(Texto publicado en Este país)
Juan Ruíz de Alarcón |
Empeñosos y diversos han sido los
argumentos esgrimidos para demostrar que la obra de Juan Ruíz de Alarcón
–dramaturgo nacido en Taxco en 1580 y muerto en Madrid en 1639–es uno de los
primeros ejemplos de literatura genuinamente mexicana escrita en español. Desde
los homenajes oficiales hasta las lecciones académicas, todo indica que debemos
sentirnos orgullosos de este genio vernáculo, sin embargo, conviene tener en
cuenta lo que Antonio Alatorre señaló en un breve pasaje de Los 1001 años de la lengua española: que Juan Ruíz sólo escribió un
pequeñísimo y muy forzado guiño de colorido mexicano en toda su extensa obra. ¿Intentaba
así ocultar su cognación americana ante el público ibérico que asistía a sus
representaciones dramáticas? Imposible saberlo y estéril devanarse los sesos chovinistas
con la intención de averiguarlo. Por el contrario, lo realmente fecundo es decir
unas palabras acerca del contenido de dicho guiño pues constituye –además de
una muestra de la adulación que sin escrúpulos practicaban en esa época los
escritores– una estupenda puerta para comprender un hecho histórico cuyas consecuencias
me sumen en la tristeza cada vez que camino por las calles secas de esta ciudad
fundada sobre lo que antes fue hermoso valle lleno de agua.
Aquí el guiño mexicano: en
el acto primero de la comedia El
semejante a sí mismo (redactada por Alarcón más o menos entre 1611 y 1616),
los personajes don Juan, don Leonardo y Sancho entran al escenario y festejan
el excelente tiempo que hace en Sevilla durante el mes de abril, clima al que
consideran la octava maravilla del mundo. A raíz de eso, discurren sobre otras
maravillas y cada uno expone las que, a su juicio, son las mejores. Don
Leonardo zanja la discusión con un discurso de sesenta y tres versos laudatorios
(los que van del verso 57 al 120) en los que habla de su maravilla que es (¡oh
sorpresa casi cómica para los lectores actuales que conocemos la verdadera
historia del asunto!) el desagüe del Valle de México. Primero narra las
peligrosas inundaciones que la capital de la Nueva España, establecida sobre un
lago, sufría con las inundaciones:
México, la celebrada
cabeza del indio mundo […]
tiene su asiento en un valle
toda de montes cercada
que a tan insigne ciudad
sirven de altivas murallas.
Todas las fuentes y ríos
que de aquestos montes manan,
mueren en una laguna
que la ciudad cerca y baña.
Luego dice que gracias a las gestiones del
inigualable virrey don Luis de Velasco y Castilla el segundo (“el gran marqués
de Salinas, / de Velasco heroica rama, / símbolo de la prudencia”) se solucionó
el estragador problema que amenazaba con sumergir a la ciudad:
después de mil consultas
de gente docta y ancïana,
cosmógrafos y alarifes,
de mil medidas y trazas,
resuelve el sabio virrey
que por la parte más baja
se dé en un monte una mina
de tres leguas de distancia,
con que por el centro de él
hasta la otra parte vayan
las aguas de la laguna
a dar a un río arrogancia.
Según don Leonardo, mil quinientos peones
en trabajo continuo durante tres años completaban un túnel revestido de
“cantería inmortal” por donde saldría el agua para salvar la ciudad, dar
“eterna paz al reino / y a su autor eterna fama”. Al terminar de hablar, quizá
por la manera declamatoria en que lo hizo, don Juan le contesta, persuadido:
“Tan insigne maravilla / muy justamente se alaba / por la primera del mundo”.
Hasta ahí el único guiño vernáculo
(según Alatorre) en toda la obra de Juan Ruíz de Alarcón. A partir del verso
121, el desarrollo dramático de El
semejante a sí mismo olvida por completo la mención mexicana, olvido que resalta
su condición de parche innecesario y fuera de lugar que, no obstante su
arbitrariedad –o quizá gracias a ella–, resulta una veta de incógnitas sabrosas
para los lectores curiosos: ¿Por qué Alarcón la escribió? ¿Cómo fue el tan
celebrado desagüe de México? ¿Con las mentadas obras emprendidas por el virrey
se solucionó en verdad el problema de la ciudad? ¿Por qué si el dramaturgo
anuncia esa obra como la maravilla superlativa del mundo los lectores raramente
habíamos escuchado antes de ella?
