martes, 20 de enero de 2015

Hacer caso a lo que veo

Caminar y hablar de las cosas que uno encuentra abandonadas en la calle.
        Es rarísimo hallar dinero tirado. La basura es lo más común: envolturas de comida chatarra, latas, botes de plástico, papeles sucios, periódicos viejos, huesos de elote con un palito ensartado. Ya he escrito sobre la perturbadora cantidad de animales muertos que uno puede ver en la vía pública (pulse aquí y aquí si quiere leer al respecto).
        De vez en cuando, se puede ver algún mueble, una televisión, sillones. También libros, zapatos, comida, objetos de todo tipo, generalmente rotos, despostillados y en una etapa de su existencia en la que se han vuelto inservibles para lo que fueron creados. Sin embargo, la utilidad de lo que yace despreciado en la calle sorprende por el dispendio y la arrogancia de quienes lo desecharon.
        Es hermoso y poco común descubrir algo nuevo y lustroso que podemos estrenar.
        La mierda, por supuesto, ocupa un lugar especial, si no es que el primero en la lista de las cosas tiradas por los caminos de la ciudad.
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Una pelota rosa de plástico y un frasco de pintura color verde marca Vinci, a poca distancia uno del otro, yacen en un parque cualquiera de la Ciudad de México

En el cruce del Paseo de la Reforma y el Eje 1 norte, a unos cuantos pasos de la estación Garibaldi del metro, se encontraba ayer una camisa negra de rayas

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Después de una noche lluviosa y conversadora durante la que juré ante mi primo no volver a comprar un paquete completo de cigarrillos, el sol matinal caía con vitalidad sobre la banqueta húmeda del edificio donde vivo. Yo caminaba con mi perro en nuestro paseo consuetudinario y de pronto vi una cajetilla de tabaco que, lustrosa y geométrica, yacía en el suelo ostentando la llamativa tipografía de su marca comercial.
Con un puntapié escrutador, comprobé que estaba sellada. Rápidamente la guardé en mi pantalón. De inmediato supe que, al escuchar lo sucedido, mi primo no lo creería. Diría que soy un fingidor que urde mentiras para justificar ese tabaquismo que terminará por conducirme, después de un lapso no muy prolongado, a la muerte y al horno funerario, de donde mi cuerpo saldrá convertido en algo repugnante y parecido a lo que contienen los numerosos ceniceros que suelo rebozar por todos los rincones del departamento.

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En su novela Ciudad de cristal, Paul Auster cuenta cómo el escritor Daniel Quinn, en un demencial periplo donde la ficción se confunde con la realidad, se convierte de un día para otro en un detective privado. Su misión es vigilar a Peter Stillman, así que Quinn lo espía en sus extrañas caminatas diarias:

Lo que Stillman hacía en aquellos paseos continuaba siendo una especie de misterio para Quinn. Naturalmente, veía con sus propios ojos lo que sucedía, y lo anotaba todo cuidadosamente en su cuaderno rojo. […]
Mientras caminaba, Stillman no levantaba la vista. Mantenía los ojos siempre fijos en la acera, como si estuviera buscando algo. De hecho, de vez en cuando se agachaba, recogía algún objeto del suelo y lo examinaba atentamente, dándole vueltas y vueltas en la mano. A Quinn le hacía pensar en un arqueólogo inspeccionando un fragmento de una ruina prehistórica. En ocasiones, después de estudiar así un objeto, Stillman lo tiraba a la acera. Pero generalmente abría su bolsa y guardaba en ella el objeto cuidadosamente. Luego, metiendo la mano en uno de los bolsillos de su abrigo, sacaba un cuaderno rojo ­­–parecido al de Quinn pero más pequeño– y escribía en él con gran concentración durante un minuto o dos. […]
Según Quinn podía ver, los objetos que Stillman recogía carecían de valor. Parecían ser solamente cosas rotas, desechadas, trastos viejos. A lo largo de los días Quinn anotó un paraguas plegable despojado de la tela, la cabeza de una muñeca de goma, un guante negro, el casquillo de una bombilla rota, varios ejemplares de papel impreso (revistas empapadas, periódicos hechos pedazos), una fotografía rasgada, piezas de maquinaria y diversos desechos que no pudo identificar. El hecho de que Stillman se tomara tan en serio esta recogida de basura intrigaba a Quinn, pero no podía hacer otra cosa que observar, anotar en el cuaderno rojo lo que veía y quedarse estúpidamente en la superficie de las cosas. Al mismo tiempo le complacía saber que también Stillman tenía un cuaderno rojo, como si eso creara un vínculo secreto entre ellos. Quinn sospechaba que el cuaderno rojo de Stillman contenía respuestas a las preguntas que se habían ido acumulando en su cabeza, y empezó a planear diversas estratagemas para robárselo al viejo. Pero aún no había llegado el momento de dar ese paso.

