jueves, 23 de enero de 2014

Oficios

Algo inquietante había en la habitación oscura. Algo oculto que naturalmente no podía sino ser la terrorífica sonrisa del joven plomero que, dos días antes, sin que su patrón se diera cuenta, se quedó atrapado en aquel sótano inundado que ambos intentaron arreglar.


El sol estaba ya cerca del horizonte congestionado de la ciudad, entre dos edificios. El oficinista se aflojó el nudo de la corbata y, en un intento de dramatizar los contrarios que en su pecho se agitaban, se aventó al centro de la rápida avenida atestada de vehículos e improvisó una coreografía. Él, que nunca había disfrutado una sola canción en toda su vida, que se creyó durante años lerdo, que consideró que la imágen que mejor lo definía era la de un cachibache cansado, bailó, sus pasos punteados por el claxoneo desenfrenado de los automóviles. Todos los habitantes de la ciudad eran, a su lado, muñecos de cera. Pero un camión lo arrolló, y el último rayo de sol que iluminó a la urbe se detuvo, indulgente, en sus tripas desparramadas.


(Ayer en la noche) Desvirtúo a partir de aquí el talante intelectual que ha regido durante veintidós días falsos el espíritu de este enero. Todas las palabras que salgan de mi pecho serán un magullamiento de dedos. Estoy bien en esta grieta donde me vanaglorio de una depresión que me derrite. No busco un sponsor del ego porque lo que me sobra es orgullo. Tengo tanto coraje que sé que si me acuesto no podré dormir, agitado entre cobijas febriles. Espejos reprobatorios contra los que quiero descargar mi pistola. Es muy tarde: me gustaría que la noche fuera una partitura descendente. Pero es imposible apearse de estas emociones sin por lo menos salir revolcado. Quejas de un farsante que peca de prolijo. En realidad peco de exiguo y, como corresponde a esta devastadora falta de caracter, me duermo ya.

martes, 21 de enero de 2014

Nadie es tan desvergonzado como desea

Jean Cocteau
Opium
Traducción y prólogo de Ignacio Vidal-Folch
Barcelona, BackList, Editorial Planeta, 2009, 193 pp.



Me pregunto si es justificada esta sospecha que Jean Cocteau colocó en la primera página de su libro Opium: “Seguramente se me acusará de falta de decoro”, decía el artista después de advertir que lo que uno va a leer a continuación son las notas y dibujos que realizó, a manera de diario íntimo, en la clínica de Saint-Cloud durante su desintoxicación de opio, la cual duró de diciembre de 1928 a abril de 1929.

Abro de nuevo el libro y pienso que, en efecto, tiene algo de incómodo y escandaloso que no alcanzo a identificar. No es el hecho de que el autor hable obsesivamente de la droga ni que escriba acerca de la trascendencia interior que, según su testimonio, otorga la experiencia de fumar: “El opio representa el papel del agua. Ninguno de nosotros lleva el mismo modelo de flor. Quien no fuma tal vez nunca llegue a saber qué tipo de flor hubiera desplegado el opio en él”. Esas cosas sólo indignan a los fariseos.

Aunque disfrute y admire las poéticas descripciones que Cocteau hace de las sensaciones que acarrea la adicción (“los síntomas de la adicción son de una clase tan extraña que cuesta describirlos […] Imagínese que la tierra da vueltas un poco más lentas, que la luna se aproxima un poco”, “aconsejo al enfermo que lleve ocho días de abstinencia que hunda la cabeza en un brazo, que pegue la oreja a ese brazo y que espere. Devastación, motines, fábricas que vuelan por los aires, ejércitos que huyen, diluvio, la oreja escucha el apocalipsis de la noche estrellada del cuerpo humano”), es otro aspecto de su texto el que me sorprende. En ese sentido, opino que las ilustraciones del libro tienen mayor fuerza que las propias palabras, y que expresan por sí mismas las revoluciones extrañas que acontecieron en el cuerpo y en la psique del Cocteau opiómano: dibujos de una cruda y desconcertante belleza, espasmos demenciales y dolorosos: imágenes de cuerpos mutilados, llagados, con protuberancias monstruosas, figuras humanas compuestas por delirantes pipas para fumar, pesadillas plásticas de un adicto en recuperación…


