lunes, 24 de febrero de 2014

Cadáver de gallina (apostilla sobre animales muertos en la ciudad)

Pensar en algo, meditarlo, escribirlo, vincular sus aspectos constituyentes con diversas cosas que forman parte de tu realidad, son maneras de hacer presentes y corpóreos los temas que te interesan. Si te llaman la atención los lisiados como metáfora de lo calamitosa y agresiva que es la vida, como ilustración de la certeza de que este mundo está construido sobre la infamia, ten por seguro que a cada paso te encontrarás con mutilados, llagados, tuertos que piden limosna, niños quemados...: en el andén del metro, afuera del edificio donde vives, en tu escuela y, si te descuidas, tú mismo puedes ingresar a su tétrica cofradía. Lo mismo sucederá si te obsesionan las parejas de enamorados: las encontrarás hasta en tu cama.

El veinte de octubre del año pasado escribí una entrada en mi diario a la que titulé "Cadáver de gato". Desde entonces, sospecho que los cadáveres de animales me persiguen en la ciudad, o que yo los busco sin darme mucha cuenta. En los últimos meses he visto palomas, perros, gatos y ratas muertas en casi todas las banquetas que recorro. Hoy, mientras realizaba una de esas fastidiosas encomiendas con las que me suelo granjear algunos pesos para mis gastos cotidianos, en el miserable camellón de la calle Doctor Vértiz, vi algo que supuse que era una gallina muerta: obedeciendo a quién sabe qué inescrutable voluntad, el cuerpo yacía con todas sus plumas, sobre el pavimento, sin gloria. Yo me quedé triste. El sol, inclemente a esa hora del día, calentaba la sangre muerta del ave. 

Calle doctor José María Vértiz

Recordé entonces uno de los más extraños cadáveres de pollo de los que tengo noticia. Como todas las cosas curiosas y raras que encuentro en los libros, su mención ocupa apenas unas cuantas líneas: entre las páginas 146 y 147 de mi edición de El zafarrancho aquél de vía Merulana, cuando el doctor Francesco Ingravallo y todos los integrantes del equipo a cargo de la investigación del horroroso asesinato de doña Liliana Bravonelli llevan a la comisaría los objetos que Inés, una pobre desamparada, robó por necesidad. Entre ellos se encuentran unos zapatos y el desplumado animal que Inés hurtó en un mercado:
"El pollo hedía condenadamente: trasladado éste también a jefatura, con los dos zapatos que eran ambos del pie izquierdo, una vez en Santo Stéfano del Cacco se ve que le había entrado canguelo, probablemente, y había hecho caca, pese a estar muerto, en la mesita de Paolillo: poca cosa, a decir verdad."
En la comisaría un pollo muerto, en calidad de evidencia criminal, fúnebremente defeca. En la calle, con todas sus plumas, una gallina se pudre. Y esta entrada de mi blog no tiene mucho sentido.


martes, 18 de febrero de 2014

La música en el metro (o de cómo un libro de ensayos me llevó al negocio de la piratería)

(Por azares de las conexiones de internet, este texto llegó a manos de Karla Olvera, quien en su sitio web dijo lo siguiente: 
"Esta mañana me compartieron el vínculo a un texto muy original en su hibridación de géneros y por desembocar en una acción sonora performática (así la definió el músico Fernando Vigueras) a partir de la lectura de La música en un tranvía checo. Su autor es Diego Rodríguez Landeros [...] Agradezco al autor por su texto, cuya lectura disfruté y me puso de muy buen humor". 
También se puede leer este ensayo mío  aquí)




Hace poco, fui a una librería Educal y, por sesenta pesos, adquirí La música en un tranvía checo (Tierra Adentro, 2011), primer libro de Karla Olvera (Pachuca, 1981), donde ella reelabora en cada uno de sus ensayos un fragmento de los diarios íntimos de Franz Kafka, Fernando Pessoa y Virginia Woolf.


