viernes, 8 de diciembre de 2017

VILA-MATAS SUR LA TABLE À REPASSER

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Mac y su contratiempo
Enrique Vila-Matas
Seix Barral, 2017
303 pp.

Intento recordar de qué trata Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino. Digo “intento” porque de no estar refugiado en la enloquecida casa familiar, escribiendo sobre un burro de planchar que me sirve de escritorio, iría a mi librero y lo consultaría. Pero no puedo porque mi departamento está en riesgo de colapso tras el terremoto. Así que permanezco aquí, desdoblando recuerdos y pensando que, ahora más que nunca, leer y escribir equivale a planchar las arrugadas prendas del ropero de la mente.
            Intento, pues, recordarlo, porque me pareció que su mecanismo es similar al nuevo libro de Enrique Vila-Matas, cuya anécdota es la siguiente. La historia en primera persona de Mac Vives, un sujeto que, a los sesenta años, queda desempleado y con el tiempo suficiente para vagar por su barrio y ensayar su escritura. Como él mismo se considera un principiante, se ocupa en redactar un diario íntimo donde consigna sus intentos y su búsqueda de procedimientos adecuados para escribir. Hasta que un día, después de encontrarse con Ánder Sánchez, su famoso vecino escritor, cree encontrar el método correcto en la reelaboración de una novela que el vecino publicó hace treinta años y de la que ahora se avergüenza. Dicha novela narraba, a través de diez cuentos inspirados en diez autores distintos (entre los que se encuentran Borges, Djuna Barnes, Hemingway y Bernard Malamud), la delirante vida de un ventrílocuo llamado Walter cuyo mayor problema era el hecho de que su voz propia le impedía realizar las voces de sus muñecos. Esa historia dentro de la historia (que por momentos se vuelve principal) sirve para que Mac ponga en marcha sus tentativas de narrador y, de paso, mientras cuenta su vida y sus encuentros con personajes de todo tipo, reflexione sobre diversos problemas de índole literaria.
            A partir de esa anécdota, la trama evoluciona, va y viene en movimientos donde la literatura parece devorar a la vida y viceversa, a través de una prosa ligera y verdaderamente divertida que se permite periodos de complejidad y hondura filosófica. La estructura de la novela, como todas las de Vila-Matas (recuérdese El mal de Montano¸ que comienza en clave de diario, se transforma en novela y termina siendo una conferencia), muda su registro en varias ocasiones y, pudiendo discurrir sobre el liso paño de la escritura del diario personal de Mac, se pliega y produce una escarpada orografía narrativa. En sus páginas se suceden, como en los terrenos de una sierra, cimas ensayísticas, picos anecdóticos semejantes a los absurdos gombrowiczeanos, abismos de cuentos dentro de otros cuentos y meticulosas escalas donde se pormenorizan proyectos de escritura.
            Ahora mismo recuerdo una idea que se encuentra en Calle de dirección única, donde Walter Benjamin dice que hay dos tipos de personas: quienes leen por encima, como si sobrevolaran los libros a bordo de un avión, y quienes caminan por los textos, entrando en contacto con los relieves de las páginas. Yo diría, sin embargo, que existen dos paradigmas: quienes se acercan a los libros con la certeza de que son sólo libros, y quienes los utilizan como disfraces o herramientas para crear –por ejemplo Mac, quien se vale de la novela de su vecino para ponerse a escribir, o el propio Sánchez, que utilizó los estilos de diez autores para narrar los cuentos que componen la historia del ventrílocuo.
Vila-Matas también pertenece al segundo paradigma y por ello, desde hace años que empecé a leerlo, lo imagino en su estudio como si se encontrara en un camerino de actor. Elige del librero una prenda, la desdobla, la plancha en un escritorio semejante al mío y se la pone. Lo veo frente al espejo (primero frac, luego lentejuelas), confesando que sólo puede escribir si se disfraza de alguien más. La necesidad de enfundar la voz individual con telas de voces ajenas y, a través de ellas, articular una trama que, a fuerza de repetir historias ya contadas, resulte original.