Más que su universo narcótico, lo que me fascina de la escritura de Opium, lo que considero que causa el verdadero escándalo en los lectores ordinarios, es decir, en los que esperan de los libros historias perfectas, lineales, noveleras, es cómo el texto se fragmenta, la manera en que, renuente a vestir el rígido corsé del orden y la progresión, se niega al encadenamiento narrativo y al desarrollo discursivo de una idea de principio a fin. La auténtica falta de decoro (lo que hace de esta obra algo áspero y valioso al mismo tiempo, parecido a un saco donde se revuelven indistintamente diamantes, piedras ordinarias, trozos de gemas, carbón y vidrio azogado que el lector puede, con riesgo de cortarse, tomar entre sus manos y acercar a su rostro para, quizá, encontrar entre esos fragmentos un breve reflejo suyo) radica en la necesidad que Cocteau tenía de corporizar su pensamiento por medio de las palabras y así poder mostrarlo, como lo haría un nudista impúdico, sin disfraces ni posturas artificiales, tal cual es: desordenado, digresivo, fragmentario, intermitente, capaz de saltar de una idea a otra sin un programa establecido. Explicada con sus propias palabras, la escandalosa búsqueda estilística que perseguía era la siguiente:

“El único estilo posible es el estilo hecho carne”. “Un estilo que sólo nazca de un corte de mí, de un endurecimiento del pensamiento por el tránsito brutal del interior al exterior. Con esa parada atónita del toro cuando sale del toril. Exponer nuestros fantasmas al chorro de una fuente petrificadora, no aprender a modelar delicadamente objetos curiosos sino a petrificar al paso cualquier cosa informe que sale de nosotros”.

Puesto que se puede calificar a Opium, sin temor a equivocarse, como el diario de un adicto, casi cualquier lector, al escuchar esto, pone en marcha un escrúpulo natural cuyo motivo no es la palabra adicto sino el vocablo diario. Ya lo decía Augusto Monterroso: “La palabra diario suscita en muchos la misma reacción que la palabra autobiografía o la palabra memorias. Entre nosotros todas tienen algo de descaro, cuando no de impudicia y de tabú”. La razón es que se trata de un tipo de literatura que tiene como motor principal la sinceridad desvergonzada de un sujeto que consigna todo lo recuerda y que pasa por su cabeza, sin cuestionarse si es interesante o aburrido. Y dicho escrúpulo aumenta cuando en el diario se lee que, con premeditación descarada, el autor desea “petrificar al paso cualquier cosa informe” que sale de él.

Pero ¿será auténtica esta desvergüenza? ¿Acaso no es factible que Cocteau haya desobedecido sus propias reglas y caído en la tentación de “modelar delicadamente”, de corregir sus frases hasta dar con las formas espléndidas que ostentan? Cada vez que releo algunos fragmentos de Opium, tengo la certeza de que me encuentro ante un diario meticulosamente labrado que, con la maestría de un seductor farsante, se presenta con un encantador aire de falso descuido.

Susan Sontag dijo que el diario de un escritor pertenece a un “género en bruto, aun cuando esté escrito con la mira a ser publicado”, a lo cual Monterroso contestó: “oh ingenua Susan, publica tus diarios y verás si es un género en bruto”, cosa que debemos tomar en cuenta con especial atención, ya que se encuentra en La letra e, libro genial y aparentemente espontáneo que Monterroso escribió, precisamente, como un diario que, según nos hace saber en su prefacio, pasó por tres fases de corrección (“Yo no escribo; yo sólo corrijo”, afirmó en una conferencia) antes de concluir en la perfecta versión que los lectores conocemos.