El virrey don Luis de Velasco y Castilla |
Alarcón escribió esos
sesenta y tres versos de tema mexicano por dos razones. La primera fue porque con
ellos trataba de elogiar y tener grato al virrey Velasco, lo cual es más que
evidente con sendas adulaciones puestas en boca de don Leonardo. Y es que Juan
Ruíz se sentía en deuda con el alto funcionario porque éste –mucho antes de ser
nombrado virrey– fungió como testigo en la boda de sus padres, con el tiempo se
volvió su protector y le hizo varios favores invaluables. La otra razón fue que
el dramaturgo presenció una parte de la obra del desagüe, quedó impresionado
con su magnitud y además tuvo cierta relación de amistad con el verdadero
artífice y encargado del proyecto, aunque en la comedia borró injustamente su
nombre para darle el crédito absoluto al virrey. ¿Quién fue el ignorado encargado
y por qué Alarcón desdeñó su presencia?
El verdadero artífice de
la celebrada maravilla fue Enrico Martínez (Heinrich Martin, en alemán), un
hombre de biografía novelesca que tristemente perteneció a la estirpe de los
grandes personajes cuyo destino es el olvido, la ignominia y el desprecio de
sus contemporáneos. Individuo de orígenes oscuros (probablemente nació en
Hamburgo entre 1550 y 1560), se sabe que se graduó en la Universidad de París como
matemático y que impartió clases en Polonia y otros lugares de Europa. En 1589
llegó enigmáticamente a la Nueva España con el pomposo título de Cosmógrafo del
Rey al servicio de Felipe II. En México se desempeñó como traductor del alemán
para el Santo Oficio, escribió en castellano un libro de astronomía y astrología
que en su tiempo fue muy consultado, hizo mapas de América, tuvo una imprenta que
dio al público libros en latín, español y náhuatl, se desempeñó como médico, emprendió
una de las obras de ingeniería más ambiciosas de su siglo (el mentado desagüe) y
murió en el pueblo de Cuautitlán, derrotado, enfermo entre sus polvosos astrolabios,
injuriado por enemigos que lo acusaron de haber provocado la inundación más
terrible de la capital del virreinato novohispano.
El
dato por todos aceptado es que Enrico Martínez se embarcó con rumbo a la Nueva
España “en el año de 1589, en la flota que condujo a su amigo y protector el
virrey don Luis de Velasco el segundo y a Juan Ruíz de Alarcón, también su
amigo”. La imagen de un barco de la Corona española atravesando el encrespado
océano con una tripulación que, entre otras personas, contaba con un virrey
recién nombrado, un cosmógrafo real y un dramaturgo jorobado, me fascina y a
menudo he fantaseado con el tipo de pláticas que pudieron haber sostenido esos
tres personajes durante el largo viaje trasatlántico. Digo “fantaseado” porque
bien sé que dichas pláticas fueron improbables pues en 1589 Juan Ruíz tenía
nueve años y, tomando como cierto el dato –además bastante infundado– de que se
encontraba ahí, es obvio que era incapaz de polemizar con tan doctas
personalidades. Pero fantasear es lo único que se puede hacer en estos casos del
pasado y así lo demuestra Fabrizio Mejía Madrid en su inteligente y divertida novela
Hombre al agua, donde en el segundo
capítulo recrea y explica ficticiamente esa charla singular:
[Enrico Martínez] había conocido al
virrey justo en el barco que lo llevó a la ciudad lacustre de la Nueva España
en enero de 1590 [¿sic?]. Al final de
sus días, el cosmógrafo del rey se lamentó de haber sostenido con el nuevo
virrey, Luis de Velasco, y con el escritor Juan Ruíz de Alarcón, cierta charla
sobre ciencias en la que él, envalentonado por la precaria instrucción de ambos
en el tema, aseguró:
–No
existe problema alguno que no pueda ser resuelto por medio del cálculo preciso
y la acción humana.
–No lo creo, Marino –lo desdeñó Ruíz de
Alarcón, equivocando su apellido.
