viernes, 21 de septiembre de 2018

Historias de Lisboa


Antes del cine digital, filmar era desenrollar espirales de celuloide. Tiras de fotogramas nonatos donde el tiempo aún no ha ocurrido. Activarlos durante una fracción temporal de luz, hacer que su breve vida sea la huella de su extinción y volverlos a anudar en otro espiral que será su tumba. Vorágines de tiempo congelado en su nudo oscuro. Remolinos que resucitan al cruzar el haz lumínico del cinematógrafo.
Win Wenders, en Historias de Lisboa, registra el paso del cine analógico al digital. En esa película aparece Friedrich, el falso cineasta que graba con una cámara antigua cuyo funcionamiento es aún manual. Al mismo tiempo, los niños camarógrafos utilizan ya aparatos digitales, o semidigitales, con pantallas en la misma cámara.
Aunque talvez me equivoco. Puede ser que los aparatos que manejan los niños funcionen con pequeños rollos de celuloide en formato de casete. El mismo mecanismo de las cámaras antiguas. No lo sé.
De lo que sí estoy seguro es de que Wenders capta muy bien un momento de transformación de las imágenes cinematográficas en esa película, que en sí misma es un ensayo, una reflexión sobre el arte de hacer cine.
Los niños camarógrafos de Historias de Lisboa.
Quizá he escrito todo esto para decir que estoy saliendo con una chica muy interesante a la que le fascina el cine.
Para decir que ella escribió un ensayo acerca de la mirada infantil de Win Wenders.
El ensayo me gustó.
Ella me gusta.
Es hora de aceptar que mi corazón cambió de lo analógico a lo digital.

Tlatelolco, aquella tarde


Me encargaron un texto sobre el 2 de octubre. Yo nací exactamente treinta años después de lo ocurrido en Tlatelolco. Creo pertenecer, aunque no me guste, a una generación, o mejor dicho a un sector social, poco interesado por el tema. Mis padres tenían diez años en el 68, no lo vivieron en carne propia y, por lo tanto, no me transmitieron la indignación. Además, yo crecí en provincia y nunca, hasta mis dieciocho años, cuando me mudé a la Ciudad de México y me inscribí en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, presencié ninguna marcha conmemorativa. No culpo a la provincia como entelequia: desde luego que en Mazatlán existen sectores que mantienen viva la memoria, pero mi familia no los frecuenta e incluso los rehúye: cuando llegó la hora de inscribirme en la preparatoria, frente a dos de las escuelas públicas disponibles, la Rubén Jaramillo y la José Vasconcelos, mis padres, asustados, eligieron para mí la segunda. Me culpo a mí por la falta de curiosidad, y culpo al ambiente donde me desenvolví. El mismo que, sólo por mencionar dos sucesos ampliamente difundidos, se ha mantenido indiferente ante los hechos del 3 y 4 de mayo de 2006 en Atenco y del 26 de septiembre de 2014 en Ayotzinapa. Pero eso sí: preocupados por el estado de derecho, se jalan los cabellos si los maestros o los electricistas, o cualquier otro sector agraviado: desplazados por megaproyectos, defensores de su territorio, etc., bloquean carreteras exigiendo alguna reivindicación.
            Lo anterior es un lugar común. Lo siento.
            Recomienzo: me invitaron a escribir un texto sobre el 2 de octubre y decidí, en esta ocasión, revisar a Luis González de Alba, el escritor suicida. La personalidad del 68 mexicano que me parece cada día más interesante. Contradictorio, a veces despreciable, hipersexual, solitario, brillante, insolente, joven y viejo, belicoso, disidente y reaccionario, seropositivo, multifacético. Leí uno de sus libros póstumos: Tlatelolco, aquella tarde.

Miedo a hablar



Cinco siglos de soledad en nueve proyectos hidráulicos

Los nueve textos que componen este libro huyen de las temáticas personales. Si acaso hablo de mí, es como sujeto ensayístico frente a una realidad ­–aspectos particulares de la historia hidráulica del Valle de México– que intento comprender, eso sí, de una forma absolutamente personal, no como lo haría un historiador, sino como literato: haciendo uso de juegos librescos, impresiones derivadas de visitas a lugares, soluciones imaginarias respecto a circunstancias y personajes verdaderos, opiniones de aficionado, expresiones de maravilla ante la inverosimilitud de la historia que intento narrar. Ni cuaderno de notas ni diario personal, sólo textos que intentan explicar pequeñas facetas del mundo o, mejor dicho, de la historia y realidad de la Ciudad de México.
            Lo repito: en ningún momento menciono mi pasado familiar, ni mis relaciones amorosas o amistosas, ni mis manías o traumas. Y como no lo hago en el cuerpo propiamente dicho del libro, me permito hacerlo aquí, en este espacio que escribo a manera de prólogo y coloco al comienzo de estas páginas, como si de un rostro o máscara se tratara, con la doble intención de darle personalidad a la obra y de explicarme a mí mismo y al lector las razones, lejanas y a primera vista extrañas, por las cuales decidí embarcarme en este proyecto.
            Quien no quiera asomarse a la caverna fibrosa y coagulada donde laten los motivos ocultos del escritor, obvie el proemio y vaya sin intermediarios al primer ensayo, que trata sobre la vida y obra de Enrico Martínez, matemático graduado en París, cosmógrafo del rey, interprete del Santo Oficio, impresor, astrólogo y encargado de la primera gran obra hidráulica encaminada a secar los lagos de la Cuenca del Valle de México.
            Quien tenga curiosidad, sepa que el principal problema de mi vida es el miedo a hablar. De él se deriva la mayoría de inconvenientes que, tergiversados, mutados y oblicuos, atormentan, de un modo u otro, mi existencia. Obviamente, no nací con tal condición; el entrono la produjo.
Cuando era pequeño, en mi familia campeaba la creencia de que era sano e instructivo prohibir a los niños la participación en las pláticas de los adultos. Recuerdo haber escuchado a mi madre reprobar, con aspavientos jactanciosos, ejemplos contrarios, observados en clanes externos.
Desconozco las consecuencias que semejante ordenanza operó en la psique y la autoestima de mi hermano, o en la de mis primos. Quizá la ignoraron. Recuerdo, de hecho, a uno de ellos intervenir sin descanso en los cónclaves de mayores, valiéndole madres la prohibición.
Es posible que, por subyugación innata a los mandatos superyoicos o encarnizamiento azaroso de la ley familiar sobre mi persona, únicamente yo, de entre todos los pequeños que me rodeaban, haya elevado la censura al puesto de los traumas personales.
El recuerdo es incierto y, aún más, puede tratarse de una ficción. Eran las vacaciones de navidad, yo tenía nueve o diez años y quise participar en una charla presumiblemente seria  que se llevaba a cabo en el comedor de la casa del abuelo paterno. Entonces mi madre me silenció frente a todos, como queriendo dar una lección. Dijo que yo no tenía nada que agregar a la conversación de adultos. Que no sabía nada. Que permaneciera ahí, si así lo quería, pero no hablara.
Petrificado, me mantuve de pie y simulé prestar atención a lo que se decía –la plática, como es lógico, no se detuvo por el incidente. Sin embargo, mis pensamientos habían caído ya en las aguas del ridículo mientras el yate de la reunión se alejaba, primero con lentitud soñolienta, luego con rapidez desconcertante, hacia el horizonte.
Desde entonces me encuentro varado en un piélago de silencio. A veces, una embarcación pasa cerca y yo intento platicar, pero entre el sonido de las olas y lo alto de la obra muerta de los barcos, mi voz no es escuchada. 
No comprendo a los escritores lenguaraces. Si para ellos hablar no implica ninguna dificultad, la literatura se vuelve exceso. En cambio yo la utilizo como única vía de comunicación. Escribir para decir lo que en la vida cotidiana no puedo.