¿Cuántas veces Cocteau corrigió sus apuntes de Opium? Tal vez su método consistía en perfeccionarlos con vehemencia hasta alcanzar la impostada imperfección del estilo en bruto, “del estilo hecho carne”, para que creyéramos que era un desvergonzado. En realidad, sabía que el arte no puede alcanzar la impudicia total. Por eso, un poco resignado, advirtió en la famosa primera página de su libro: “Me gustaría carecer de decoro. Es difícil. La falta de decoro es el signo del héroe”. Sea como fuere, Opium es una obra enigmáticamente bella y, si se piensa bien, de una desvergüenza absoluta, pues ¿existe algo más indecoroso que tratar de perder el decoro sin lograrlo? 

(Publicado en Vícam Switch)

Cinco caballos inadaptados

En la Revista Síncope puede leerse  este texto mío que trata de caballos descarriados y de la preferencia por todo lo defectuoso.

Caballo y Jinete - Franz Kafka

Salvador Novo

Salvador Novo (1904-1974)



Desde diciembre del año pasado, me propuse escribir un ensayo sobre Salvador Novo, el cual tendría que estar terminado antes del 13 de enero del 2014, fecha de su cuarenta aniversario luctuoso. Obviamente, no logré mi plan, que incluía la publicación del texto nonato en alguna revista electrónica... Siempre me sucede lo mismo: tengo un cúmulo de ensayos en la cabeza que nunca escribo. Podría hacer una antología personal de escritos frustrados, lo cual, supongo, no es tan malo, pues el mismísimo Baudelaire hizo largas listas de proyectos que jamás realizó...

La razón de ser de ese texto aún incierto es mi admiración por Novo y, más que nada, por sus libros de juventud, llenos de un humor y una inteligencia que yo no tengo: mis ensayos carecen de la chispa de sus Ensayos. La más auténtica veneración nace de la envidia. Me gustaría poder escribir una obra como Return ticket, mezcla de relato autobiográfico, crónica de viaje y ensayo libre. Quisiera ser frívolo y despectivo como él. Mataría por conseguir algún día la suficiencia para mostrar el desenfado literario que Novo ostentaba a los veintiún años.

En fin. Sigo trabajando en dicho texto, que se basará principalmente en tres de sus libros de prosa: Ensayos (1925), Return ticket (1928) y En defensa de lo usado (1938). Prometo publicar el resultado en este blog. Por el momento, y gracias a la desvergüenza que me confiere la autoridad de ser el responsable de este sitio electrónico que nadie lee, copio a continuación uno de los XX poemas que mi autor incluyó en su primer libro. Lo hago mientras cuento mis propias canas, que aunque son ya más de tres me asustan menos que la calvicie que, como a Novo, me asecha desde la más tierna juventud. 




Primera cana

Primera cana

súbita
has sido como un saludo frío
de la que se ama más.

Pronto te me perdiste en el tumulto
no te he vuelto a encontrar,
pero te busco
indiferentemente
como se busca la casualidad.

No he de ocultarte a nadie
todo el mundo pasará junto a mí
sin sospecharte, absurda.
Sólo yo he de saber de ese tesoro.

Ahora escribiré algunas cosas humorísticas;
te me olvidarás en tanto
saludo a numerosas personas
y si el peluquero te descubre
me explicará científicamente tu presencia
y me recetará una loción.

Será el único que te sepa
pero lo callará por discreto y descreído
y serás en mí como un pensamiento
en medio de numerosa concurrencia.

Dentro de veinte años
te habrás perdido por el mundo
pero entonces ya será natural
que no se te encuentre
a la edad adecuada, entre las otras.

lunes, 20 de enero de 2014

Aviso

Eliminé varios de las entradas de este blog porque quería cambiar el rumbo de mi escritura, renunciar a la pretensión de publicar textos que me costaban días de elaboración y aburrimiento. 

Por un aspecto de mi personalidad, me resulta difícil escribir lo que pienso; todo en mí debe pasar por filtros de corrección, todo debe tener una forma que, por el esmero que invierto en su concepción, deja de ser mía y pierde su original sinceridad.

Decido entonces, a partir de aquí, aventurarme en algo distinto, más parecido a un diario o una bitácora. Practicar la escritura de cosas que me vienen a la cabeza, de recuerdos y sensaciones que experimento en la traslación de cabotaje de mi vida sin gracia.

