jueves, 18 de febrero de 2021

Acerca de la vergüenza

 Parpadear, como siempre, y en un abrir y cerrar de ojos descubrir que todo colapsó. Los muros cayeron y ahora estamos desnudos, con los excrementos escurriéndonos por las piernas, ante la mirada de los demás.

Tanto a nivel individual como colectivo se trataría, sin duda, de una crisis radical, de una derrota humana o del non plus ultra del nihilismo. Porque en pocas cuestiones se suscita tan arrasadora unanimidad como en la prohibición de cagarse en el principio de no estar cagado y desnudo frente a otros. Es, quizá, la base fundamental de lo humano, ese relato que como especie nos hemos contado. Sólo a los bebés, a los locos y a los enfermos se les perdona el incumplimiento de la regla, bajo cláusulas de excepción y con dosis variables de disciplina, censura o alejamiento. ¿Qué tendría que ocurrir para estar, de pronto, en esa situación?

Ya sea que enloquezcas, te secuestren, te recluyan, enfermes súbitamente, te realicen mal una cirugía, tengas un accidente, acontezca un desastre natural o la vejez te depare ese futuro, no estás a salvo. Encontrarse en una situación así es más fácil de lo que parece. Bastaría con quitarse la ropa, salir a la calle y relajar el esfínter, sentir calientito. Puede ser, incluso, que las consecuencias no sean tan catastróficas como se piensa. La pregunta, entonces, no es ridícula, sino pequeña. Su respuesta se agota en una baraja de posibilidades más o menos factibles. En cambio, formularla desde el lado contrario, ¿qué nos impide hallarnos desnudos y manchados de excremento ante otras personas?, detona una serie de interrogantes más complejas.

¿Por qué, si tenemos un cuerpo y la defecación es uno de los actos más vitales de la existencia, la sola imaginación de una escena donde la gente nos vea desnudos y cagados se dibuja en nuestras mentes como el epítome de las pesadillas? ¿A qué se debe que incluso la evidencia olfativa de esa posibilidad, su abstracción sensorial, ponga en jaque la seguridad en nosotros mismos, como si el aroma fuera el recordatorio impalpable de que, en efecto, con sólo un parpadeo la limpieza conquistada se puede ir al carajo? ¿Son los desodorantes, los papeles de baño, la industria de los retretes, las maquilas de ropa interior, las cerraduras, la tecnología de los bidets y los descomunales desagües de las urbes modernas la materialización de un miedo a los seres excrementicios que en el fondo somos? ¿Hay algo detrás de todo esto, como muro de contención que hasta ahora nos salva de la permanente amenaza mierdosa que se ciñe sobre nosotros o, mejor dicho, late en nosotros?

Me lo he preguntado mil veces y me he respondido que sí. Se llama vergüenza, un sentimiento que es casi una reacción pavloviana, un letrero de “no pasar”, un choque eléctrico, un policía psicosocial encargado de que tal cosa nunca suceda. Para mí, la vergüenza es una fuerza centrípeta, armella clavada al suelo de la cual se fija la cadena que nos amarra, frontera que marca el inicio de lo desconocido.

Pero, ¿qué es, en realidad, la vergüenza?

 

 

En su tratado Sobre el pudor y el sentimiento de vergüenza (1913), el filósofo alemán Max Scheler  sostenía que el bochorno sirve como “alerta para poner en guardia al individuo ante situaciones que no se corresponden con su temperamento y valores intrínsecos”. Regulador homeostático, alarma contra incendios que identifica la presencia de atrevidos humos extraños, la vergüenza sería, ante todo, el vigilante de la esencia psíquica y moral de cada persona, el fiscal del sentido interno “capaz de dirigirnos hacia nosotros mismos en nuestra propia profundidad”.