El recuerdo es incierto. Muy probablemente ocurrió en casa de mi abuelo, en el Distrito Federal, talvez en navidad. Había reunión: tíos, tías –sobre todo ellas–, primos, alguna amistad de siempre. El escenario es importante. Casi veo las paredes de la sala recubiertas con madera, las lámparas modestas y presuntuosas al mismo tiempo, la declaración de principios de una familia que, habiendo asegurado un puesto en la clase media apenas un par de décadas atrás, expresaba su pequeña posición en cada pieza del parqué, cada silla abullonada de terciopelo rojo, cada postal comprada en un viaje al extranjero y luego pegada, como collage, en la cantina. Lo cual me impresionaba, pues mi familia nuclear, afincada en Mazatlán, era pobre: en la sala de nuestra casa había, en lugar de sillones, sillas blancas de plástico, no conocíamos el lujo de los cuadros adornando las paredes, los armarios era desnudos tubos de fierro. La culpa era de mi padre: aunque es arquitecto graduado, nunca triunfó. Pero la pobreza jamás se tradujo, para mí, en penuria. Dentro de casa, mi madre no hacía valer la ley de la no intervención en pláticas adultas...


Era hasta cierto punto natural que, en casa de su padre, rodeada de sus hermanas y alejada durante unos días de la pobreza de nuestra casa de Mazatlán, me callara.

Todo es natural.


***

Cinco siglos de soledad en nueve proyectos hidráulicos

Un mundo de ciudades replicantes. Como en la novela de Philip K. Dick, pero en lugar de seres humanos falsos, urbes recién hechas funcionando con recuerdos de metrópolis ajenas. Fingiendo tener historia propia, inconvenientes causados por malas decisiones del pasado, privilegios forjados por un paciente acomodo con el entorno. Como en esa suposición de Russel que Borges citaba cada tanto: “el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que ‘recuerda’ un pasado ilusorio”.
            Dado que vivo en la Ciudad de México, lugar que se sostiene con estructuras peligrosas y descabelladas, sitio que para no morir de sed ni ahogarse en sus propios detritus desafía olímpicamente los más elementales principios de economía, esa posibilidad me da náuseas, como cuando uno se enferma del estómago y prueba de nuevo lo que le hizo mal: un asco reflejo.
¿A qué clase de arquitecto enloquecido se le ocurriría crear el infierno desde cero? ¿Qué tipo de instrucciones se deberían seguir para llegar a este resultado? ¿Con qué clase de prosa abstrusa, barroca y necia estaría redactado ese proyecto?
            En primer lugar, recorrer el mundo en busca de un sitio con semejantes condiciones geográficas.  Lagos de altura rodeados de montañas almenadas de bosques.
            El temor no es injustificado. Si bien la ciudad no se ha construido ex nihilo obedeciendo una ordenanza autoritaria, sí se eligieron conscientemente ciertos caminos por encima de otros. A lo largo de cinco siglos de vida urbana occidental –desde la caída de Tenochtitlan y la fundación de la capital del virreinato de Nueva España–, la ciudad ha sido construida con base en criterios que dejaron fuera alternativas no experimentadas, futuros desconocidos que dejan en el aire, escrita con letras de humo, una nostálgica certeza: este lugar pudo ser diferente. Como pasa en Fedora, una de las ciudades invisibles de Italo Calvino.
En Fedora existe un museo que resguarda modelos con las formas que la ciudad hubiera podido llegar a tener si no fuese como es en la actualidad. Maquetas de proyectos que los habitantes hicieron alguna vez con la intención de transformar su patria en un lugar ideal, pero que se volvieron irrealizables porque, mientras ellos preparaban los modelos, Fedora se transformaba y ya se había transformado y lo que hasta hace unos momentos había sido posible futuro no pasaba de ser un simple juguete. Al museo de las posibilidades truncas de Fedora, dice Calvino, llega cada uno de sus habitantes y “escoge la ciudad que corresponde a sus deseos, la contempla imaginando que se refleja en el estanque de las medusas que debía recoger las aguas del canal (si no lo hubiesen secado), que recorre subido a lo alto del baldaquín la avenida reservada a los elefantes (ahora proscritos de la ciudad), que se desliza a lo largo de la espiral del minarete de caracol (que no volvió a encontrar la base desde donde se levantaría)”.
            De la Ciudad de México yo escogería el modelo ideado por Adrian Boot, ingeniero holandés contratado en 1613 por Felipe III con el propósito de viajar a México a supervisar las obras del desagüe que dirigía, desde 1607, Enrico Martínez, cosmógrafo y matemático. Martínez había sido comisionado por el virrey Luis de Velasco II para solucionar las inundaciones que constantemente amenazaban la existencia de la capital de la Nueva España, ciudad ubicada en el centro de un inmenso sistema lacustre. Su propuesta fue construir un desagüe para secar los lagos de la Cuenca del Valle de México y así eliminar por completo los estragos hidráulicos. Sin embargo, los trabajos que dirigía se complicaron más de lo previsto y, para evitar complicaciones mayores, fue necesario traer a un perito externo. Así llegó Boot, quien el 17 de noviembre de 1614 visitó las obras que Martínez realizaba en Nochistongo, a las que descalificó (“No valen nada”, dijo) por considerarlas onerosas y plagadas de defectos técnicos. Poco después, presentó su propio proyecto urbanístico, notablemente influenciado por las obras que en aquellos años se realizaban en Ámsterdam: el impresionante sistema de canales en forma de abanico que todavía hoy le hacen merecer a esa ciudad el título de “Venecia del Norte”.  
            Los documentos de la propuesta de Boot se perdieron (quizá algún día los historiadores los rescaten de algún archivo histórico), pero por distintas fuentes se sabe que consistían en varias medidas cuya finalidad era conservar el entorno acuático, evitar el hundimiento del terreno y salvar los edificios. Para ello, planeó construir un sistema de pólderes, un dique alrededor de la ciudad semejante al que Nezahualcóyotl realizó en su tiempo, levantar calzadas, abrir canales de mampostería que sirvieran para la navegación urbana, esclusas, compuertas y traer máquinas (bombas hidráulicas accionadas con molinos de viento) como las que se usaban en Holanda para expulsar el líquido sobrante y utilizarlo en la irrigación de huertos. De esa mañanera, afirmaba, la Ciudad de México sería “maestre y señora del agua”.   
            Al final, la propuesta de Boot no se realizó. Pese a tropezar mil veces y heredar las dificultades a los siglos venideros, el paradigma inaugurado por Enrico Martínez, consistente en drenar el agua y ganar terreno seco para la ciudad, fue el vencedor. Así se perdió la oportunidad de crear un entorno urbano en armonía con el ambiente natural, hecho que redundó, poco a poco, en el horror que hoy se vivecon  el horror que hoy rige a esta urbe: tormentas de polvo, hundimientos por excesiva extracción de agua del subsuelo, contaminación del aire, muerte paulatina del ecosistema lacustre, aniquilamiento ecológico de regiones vecinas desde donde ahora se trae agua para consumo humano.  