[…] Pero un
día de 1607, exactamente un año después de que publicara su canon de los
eclipses que vendrían, cuando el ya octogenario virrey de Velasco fue llamado
para un segundo periodo al frente de la Nueva España, su desafío le fue
recordado con precisión. El virrey lo mandó sacar de sus cálculos en el cielo para
que solucionara permanentemente el problema de las inundaciones de la ciudad
que, tres años antes, habían puesto en duda su existencia.
–Usted me
dijo que cualquier problema puede resolverse usando la cabeza –le recordó el
virrey a Enrico–. Llegó el momento de que lo pruebe.
Si el novelista cuenta que Martínez se
lamentó de haber sostenido esa plática trasatlántica de 1589 que ocasionó que
el virrey le pidiera en 1607 solucionar “permanentemente el problema de las
inundaciones de la ciudad”, es porque esa petición le arruinó a la larga la
vida al cosmógrafo. Como dije, la biografía de Enrico es novelesca, pero no
tanto por sus orígenes oscuros ni sus rocambolescos conocimientos científicos
aplicados en Francia, Polonia y México, sino por el dramático fracaso que vivió
en sus últimos años gracias a la malograda empresa del desagüe, empresa que aceptó
e interiorizó como su principal obsesión, su imperativo categórico, su Moby
Dick personal que, como a un Ahab novohispano, lo condujo al naufragio de su
vida.
En
la novela Hombre al agua, Martínez ocupa
un pequeño y fugaz espacio al lado de otras figuras ficticias y reales como
Joaquín de la Cantolla (pionero de los globos aerostáticos en nuestro país) y
Francisco de Viana (autor del primer reglamento contra incendios que hubo en
México), por lo tanto, para conocer mejor su biografía el libro que recomiendo
leer es el que escribió el célebre historiador Francisco de la Maza en 1943: Enrico Martínez: cosmógrafo e impresor de
Nueva España. Auténtica joya de la historiografía mexicana, esta obra es
una relación puntillosa y amena que reúne toda la información existente acerca
del sabio Enrico. A pesar de su erudición notable, no es un texto para
especialistas: su inicio es bellísimo y a ratos se lee como una novela de
misterio. La edición que los lectores contemporáneos podemos consultar es la
facsimilar que la UNAM imprimió en 1991: un hermoso volumen de tamaño grande y
letra amplia que permite disfrutar sin dificultades de una prosa ligera y
trufada con datos exquisitos e ilustraciones tanto de los libros que publicó
Martínez como de un bello y antiguo mapa del valle mexicano. Es en esta obra
donde también se encuentra copiosa información acerca de las obras del desagüe exaltadas
por Juan Ruíz de Alarcón y cuyos antecedentes pueden resumirse así:
Desde
que llegaron al Valle de México, impelidos por motivos religiosos, políticos y
económicos, los habitantes prehispánicos supieron medrar y convivir
armónicamente con el ecosistema lacustre originalmente compuesto por los lagos
de Texcoco, Xaltocan, Zumpango, Xochimilco y Chalco, los cuales, en tiempo de
lluvias, podían peligrosamente crecer hasta unirse y formar un “pequeño mar
cerrado”. Entre otras medidas para poder vivir aquí, los aztecas construyeron un
enorme albarradón que resguardó óptimamente y por mucho tiempo a su ciudad. Por
el contrario, desde la caída de Tenochtitlán, los españoles tuvieron problemas
con el agua a tal grado que Hernán Cortés pensó ubicar la ciudad en otro lugar,
lo cual hubiera sido quizá lo más sensato. A lo largo de los años, numerosas
inundaciones hicieron urgente la presentación de un plan efectivo para drenar
el territorio ocupado –con necedad, ciertamente– por la capital novohispana. En
1555 un tal Francisco Gudiel propuso un proyecto de desagüe que no se realizó.
En 1579 hubo otro, pero fue desechado por el entonces virrey Martín Enríquez
debido a su elevado costo. En 1604 sucedió lo mismo. Fue hasta 1607 cuando,
obligado por la peligrosa inundación que azotaba a la capital, el virrey Luis
de Velasco y Castilla convocó democráticamente a un concurso para elegir un
proyecto que solucionara el problema (no mandó llamar al cosmógrafo
personalmente, como se narra en la novela de Mejía Madrid). El ganador fue
Enrico Martínez, cuya propuesta constituyó la primera gran acción de drenaje
del Valle de México que se puso en marcha.
