Antes del cine digital, filmar era
desenrollar espirales de celuloide. Tiras de fotogramas nonatos donde el tiempo
aún no ha ocurrido. Activarlos durante una fracción temporal de luz, hacer que
su breve vida sea la huella de su extinción y volverlos a anudar en otro
espiral que será su tumba. Vorágines de tiempo congelado en su nudo oscuro.
Remolinos que resucitan al cruzar el haz lumínico del cinematógrafo.
Win Wenders, en Historias de Lisboa, registra el paso
del cine analógico al digital. En esa película aparece Friedrich, el falso
cineasta que graba con una cámara antigua cuyo funcionamiento es aún manual. Al
mismo tiempo, los niños camarógrafos utilizan ya aparatos digitales, o
semidigitales, con pantallas en la misma cámara.
Aunque talvez me
equivoco. Puede ser que los aparatos que manejan los niños funcionen con
pequeños rollos de celuloide en formato de casete. El mismo mecanismo de las
cámaras antiguas. No lo sé.
De lo que sí estoy seguro
es de que Wenders capta muy bien un momento de transformación de las imágenes
cinematográficas en esa película, que en sí misma es un ensayo, una reflexión
sobre el arte de hacer cine.
Los niños camarógrafos de
Historias de Lisboa.
Quizá he escrito todo
esto para decir que estoy saliendo con una chica muy interesante a la que le
fascina el cine.
Para decir que ella escribió
un ensayo acerca de la mirada infantil de Win Wenders.
El ensayo me gustó.
Ella me gusta.
Es hora de aceptar que mi
corazón cambió de lo analógico a lo digital.
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