Este libro, de un agradable sabor vilamatasiano, ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2011

Por su extravagancia imaginativa, el texto que da nombre a la colección me resulta particularmente atractivo. Surge a raíz de una anotación que Kafka hizo en 1910 a propósito de una escena que vivió en un tranvía de Praga, donde la entonces célebre bailarina Eduardova viajaba acompañada de dos violinistas que tocaban música para complacerla. En su diario, el escritor checo se limitó a plasmar brevemente la anécdota y a decir que los violines, acompañados de “una fuerte corriente de aire y en una calle tranquila”, suenan bonito. Y nada más. A partir de ahí, la imaginación de Olvera teje una teoría sobre Praga que, por su carácter esmeradamente indemostrable y lúdico, termina por volverse seductora y, más aún, produce el deseo de querer aplicarla a la ciudad en la que uno se encuentre.

La ensayista afirma que Praga es un lugar donde la vida ocurre “con un efecto de cámara lenta”, y que esa cualidad armoniza a la perfección con la lentitud de los tranvías que la recorren. Cuenta también que cuando ella viajó en uno de esos vehículos, concibió el desenvolvimiento de la ciudad “como una velocidad matrioshka [muñeca rusa], que dentro de sí llevaba otra y ésta a su vez otra y así”. Por último, Olvera realiza, con base en la anotación de Kafka, el siguiente esquema de su teoría praguense: la primera velocidad-realidad de Praga es Praga misma; la segunda, el tranvía; la tercera, el vagón del tranvía; la cuarta, la música de los violines que acompañaban a Eduardova; y la quinta (la más verdadera), la emoción que Kafka expresó con las palabras “suena bonito”.



Como ya dije, quise aplicar esa teoría al lugar donde vivo. Fue por eso que salí a comprobarla en carne propia. Esto fue lo que descubrí:

Es mentira que la ciudad de México transcurra para todos sus habitantes a una velocidad siempre desquiciada. Yo vivo aquí desde hace siete años y sólo un par de veces he experimentado la prisa, lo cual no me ha impedido ver a algunos de mis conciudadanos despeñarse en el abismo histérico de la aceleración desmedida, del que generalmente regresan con sus psiques aniquiladas. Séneca diría de ellos que “su carrera es sin consejo y vana, como la de las hormigas”, y que “no es la industria quien mueve a los inquietos, sino que, como a los locos, los agitan las falsas imágenes de las cosas”. En efecto, una falsa imagen de urgencia empaña la percepción temporal de muchos citadinos, y los impele a cometer atropellos en nombre de la infame divisa que afirma que el tiempo es dinero, totalmente falsa, por cierto, pues es comprobable que, en esta época aciaga, por mucho tiempo que se le dedique al trabajo, cada vez son menores las ganancias.

Si uno camina por ciertas calles sin bullicio, comprobará que vive en una ciudad donde la gente decente toma siestas a media tarde y donde hay bibliotecas enormes en las que ninis y desempleados se dedican todo el día a leer por placer. Como bien dijo Olvera, dentro de una urbe hay otras, regidas por velocidades distintas. De hecho, se puede ir más lejos y afirmar que cada habitante es una pequeña muñeca rusa guardada bajo matrioshkas más grandes. A ese nivel individual, la sensatez y la responsabilidad cívica dependen de la lentitud que cada quien le imprima a sus propios pasos, así como del arrojo que se tenga para sabotear el raudo mecanismo de la vida cotidiana con gestos tan revolucionarios como el dedicarse a la inmovilidad absoluta (en este sentido, es aleccionador el ensayo “Del derecho a estar aburrido”, también de Olvera, el cual tiene como epígrafe la siguiente frase de Óscar Wilde: “No hacer nada es la cosa más difícil del mundo; la más difícil, y la más intelectual”).

Sin embargo, cierto día no pude dejar de pensar, mientras viajaba en el metro y mis oídos eran torturados por zafios comerciantes de discos piratas que hacían sonar las bocinas en las que promocionaban su acelerada música, que era mi deber hacer algo para rebelarme y, de paso, obtener unas monedas. Si el metro era una realidad dentro de otra, y a su vez la rápida música de cumbia, reggaetón y banda sinaloense era otra realidad, yo podía crear una que, a su manera, desacelerara el enloquecido estruendo que conspiraba contra mi propósito de vivir lenta y tranquilamente.

