Cuando Gustavo Díaz Ordaz asumió la
presidencia, buscó rodearse de funcionarios obedientes. Era una persona rígida
y desconfiada que necesitaba gente incondicional para sentirse seguro. Por eso
nombró a Luis Echeverría secretario de gobernación. En la figura de ese hombre
delgado, circunspecto y de postura corporal siempre recta que parecía además
concentrar todos los rasgos de su personalidad en el ejercicio casi religioso
de la eficacia y la obediencia, Díaz Ordaz creyó encontrar la mano derecha que
necesitaba. Echeverría, como un robot, se esforzó en cumplir todo lo que el
presidente le ordenara. Trabajaba más de lo esperado y, al observar en su jefe
una irascible intolerancia contra las manifestaciones de protesta social (el
movimiento de los médicos de 1964-65 fue ejemplo de ello), encontró en la
facilitación burocrática del pretorianismo una forma de granjearse aún más la
confianza del dirigente del país, con miras secretas a convertirse en su
sucesor. Si a Díaz Ordaz le gustaba propinar garrotazos, Echeverría sería algo
así como su caddie en el campo de golf: le tendría lista la bolsa de palos al
presidente.
El
22 julio de 1968, el movimiento estudiantil comenzó debido a un incidente ínfimo
y más bien grosero (una pelea callejera entre alumnos de distintas escuelas)
que devino en brutal golpiza por parte de la policía del Distrito Federal. El
26 de ese mes, los estudiantes protestaron con una marcha pacífica en la que
exigían, entre otras cosas, la destitución de los altos mandos de la policía y
la libertad de sus compañero presos. Díaz Ordaz se encontraba en una gira de
trabajo en la costa del Pacífico mexicano y recibió una llamada en la que el
secretario de gobernación, con voz indignada y servil, le describía los hechos
como una amenaza para la seguridad nacional. La orden que dictó el presidente
fue que alistaran la represión. Echeverría, en respuesta, se mostró
particularmente solícito con los preparativos: propuso ataques, fuerzas del
orden disponibles, fechas y lugares.
Así fue como el 30 de
julio el Ejército ocupó las preparatorias 1 y 3 de la UNAM. Ese día los
soldados derribaron la puerta del Antiguo Colegio de San Ildefonso con el
disparo de una bazuka. El gobierno, como un padre autoritario y confiado en el
efecto pavloviano que debería causar el chicotazo de su cinturón, esperaba el
apaciguamiento arrepentido de los estudiantes. Pero la respuesta fue contraria.
Los jóvenes, apoyados por personalidades como el rector de la UNAM Javier
Barros Sierra y un grupo notable de profesores e intelectuales como Heberto
Castillo y José Revueltas, formaron un movimiento que se opuso a los actos del
gobierno pero al mismo tiempo accionó con peticiones y aspiraciones
democráticas. Pedían un dialogo público con el presidente de la república y la
derogación del artículo 145 bis del Código Penal Federal, que criminalizaba la
organización ciudadana bajo el término de “disolución social”. Siguiendo ese
programa, el Consejo Nacional de Huelga, conformado por estudiantes de muchas
universidades del país, protagonizó mítines, plantones y manifestaciones
durante los meses de agosto y septiembre de 1968. El gobierno contestó con
tanques de guerra desalojando a estudiantes del Zócalo, con el Ejército allanando
campus universitarios y con operaciones paramilitares.
Mientras
tanto, en la soledad de su despacho de Palacio Nacional, Díaz Ordaz, paranoico,
se convencía de que el movimiento estudiantil era patrocinado por fuerzas
socialistas internacionales que planeaban una invasión al país. Echeverría, por
su parte, continuaba actuando: con gestos ensayados previamente en el espejo,
poniendo en práctica las técnicas histriónicas que le enseñara su hermano mayor
Rodolfo Landa cuando eran adolescentes, fingía, ante Díaz Ordaz, estar igual de
preocupado y paranoico. Así fue como, durante noches eléctricas, apoyados por
Marcelino García Barragán, entonces secretario de la Defensa Nacional, urdieron
la Operación Galeana, cuya misión fue destruir el conflicto estudiantil el 2 de
octubre, antes de que se inauguraran los Juegos Olímpicos. Por supuesto,
Echeverría encontró la manera de añadir secretamente en el asunto algunos
ingredientes propios. Contratar al cineasta Servando González para que grabara
la Operación fue uno de ellos.
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