Sé que no lo cumpliré.



Recuerdo


Con frecuencia me viene a la mente esa tarde cuando, después de haber defecado en el baño de casa, salí a caminar por el sendero arbolado que conduce al hogar de quien era mi novia. El cielo se veía luminoso; el sol, oblicuo pero no invernal. Recuerdo que mantuve en mi cuerpo largo tiempo la sensación de haber vaciado los intestinos y que por eso me sentí lleno de vida.

El libro de la almohada



Si yo hubiera vivido en Japón entre los años 794 y 1185, durante el llamado periodo de Heian, me gustaría haber sido mujer y, para ser  más específico, una talentosa dama que le sirviera a la emperatriz. Advierto que esto no se debe a inclinaciones sexuales, sino a circunstancias estéticas. Me explico: en ese contexto histórico -recordado por su magnificencia y por haber albergado a la que suele conocerse como la época clásica de la literatura japonesa-, el quehacer poético era predominantemente femenino y cortesano, como lo demuestran las dos obras en prosa más representativas de entonces: el Romance de Genji, de Murasaki Shikibu, y El libro de la almohada, de Sei Shônagon. En esta ocasión, lo que digo se debe a la lectura de este último, que el público hispanoamericano puede conocer en la primera versión completa en nuestro idioma gracias a la labor de la traductora Amalia Sato, publicada por la editorial argentina Adriana Hidalgo editora.



Escrita a lo largo de la década de 990, mientras Shônagon desempeñaba sus labores como una de las ayudantes favoritas de la emperatriz Sadako, esta obra representa para mí un tipo de literatura que, por ser diferente a la que púdicamente practico, me resulta irresistiblemente fascinante. Una literatura hecha de cosas pequeñas, de acontecimientos y observaciones sin importancia; una escritura que me atrae muchísimo y que sin embargo, debido a algunas características esenciales de mi personalidad (la vergüenza perenne, el temor a causar bostezos y la renuencia a contar aspectos privados de mi vida ordinaria por la certeza de que a nadie le importan), no me atrevería a realizar. Un ejemplo: no atino a decir si me maravilló o me exasperó encontrarme a cada paso con fragmentos que, mezcla de poesía cotidiana, contemplación frívola y trivialidad absoluta, dicen cosas como la siguiente (fragmento 31): “El Séptimo Mes, de fieros vientos y chaparrones fuertes, hace casi frío y no me molesto en cargar un abanico. Entonces, me gusta dormir una siesta cubriéndome con ropas que tengan un tenue olor a transpiración”. Desconcertante, ¿no? Pienso que difícilmente me atrevería a escribir ese tipo de cosas en un libro. No obstante, recuerdo que conforme pasé las hojas y descubrí más fragmentos parecidos, experimenté una indignación admirativa, un deseo de ser como Shônagon, de poder escribir así, de vivir en el periodo de Heian como una dama palaciega, de adscribirme a esa manera tan peculiar de hacer literatura que ella representa.

Pero ¿cuál es esa manera? En la tradición occidental, puede decirse que El libro de la almohada pertenece a cierta familia literaria que renuncia a la unidad y linealidad textual, que huye de esa pretensión novelística que desea construir, a partir de los hechos sueltos e inconexos de la vida, una narrativa o historia cohesionada, presumiblemente importante. Pertenece a un rebelde clan literario compuesto por el género de los diarios íntimos y por ciertos libros inclasificables, misceláneos y fragmentarios (pienso en Opium, de Jean Cocteau) que oscilan entre la narración, el ensayo breve, el relato de anécdotas y sueños, la confesión, la broma y el aforismo. Libros y autores en los que me gusta ver (sin que importe mucho comprobar si esa es la idea que en verdad los motiva) la siguiente postura literaria y vital: dado que la vida es simplemente un lapso de conciencia durante el cual ocurren determinadas cosas (algunas previsibles, otras no; algunas interesantes, muchas no), la literatura puede tomar el mismo camino disperso, fragmentario e incoherente que sigue la existencia y manifestarse de igual manera: regodeándose en su iridiscente futilidad, rescatando determinado acontecimiento evanescente, cierta preferencia extraña como esa de tomar la siesta envueltos en ropas levemente transpiradas, confiando en que las verdaderas maravillas se encuentran en lo que, por común y omnipresente, suele olvidarse. Dice Shônagon (fragmento 92): “Fécula de arroz mezclada con agua. Sé que es un asunto muy vulgar y que todos se disgustarán porque lo menciono. Pero lo hago igual, de hecho me siento con libertad de incluir todo, incluso las tenazas para las fogatas de despedida de las almas. Después de todo, estos objetos existen y todos los conocen”. Y también: “Aunque no haya novedades en esto, es algo encantador. Después de todo, ¿debe cansarse la gente de los cerezos porque florecen cada primavera?” (fragmento 26).    