         Definición conflictiva desde el inicio pues, al explicar sumariamente a la vergüenza, deja al descubierto una duda todavía mayor: qué es exactamente lo que defiende, cómo son ese “temperamento y valores intrínsecos” resguardados por ella. Cabe suponer que se trata de la personalidad de cada quien o, visto desde una perspectiva más general, del “temperamento y valores intrínsecos” de aquello que consideramos humano en una época determinada: hay pudores colectivos que resguardan convenciones unánimes, culturales. Me parece que una indagación acerca de la vergüenza terminaría develando, más que sus propias características, las de aquello que defiende. Ya veré si es cierto. Por el momento, me haré otra pregunta: ¿qué es lo que a mí más me avergüenza?

         La situación más vergonzosa que soy capaz de imaginar es la que mencioné al comienzo. Que me vean desnudo y cagado. Circunstancia que echaría por tierra lo que creo ser: una persona civilizada, racional, limpia, confiable, que no produce asco, capaz de contenerse. Todo lo relacionado con la defecación, aunque no sea tan extremo como el primer ejemplo, también me produce pudor. En menor grado y dependiendo del contexto, me abochorna bailar (mover demasiado mi cuerpo ante los demás), hablar en público y, en general, las manifestaciones excesivas de la personalidad y de la sensibilidad: llorar, reír y excitarme si hay gente alrededor. Cuando era niño me avergonzaban mis padres, mi casa y hoy lo haría que me vieran masturbarme. Es curioso que tales situaciones sean facetas de lo muy natural que hay en mi ser. Van de lo fisiológico a lo emotivo y del origen de mi biografía a las reacciones inevitables que ciertos estímulos, la música por ejemplo, causan en mí. Contradiciendo a Max Scheler, puedo decir que me abochorna, precisamente, mi temperamento intrínseco. Sin embargo, también me avergüenza la utilización de prendas de vestir que considero ajenas. Algunas veces me he maquillado, colocado sombreros, me he travestido. El resultado es que termino considerando a esos accesorios como hiperbólicos, límites rebasados en mi sobria manera de (re)presentarme en la vitrina del mundo. “Ése no eres tú”, parece decirme mi sentido del pudor. Sentido que, al parecer, corre en dirección inversa a mi inhibida inclinación por el disfraz, esa manera de cubrirse con vendajes y abalorios hasta lograr transformarse en otro que, escudriñado en el espejo de las aspiraciones, satisfaga los deseos íntimos o, más sugerente aún, en un otro fugaz y lúdico que, frente al azogue, sea sólo un estadio de una permanente transformación disolvente. Entonces sí, viéndome disfrazado en una superficie reflejante, puedo decir que la vergüenza defiende a mi “temperamento y valores intrínsecos”.

         Pero en cuestiones especulares las cosas son siempre distintas de lo que parecen, se confunden. Lo que somos y lo que deseamos ser, lo que abochorna y lo que sosiega, lo auténtico y el disfraz, se invierten en un quiasmo inevitable, son los puntos opuestos de una línea vuelta círculo. Así, la tesis sobre el sentimiento de la vergüenza expuesta por Max Scheler podría entenderse, en realidad, con una lógica contraria porque en el reflejo cognitivo de las teorías convertidas en verdades populares, el público contemporáneo está más familiarizado con la idea freudiana del pudor visto como mandato superyoico o imposición cultural. Un sentimiento que, en lugar de “dirigirnos hacia nosotros mismos en nuestra propia profundidad”, nos obliga a distanciarnos de nuestro origen animalesco, desnudo, excrementicio, violento, polimorfo e impertinente. El pudor nos impide incurrir en lo que originalmente somos y nos almidona para la convivencia pacífica. Esto, desde luego, con una serie de consecuencias terribles. En El malestar de la cultura, Freud señala lo costoso que resulta el peaje emotivo de ese alejamiento del origen. Frustración, neurosis, infelicidad y, al final, corroboración del fracaso porque, se sabe, la principal característica de lo vergonzoso-reprimido es emerger a la superficie e inundarla con su húmeda pestilencia.

