Me encargaron un texto sobre el 2 de
octubre. Yo nací exactamente treinta años después de lo ocurrido en Tlatelolco.
Creo pertenecer, aunque no me guste, a una generación, o mejor dicho a un
sector social, poco interesado por el tema. Mis padres tenían diez años en el
68, no lo vivieron en carne propia y, por lo tanto, no me transmitieron la
indignación. Además, yo crecí en provincia y nunca, hasta mis dieciocho años,
cuando me mudé a la Ciudad de México y me inscribí en la Facultad de Filosofía
y Letras de la UNAM, presencié ninguna marcha conmemorativa. No culpo a la
provincia como entelequia: desde luego que en Mazatlán existen sectores que
mantienen viva la memoria, pero mi familia no los frecuenta e incluso los
rehúye: cuando llegó la hora de inscribirme en la preparatoria, frente a dos de
las escuelas públicas disponibles, la Rubén Jaramillo y la José Vasconcelos,
mis padres, asustados, eligieron para mí la segunda. Me culpo a mí por la falta
de curiosidad, y culpo al ambiente donde me desenvolví. El mismo que, sólo por
mencionar dos sucesos ampliamente difundidos, se ha mantenido indiferente ante
los hechos del 3 y 4 de mayo de 2006 en Atenco y del 26 de septiembre de 2014
en Ayotzinapa. Pero eso sí: preocupados por el estado de derecho, se jalan los
cabellos si los maestros o los electricistas, o cualquier otro sector
agraviado: desplazados por megaproyectos, defensores de su territorio, etc.,
bloquean carreteras exigiendo alguna reivindicación.
Lo
anterior es un lugar común. Lo siento.
Recomienzo:
me invitaron a escribir un texto sobre el 2 de octubre y decidí, en esta
ocasión, revisar a Luis González de Alba, el escritor suicida. La personalidad
del 68 mexicano que me parece cada día más interesante. Contradictorio, a veces
despreciable, hipersexual, solitario, brillante, insolente, joven y viejo,
belicoso, disidente y reaccionario, seropositivo, multifacético. Leí uno de sus
libros póstumos: Tlatelolco, aquella
tarde.
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