jueves, 6 de septiembre de 2018

Viaje al Monumento del Drenaje Profundo



Las cabezas son cascos de samurái; los cuerpos, torres de cemento de diferentes alturas. La más alta mide 30 metros y la más baja 18.   



(Enero 2018)
Estoy en la colonia Solidaridad Nacional, delegación Gustavo A. Madero, a unos cuantos pasos de la serpenteante frontera con el Estado de México. Acabo de ver a un perro callejero devorar las tripas rojas de un gato reventado y luego mirarme con ojos de animal zombi. Vi también, cuando me bajé del camión que tomé en el paradero Indios Verdes, a un grupo de hombres aceitosos que, en el patio de un taller mecánico, se abismaban dentro de unos tableros de ajedrez. Y a dos niñas con uniformes de secundaria que jugaban a enseñarse los calzones en el reflejo de un charco gris.
            Una precisión: no estoy solo; el Shaggy me acompaña. Lo encontré tirado en el piso de la estación del metro La Raza, comiéndose una mandarina. Hacía dos años que no nos veíamos y nos abrazamos con gusto. Él esperaba a un conocido suyo que le entregaría un fanzine anarquista: pero me pasa siempre lo mismo, lo espero y nunca llega, me dijo. Yo le comenté que iba en busca del Monumento al Drenaje Profundo y él, sin pensarlo dos veces, decidió acompañarme.
Shaggy me cae bien porque no es ningún tonto; sabe, por ejemplo, quién fue Nicolae Ceaușescu, y eso es más que suficiente para ser un buen compañero de viaje en esta ocasión. Pero él y yo no sólo hablamos del político rumano y su intrincada relación con el Drenaje Profundo de la Ciudad de México (tema que hoy me obsesiona), ni de monumentos olvidados, ni de Boris Groys –a quien a quien menciono varias veces para explicar el proyecto que quiero realizar. También platicamos de la tristeza, de la falta de ternura en nuestras vidas, de la arenisca que se acumula en las pegajosas esquinas del alma: soy una calaca y se me mete el smog de la melancolía en los huesos porque no tengo médula, le confieso en una pausa del metro. 
En Indios Verdes, después de perdernos un rato entre filas de combis, vapores de tacos y puestos de fayuca electrónica, abordamos la ruta 68, unos camiones amarillos y grandes con rótulos que dicen “Reclusorio Norte” y que cuestan siete pesos. El chofer arrancó cuando ya no cabía una persona más.
Traqueteando, pasamos frente al campus Ticomán del IPN, donde las rejas guindas separan la calle de los oasis de pastos verdes. Después el camión se internó en barrios quebrados y sucios, cruzó el río de los Remedios (un cauce de gelatina color cemento) y siguió por colonias donde la gente detesta a los vegetales, a juzgar por la falta de árboles y jardines.
Las instrucciones para llegar a nuestro destino decían que debíamos descender en el crucero de Chalma, pero ni Shaggy ni yo sabíamos dónde quedaba eso, así que le pregunté a una muchacha de lentes. Vamos al Cetis No. 7, precisé. Faltan cuatro minutos, respondió ella como si estuviéramos en un tren alemán. Bájense en la esquina, agregó después con precisión sorprendente, mientras el estéreo del chofer hacía sonar una cumbia de rima fácil: “Ven, acércate a mí, que yo me muero por ti”.
Pero no se vayan caminando, hace mucho sol, mejor tomen el camión que va a metro Politécnico, insistió, con voz angustiada, lo cual nos pareció enigmático, pues ni el sol estaba fuerte ni era necesario abordar otro transporte: el Monumento al Drenaje Profundo se veía, titánico, a no más de doscientos metros del crucero de Chalma. Pensé dos cosas: o ella deseaba protegernos maternalmente de la insolación, o su advertencia tenía un significado oculto. Algo así como: si se van a pie los van a apuñalar.
No hicimos caso y caminamos por la avenida Benito Juárez (frontera entre la Ciudad y el Estado), donde encontramos al perro zombi. En la calle Luis Espinosa (llamada así en homenaje al ingeniero mexicano que durante los siglos XIX y XX dirigió los trabajos del desagüe del Valle de México), giramos a la izquierda y llegamos a este lugar, donde el Monumento del Drenaje Profundo asoma su gigantismo detrás de los muros del Cetis.
Permanecemos un rato en silencio, observando la ilógica estructura: si estuviera en el espacio escultórico de la UNAM, o en algún lugar parecido al de las Torres de Satélite, no se vería tan extraña, tan fuera de sitio. En cambio aquí, en una zona olvidada por los urbanistas, donde la gente apenas tiene agua potable, entre calles estrechas, encerrada tras las bardas de un bachillerato técnico de baja estofa, resulta un cultismo sofisticado y mamón dentro del sintagma elemental y burdo de la periferia. Pero así es esta ciudad. Aquí los panzones grasosos juegan ajedrez como sultanes árabes y las niñas se erotizan en espejos de agua sucia. Aquí estuvo Nicolae Ceaușescu, le digo a Shaggy.