No cabía duda, el arma perfecta era esa obra de Erik Satie llamada Vexations, sucesión de 152 notas que, para cumplir el proyecto de su compositor, deben ser ejecutadas una y otra vez, con la exasperante lentitud de un mantra, durante catorce horas, a la cual Luigi Amara, en su libro La escuela del aburrimiento, llamó “obra recalcitrante”, composición que “merecería ser considerada una de las piezas más aburridas de la historia de la música”.

En la computadora de mi casa descargué Vexations y la grabé, en formato mp3, repetidas veces en varios discos. Compré estuches de celofán e imprimí en papel bond unas portadas bastante insulsas. Conecté una bocina a un reproductor portátil de discos compactos y, al día siguiente, mercancía y equipo listos, entré de lleno al negocio ambulante de piratería en el metro:

“Apresurado pasajero, en esta ocasión se va a llevar a la venta la música más lenta y aburrida del mundo. Formato mp3, diez pesos vale”. Es interesante ver el desconcierto que se genera cuando reproduzco durante uno o dos minutos la obra de Satie. Se crea una micro realidad ralentizada dentro del vagón en la que, producto de la sorpresa, la confusión y el aburrimiento pleno, flota un tiempo distinto, afantasmado, detenido. Pero lo sorprendente es que hay gente que me compra, y que hasta el momento he vendido más de veinte discos.

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(Publicado en Vícam Switch)

jueves, 13 de febrero de 2014

El gato

(Lunes 21 de octubre de 2013)


Ayer contemplé el estado de avanzada y cruda descomposición que el cadáver del gato, muerto días atrás, mostraba, sin ningún tipo de eufemismo, a la mirada de los niños que iban acompañados de sus padres al parque donde suelo ejercitarme.
La primera vez que lo vi, una mañana despejada y agradable de hace un par de semanas, el cuerpo del animal acababa de aparecer. Alguien lo hizo: tenía las patas traseras atadas con sus propios intestinos, pero curiosamente no estaba manchado de sangre. En realidad, descartando la tétrica sujeción de las extremidades, ofrecía un aspecto sereno, adormilado y sin moscas.
Pensé que sería bueno sepultarlo porque yacía en un lugar pavimentado del parque donde, conforme sucediera la natural putrefacción, su presencia se tornaría más desagradable. Lamenté no tener herramientas para excavar. De poseerlas, pensé, iría por ellas a casa y regresaría a cavar una pequeña fosa funeraria.