De ahí la importancia que tiene la figura del ventrílocuo, metáfora que preside un complejo e infinito ciclo literario parecido a un juego de espejos. Ciclo que, de adentro hacia afuera de la novela, comienza con Walter, quien da voz a su muñeco Sanson. Sigue con Ánder, autor que hace hablar a sus personajes a través de los estilos de otros escritores. Continua con Mac, quien ensaya en su diario una nueva versión de la historia de Walter. Y termina, eso puede uno imaginarlo, fuera de Mac y su contratiempo, con Enrique Vila-Matas encerrado en su estudio-camerino, escribiendo frente al espejo como un muñeco articulado gracias a la acción de un ventrílocuo gigante que es la suma de voces que ha leído y escuchado a lo largo de su vida.
Porque él –todos lo sabemos– es un autor metaliterario, alguien que escribe sus ficciones apoyado en un origen común a todos los lectores. Como dicen Jordi Balló y Xavier Pérez, citados en Mac y su contratiempo: “Es esta conciencia la que convierte estas ficciones en territorio experimental, porque buscan la originalidad no tanto en la rememoración de su episodio piloto como en la capacidad potencial de este origen para desplegarse hacia nuevos universos”. 
Sentado frente a mi improvisado escritorio, veo que ha llegado el momento de intentar volver al libro de Calvino para compararlo con esta novela. Porque ambas están hechas con cuentos sacados de libros imaginarios, urden juegos con las figuras del lector y el escritor, y dedican gran parte de sus páginas a la reflexión metaliteraria. Sin embargo, al desarrugar mis recuerdos, concluyo que es imposible y quizá superfluo recordar detalladamente los relatos que uno ha leído. A lo máximo que se puede aspirar es a quedarse con una huella vaga en la memoria, el timbre borroso de una voz que se intentará revivir cuando la casa se derrumbe. Y eso será suficiente.
Recupero, entonces, esas vagas impresiones y, gracias a ellas, encuentro una diferencia clave entre Calvino y Vila-Matas. Aunque Si una noche de inverno se presenta como una novela en perpetuo cambio, cuyo centro de gravedad es la incertidumbre y lo proteico, da la sensación de lleno total, de obra en sí misma, como si Calvino hubiera cumplido punto por punto lo establecido en su proyecto inicial y no quedara nada que agregar. Por el contrario, Mac y su contratiempo produce el efecto de lo incompleto, del proceso vacilante, de la construcción sobre la marcha, lo cual no es signo de carencia, sino expresión del concepto que sostiene y justifica al libro.
Entiendo por arte conceptual toda manifestación que ponga mayor énfasis en la propuesta de procedimientos creativos, ideas, proyectos, investigaciones o actitudes que en la realización de obras. A veces el artista conceptual, para expresar sus ideas, hace obras, pero eso no es lo más importante para él. El ejemplo canónico y pionero es, obviamente, Marcel Duchamp, quien por cierto ha aparecido como referente o personaje en la obra de Vila-Matas desde sus primeros libros, lo cual, si se analiza, podría servir para identificar el coqueteo vilamatasiano con lo conceptual. Coqueteo que, a mi modo de ver, se intensificó a partir de la publicación de Kassel no invita a la lógica (2014) y Marienbad eléctrico (2015), dos libros donde el arte contemporáneo es tema principal.    
Si se acepta que lo anterior es cierto y suficiente para colocar a Vila-Matas dentro de ese arte, habrá que preguntarse cuál es la idea que sostiene a su última novela y justifica su estructura llena de huecos. Para mí, ese concepto –que atraviesa toda su obra– es la escritura, pero cierta noción de la misma que la entiende como tentativa, búsqueda interminable o imposibilidad. “Escribir es tratar de saber qué escribiríamos si escribiéramos”, recuerda Mac. “Sólo importa la obra, pero finalmente la obra no está ahí más que para conducir a la búsqueda de la obra”, lee en un horóscopo del periódico. “Redactar una novela es escribir los fragmentos de un intento, no el obelisco completo”, parafrasea a Dora Rester. Por ese motivo, el lector se enfrenta a un texto que parece sólo esbozado. No sabe con certeza cómo es la novela de Sánchez, ni cómo será la de Mac. Únicamente lee siluetas de cuentos, andamios, procedimientos para escribir que nadie ha llevado a cabo. Sólo ve fisuras. Pero entiende que, como anotó Mac en su diario, “hoy en día, sin esas brechas que abren caminos y hacen trabajar nuestra imaginación y son la marca de la obra de arte incompleta, no podríamos seguramente ya ni dar un paso, tal vez ni respirar”.