Pasa una patrulla, dos autobuses y varios peatones. Entonces aprieto el botón de la turbina que llevo en la mochila y vuelo hacia la parte más alta de las torres de concreto del monumento: 30 metros sobre el piso. Encima de las torres, veo las cimbras, hechas del mismo material con que se construyeron los túneles del drenaje. Ahí viven las palomas, que se espantan al verme, ahí crece el musgo y se encuentra un inesperado balón de fútbol ponchado que algún estudiante pateó hasta acá. Vuelo más alto. Pierdo de vista a Shaggy. Examino las nubes, olfateo el smog. Tan arriba me encuentro que comienzo a ver todo no como una toma satelital de Google Maps sino como un mapa dibujado con tinta negra. Me divierto imaginando que realizo un test de Rorschach. ¿Qué formas identifica usted en los límites políticos de la CDMX? Hace un momento estaba parado donde la figura de la capital levanta hacia el norte un inesperado cuernito, o donde la silueta de la pera chilanga tiene su trozo de rama, o donde el corazón infartado de la urbe yergue un pedazo de aorta rota, respondo.
Sigo elevándome. Tanto que inicio un viaje en el tiempo. Hacia el pasado. Maniobro con precaución mi aeromochila, regulo la velocidad de la turbina para aterrizar exactamente el 9 de junio de 1975 a las 10:10 horas en la base del monumento. Lo consigo.
Es una mañana hermosa y fresca de primavera.
El Cetis aún no existe y el cerro de enfrente, verde por las lluvias, todavía no ostenta la falda de casas grises que lo vestirá en el año 2017. Tampoco hay bardas. En este terreno sólo se ven, armónicos, el monumento sobre una base circular de concreto, un área de césped, el museo semicircular de las obras hidráulicas dedicado a la memoria de los trabajadores que perdieron su vida durante la construcción, y un evento multitudinario a punto de comenzar, algo parecido a un mitin político. Pancartas de apoyo al PRI, gente sentada y de pie, flores, banderas tricolores, ingenieros, obreros, policías secretos, periodistas. Al frente, un podio, una mesa larga cubierta con mantel rojo y varios funcionarios públicos a los que se les empiezan a calentar las cabezas por el sol. En medio distingo a Luis Echeverría –traje gris claro, lentes, calvicie bruñida, cuerpo rígido– y, a la izquierda, a su homólogo, el conducător Nicolae Ceaușescu, presidente de la República Socialista de Rumania. Se encuentra de visita oficial en México; sonriente y silencioso, cumple su papel de padrino extranjero del Sistema de Drenaje Profundo del Distrito Federal, obra que el gobierno mexicano inaugura con la esperanza de desalojar las aguas negras y fluviales de la Cuenca del Valle de México y dar fin a la obsesión que desvela a la ciudad desde los tiempos de Tenochtitlan: el pánico a hundirse en el lodo.
Porque cada urbe tiene sus pesadillas (¿cuál será la de Bucarest?), sus terrores íntimos, y la Ciudad de México le teme, más que a los terremotos, al fango. Su historia se define como una lucha contra la imagen de sí misma hundiéndose en el caldo lodoso de la inexistencia, en su propia diarrea disolvente: las chinampas, los albarradones de Nezahualcóyotl, los desesperados desagües novohispanos, las inundaciones de la capital independiente, los faraónicos canales y túneles de Porfirio Díaz, los edificios succionados por el flan del tepetate, el Drenaje Profundo. Imagen de pesadilla que, tal vez, constituya un deseo inconfesado, colectiva pulsión de muerte: ¿no sería más conveniente ahogarnos en el cieno y acabar de una vez por todas con la angustia? No, en lugar de eso, la terca permanencia, la neurosis del asfalto: quedarse aquí a secar el agua, llenar camiones de volteo con toneladas de lodo y cubrir todo lo que antes eran lagos con losas de cemento hasta el horizonte, también las montañas, que todo sea banqueta. Lo cual ha traído inconvenientes: cuando llueve, el líquido de los cerros pavimentados corre hacia la cuenca y la ciudad se convierte en alberca que es necesario drenar con coladeras. Por eso la construcción de esta obra, la tubería más grande del mundo que el presidente rumano apadrina esta mañana como un gesto de amistad a este pueblo al que le aterroriza hundirse.