Detalle del mapa en el libro de Francisco de la Maza |
El
manuscrito del plan original presentado por el cosmógrafo (“sencillo, barato y
adecuado”, a juicio de Francisco de la Maza) se perdió, pero se sabe por
distintas relaciones históricas que consistía en varias obras encaminadas a que
“las aguas del lago de México se vaciaran, por medio de una zanja, en las del
lago de San Cristóbal o Xaltocan; las de éste en las del lago de Zumpango y las
de éste, por medio de un tajo en Nochistongo, en el río Tula, que las llevaría,
por fin, al mar, en el golfo de México”. La última parte del proyecto, en
especial, parecía ser la más acertada, pues al drenar el lago de Zumpango (el
más alto del valle y además alimentado por el río Cuautitlán, el más caudaloso
entonces) se evitaba que las aguas de éste se desbordaran sobre los otros lagos
y anegaran –como había sucedido en ese año de 1607– la ciudad, ubicada en la
parte más baja del valle. El mismo Enrico advirtió que quizá lo más conveniente
y sencillo era empezar por el desagüe de Zumpango para después y con más calma “quitar
de la laguna de México el agua que fuese necesaria para asegurar la ciudad de
la ynundación que se teme”. Las autoridades aceptaron la propuesta y de
inmediato buscaron a los peones para comenzar. Escribe De la Maza:
Se mandó pregonar por las calles
(con el pregonero en canoa, evidentemente) de toda la ciudad “para que todos
los negros, mulatos y mestizos y otras cualquier género de gentes que quisiesen
alquilarse para trabajar en el desagüe, acudiesen dentro de ocho días y hazer
asiento ante el corregidor de esta ciudad, con suficiente paga y para que asi
mesmo todos los vecinos e interesados que quisiesen dar esclavos para ello los
diesen, a los cuales se les daría de comer y alguna satisfacción”.
La “suficiente paga” consistía, por edicto
del virrey, en un pago individual de cinco reales cada siete días, un almud de
maíz a la semana, una libra de carne diaria, una fanega de chile para cada cien
indios, además de transporte de ida y vuelta a sus respectivos pueblos y los
servicios de un hospital construido en Huehuetoca para los trabajadores que se
enfermaran. Con estas disposiciones dictadas (benevolentes, hay que decirlo, en
comparación con otros trabajos similares), el 28 de noviembre de 1607 se
inauguraron con emoción y suma esperanza las obras. Como curioso dato libresco,
me gusta comparar las dos narraciones que conozco de este suceso. La primera es
de 1637 y se encuentra consignada en un libro de título tan largo que sólo transcribiré
sus primeras veintiún palabras: Relación
universal, legítima y verdadera del sitio en que está fundada la muy noble,
insigne, y muy leal Ciudad de México…:
Y habiendo llegado al dicho sitio
de Nochistongo y habiéndose dicho misa a las once del día en un jacal, que para
el efecto estaba ahí hecho, y teniendo prevenidos como mil quinientos indios,
se comenzó la obra del desagüe y algunas lumbreras, tomando el virrey una azada
en las manos y dado algunas azadonadas, con las que se animaron los indios al
trabajo.
Me gusta por la escena de la misa en un
jacal precario y del anciano y aristocrático virrey dando azadonadas sobre la
tierra arcillosa de Nochistongo. La otra narración es la que hace Mejía Madrid
en su novela, publicada en 2004:
[…] para financiar el desagüe, la
ciudad se valuó en veinte millones de pesos en oro y se le cobró el uno por
ciento de ese valor a los pobladores, junto con un tributo especial a las cajas
de vino que, de inmediato, dejaron de llegar. Ésa es una de las razones por las
que el vino jamás llegó al paladar de la ciudad y, en cambio, la cerveza lo
inundó. El virrey de Velasco, quien se mandó a construir una casa en Huehuetoca
para supervisar, inauguró las obras del desagüe el 29 de noviembre. Se dijeron
algunas palabras sobre el futuro seco de la ciudad, una banda de música tocó y
luego el arzobispo bendijo el lodo. Como no había vino para consagrar, el
sacerdote vertió en su vaso, de espaldas a la audiencia, un poco de cerveza.
