Carlo Emilio Gadda |
Nacido en Milán, Italia, el catorce
de noviembre de 1893 y muerto en Roma el veintiuno de mayo de 1973, este
ingeniero, filósofo, periodista y literato es considerado por algunos lectores
y críticos –debido al estilo complicado, digresivo, vanguardista y barroco de
su obra– como el James Joyce italiano, lo cual, he de decirlo, no puedo
corroborar ni desmentir porque no he leído a Joyce.
Busco en internet retratos
fotográficos de ambos autores y compruebo que, al menos físicamente, no se
parecen en lo más mínimo. Joyce fue siempre un hombre delicado y esbelto, su
rostro ostentaba una delgada boca presidida por un elegante bigotillo y un par
de ojos claros de aspecto amedrentado que se parapetaban detrás de unos eternos
lentes redondos. En casi todas sus efigies, da la impresión de no haber
abandonado el gesto de sorpresa melancólica que se ve en un retrato infantil
que le hicieron alrededor de 1888, imagen en la que luce un trajecito de
marinero y mira con una curiosa expresión a la cámara. Gadda, por el contrario,
pasada su juventud se convirtió en un hombre gordo y nada infantil que vestía
trajes elegantes con pañuelo en la solapa y en ocasiones gabardinas y sombreros
detectivescos. Sobre su cuerpo de muñeco de nieve empaquetado, estaba colocada
una cabeza con un rostro que –casi un oxímoron– era afilado y abotagado al
mismo tiempo, agudo, circunspecto y rematado por una afilada nariz ligeramente
inclinada hacia abajo. Con base en este análisis fotográfico, concluyo que
Gadda no puede ser, como se repite por todos lados, el Joyce italiano. En todo
caso, hablando de semejanzas físicas, Carlo Emilio se parece más al cineasta
Alfred Hitchcock, con quien compartía la complexión corpulenta, el estilo en el
vestir, la mirada intimidante y una notable papada.
Joyce |
Ahora bien, si me pongo a comparar
estilos de escritura, más seguro para mí es aventurar la idea de que el
escritor Daniel Sada (1953-2011) fue el Gadda mexicano. Al respecto puedo
esgrimir algunas pruebas literarias:
a. El gusto compartido por la sintaxis enrarecida, mezcla de perfectas
frases poéticas, retruécanos explicativos, exclamaciones inesperadas, giros
vulgares y oraciones de pronto mutiladas por efecto de una puntuación
extravagante.
b.
Ambos autores se regodeaban en la narración de situaciones triviales que
hacían crecer hasta adquirir dimensiones desproporcionadas. Los personajes
pueden, por ejemplo, desarrollar una actividad normal y, de pronto, detenerse
para tomar un alimento, pretexto suficiente para que los narradores se
embarquen en una descripción neuróticamente minuciosa (en el caso de Gadda) o
de singulares visos cómicos (con Sada) a propósito de la comida o del acto de
manducar.
c. El amplio abanico léxico que se disfruta en las obras de este par de
escritores es otra cosa llamativa que los une. Se sabe, por la nota explicativa
que Juan Ramón Masoliver escribió a su propia traducción al español de El zafarrancho aquél de vía Merulana, que Gadda encarna
el epítome de una serie de escritores italianos que, descontentos con la falsa
preponderancia del toscano como lengua oficial de toda Italia, se esforzaron
por dar cuenta en la página literaria de la apabullante riqueza dialectal de su
país, que lejos está de ser un territorio lingüístico unitario. Gadda incorporó
en sus escritos una multitud de voces provenientes de los dialectos véneto,
toscano, lombardo, abrucés y romanesco, lo cual, sumado al gusto que tenía por
los neologismos, barbarismos, cultismos y tecnicismos (provenientes estos
últimos de su profesión de ingeniero industrial), hace que su obra se lea como
un coro un tanto babélico y complejo que, según una opinión de Sada que yo
suscribo, “lo mismo puede seducir que poner irascibles a los pobres lectores”.
Por su parte, el escritor mexicano, emulando a Carlo Emilio, por quien sentía
gran admiración, siguió a su manera el mismo camino. En una entrevista que leí,
Sada comentó que le gustaba viajar por la República Mexicana y registrar las
palabras y las formas expresivas que encontraba en distintas regiones para plasmarlas
luego en las historias y poemas que escribía, incorporando simultáneamente
palabras vulgares, cultismos, arcaísmos y neologismos. En este sentido, la
imagen que me viene a la mente cuando pienso en Sada es la de un hábil
carterista del lenguaje callejero que en sus tiempos libres ocupa un escaño en
la Academia, condición híbrida que le granjeó la graciosa calificación –acuñada
por un lector cuyo nombre no recuerdo– de que su estilo literario era una
perfecta combinación de Góngora y Cantinflas.
d.