Regreso al año 2017 para sacar a Shaggy de su contemplación del monumento y decirle que la primera escena de nuestra película “La soledad de la ciudad desecada” deberá realizarse con objetos a escala: en un lugar lodoso clavaremos réplicas de edificios emblemáticos del Distrito Federal, de manera que transmitan la sensación de una catástrofe pantanosa: la Torre Latinoamericana rota y medio sumergida en el fango, el Monumento a la Revolución cubierto hasta la cúpula, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes naufragando cual buque fantasma en un piélago de hormigón reblandecido. Las tomas serán en blanco y negro, la cámara del celular dará vueltas sobre la estragada ciudad de juguete, simulando un mareado viaje en helicóptero. Y después hacemos un corte para meter esto: la imagen del Monumento al Drenaje tras las bardas del Cetis, como un monstruoso ferdydurke de cuatro cabezas condenado a cursar por siempre el bachillerato técnico, pese a ser él, se supone, el encargado de salvar a la ciudad de las inundaciones desde 1975. Mostrarlo como un prisionero de cemento y acero denigrado por lo naif de los recreos estudiantiles. Y mientras tanto, un narrador dirá las siguientes palabras de Hugo Hiriart: “Erigidos para hacer perdurar hazañas, los monumentos, entes melancólicos y paradójicos, refutan su intención y prueban siempre la fugacidad y la calidad efímera de todas las cosas humanas. Aun los dioses pavorosos envejecen y mueren. Pero el arte perdura. De la devoción, el terror o la reverencia nada más sobreviven ingenio de artesano y misterio. Por eso los monumentos más puros son aquellos cuyo significado se ha perdido”.   
            Está mamalón, comenta Shaggy con un tono de voz indescifrable: no sé si le entusiasma o me da el avión o ya quiere irse. Entonces cruzamos la calle Luis Espinosa y nos dirigimos al portón metálico del Cetis. Las incontables capas de pintura de aceite color rojo disminuyen la sensación metálica en mis nudillos. De pronto, un guardia abre un postigo carcelario para preguntar qué deseamos. Le explico que me encuentro haciendo una investigación sobre la historia hidráulica de la ciudad y, por ello, me interesa ver el monumento que hay adentro. Cierra el postigo. Al cabo de un rato, franquea la plúmbea entrada y se muestra acompañado por una señora de rostro amable y moreno; su nombre es María del Rosario Ramírez Coronado, jefa de Servicios Escolares, quien nos pide anotarnos en una libreta y dejar con el guardia una identificación. Sólo en este momento pienso que el aspecto y los modos punks de Shaggy pueden resultar inconvenientes: es un sujeto que jamás saluda ni da las gracias. Sin embargo, a María del Rosario no parece importarle y nos entrega, como señal de ambigua hospitalidad, un gafete de visitante a cada uno: ¿esas marcas de forastero sirven para obtener respeto como huésped, o para vigilarte con mayor facilidad? Pese a las excesivas normatividades que María de Rosario nos obliga a cumplir con aplomo policiaco, la noto nerviosa, como si estuviera frente al pizarrón en su primer día de clases. Advierto que tiene en sus manos una hoja enmicada con todos los datos históricos del Cetis No. 7 Miguel Lerdo de Tejada. Una especie de acordeón para no fallar en su paseo guiado por el plantel.
Para romper el hielo, pregunto si viene mucha gente a ver el monumento. Me dice que no. Las últimas personas interesadas vinieron en 2005; hacían un libro para la UNAM, uno sobre lugares extraños de la ciudad: el Cetis les pareció exótico. ¡Ah, los citámbulos!, le digo, entusiasmado. Sí, creo que así se llaman, me contesta. Entonces, de golpe, recuerdo un montón de cosas olvidadas. Me abstraigo de María de Rosario, de Shaggy, de la historia de Nicolae Ceaușescu y Luis Echeverría. Recuerdo: hubo un tiempo, hace algunos años, que con Vladimir, La Mami, La Güera y El Púas, me dediqué a ir a los lugares de antiturismo señalados en la guía Citámbulos. Casi todos parecían inventados. Recuerdo haber visto consignado, por ejemplo, el inverosímil Monumento al Drenaje Profundo, pero no venimos. En cambio, fuimos a buscar el secreto jardín de orquídeas que, supuestamente, se encuentra en una bodega abandonada de la colonia Industrial Vallejo, entre dos calles larguísimas. Es una zona de naves industriales, trailers estacionados en la calle, fábricas viejas de zapatos y vías de ferrocarril que se internan por estrechos pasillos y se pierden en pasadizos rematados con portones oxidados. Era domingo, así que el barrio tenía un aire fantasmagórico, abandonado. Se nos hizo tarde peinando las calles, saltando bardas, huyendo de los perros guardianes, interrogando a los veladores, siguiendo arabescas vías férreas. Al final, concluimos que el jardín de orquídeas era el lugar comodín del que se advertía en el prólogo de Citámbulos: “todos los sitios son verdaderos, excepto uno; el explorador lo descubrirá”. Cansados, fuimos a la casa de Vladimir, que vive en la colonia San José de la Escalera, cerca de ahí. En su patio hay dos lavadoras inservibles, tres perros (Goliath, Séneca y La Concha) y en medio crece un árbol de mango –rareza botánica en la Ciudad de México– bajo el cual su familia colocó una mesa y