Es obvio que el novelista se tomó ahí varias
licencias ficticias que, por lo demás, resultan bastante divertidas. El detalle
de la cerveza escandida a hurtadillas en el cáliz del sacerdote, por ejemplo,
es maravillosamente literario, pero no por eso deja de alumbrar ciertos
aspectos verídicos referentes a las condiciones prácticas de las obras del
desagüe. En efecto, para su realización se cobraron dos impuestos nuevos a la
población de la ciudad. Conforme a un avalúo realizado por el arquitecto Andrés
de Concha para calcular el valor de las propiedades, se obtuvo la cantidad de
300,000 pesos. Además, como menciona Mejía Madrid, se impuso una contribución
al vino, cosa que disgustó mucho a la espirituosa población y a la larga volvió
impopular el tortuoso trabajo del desagüe. Quizá en esa ocasión los mexicanos
padecimos por primera vez la terrible mezcla gubernamental de contribuciones
fiscales elevadas y obras públicas inciertas que, con el paso de los siglos, se
ha vuelto el pan de cada sexenio (recuérdese el caso de la línea 12 del metro).
La capital de la Nueva España |
Al
principio todo salió de maravilla. A esta primera etapa de éxito del desagüe
corresponden los versos de Juan Ruíz de Alarcón. El 16 de junio de 1608, sin
haber acabado aún el socavón, se inauguró el tajo (8,600 varas de longitud, es
decir, siete kilómetros más o menos). Enrico Martínez, acompañado solemnemente
por el virrey, el mayordomo Pedro de Altamirano y el padre jesuita Juan Sánchez
que lo había ayudado a hacer las primeras nivelaciones, abrió las compuertas y
el agua entró al tajo “con grandísima furia y raudal”. Se dice que las aguas
del lago de Zumpango descendieron ostensiblemente su nivel ante los ojos de los
testigos. El cosmógrafo, orondo y conmovido, recibió agradecido y de hinojos
una cadena de oro en su cuello que simbolizaba el agradecimiento de la ciudad.
En
septiembre de ese mismo año, las aguas del tajo pudieron por fin entrar al
túnel que las llevó exitosamente al río Tula. El socavón, de aproximadamente
6,600 varas de longitud (cinco kilómetros y medio más o menos), fue justamente
alabado por Juan Ruiz pues en ese tiempo se trató de una obra de ingeniería sin
parangón en todo el mundo. Cuando en el siglo XIX el barón de Humboldt visitó
la Nueva España e hizo exploraciones geográficas e investigaciones históricas acerca
de las obras de Enrico Martínez, concluyó lo siguiente: “Un paso o camino
subterráneo que sirve de canal de desagüe, acabado en menos de un año, de 6,600
metros de largo, con un claro de diez y
medio metros cuadrados de perfil, es una obra hidráulica tal, que en nuestros
días y en Europa llamaría mucho la atención de los ingenieros”. Gracias al
socavón, la laguna de Zumpango se desaguó en su totalidad y se cantó victoria
en los campanarios de la capital de la Nueva España. Se dejó de temer que las
aguas de Zumpango y del río Cuautitlán se desbordaran sobre la ciudad. Como
pasa con frecuencia en México, se creyó que los problemas estaban solucionados
para siempre y que no habría más de que preocuparse, pero no fue así.
En teoría y a juzgar por
los primeros resultados, el proyecto era impecable, magistral, pero bien examinada
su realización acusaba mil fisuras y defectos. Ya desde los comienzos, unos
peritos enviados por el virrey avisaron que el tajo se debía hacer más ancho y
reforzado con taludes de piedra y madera en los costados para evitar los
derrumbes. También recomendaron recubrir con mampostería el interior del celebrado
socavón. Enrico no hizo caso. Los versos de Alarcón que dicen
Después,
porque la corriente
humedeciendo
cavaba
el
monte, que el acueducto
cegar
al fin amenaza,
de
cantería inmortal
de
parte a parte se labra
son mendaces, pues nunca se recubrió con
piedra “de parte a parte” el túnel. Para siempre será un misterio el porqué de
los oídos sordos de Enrico ante las recomendaciones que se le hicieron. De lo
que podemos estar seguros es que de haber sido más receptivo a las críticas, se
hubiera ahorrado muchos problemas y ataques de sus enemigos.