Y el lector respira, agradecido.

lunes, 27 de noviembre de 2017

El inicio de la vuelta de tuerca

La vuelta de tuerca comienza a girar, según el autor, en la década de 1970 con la industrialización del municipio, cuando las fábricas y las viviendas pobres le fueron ganando espacio al campo. Yo opino, sin embargo, que debería remontarse al decreto presidencial que Ruíz Cortines dio a conocer en 1952. Pero ya se han visto los excesos causados por el deseo de llegar al origen de las cosas, así que digamos que esta historia urbana comienza en los setenta, al mismo tiempo que los trabajadores del corredor industrial de San Pedro Xalostoc (ubicado a quince kilómetros de Guadalupe Victoria) se unían al circuito de huelgas nacionales que por esos años conformaron una época conocida como “la insurgencia obrera”.
La inconformidad era una corriente que barría las calles, sobre todo en un lugar cuyo topónimo significa “En el cerro del viento”. El 12 de noviembre de 1971, un grupo de guerrilla urbana asaltó –“expropiaciones al capitalismo”, llamaban a ese tipo de acciones– Aceros Ecatepec, y poco después explotó una huelga masiva en Sosa Texcoco, una de las empresas ecatepenses más grandes y exitosas. Simultáneamente, El Chango peleaba por los suyos y en decenas de lugares la gente respondía ante los abusos. Aunque Luis Echeverría decía que el país iba “arriba y adelante”, no se respiraba calma por ningún lado. Dice Ruíz Parra: “El campo mexicano caía en la bancarrota y arrojaba a miles de jornaleros a un éxodo silencioso hacia Estados Unidos. Los campesinos de Guadalupe Victoria, privados de sus tierras, buscaron otros oficios. Se hicieron artesanos. Algunos de ellos se contrataron como obreros en la zona fabril. Otros se emplearon como albañiles. Muchas mujeres se hicieron sirvientas en hogares de clase media en la Ciudad de México. Vivían cinco días en las casa de sus patrones y regresaban sábados y domingos a su pueblo”.

            La vida, de por sí difícil, se precarizó, exactamente como sucede hoy en día. El terremoto de 1985 dejó sin casa a miles de capitalinos que tuvieron que ir a vivir a las periferias. Lo mismo pasó debido a la crisis económica de 1995. Y los terrenos de Potrero del Rey y La Laguna continuaban en litigio, fértiles y apetecibles para cientos de personas sin hogar y para unos cuantos abusadores.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Lascas

Gasterópodo II


Nietzsche pensaba que es imposible –o al menos falaz o superfluo– postular la existencia de cualquier objeto. “Un objeto, para Nietzsche”, explica Alexander Nehamas en su libro Nietzsche, la vida como literatura, “no es una sustancia permanente que subyace a sus características. Es, simplemente, un entramado de situaciones con el que otras pueden ser compatibles o armónicas; al que otras pueden incluso dañar; y al que otras pueden ayudar, o favorecer”.
     Ahora bien, quizá más importante que lo anterior, es necesario entender que los entramados de situaciones –es decir los objetos– no son esenciales: las cosas no mantienen relaciones por sí mismas; se entrelazan –mejor dicho: parecen entrelazarse– gracias al proceso interpretativo de quienes las observan. Y todos saben que los procesos interpretativos están siempre determinados por puntos de vista que incorporan intereses, necesidades y valores particulares.
     Aclaro lo anterior para evitar malentendidos y poder enunciar lo que, para mí, es un gasterópodo. Un gasterópodo es un entramado de situaciones que me ponen frente al símbolo del paraíso perdido. Calcárea huella helicoidal de un momento en que creí que la precariedad no existía o, al menos, de un momento en que no la percibí. O: huella de cuando supe que la tragedia sobrevuela sin descanso el cielo pero aún no me rozaba su tenebrosa ala.