 

 

Escribir y cagar son actividades liberadoras de cauces. Quizá por eso me avergüenza escribir. Sobre todo cuando lo hago acerca de asuntos que considero muy íntimos o cuando no estoy completamente seguro de lo que digo. Ahora mismo lo siento. ¿Escribir es desnudarse, hurgarse la piel, drenar los caldos impuros en busca del fondo original, o cubrirse con capas geológicas y sintaxis importadas de regiones lejanas? ¿Cruzada en nombre del pudor vestido o conquista de la desvergüenza encuerada? Difícil saber si la escritura, supuesta manifestación por excelencia del sujeto racional, es inmersión en lo humano o trabajoso acarreo de materiales que servirán como dique de contención o máscara para no ver el rostro que hace muecas debajo: la calaca brutal. Quizá lo escribible y pensable acerca de nosotros mismos esté repartido en un armario lleno de trajes extraños, y el interior humano no exista aparte de lo único evidente: la mierda que cada tanto vemos, sentimos y olemos salir de nuestro esfínter, esa puerta que la vergüenza mantiene, por lo general, obturada.

 

 

Volviendo a Max Scheler y su tesis del pudor como sentimiento que pone en guardia al individuo contra factores externos, es interesante ver que, casi un siglo después, el también filósofo alemán Winfried Menninghaus expuso una definición similar, pero referente al asco. Según él, la repugnancia es “un estado de alarma y de peligro, una aguda crisis de autoafirmación contra lo diferente, una convulsión y una lucha en la que se trata literalmente del ser o no ser”. La náusea y su culminación, el vómito, son eso: mecanismos de defensa contra los desestabilizadores del organismo. Comida podrida, sustancias contaminadas pero también realidades consideradas moralmente despreciables son las causantes del asco. No es raro que cierta gente vomite ante la presencia de un cadáver, sobre todo si manifiesta huellas de muerte violenta, pues ¿qué cosa encarna con mayor contundencia a lo diferente y al peligro que un occiso?

La definición de Menninghaus llama la atención porque, vistos de esa manera, los sentimientos de pudor, repulsión, dolor, miedo e incluso las cosquillas o la risa (solemos reír ante realidades que, de no ser traducidas en corrientes de aire y saliva resopladas, pondrían en jaque la estabilidad de la psique) sirven para lo mismo: proteger la integridad de los sujetos. Quizá tales sentimientos son puntos contiguos de un mismo arco perceptivo-defensivo y, en el fondo, no exista diferencia entre reír, cagarse de terror, vomitar y esconderse avergonzado.

¿Ante qué cosas se encuentra vulnerable una persona? La primera es la más obvia: lo extraño, lo desconocido, la otredad, la transformación imprevista, la borradura de los rasgos propios y la implantación de lo ajeno. La segunda cosa que vulnera al sujeto es, quizá, más inesperada porque se trata de una regresión a un estadio anterior al sujeto mismo. El auto extrañamiento, reminiscencia amniótica o primitiva de cuando la vida era sangre, excrecencia y confusión mezcladas en movimiento perpetuo. De cuando ni siquiera existía la frontera entre la sensación placentera y podrida de estar vivo y la cercanía horrorosa y sedante de la muerte. De cuando éramos perversos polimorfos y no había géneros ni piel ni exterior y la satisfacción venía del intermedio entre retener las heces y jugar con ellas como quien lo hace con los dedos de los pies o con el pezón que da leche. Hasta que en determinado momento empezamos a establecer separaciones y atribuimos al reflejo en el estanque el papel de nuestro ser: la representación y la excrecencia. Hasta que nos escindimos y establecimos formas o reglas con las cuales levantamos muros en nuestro interior y entre los demás: en ese momento los otros dejaron de ser extensión nuestra y fue mal visto mancharnos y dejar que nos manchen. Entonces hubo necesidad de separarnos de lo que habíamos sido. Se dio el mandato de repudiarlo, de olvidarlo. Pero algunos rastros de esa borradura quedaron en el lenguaje, y así lo demuestra, por ejemplo, la etimología escondida tras la fachada de la palabra inglesa shit, mierda, que proviene del vocablo griego skihzein y del latino scindere, los cuales significan dividir o separarse (las palabras españolas “escisión” y “escindir” comparten el mismo origen, al igual que “ciencia”, proveniente del latín scientia, que es el arte de distinguir cosas a través del pensamiento). Escindimos de nuestra identidad el origen verdadero, la mierda amorfa, e inventamos sentimientos como la vergüenza y el asco para evitar que retorne y disuelva los cimientos de la casa civilizada que hemos construido.

