto parecido al que realizó conmigo. Una interminable cadena de asesinatos y falsificaciones autorales absolutamente inverosímil. Además, eso significaría que César, el auténtico y genial artífice de El investigador perverso, confía en que mi libro tiene la calidad suficiente para triunfar y que esa calidad es tan grande que justifica mi aniquilamiento y expoliación, cosa que por supuesto me halaga pero también me aterroriza.

No, definitivamente César no viene a eso. Tal vez durante su descenso a los infiernos del hampa y los feminicidios escribió su tan anhelada novela que desde los tiempos de la universidad planeaba y que, ya terminada, debe ser un impresionante espejo o pozo abismal donde los lectores podrán asomarse a las escalofriantes tinieblas del alma humana. Conociendo como de hecho conozco a César, no dudo que su incursión en el crimen y la ignominia hayan sido los medios más adecuados que encontró para poder escribir algo insólito que ahora viene a ofrecerme para que yo lo publique con mi nombre. Quizá en esta madrugada me proponga un nuevo pacto: él escribirá desde la clandestinidad y yo publicaré. Un sistema con el que todos ganamos: él satisface su extraña vocación de autor maldito y mi madre y yo gozamos los beneficios materiales. Además, gracias a la celebridad adquirida podré de vez en cuando sacar a la luz algunos libros propios.


Casi es de madrugada. Mi madre duerme en su habitación. No puedo prever lo que pasará. Por si las dudas, tendré a la mano un cuchillo filoso. Escucho en el silencio de la noche unos pasos lejanos que suben la escalera del edificio. Me apresuro a guardar este diario con mis confesiones en un lugar de mi biblioteca. Pase lo que pase, sólo el curioso que algún día escrute mis libros y descubra este diario en el estante conocerá la verdad. En la entrada de la casa se escuchan ya cuatro golpes suaves. Mi vida no volverá a ser la misma después de abrir la puerta. Me tiembla el cuerpo. De pronto un pensamiento se cuela, como una brisa marina, en mi cabeza. Pienso: “Cualquier cosa, aun la más terrible, es preferible a ser devorado por un tiburón”. Repito la frase y luego pienso en esta otra: “Nuestra vidas son los ríos que van a dar al mar, que es el morir”. Maldigo una vez más la playa de mi infancia, pienso en el drenaje y con un solo movimiento abro la puerta para franquearle el paso a mi destino.

(Publicado en Este país)

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