Algún día narraré el entramado de situaciones que, acomodado por mi proceso interpretativo, me llevó a esa definición

Libros que cambian
Recuerdo una novela, Hocus Pocus, de Kurt Vonnegut, donde la presentación en primera persona del protagonista da varios giros de 180 grados antes de acabar el primer capítulo, lo cual produce un efecto de desconcierto y riesgo exquisito. Digo recuerdo porque de no estar refugiado en la enloquecida casa familiar, escribiendo sobre un burro de planchar que me sirve de escritorio, iría a mi librero, consultaría a Vonnegut y me aseguraría de citar los ejemplos correspondientes. Pero no puedo porque mi departamento está en riesgo de demolición tras el terremoto y, por si fuera poco, me veo obligado a hacer labores de enfermero porque mi madre se encuentra grave, gravísimamente enferma en la habitación de al lado. Así que forzosamente permanezco aquí, equivocando mis recuerdos y pensando que, ahora más que nunca, escribir equivale a planchar las arrugadas prendas del ropero de la mente. Tarea de mayordomo y no de literato, cosa que le va bien a mi nueva labor de enfermero. Procedo, entonces, a alisar pliegues y a explicar que fue a raíz de la lectura de Mac y su contratiempo, nueva novela de Enrique Vila-Matas, que intenté recordar libros que, como Hocus Pocus, cambien y retuerzan su mecanismo interno produciendo un efecto de desconcierto, riesgo exquisito y avance sin tregua.

Me gustan los libros que cambian y retuercen su mecanismo interno.


Vila-Matas y la vestimenta

Escribir equivale a alisar las arrugadas prendas del ropero de la mente. Eso me parece que hace Vila-Matas, a quien siempre me he imaginado en su estudio, sacando libros del librero como si descolgara camisas.   

Simple diarista

Pasa de simple diarista desocupado a detective de barrio, marido celoso, falso reportero, crítico literario, fantasma de sí mismo, intermediario entre el mundo pulcro de la gente con casa y la conjura de vagabundos que amenaza con apoderarse de la ciudad.

martes, 24 de octubre de 2017

Gasterópodo III

Yo vivo –o vivía antes del sismo del 19 de septiembre de 2017: no sé en qué tiempo debo conjugar– en la Unidad Habitacional Tlalpan. Mi edificio es el 3 A y mi departamento el 420, lo cual hacía que los amigos gastaran ciertas bromas porque, se sabe, el término “cuatro veinte” sirve para referirse al consumo de cannabis: el veinte de abril se celebra el día mundial de la mariguana y se ha estipulado a las 16:20 horas como la hora del té de los pachecos.
Con mi hermano yo vivo –o vivía– en ese lugar equivalente al paraíso. Pero semanas antes del sismo, mi madre fue diagnosticada con cáncer gástrico y, para cuidarla, nos mudamos temporalmente –eso creímos– con una tía cuyo departamento tiene elevador y está ubicado cerca del hospital. Ahí estábamos cuando la tierra tembló. Un par de horas después nos enteramos que el edificio 1 C de nuestro multifamiliar había colapsado. Dejamos a mamá al cuidado de la familia y, en la motocicleta de mi hermano, fuimos a ver lo sucedido. La ciudad era un desastre: construcciones caídas, transportes cancelados, columnas de humo, telecomunicaciones inservibles, ríos de personas que, caminando kilómetros, se dirigían a sus casas mientras en sus cabezas latían las peores incertidumbres.