 

 

Como advierte la traductora Ingrid Vendrell Ferran en la introducción a Sobre el pudor y el sentimiento de vergüenza, “las tesis fenomenológicas que Scheler defiende pueden resultar un tanto peculiares por rechazar todo un tipo de explicaciones positivistas, psicoanalíticas y evolutivas sobre la vergüenza, las cuales intentan explicarla como un sentimiento inculcado por la sociedad y sólo posible ante los demás”. Porque al igual que la mayoría de las cosas cuyas existencias damos por sentadas desde siempre, las emociones y sentimientos pudieron haber sido novedades en determinados siglos, fabricaciones hechas con la finalidad de cumplir específicas funciones sociales requeridas por contextos especiales. Y si los sentimientos y emociones fueron inventados, la noción misma de humanidad podría también haberlo sido, con lo cual su naturalidad sería una gran farsa. Un ejército armado con lanzas de juguete defendiendo a un rey de piñata.

El sociólogo judío-alemán Norbert Elias afirmaba que estudiar los sentimientos en sí mismos, como categorías inamovibles o situaciones concretas, implica una ciega simplificación teórica, pues “el modelo y las pautas de control de las emociones pueden ser distintos según las clases sociales, países y épocas”. De hecho, la tesis principal de Elias, por la cual pasó a ocupar uno de los lugares más importantes en la sociología, consiste en ver la historia de la civilización humana, sobre todo a partir del siglo XVI, como un decurso donde los sentimientos se van construyendo y cambiando lentamente, a través de un proceso complejo y múltiple, en la dirección de un control emotivo más fuerte y proporcionado: cada vez más vergüenza, más asco, etc.

En la introducción a su monumental libro El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, Elias dedica varias páginas a descalificar los métodos de estudio cuyo proceder es el desmembramiento analítico de determinado tema (en este caso las emociones humanas) en supuestos componentes elementales. Ese tipo de análisis, dice, implica un reduccionismo conceptual donde, por mera convención, las variables están dadas siempre de antemano, tienen un número fijo y significación universal. Como afirmar: la emotividad humana está compuesta únicamente por diez sentimientos que han significado la misma cosa desde el inicio de los tiempos. Lo cual es fácilmente refutable cuando se desarrollan investigaciones históricas que demuestran, por ejemplo, que el amor tal y como lo entendemos hoy es una invención medieval que, a su vez, ha sufrido transformaciones históricas que probablemente lo llevarán a desaparecer en el futuro, con lo cual las emociones humanas ya no serían diez sino nueve…

Para Norbert Elias, definir la vergüenza como se presenta en este momento sería una intención inevitablemente parcial. Lo adecuado sería tratar de explicar su surgimiento, su infancia profunda, la adolescencia inmadura por la cual atravesó, así como las funciones, razones sociales e intereses de poder que en ella confluyen, sus transformaciones a lo largo de los siglos. Una historia de la vergüenza vista como un fenómeno social cuya existencia sólo puede entenderse como un proceso de larga duración y, por lo tanto, cambiante, inestable, ruborizado, intermitentemente desinhibido.

