viernes, 21 de septiembre de 2018

Historias de Lisboa


Antes del cine digital, filmar era desenrollar espirales de celuloide. Tiras de fotogramas nonatos donde el tiempo aún no ha ocurrido. Activarlos durante una fracción temporal de luz, hacer que su breve vida sea la huella de su extinción y volverlos a anudar en otro espiral que será su tumba. Vorágines de tiempo congelado en su nudo oscuro. Remolinos que resucitan al cruzar el haz lumínico del cinematógrafo.
Win Wenders, en Historias de Lisboa, registra el paso del cine analógico al digital. En esa película aparece Friedrich, el falso cineasta que graba con una cámara antigua cuyo funcionamiento es aún manual. Al mismo tiempo, los niños camarógrafos utilizan ya aparatos digitales, o semidigitales, con pantallas en la misma cámara.
Aunque talvez me equivoco. Puede ser que los aparatos que manejan los niños funcionen con pequeños rollos de celuloide en formato de casete. El mismo mecanismo de las cámaras antiguas. No lo sé.
De lo que sí estoy seguro es de que Wenders capta muy bien un momento de transformación de las imágenes cinematográficas en esa película, que en sí misma es un ensayo, una reflexión sobre el arte de hacer cine.
Los niños camarógrafos de Historias de Lisboa.
Quizá he escrito todo esto para decir que estoy saliendo con una chica muy interesante a la que le fascina el cine.
Para decir que ella escribió un ensayo acerca de la mirada infantil de Win Wenders.
El ensayo me gustó.
Ella me gusta.
Es hora de aceptar que mi corazón cambió de lo analógico a lo digital.

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