Esa noche cargamos escombros en el edificio 1 C hasta las dos de la mañana, cuando regresamos a ver a mamá, cuyos dolores aumentaban en la misma medida que, afuera, crecían el número de muertos y la organización ciudadana. Al día siguiente supimos que Juliancito y su hermana Jéssica habían muerto en las ruinas. A sus padres, Nayeli y Nacho, los conocimos años atrás, en los cotorreos vecinales. Juliancito era el líder de su pandilla infantil, una bola de niños que jugaban hasta muy noche en los pasillos del multifamiliar. Era la hora del puesto de pan, de las tostadas, de los tacos de doña Irma y su hijo El Emo, de las tienditas de abarrotes llenas de gente comprando huevos, jamón, leche. Mi hermano, con su aspecto de sujeto rudo, llegaba del trabajo y Juliancito lo saludaba: qué onda Oso, ¿me das una vuelta en tu moto? Él, pese a su cansancio, lo subía y lo paseaba alrededor de la cuadra. Tres semanas después del terremoto doña Paty, abuela de Julián, me preguntó por mi hermano: era el ídolo de mi nieto, me dijo.
A veces, al departamento 420 invitábamos­ amigos. Se fumaba, se bebía cerveza y se preparaba de cenar. De ahí la broma del cuatro veinte. Mi madre, dueña de la casa, nos visitaba sólo el fin de semana, así que era nuestro departamento de solteros. No lo sabíamos, pero vivíamos en el paraíso, lugar donde, tras una jornada de trabajo, bastaba apretar un botón para sentarse a ver Youtube en el sillón rojo que compramos a meses sin intereses en una tienda departamental. Sin darnos cuenta habitábamos un paraíso donde, en macetas, crecían las plantas de aguacate y de mamey y donde, sobre las repisas, yo acumulaba libros adquiridos con paciencia de hormiga.
Fue en la banqueta de ese paraíso donde un día vi el cadáver de un gasterópodo que me hizo pensar en lo abrupto de la muerte. Y fue a una cuadra de ahí, en el parque Cerro San Antonio, cuando una mañana húmeda, poco antes de la enfermedad de mi madre y del sismo, me encontré con una familia joven y muy humilde que recolectaba caracoles. La madre, una mujer delgadísima, coordinaba a sus pequeños. Ellos, espigadores de jardín público, se agachaban sobre las plantas mojadas, se manchaban de lodo y, como niños que eran, se divertían, o al menos eso me pareció. Le pregunté a la mujer para qué querían los caracoles. Para comerlos, respondió sonriendo. Con cebolla, tomate, chile y tortillas.
Me pareció interesante porque por esos días me había dedicado a recolectar aguacates en la colonia Juárez, sitio donde se encuentra la Fundación que me becó durante dos años. Un amigo había descubierto que algunas de las calles de la colonia están llenas de esos árboles. Cuando comprobó que dan frutos, desarrolló un sistema equipado con sensores de temperatura para controlar y acelerar la germinación de semillas, meta que ha logrado en un tiempo récord de siete días. Quiere hacerlas crecer en su departamento para luego trasplantarlas en camellones y parques de la ciudad. Un futuro de guacamole público, dice.
Durante varios días –también espigadores urbanos–  trepamos a los árboles y llenamos las mochilas. Los transeúntes nos veían asombrados y, en ocasiones, horrorizados. Algunos piensan que el suelo y la lluvia de la ciudad se volvieron desde hace muchos años tóxicos y que nada de lo que crece aquí debería comerse: eso fue posible sólo en tiempos pasados, dicen. Se cree que el paraíso fue un lugar irrecuperable donde bastaba alargar la mano para encontrar el sustento. Donde era posible llegar, tumbarse en el sillón y descansar.
Han pasado un mes y cinco días, pero nadie puede vivir aún en el multifamiliar. Mi madre sufre en este momento los síntomas de la segunda quimioterapia, además de los dolores ocasionados por el tumor. Vivimos temporalmente en casa de la tía Laura, en la colonia Narvarte, a pocos metros del Viaducto y a quince minutos en automóvil del Hospital General. Entre las escasas pertenencias que he podido sacar del departamento 420 se encuentra la planta de mamey.