jueves, 25 de diciembre de 2014

La soledad no es un momento



Cynan Jones, 
La tejonera,
traducción de Carlos Milla e Isabel Ferrer,
Madrid, Turner,
colección El cuarto de las maravillas, 
Madrid, 2014, 167 pp.









La novela de Cynan Jones La tejonera. Su minimalismo, contención y fulgores poéticos. Sus concentrados espacios en blanco.

Una novela de correspondencias y paralelismos: nada acontece si no es como correlato especular de un suceso gemelo. De ahí que cada escena sea un símbolo, cifra de algo más, y que los personajes cuenten con un doble, un animal –suerte de nahual tutelar– que los representa. De ahí también que todo funcione como señal oscura y meridiana a la vez. Y de ahí su descarnado realismo: porque la vida es un entramado de jeroglíficos y en cada gesto se anuncia nuestro destino, ese destino que carece de sentido y es abrumadoramente gratuito y terrible: la vida compuesta por una lluvia mensajes trascendentales que a nada responden, llovizna bajo la cual nos empapamos sin explicación.

El cosmos de la novela está basado en el juego de contrarios que su carácter especular postula: tejones y hombres, perros y corderos, masculino y femenino, vida y muerte, bosque y prado, amor y crueldad, recuerdo y olvido, gregarios y antisociales, matrimonio y viudez, vejez y juventud, mar y tierra, subterráneo y superficie, recién nacidos y nonatos, Daniel y el hombre corpulento. Ahora bien, en el cosmos humano de La tejonera todo antagonismo se resuelve en un punto que, aunque común y universal, no es simultáneo ni compartido: la trágica soledad y la certeza de que, aun en ese momento de lacerante exclusión, el mundo sigue su curso sin detenerse por nadie.

La soledad no es un momento sino la condición sine qua non.

La tejonera es –al menos en un cincuenta por ciento– una novela sobre el amor y su estúpida fragilidad, o mejor dicho sobre la magnificencia del amor y lo vulnerables, frágiles y diminutos que nos volvemos cuando el amor llega a nuestras vidas.


En el otro cincuenta por ciento, Cynan Jones, sin hacerlo explícito, atiende mejor que Kafka una metamorfosis, consigna el karma básico del cazador y la presa, describe los mecanismos de la crueldad y, para terminar, tiene la elegancia de no anudar los hilos de su narración.