Los émulos de Martínez eran
legión. Tal vez lo odiaban por ser extranjero y lo envidiaban porque don Luis
de Velasco y Castilla lo protegió y favoreció al otorgarle la obra. Por esa
razón, cuando el virrey terminó su mandato en México y regresó a España, varios
peritos se atrevieron a escribir rabiosos libelos en contra del cosmógrafo. El
redactado por Alonso Arias, su archienemigo, fue el más enconado. Esos informes
se enviaron al rey de España que, ignorante y posiblemente ahíto del asunto, mandó
a México en 1614 a un ingeniero holandés para que solucionara el problema. Ese
sujeto, de nombre Adrian Boot, dictaminó en enero de 1615 que el desagüe de Enrico
Martínez “no valía nada”, dijo que lo adecuado era que todo volviera a su
estado original y que lo que debía hacerse era engrosar las calzadas y reparar
los diques existentes, medidas a todas luces insuficientes para frenar las
inundaciones. La discusión se tornó bizantina. Hubo gente a favor del holandés
y a favor de Martínez. Legajos, discusiones escolásticas de alarifes, oidores,
funcionarios, amanuenses a los que se les iba la mano en sus opiniones,
críticas de la población a los impuestos sobre el vino... Al final, para
desembarazarse del asunto, el nuevo virrey ordenó que el río Cuautitlán
volviera a su cauce natural y poco a poco la laguna se llenó de nuevo sin que las
autoridades repararan en ello.
No
obstante su fracaso, el cosmógrafo continuó con sus complicados cálculos
matemáticos y en ese mismo año de 1615 presentó un plan para arreglar los
desperfectos de su obra, prometiendo que en dos años la concluiría. La
Audiencia lo aceptó otra vez, pero con la cruel condición de que pagara una
fianza de 12,000 pesos en veinticuatro horas, lo cual Enrico no pudo cumplir y
terminó en la cárcel. Desde una oscura celda, el matemático graduado en París
pidió su libertad ofreciendo el treinta por ciento de su salario. Cuando salió,
dispuesto a comenzar las obras, nuevas discusiones e intrigas propiciadas por
Alonso Arias entorpecieron los trabajos, que después de muchas zancadillas
pudieron reiniciarse, pero con una lentitud tan desesperante que para 1623 casi
no se había avanzado nada, razón que llevó al nuevo e irreflexivo virrey
marqués de Gelves y conde de Priego a cancelar definitivamente las labores del
desagüe.
Pasaron
los años y en 1628 Enrico presentó ante las autoridades un tercer plan, mucho
más pensado y completo que los anteriores. En éste informaba de los logros por
él alcanzados y presumía que hasta ese momento “sólo habían muerto veintiún
indios, de los muchos miles que trabajaban y que si se atacaba la obra por
enemigos envidiosos, era solamente por
codicia, pues ella implicaba una desatención de los indios en las labores de
los campos y haciendas de los ricos”. Nuevamente se aceptaron sus servicios de
ingeniería y el cosmógrafo trabajó con vehemencia. Lamentablemente, para
septiembre de 1629 los lagos habían crecido en exceso. Venganza líquida de un ecosistema
lacustre invadido por calzadas y templos de piedra, el agua se desbordó y
cubrió primero calles, luego ventanas, naves de iglesias, salones, plazas,
bibliotecas. Con la sensatez que en ocasiones produce el miedo, al ver el
aluvión mucha gente abandonó para siempre la ciudad –medida que quizá hubiera
sido la más adecuada desde el principio– y se mudó a Puebla. El desastre era
inminente. Se dice que a partir del once de septiembre diluvió bíblicamente y
sin interrupción durante treinta y seis horas. A causa de las crecidas, treinta
mil personas –sobre todo indios– murieron ahogados. También fallecieron
multitud de animales, cuyos cadáveres seguramente flotaron durante semanas
enteras, cubiertos de moscas y gusanos acostumbrados al agua. Los ciudadanos
sobrevivientes adoptaron las canoas para no hundirse. En una simpática crónica
–donaire en medio del caos– escrita por el dominico Alonso Franco y citada por
Francisco de la Maza se lee lo siguiente:
Las canoas sirvieron de todo y fue
el remedio y medio con que se negociaba y trajinaba y así en breves días
concurrieron a México infinidad de canoas y remeros. Las calles y plazas