Me maravilla la idea de la descomposición de los cuerpos cuando puede ser aprovechada en la nutrición de la tierra. Me molestan los féretros perdurables y, sobre todo, la forma en que las paredes subterráneas de las tumbas son recubiertas con lozas de cemento que impiden el natural contacto de los cuerpos con la tierra. Aunque gente sabia como Séneca aconseja no preocuparse por las cosas futuras, mucho menos por lo que no está en nuestras manos hacer –nuestro funeral, por ejemplo–, es innegable que, como diría Montaigne, “el temor, el deseo, la esperanza nos proyectan hacia el futuro, y nos arrebatan el deseo y la consideración de aquello que es, para que nos ocupemos de aquello que será, incluso cuando ya no estemos”. Es inevitable. En lo personal, me tranquilizaría convencer  a alguien para que enterrara mi cadáver, sin intervención de ningún procedimiento embalsamador, en cualquier campo, parque o jardín, no en un cementerio convencional. No creo que se trate de un deseo testamentario exagerado, sino de una preocupación modesta, aún más si se la compara con las que el propio Montaigne cuenta en su ensayo “Nuestros sentimientos se arrastran más allá de nosotros”, donde consigna las historias de algunos personajes históricos. El caso de Eduardo I de Inglaterra es notable: convencido de que su presencia en las batallas era un factor determinante para obtener la victoria frente a los escoceses, convenció a su hijo, mediante solemne juramento, para que, cuando éste quedara huérfano, “hiciera hervir su cadáver para desprender la carne de los huesos, hiciera enterrar aquélla y reservara los huesos para llevarlos consigo y con su ejército cada vez que estuviera en guerra contra los escoceses”. Otro caso llamativo es el de un tal Juan Ziska de Bohemia, que quiso que “a su muerte lo desollaran, y que con su piel hicieran un tambor para llevarlo a la guerra contra sus enemigos”. Yo, carente de impulsos bélicos, sólo quiero ser sepultado, como si de un animal se tratara, en una fosa rústica.     
Quizá un poco morbosamente, me emociona que la parcela de tierra que me cubra se vuelva más rica y fértil gracias a mi putrefacción. Ciertamente, de todas las circunstancias horribles que  rodean a la muerte, la única que no me espanta es la que implica convertirme en pasto de los gusanos, en elementos simples que se dispersan en el lodo. Admiro las palabras que el camarero inolvidable de la novela Yo serví al rey de Inglaterra, de Bohumil Hrabal, dice en el último capítulo de ese libro extraordinario:
Y yo me exalté hablando de mi tumba: si muriera aquí, que me enterrasen, aunque fuera sólo un hueso sin carne, el cráneo en el cementerio de la colina, exactamente allí donde se dividen las dos vertientes, para que la lluvia pudiese dispersar una mitad de mis restos hacia Bohemia, al Moldava y después al Elba, que me llevarían al mar del Norte, y la otra más allá de las alambradas de la frontera, al Danubio, que me llevaría al mar Negro, y así, después de mi muerte, me convertiría en un ciudadano del mundo porque a través de dos mares llegaría hasta el océano Atlántico [...] Y yo les explicaba, tal como nos lo había enseñado el profesor de literatura francesa a Marcela y a mí, que el hombre era indestructible, su alma y su cuerpo tan sólo se metamorfoseaban; una vez Marcela y él analizaban un poema de un tal Sandburg en que el poeta se preguntaba de qué se compone el hombre y acababa por concluir que el cuerpo del hombre contiene el fósforo para fabricar diez cajas de cerillas, suficiente hierro para forjar un clavo en el que colgarse y bastante agua para preparar diez litros de sopa de tripas...

El día siguiente a mi primer encuentro con el cadáver, cuando volví al parque a hacer mis ejercicios, descubrí que alguien se había tomado la molestia de cubrirlo con tierra, de manera que sobre el piso pavimentado, a un lado de los aparatos de gimnasia, se veía un pequeño montículo de tierra y piedras. Esa imagen me causó, sin estar muy consciente de la fuerza de su influjo, un desasosiego que me acompañó durante varias semanas: no sé por qué me atormentó tanto el pensamiento de que los miasmas del cadáver no se podrían filtrar al subsuelo con facilidad. Era previsible, además, que la montañita de tierra no evitaría la posterior pestilencia ni la visita de las moscas lustrosas.
Pasó una quincena de días. Antier llovió copiosamente, el agua erosionó el precario sepulcro y dejó al descubierto la cabeza del animal, cuyo hocico carecía, según me detuve a observar ayer en la mañana, de piel y pelos en la sección que más sobresalía de la tierra: una mandíbula de puro hueso que ostentaba un gesto demasiado fiero como para escrutarlo sin cierto espeluzno.
Hoy regresé al parque para tomar una fotografía de ese cráneo incómodo. Ya no estaba: había desaparecido por completo el cadáver. Lo más probable es que alguien lo exhumó. Las razones pueden ser oscuras o meridianas. Aun así, tomé una fotografía del lugar donde yacía el cadáver del gato. Me gustó porque sale mi sombra.
Aquí, junto a mi sombra, yacía el cadáver del gato

Ahora, en casa, frente a la pantalla de la computadora, escribo en el buscador de las imágenes de Google las palabras "cadáver de gato". Encuentro muchas fotografías. Copio la primera:



Tiene un parecido genérico –la semejanza que comparten los cuerpos descompuestos– con el gato muerto que ha formado parte de mi vida últimamente.