Exacerbación de la sonoridad musical de la prosa. Masoliver tiene razón
al advertir que si Gadda utilizaba un plural material léxico y sintáctico era
con la intención de dar un “efecto sinfónico” a su escritura. La premeditada
heterogenia de las palabras y sus consiguientes efectos fónicos, así como las
interjecciones súbitas y los juegos de la puntuación son recursos efectivos
para que un texto cualquiera de Gadda pueda disfrutarse como un concierto donde
diversas voces cantan al mismo tiempo. En el caso de Sada, la musicalidad se
nutre, como propone Geney Beltrán Félix en su estudio “El fabulador en
octosílabos o el corridista culto: la prosa rítmica de Daniel Sada”, de la
métrica al servicio de la prosa. Cuidadosamente escandidas, muchas frases de
este escritor tienen la estructura silábica de un corrido, de manera que el
lector atento puede experimentar una sabrosa sensación de musicalidad, como si
en lugar de estar frente a una página estuviera escuchando una canción, efecto
que el autor llevó a sus últimas consecuencias en el cuento “El gusto por los
bailes”, que está escrito en verso y es la reelaboración del popular corrido
mexicano “Rosita Alvírez”.
Daniel Sada |
e.
Se sabe que Daniel Sada admiraba mucho al escritor italiano. Lo dijo en
algunas entrevistas y dejó registro de esta influencia en un excelente cuento
titulado “Atrás quedó lo disperso”, donde el narrador discurre en torno a obras
que pueden considerarse cumbres de la literatura difícil de leer. Ahí, nombres
como James Joyce, Guimarães Rosa y Carlo Emilio Gadda figuran en la lista de
los autores (lista en la que sin escrúpulos podemos colocar al propio Sada) que
han hecho de la escritura una compleja construcción estilística que, por su
exquisitez y delicada orfebrería, suele fascinar a los lectores en la misma medida
que los aleja o aturde. Como ya dije, no he leído a Joyce, así que no puedo
constatar que el estilo del irlandés haya incidido en el del mexicano. Sí
conozco algo de la obra del brasileño Guimarães, lo cual me acredita para dar
fe de un cierto parecido entre ambos autores. Sin embargo, considero que es con
la obra de Gadda con la que la de Sada comparte más aspectos. En realidad,
desde que cayó en mis manosEl zafarrancho aquél de vía Merulana (yo leí a Gadda años después de
internarme en el mundo de Sada) no he dejado de pensar que Sada siempre quiso
parecerse a Gadda, lo cual no demerita el talento deslumbrante del mexicano,
pues estoy convencido de que para poder convertirse en un buen y original
escritor es imprescindible primero querer ser como alguien más. Imitando la
estrategia de Alfonso Reyes que a su vez imitó a Robert Louis Stevenson, Sergio
Pitol afirma en la primera página de su libro El mago de Viena que
querer ser como otro escritor, incluso copiar su estilo y hábitos, es la única
manera de encontrar una voz literaria propia.
Me pregunto cuánto
habrá influido la gordura física de Sada y Gadda en sus maneras glotonas y
exuberantes de concebir el lenguaje. Quizá sea una tontería, pero la verdad es
que algo me parecería turbio e incoherente si los libros El zafarrancho… o Porque es
mentira la verdad nunca se sabe hubieran sido escritos por
autores enjutos. Me hubiera decepcionado terriblemente al ver sus retratos
porque en sus prosas la glotonería es el signo dominante, sí, una glotonería
lingüística exigente, sibarítica y difícil de sostener que quizá sólo se
encuentre en otro escritor igual de gordo, exuberante y barroco. Me refiero al
cubano José Lezama Lima, con quien Sada y sobre todo Carlo Emilio tienen
demasiados puntos en común. Lamentablemente, señalar ese parecido es una tarea
que exige un texto propio y, por lo pronto, el espacio de este ensayo se ha
agotado. Espero que lo hasta aquí escrito sirva como invitación a leer las
complejas y desquiciadas obras de estos autores, o que por lo menos impela al
público a buscar sus retratos en internet. Advierto que lo primero es arduo y
complejo, mientras que lo segundo es rápido y sencillo. Pero lo cierto es que
jamás la sencillez prodigará tantos placeres como la complejidad.
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