estaban llenas de estos barcos y ellos sirvieron de todo cuanto hay imaginable
para la provisión de una tan gran república; y llegó, lo que era trabajo, a ser
alivio, comodidad y recreación. Una sola canoa cargaba lo que necesitaba de
muchos arrieros y bestias mulares. Fue
lenguaje común decir todos: andamos ahora
en carrozas, porque pobres y ricos paseaban en la ciudad con mucho descanso
y sentados en las canoas, que eran carrozas de menos costo, por lo mucho que
tiene sustentar carroza y animales que la tiren. En canoas se llevaban los
cuerpos de los difuntos a las iglesias y en barcos curiosos y con mucha
decencia se llevaba el Santísimo Sacramento a los enfermos. Vi de la catedral
muy pintado y dorado, su tapete y silla en que iba el cura sentado y haciéndole
sombra otro con un quitasol de seda; acompañábanle otras canoas en que iban
gentes que llevaban luces y la campanilla que se acostumbra iba adelante para
avisar a los menos atentos […]
Pero mientras algunos se divertían en sus
paseos de remos, la noche del dieciocho de septiembre, en medio de un ambiente
apocalíptico y una tormenta inclemente, las autoridades encarcelaron al ya
anciano Enrico Martínez. Chivo expiatorio de una ciudad llena de ahogados, se
le acusó ridículamente de haber cerrado la boca del desagüe que él mismo había
construido. Muchos dijeron que, ante las leviatánicas aguas que evidentemente
no podrían caber por el socavón sin destruirlo, el cosmógrafo mandó tapar su
entrada para no arruinar el trabajo de tantos años. Otros maledicentes
aseguraron que, con ánimo maquiavélico, lo cegó para demostrar a sus émulos que
sin drenar la laguna de Zumpango la inundación sería catastrófica. Por su
parte, Enrico dijo que habían sido las avenidas violentas las que taparon con
lajas la entrada del desagüe.
La
eterna paz del reino tan cacareada por Juan Ruíz parecía, en tales condiciones
infernales, una burla. Asustado porque el agua seguía subiendo y le llegaba ya
al cuello, el virrey, arrepentido, mandó sacar al cosmógrafo de la cárcel y, al
comprobar que era el único capaz de solucionar el problema, le suplicó que
hiciera lo necesario para salvar a la ciudad. Desde luego no se disculpó por el
presidio al que lo había sometido, pero le dio 15,000 pesos y con esa cantidad
Enrico trabajó una vez más en Nochistongo y amplió sus obras para desviar
arroyos y ríos por la parte de Chimalhuacán, Coyoacán, Mixcoac y Xochimilco. El
cosmógrafo se fue a vivir al pueblo de Cuautitlán para supervisar más de cerca
el desagüe. Ahí trabajó incansablemente hasta 1632, fecha en que consideró
concluida la obra que se había convertido en su obsesión durante más de veinticuatro
años.
La
hora de la verdad llegó. Ante la expectativa de todos, se abrieron otra vez las
compuertas del desagüe. Enrico, enfermo y disminuido pero con la certeza de que
por fin recibiría el premio por sus esfuerzos, esperó desde la orilla del lago
de Zumpango a que las aguas descendieran, sin embargo resultó que el conducto
era demasiado estrecho para vaciar el volumen ingente de líquido que se había
acumulado. Las cosas fallaron otra vez. Aquello parecía un castigo divino de no
ser porque había sido consecuencia del cálculo humano. Como era de esperarse,
anatemas y acusaciones cayeron sobre la envejecida cabeza del matemático. La
versión aceptada por los historiadores es que, humillado, Martínez murió a
causa de los insultos que el oidor Villalona y el fraile Andrés de San Miguel
le escribieron. Villalona lo tachó de inepto, embaucador, hipocondriaco,
fracasado y extranjero arribista, mientras que Andrés de San Miguel se
lamentaba de que alguna autoridad competente no hubiera mandado a ahorcar a
tiempo a Enrico, a la vez que señalaba al difunto virrey Luis de Velasco como
culpable por haber protegido a un rufián. Al enterarse de esas palabras, “su
espíritu debe de haberse doblegado ante esta última y terrible decepción
–escribe De la Maza–, de tal manera, que a los pocos meses moría en su triste y
lóbrego aposento del pueblo de Cuautitlán, rodeado de su libros y sus
instrumentos científicos, que fueron, más que otra cosa, el centro y amor de su
vida”.