seis sillas. Ahí comimos, bebimos cerveza y mezcal. Dentro de su habitación, Ana, hermana de Vladimir, discutía con Shaggy, que en ese tiempo era su novio. Él y yo no éramos amigos directos, pero cuando nos encontrábamos platicábamos de películas y libros. La nuestra era una amistad en potencia: sospechábamos que podríamos convertirnos en compas inseparables porque desde que nos conocimos experimentamos atracción, pero nunca dimos el paso decisivo. De pronto, Shaggy salió del cuarto de Ana. Habían terminado definitivamente su noviazgo. Él tenía los ojos llorosos. Me saludó y se despidió al mismo tiempo. Lo abracé, lo confieso, sin prestarle demasiada atención. Salió de la casa. Era de noche. Al cabo de un rato, Ana se unió a nuestra tertulia. Tratamos de animarla. Le dimos mezcal. A las tres de la mañana, ella y yo nos fuimos a su cama. Me pidió que la abrazara y a mí me dieron ganas de hacer el amor, pero Ana me dijo que estaba triste y sólo quería dormir. Me sentí como un canalla oportunista, pero traté de solucionarlo comportándome como un hermano responsable, como un pastorcito que vela el sueño de una cabra enferma. Eso fue todo. Un par de días después, olvidé el asunto. Sin embargo, a partir de ese momento le perdí la pista a Shaggy. Fue como si las arenas movedizas de la ciudad se lo hubieran tragado. Eliminó incluso su cuenta de Facebook. Ana se fue a Francia y al poco tiempo se consiguió un novio normando llamado Vincent, de modo que Shaggy se borró aún más del círculo de amigos (nunca imaginé que lo volvería a ver, tres años después, en una estación del metro, justo hoy). Mientras tanto, la vida siguió y yo continué con lo mío: por esas fechas comenzaba a interesarme la historia de los desagües de la Cuenca de México. Poco después, obtuve una beca de dos años gracias a la cual escribí una novela cuyo título es, precisamente, Desagüe: algo así como una biografía mutante del Gran Canal construido por Porfirio Díaz. El proyecto, en un principio, era distinto. Planeaba hacer un libro de ensayos histórico-literarios sobre el tema, pero me sentí encorsetado. En cambio cuando debrayaba, cuando inventaba personajes y me iba por las ramas –las cloacas– la escritura fluía. Decidí que mi proyecto se transformaría en una narración ficticia. No puedo decir si el resultado es bueno o malo –eso en realidad no importa–, pero sí afirmar que durante el tiempo en que redacté, borré y corregí fui relativamente feliz. Tenía una ocupación que me dispensaba de cumplir con otras responsabilidades más mundanas, más verdaderas, enfadosas y presentes. Vivía en un mundo paralelo, el de mi libro, en un tiempo alterno que aún no llegaba: el de su culminación. Dentro de la vida real y a la vez fuera de ella. Exactamente lo que describe Boris Groys en su ensayo “La soledad del proyecto”.
Según el pensador alemán, un proyecto es, sobre todo, la declaración de un futuro nuevo y alternativo; la postulación y paulatina realización de algo que aún no existe: un libro, un edificio, una filosofía, una vacuna. Para llevarlo a cabo, el realizador debe aislarse de la sociedad y colocarse en una suerte de tiempo paralelo o heterogéneo al de los demás miembros de su comunidad.  Se trata de una de las pocas circunstancias de la vida en que el aislamiento es justificado y bien visto. “El proyecto nos transporta del presente a un futuro virtual, causando una ruptura entre su ejecutor y aquellos que esperan que el futuro acontezca. El autor del proyecto ya conoce el futuro, pues éste no es otra cosa que la descripción del mismo”. Sin embargo, el porvenir, por más prefigurado que se encuentre en escrupulosos cronogramas, siempre deparará sorpresas y, en cierto sentido, puede considerarse, desde ahora, irrealizable, escurridizo. ¿Quién se atrevería a decir con sensatez que lo planeado se cumple punto por punto? Ni siquiera proyectos majestuosamente celebrados como el Sistema de Drenaje Profundo confirman las expectativas. El 9 de junio de 1975, Luis Echeverría anunció que, gracias a la inauguración de esa obra, “se ha liberado de forma definitiva a la metrópoli de las inundaciones”. Hoy se sabe que no es cierto y, más aún, que el proyecto ni siquiera ha sido terminado. Entonces sólo se puso en servicio la primera etapa, compuesta de 68 kilómetros de túneles subterráneos. En la actualidad el Sistema cuenta con alrededor de 110, y todavía faltan muchos más porque el proyecto ha sido interrumpido en varias ocasiones debido a cambios administrativos. Sin contar con que lo ya construido padece serios problemas. “A la postre”, escribió el arquitecto Jorge Legorreta, “y como en el caso de otros grandes desagües de la ciudad, los propósitos del Drenaje Profundo han sido limitados. En época de lluvias el Emisor Central se encuentra saturado, y según las autoridades encargadas se ha reducido su capacidad de desalojo de 210 a 150 m  de agua por segundo”. Lo cual, siguiendo un informe del año 2005 publicado por la Comisión Nacional de Agua, puede causar que “un área de 650 kilómetros cuadrados del oriente del Valle de México, en donde viven unos 8 millones de personas, quede inundada de aguas negras debido al riesgo de una falla catastrófica en el Sistema”.




