Cuando
se drena un cuerpo de agua, existen tres posibilidades. La primera es que el líquido
fluya hacia otro sitio donde, por efecto de la temperatura, termine evaporándose.
La segunda es que, al llegar a su nuevo asiento, el agua se infiltre en el subsuelo,
nutra a un manto acuífero o se convierta en un manantial que brote en otro lugar.
La tercera, que al ser expulsada de su contenedor original, corra hacia otro
cuerpo de agua más grande como un río, un lago o hacia el mar. Lo más probable,
también, es que sucedan las tres cosas al mismo tiempo. Que en el proceso de
ser drenada, el agua se evapore; luego, a lo largo de su recorrido hacia otro
cuerpo de líquido más grande (donde al final, irremediablemente, se evaporará),
se infiltre en el suelo. En cualquier caso –excepto
en el de la evaporación–,
el agua siempre arrastra consigo, en su camino hacia cotas cada vez más bajas, todo
tipo de materiales sólidos. Así se explican tanto las gigantescas islas de
basura en el océano como la salinidad del mar. Ese último fenómeno se debe a
que la lluvia, al escurrir por las vertientes de los cerros, los deslava y acarrea
sales y minerales que terminan en el océano. Como el agua se evapora y las
sales no, al recibir ininterrumpidamente el liquido de los ríos, el mar se vuelve
cada día más salado. Lo mismo pasó con el lago de Texcoco. Al estar ubicado en
una cuenca endorreica, es decir, sin drenajes naturales, y al encontrarse en un
sistema lacustre interconectado donde ocupaba la cota más baja respecto a los otros
cuatro lagos, recibía de ellos su agua sobrante y con ésta también las sales, las
cuales se sedimentaron, con el paso de los siglos, en su fondo, convirtiendo a sus
aguas y sus tierras en poco propicias para la agricultura. Lo cual ha sido el argumento que, a lo largo de los siglos, se ha utilizado para expoliar a campesinos, ejidatarios y pequeños propietarios que viven en el vaso del lago de Texcoco...
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