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Yo no tengo un cuaderno rojo, pero sí uno negro, lo cual me complace porque me lleva a pensar que quizás exista un vínculo que me une con Daniel Quinn y, sobre todo, con Peter Stillman, pues mi cuaderno negro cumple la misma función que la bolsa donde él guardaba los objetos que encontraba en la calle.

           Mi cuaderno negro es un álbum donde pego papeles, trozos de publicidad, boletos viejos y demás basura que encuentro. Es la bitácora caótica de mis movimientos, el revés de mi diario íntimo, la costura de mi autobiografía, el electrocardiograma de mi bote de basura, mi pasatiempo favorito, la estrategia más eficaz para limpiar mi escritorio, una vía para el autoconocimiento, un autorretrato abstracto, un libro de artista. 








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Paul Auster continúa:
Aparte de recoger objetos en la calle, Stillman no parecía hacer nada. De vez en cuando se detenía en alguna parte para comer. […] La mayoría de los días pasaba por lo menos varias horas en Riverside Park, paseando metódicamente por los caminos asfaltados o abriéndose paso por entre los arbustos con un palo. Su búsqueda de objetos no cesaba entre el follaje. Piedras, hojas y ramitas acababan en su bolsa.

Y luego mi parte favorita:
Una vez, observó Quinn, incluso se agachó para recoger un cagallón seco de perro, lo olfateó cuidadosamente y se lo guardó.
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La mierda fresca de perro es caliente como la de todos los animales. Viene del interior del cuerpo, donde se mantiene una temperatura superior a la de la piel. En eso pienso mientras, con una bolsa de plástico a manera de guante, recojo la deyección de mi mascota. Entonces, acompañado de un escalofrío profundo, llega el recuerdo de las veces en que me ha cagado alguna ave: sobre mi brazo cae y resbala esa caca tibia y blanca, veteada de verde, muy parecida al material que el pintor extrae de los tubos de acrílico y, con el pincel, se dispone a desparramar en el lienzo para crear un bodegón:  mesa con mantel, utensilios diversos de cocina, recipientes con frutas y, en el centro, asediado por las moscas, un plato que contiene eso que es la imagen futura de todo lo que masticamos y deglutimos. La excelencia del pintor logra transmitir un efecto de calidez semejante al de la hedionda realidad. La obra es tan perfecta que se diría que apesta.
Bodegón #1
Acrílico y mierda de ave sobre tela

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 Me gustaría tocar la mierda de los reptiles. Tal vez sea fría, igual que su sangre.

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Si yo fuera una mierda callejera, me gustaría participar en los corros de las que se divierten embarrando zapatos.

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Fécula de arroz con agua… Sé que es un asunto muy vulgar
y que todos se disgustarán porque lo menciono. Pero lo hago
igual, de hecho me siento con libertad de incluir todo, incluso las tenazas
de despedida de las almas. Después de todo, estos objetos existen
 en nuestro mundo y todos los conocen. Admito que no figurarían
en una lista que otros puedan ver. Pero nunca pensé que estas  
notas serían leídas por nadie salvo yo misma, y por eso incluí todo lo que
se me ocurrió, por extraño o desagradable que fuera.

Sei Shônagon, El libro de la almohada, fragmento 92

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Es sumamente molesto que las suelas de los zapatos guarden la mierda que pisamos días atrás, sobre todo si tenemos la mala costumbre de acostarnos en la cama con los zapatos puestos.