La historia que nos cuenta María del Rosario no es la que yo esperaba.

“Como mayormente se nos niegan los criterios que permiten determinar si la meta del proyecto ha sido o no conseguida”, dice Groys, “nuestra atención se desplaza de la producción de la obra a la vida-en-el-proyecto”.


 Ángela Gurría participó en el concurso para realizar en grande una escultura que celebrara la inauguración del Drenaje Profundo en 1975. Envió su proyecto a la entidad gubernamental convocante: una pieza escultórica a escala y un documento especificando el material requerido y las dimensiones proyectadas: sobre una base circular de 138 metros cuadrados, se levantarán cinco torres de concreto que representan, cada una, los dedos de una mano; la más alta debe medir 30 metros y la más pequeña 13; sobre cada una se colocará un anillo cortado de las cimbras utilizadas en las tuberías del drenaje.  / por lo tanto, tiene la oportunidad de mirar el presente desde el futuro. estar en la realización de un proyecto permite blandir una justificación para el autoaislamiento. Mientras que la vida ordinaria     



La ciudad se hunde de dos maneras. La primera y más elemental consiste en las inundaciones causadas por lluvias o desbordamientos de canales y drenajes. Fenómeno que ha ocurrido desde tiempos de Tenochtitlan y contra el cual se ha luchado, durante siglos, a través de un paradigma consistente en sacar todo el líquido de la Cuenca del Valle de México por medio de distintos sistemas de desagüe.  
La maestra María del Rosario sigue hablando, o mejor dicho leyendo la hoja enmicada. Más que Jefa de Servicios Escolares, parece alumna nerviosa. No puede evitar que su exposición resulte monográfica y árida. Dice que esta institución se fundó en 1902 con el nombre Escuela Oficial Primaria Superior con Sección en Comercio “Miguel Lerdo de Tejada”. Era para puras señoritas y se encontraba en el Centro Histórico. En un principio, se enseñaba a las niñas de 13 a 15 años a vender artículos de papelería y librería. A finales de la década de 1920, la Secretaría de Educación Pública amplió los planes de estudio, incorporando un mayor número de asignaturas, siempre con inclinación hacia las habilidades técnicas mercantiles: escritura en máquina, taquigrafía, aritmética, nociones de contabilidad, lengua nacional, inglés. Después de 1937, el recién fundado IPN convirtió a la escuela Lerdo de Tejada en vocacional para las ciencias sociales y económicas. En 1952, volvió a estar bajo el control de la SEP. En 1967, se mudó de instalaciones, a la calle Sabinos, en Iztacalco, donde la escuela vivió en 1972 otra transformación administrativa debida a una reforma cuya finalidad era graduar masivamente a jóvenes con habilidades técnicas, listos para incorporarse al mercado laboral en el sector industrial y de servicios. Se creó la Dirección General de Escuelas Técnicas Industriales (D.G.E.T.I) 
 

             
“Cuando nos mudamos a este predio, lo más urgente fue levantar la barda”. María del Rosario Ramírez Coronado, jefa de Servicios Escolares, quien me recibió con amabilidad y me contó, leyendo una hoja enmicada, la historia del plantel: la escuela se fundó en 1902 como instituto comercial para señoritas y estaba ubicada en el Centro Histórico, en la calle del Carmen. Luego, en la década de 1970, convertida en bachillerato técnico, se trasladó a la calle Sabinos, en Iztacalco, pero en 1985 el plantel sufrió daños por el terremoto y tuvo que ser desalojado. Fue en 1998 cuando maestros y alumnos llegaron a la colonia Solidaridad Nacional. Ese mismo año se delimitó el perímetro con una reja de metal y poco después, gracias al esfuerzo de los padres de familia, se levantaron los muros altos y se colocó el plúmbeo portón de metal y postigo corredizo por donde, inquisitivo, un guardia se asoma y pide credenciales para franquear el acceso.
Tantos años de historia y resistencia educativa para que el Cetis terminara semejando una penitenciaria para que los alumnos no se vayan de pinta. O para proteger las instalaciones de las amenazas externas del barrio: “Cuando llegamos, adentro del museo ya casi no había nada: todo estaba saqueado”, puntualizó María del Rosario.
Sin embargo, no es por su aspecto carcelario que he venido a visitar el remoto Cetis No. 7, escuela pública que se encuentra en uno de los lugares más feos y menos prestigiosos de la Ciudad de México.



una película
cómo se imagina si él,
chilango de toda la vida, le teme al lodo.
Me contesta que no. Tengo miedo a trabajar en una empresa donde ser empleado del mes sea un estado de terror psicológico inculcado por el gerente que te dice: eres el mejor de octubre, si sigues así durante un año llegarás a subgerente de departamento, pero cuídate porque uno de tus compañeros –no diré su nombre– viene con todo y te quiere desbancar; si te refieres a ese lodo, a huevo que le temo, dice Shaggy. Pero tú trabajas en un museo, le replico. Sí. ¿Entonces a qué viene eso del empleado del mes?Eso era antes, ya regresé a la tienda de pinturas de mi papá. Le expongo mi teoría sobre la pulsión de muerte de la Ciudad de México. Le digo que incluso el Drenaje Profundo es profundo porque sólo así se garantizaba LA SEGURIDAD DE NO HUNDIRSE

SÓLO ENTERRÁNDONOS 
EVITAREMOS HUNDIRNOS

10:11 horas: inicia la ceremonia. Todos de pie a cantar el himno nacional mexicano. Inmediatamente después, suena el de Rumania.

El conducător Ceaușescu lleva toda la mañana oliendo mierda mexicana, pero en él siempre ha resultado difícil identificar indicios de asco. Su rostro es una mueca permanente de sonrisa bonachona –diríase infantil– e ironía indescifrable. Desde las 9:30 horas, guiado por su anfitrión, siguió la serie de acciones que pusieron en servicio las instalaciones del Sistema de Drenaje. Antes de llegar aquí, estuvo en el kilómetro 7 del Gran Canal (antigua e insuficiente cloaca de la ciudad), donde atestiguó la abertura de la Obra de Toma, que dejó libre el paso de gran parte del caudal de aguas negras hacia el Interceptor Oriente. En ese lugar, habitantes de colonias aledañas (la Nueva Atzacoalco, la San Felipe de Jesús) escucharon el agua escapando en torrente hacia el nuevo curso, dentro de las entrañas de la tierra, lo cual garantizaba que ya no existiría ningún peligro de inundación sobre sus casas por desbordamiento del Gran Canal. Tronaron los aplausos y Ceaușescu, que para esa hora de la mañana lucía demacrado como vampiro abstemio, revivió. Un rayo de energía le tensó el cuerpo. Porque él no es un ser humano normal: si su viejo paisano el conde Drácula se alimentaba de sangre, Nicolae lo hace de aplausos.