En el centro de Cuatitlán |
Enrico
murió en la nochebuena de 1632. No quiso regresar a la Ciudad de México porque
ahí lo odiaban. Se desconoce el lugar exacto donde yacen sus restos. Su figura
tuvo que esperar a que en el siglo XIX, gracias a los comentarios benevolentes
y admirativos de Humboldt, se levantara un monumento en su honor, el cual se
encuentra en el costado poniente de la Catedral Metropolitana. Carece de efigie
porque nadie sabe cómo era su aspecto físico. En Cuautitlán, frente a la
catedral de San Buenaventura y a un lado de la imponente cruz de piedra que
ostenta la cabeza labrada de Carlos V, una pequeña calle de tan sólo una cuadra
se llama Enrico Martínez: en una esquina hay una heladería y en la otra una
cantina de mala nota. En el Distrito Federal una calle cercana a la Biblioteca
de México lleva su nombre, ese nombre que su contemporáneo Juan Ruíz de Alarcón
no tuvo empacho en borrar cuando alabó las obras que al cosmógrafo le trajeron
desagracias y sin sabores y que al final, más que una maravilla digna de
celebración, significaron una calamidad para todos.
La placa del monumento dedicado a Enrico Martínez |
El
desagüe del Valle de México se completó definitivamente hasta el siglo XX.
Porfirio Díaz fue el último personaje empeñado obsesivamente en esa tarea. Después
de la muerte de Martínez, se abandonó la idea de desaguar por el lado de
Nochistongo. En los siglos siguientes se presentaron y realizaron diversos
planes al respecto y se padecieron también numerosas inundaciones. En la
actualidad, las obras hidráulicas del valle no están encaminadas a secar lagos,
porque ya no los hay, salvo pequeños y degradados cuerpos de agua que son la
excepción. El principal problema que se afronta es traer a la ciudad desde muy
lejos el agua limpia para uso cotidiano y luego sacarla en condición de
porquería tóxica.
Viajé a la laguna de
Zumpango. Todavía es grande, aunque no tanto como en siglo XVII, cuando el
pueblo del mismo nombre se encontraba en su ribera y Enrico Martínez se
esforzaba en secarla. Tiene a la vista un aspecto hermoso, imponente y sereno
debido a las garzas blanquísimas que la habitan, pero es desagradable para el
olfato. Algunas lanchas de motor, ancladas no lejos de donde me encontraba, se
mecían por el viento como dando vida a una pintura de Monet. Contemplé largo
rato el paisaje. Pensé en los cadáveres de gente asesinada que a menudo se
encuentran en los canales contaminados de la comarca. Me pregunté cuántos de
esos canales desembocan en Zumpango. El cielo se oscureció y, junto con las
sombras y el frío, la pestilencia se volvió más intensa. Me marché pensando que
la terca permanencia de la laguna y la blancura de sus aves tienen algo de
milagroso y de estremecedor. Mientras caminaba para tomar el camión de regreso
que me llevaría al tren suburbano de Cuautitlán, vi que en un changarro de
comida vendían truchas. ¿Las pescan ahí? Por la ventanilla del autobús observé
que la luna había salido. Intenté imaginar cómo se vería reflejada sobre el
agua. Avanzamos. Las milpas dieron lugar a las casas, a la zona industrial, a
los suburbios interminables. Luego, ya en el tren, llegué a la ciudad desecada.
Una hora más tarde, entré a mi casa en Coyoacán. Cansado, me desvestí y en la
ducha contemplé cómo el agua se iba por la coladera con rumbo, quizá, a donde
había yo pasado el día.
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