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Mi prima C., que vive cerca de mi casa, me habló hace unos días para decirme que se iría de viaje el fin de semana, y que necesitaba saber si le podía hacer el favor de sacar a defecar a Fantom, su pequeño perro anciano. Le dije que sí, que no tenía ningún inconveniente. Cuando llegué a su departamento, vi un sobre con mi nombre encima de la mesa. Adentro había un billete de quinientos pesos y una nota de agradecimiento. Me pareció que el pago por mi favor era excesivo. En ese momento dejó de ser un favor y se convirtió en un trabajo remunerado. Ese mismo día me gasté el dinero en libros y cerveza. ¿Debería incluir esa actividad en mi lista de trabajos raros?


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Prima, te dedico este texto en agradecimiento por tu generosidad.

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Las heces de Fantom son pequeñísimas si las comparo con las de Bolillo, mi perro bulldog inglés. Parecen unas diminutas crayolas color café.

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Siempre me ha parecido estúpido recoger mierda y guardarla en bolsitas de plástico.

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Recuerdo el fragmento de un capítulo de Seinfeld: Jerry cuenta un chiste en el que los extraterrestres espían lo que sucede en el planeta Tierra, ven cómo algunas naciones someten a otras, cómo se ejerce el poder en este mundo. Entonces se preguntan quién es aquí el gran jefe. De pronto, observan las calles de Nueva York y descubren algo impensable y quizás humillante: los hombres sacan a pasear a las mascotas y se agachan para recoger con las manos sus heces, como si fueran esclavos. Los extraterrestres descubren cuál especie animal es la que domina el mundo…

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 Con frecuencia me viene a la mente esa tarde cuando, después de haber defecado en el baño de mi casa, salí a caminar por el sendero arbolado que conduce al hogar de quien era mi novia. El cielo se veía luminoso; el sol, oblicuo pero no invernal: lo que suele llamarse una hermosa tarde de estío. Recuerdo que mantuve en mi cuerpo largo tiempo la sensación de haber vaciado los intestinos y que por eso –más que por el inmejorable clima– me sentí lleno de vida.

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¿Las heces sufren también esa amenaza interior, vaga e incomprensible que nosotros llamamos “ansiedad”?

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En el trasfondo de toda fe, religiosa o política, está el primer capítulo del Génesis, del que se desprende que el mundo fue creado correctamente, que el ser humano es bueno y que, por lo tanto, es correcto multiplicarse. A esta fe la denominamos acuerdo categórico con el ser.
        Si hasta hace poco la palabra mierda se reemplazaba en los libros con puntos suspensivos, no era por motivos  morales. ¡No pretenderá usted afirmar que la mierda es inmoral!El desacuerdo con la mierda es metafísico. El momento de la defecación es una demostración cotidiana de lo inaceptable de la Creación. Una de dos: o la mierda es aceptable (¡y entonces no cerremos la puerta del váter!), o hemos sido creados de un modo inaceptable.
          De eso se desprende que el ideal estético del acuerdo categórico con el ser es un mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiese. Este ideal estético se llama kitsch.
         Es una palabra alemana que nació a mediados del siglo xix y se extendió después a todos los idiomas. Pero la frecuencia del uso dejó borroso su original sentido metafísico, es decir: el kitsch es la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable.
Milan Kundera, La insoportable levedad del ser, sexta parte

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El kitsch es, según Jean-Yves Jouannais, “la invención, carente de originalidad por definición, del lugar común más corriente posible –el arte de la felicidad para uso de una amplia mayoría.” (Artistas sin obra, p. 122 de la edición de Acantildo).

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 Hay ciertas mierdas callejeras –las he examinado muy bien– cuya autoestima es bajísima, literalmente está por los suelos. Se nota que viven atormentadas por la humillación excesiva que infligen los peatones.

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"Hubo un tiempo, un tiempo prolongado, en el cual los hombres y las mujeres no dejaban sobre la tierra más que excrementos, gas carbónico, un poco de agua, algunas imágenes y las huellas de sus pies."  (Las sombras errantes, Pascal Quignard, p. 76 de la edición de La cifra).

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Bajo la manta de lo cotidiano luchan, como dos pequeños monstruos, la salvación y la perdición de la existencia.