Si pudiera definir a El libro de la almohada con base en mi experiencia de lector, diría que se trata de una obra que, más allá de dejar anécdotas o ideas en mi memoria, despertó en mí un estado de ánimo extremadamente sensorial. Eso se debe, supongo, a la sensibilidad plástica de Shônagon (observando a la emperatriz, dice de ella: “era de una belleza que había visto en las pinturas pero no en la vida real; era como un sueño”), y a la atención que le presta a los olores, a la textura del papel y las telas, a la manera en que se debe doblar una carta, a la atmósfera exquisita de su entorno palaciego, un mundo de jardines, incienso, cancilleres, flores, modales y movimientos delicados, un mundo, en fin, donde la gente distinguida habla en su cotidianidad parafraseando antiguos poemas chinos que tratan de lunas llenas sobre bosques silenciosos y cosas similares. 


Si me empeñara en definirlo a través de sus características formales y de su posible inclusión en algún cajón de los géneros literarios (empeño fútil, pero apasionante), diría que se lee como un diario íntimo, pero que difiere de ese género porque no todas las entradas tienen una referencia calendárica, lo cual le otorga una atmósfera de intemporalidad al texto. Algunos fragmentos pueden ser disfrutados como cuentos perfectos, o como ensayos que coinciden con la mejor y más lúdica tradición ensayística que Montaigne cristalizó en Occidente en el siglo XVI, lo cual es en realidad un contrasentido, pues Shônagon fue pionera, en el siglo X, de un género típico de la literatura japonesa: el zuihitsui, que es, afirma Amalia Sato, “el ensayo fugaz y digresivo, literalmente ´al correr del pincel´[…] carente de una orientación predeterminada; una dispersión del sujeto en fragmentos”. 

Sin embargo, como recurso formal, lo que más llama la atención son sus extrañas y bellísimas listas, esos catálogos poéticos que, en su breve enumeración de determinadas cosas, contienen hallazgos inusitados, asociaciones extrañísimas, imágenes indelebles. Un ejemplo: en su mención de lo que considera “Cosas sórdidas” (fragmento 101), Shônagon enlista: “El revés de un bordado. El interior de la oreja de un gato. Crías de ratón, todavía sin pelo, que salen retorciéndose de su guarida. Las junturas de un abrigo que no han sido todavía cosidas. La oscuridad en un lugar que da la sensación de no estar demasiado limpio. Una mujer poco atractiva que cuida a muchos niños”. No creo exagerar si afirmo que ese catálogo, por su rareza y precisión indefinida, puede leerse como un poema delicioso.

Y a propósito de listas, para terminar mi texto, quiero enlistar algunas que el público, si se anima a leer El libro de almohada, encontrará: catálogo de cosas raras, de cosas que pierden (y que ganan) al ser pintadas, cosas vergonzosas, cosas dignas de verse, cosas que caen del cielo, cosas que deberían ser de gran tamaño, cosas presuntuosas, cosas que deberían ser reducidas, lista de personas que parecen sufrir, de personas que parecen complacidas, de cosas que han perdido su poder, de cosas que aunque lejanas son próximas.

Definitivamente El libro de la almohada está en mi lista de obras que merecen la pena recomendar y, de vez en cuando, revisitar para mantener la sorpresa de lo ordinario y lo delicado.



(Publicado en  Vícam Switch)