Eso lo sé desde antes de volar a 1975, cuando vi un par de documentales en Youtube. Mi favorito es La autobiografía de Nicolae Ceaușescu, realizado por Andrei Ujica. Se trata de una película en cierto sentido exasperante (no hay narrador ni acotaciones informativas de ninguna naturaleza, y gran parte del largometraje es mudo), compuesta sólo con material rescatado del archivo de las oficinas de propaganda del gobierno de Ceaușescu. Pedazos de filmes oficiales, grabaciones que el presidente aprobaba y muy posiblemente dirigía. Es la película con más aplausos que he visto en mi vida. Cada cuatro palabras, Nicolae se detiene y un alud de palmas inunda el aire. En la pantalla el pueblo y los políticos ovacionan, sonríen, desfilan y aclaman hasta la náusea. Y Ceaușescu recibe, goloso y con cara de pingüino diabólico, esas demostraciones desmesuradas de afecto.
Ujica editó los archivos de manera que narran, con delicada malicia, la espectacular carrera política de Nicolae, que no se explicaría.
Ceaușescu gozó de fama internacional durante casi veinte años gracias a que en 1968 se opuso a la invasión soviética a Checoslovaquia. A partir de ese momento, el mundo occidental lo recibió como el único dirigente comunista civilizado. Durante sus años dorados, se creyó pieza clave dentro del frágil jenga de la Guerra Fría, adoptando siempre una activa política de paz y no intervención. Tenía relaciones con Mao Tse Tung, Richard Nixon, Fidel Castro y, por qué no, con Luis Echeverría. En el set de la política mundial era prestigioso tomarse una foto con él. Pero dentro de su país las cosas no iban bien. El culto institucionalizado a su personalidad se había salido de control, la policía secreta sumió en el terror a la población y la economía se desplomaba mientras el “Héroe de trabajo socialista” ostentaba un báculo de oro y ordenaba construir para su uso personal el palacio más grande del mundo.
 Cuando reprobó Desde la muerte de su predecesor en la dirigencia del Partido Comunista Rumano, pasando por los desfiles patrióticos, las visitas a fábricas, campos, ciudades, los discursos en el Congreso, los encuentros diplomáticos en y fuera de Rumania, las vacaciones con su esposa Elena, hasta su derrocamiento tras los disturbios de Timisoara, por los cuales fue acusado de genocidio y luego fusilado. Veinticuatro años de poder. Fama internacional por haber repudiado la invasión soviética a Checoslovaquia en 1968. El único dirigente comunista que era bie recibido por el mundo occidental. Una pieza clave durante la Guerra Fría.
      

Si alguien nos buscara en el mapa, nos encontraría donde, siguiendo un test de Rorschach, la figura de la capital levanta hacia el norte un inesperado pezón, o donde la silueta de la pera chilanga tiene su trozo de rama, o donde el corazón infartado de la urbe yergue hacia el cielo un pedazo de aorta rota.
Estamos exactamente a trece kilómetros del Zócalo, en una zona que, entre sus dudosos lugares de interés, cuenta con la pirámide prehispánica de Tenayuca, el Reclusorio Norte donde viven hacinados 11 mil reclusos, la escuela de misioneros mormones más grande de Latinoamérica y este lugar: el Cetis No. 7 “Miguel Lerdo de Tejada”.
Visto desde la calle Luis Espinosa, el Cetis tiene, por sus altos muros, aspecto de prisión, como si quisiera parecerse al Reclusorio Norte o a su edificio vecino, el gigantesco Centro de Capacitación Misional México de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días. Tres instituciones disciplinarias en una zona con altos índices de marginalidad y crimen; un mismo estilo arquitectónico que tiene en el levantamiento de bardas uno de sus principios fundamentales. Lo cual no es extraño en una región donde los cerros, considerados zonas ecológicas, necesitan muros de cemento para evitar que las construcciones ilegales los cubran por completo.
“Cuando nos mudamos a este predio, lo más urgente fue levantar la barda”. María del Rosario Ramírez Coronado, jefa de Servicios Escolares, quien me recibió con amabilidad y me contó, leyendo una hoja enmicada, la historia del plantel: la escuela se fundó en 1902 como instituto comercial para señoritas y estaba ubicada en el Centro Histórico, en la calle del Carmen. Luego, en la década de 1970, convertida en bachillerato técnico, se trasladó a la calle Sabinos, en Iztacalco, pero en 1985 el plantel sufrió daños por el terremoto y tuvo que ser desalojado. Fue en 1998 cuando maestros y alumnos llegaron a la colonia Solidaridad Nacional. Ese mismo año se delimitó el perímetro con una reja de metal y poco después, gracias al esfuerzo de los padres de familia, se levantaron los muros altos y se colocó el plúmbeo portón de metal y postigo corredizo por donde, inquisitivo, un guardia se asoma y pide credenciales para franquear el acceso.
Tantos años de historia y resistencia educativa para que el Cetis terminara semejando una penitenciaria para que los alumnos no se vayan de pinta. O para proteger las instalaciones de las amenazas externas del barrio: “Cuando llegamos, adentro del museo ya casi no había nada: todo estaba saqueado”, puntualizó María del Rosario.
Sin embargo, no es por su aspecto carcelario que he venido a visitar el remoto Cetis No. 7, escuela pública que se encuentra en uno de los lugares más feos y menos prestigiosos de la Ciudad de México.
No.
Recorrí varios kilómetros para ver este sitio porque fue aquí donde el himno nacional de la República Socialista de Rumania se escuchó a todo volumen el 9 de junio de 1975. Y fue aquí donde e escuchó, amplificado por unas bocinas traídas para el himno nacional de Rumania se celebró como logro nacional uno de los momentos más determinantes de la agonía hidráulica de la Cuenca del Valle de México. Agonía que, obviamente, hoy es más aguda que ayer y que, para sostenerse en el tiempo, requiere de planes cada vez más grandes y faraónicos.
Entonces todo era distinto, casi irreconocible para los ojos del presente. Para llegar hasta aquí se debían tomar varios camiones desde el metro Tlatelolco, pues no existía la terminal Indios Verdes. No existía el Cetis y aún no se inauguraba el Reclusorio Norte (los reos de la ciudad purgaban todavía sus condenas en el viejo Lecumberri). La mancha urbana apenas comenzaba a apoderarse de estos rumbos y el cerro de enfrente aún no vestía su falda de casas cuando a las 10:10 horas de ese 9 de junio
Pero sin duda fue aquí, y para comprobarlo basta ver.




 donde la Cuenca de México, con sus millones de habitantes a cuestas, se dio cuenta que deb.ería esperar impredecible tiempo para .

Sedientas y mercúricas extensiones de concreto que, más allá del horizonte, lo han invadido todo excepto la mitad superior del cerro que tengo frente a mí. Cerro ocupado hasta la cintura por casas grises, algunas de colores, y que en homenaje a su necia condición de páramo, algún administrativo bautizó como Zona Ecológica número Ocho. ¿Y las otras siete? Un terreno erosionado y seco; lo que ha quedado de ecología.

Aquí el espacio natural es terquedad, reducto que desafía las probabilidades, relingo, barranco que el prurito habitacional del humano desdeñó por imposible de fincar.

(llamada así en homenaje al ingeniero mexicano que durante los siglos XIX y XX dirigió los trabajos del desagüe de la ciudad),