 

 

Norbert Elias (Breslau 1897-Ámsterdam 1990) es conocido como “el gran solitario de la sociología contemporánea”. Se sabe que vivió como un exiliado perpetuo (después de la Segunda Guerra Mundial no volvió a residir en territorio alemán), nunca se mostró locuaz, jamás se casó ni tuvo una importante relación de pareja (del latín solitariu deriva la palabra soltero), no procreó, él mismo fue unigénito y también el único miembro de su familia que sobrevivió al Holocausto. De joven fue boxeador semi profesional, pero nunca aceptó sparring; entrenaba con |su propia sombra y un costal de arena. Además, pese a haber escrito una de las obras hoy consideradas más importantes del siglo XX, estuvo casi toda su vida confinado en una férrea soledad intelectual, como un silencioso, diríase insignificante, profesor universitario.

La historia y recepción de su obra maestra, El proceso de la civilización, corren paralelas a la vida de ese hombre al parecer poco afortunado. Editado por primera vez en Suiza en lengua alemana, el libro apareció, en dos volúmenes, entre 1938 y 1939. En este caso, circunstancia es destino porque, debido a los acontecimientos bélicos y a la nacionalidad de su autor, la obra permaneció guardada en la bodega de la editorial, sin posibilidad de venderse. “Vea usted el sótano lleno, ¿no podríamos liquidarlo? Nadie quiere comprarlo”, le dijo el editor cuando terminó la guerra. Treinta años después, en 1969, se publicó, por fin, la segunda edición en alemán y, en 1978, el primer volumen de la versión en inglés, lo cual produjo malentendidos, lecturas incompletas y desprecios debido a que, durante ocho años, el púbico angloparlante desconoció la segunda parte del libro. Para ese momento, Norbert Elias estaba en la última década de su vida.[1]

Sin embargo, de forma paralela, en Francia, dentro de la corriente historiográfica llamada la Escuela de los Annales, un grupo de estudiosos liderados por Fernand Braudel comenzaron a pensar la Historia no como fenómenos ocurridos en determinado momento ni protagonizados por personajes específicos, sino como procesos sociales concatenados. Braudel postuló la interrelación de tres tipos de procesos históricos: los de corta, mediana y larga duración. El análisis de los últimos tenía gran afinidad con las propuestas que, por su lado, había hecho Norbert Elias. La influencia de Braudel fue determinante para la nueva generación de historiadores franceses, entre los que se encontraban Philippe Ariès y Georges Duby, quienes en la década de 1980 coordinaron el gigantesco y muy popular proyecto Historia de la vida privada, una obra escrita por varios autores cuyo formato (pensado a medio camino entre la enciclopedia, el manual ilustrado de Historia y el tratado) permitió que un público masivo se diera cuenta, al menos por contraste entre las distintas épocas estudiadas, de que lo considerado más normal, lógico e incuestionable, es decir, los hábitos de la vida privada y entre ellos, ocupando un lugar importante, los rituales de la vergüenza, no han sido los mismos a lo largo de la historia.

Sea cual fuere la edición donde leyeron la obra de Norbert Elias, cuando Ariès, Duby y los otros escritores de Historia de la vida privada comenzaron su proyecto, ya estaban familiarizados y manifiestamente en deuda con las ideas del sociólogo. Esto puede verse en los capítulos donde analizan el cambio de los hábitos íntimos y públicos en el periodo que va, más o menos, del Renacimiento a la Ilustración. Si uno no tiene una versión digital y un software localizador de palabras, sería arduo contar las veces en que ahí lo citan. El “gran solitario de la sociología contemporánea” se encuentra, al parecer, muy bien acompañado y bastante celebrado en esa obra. Por ejemplo, Jacques Revel, en su ensayo “Los usos de la civilidad”, donde estudia la innovación y los cambios en las reglas de comportamiento y modales entre los siglos XVI y XVIII, afirma: “La literatura de la civilidad –a la que se sabe Norbert Elias dedicó unos análisis que se consideran clásicos– ofrece un repertorio evidente y ambiguo para el seguimiento de esa trayectoria”.

Pero hay que detenerse un momento. ¿Qué son los usos de la civilidad y cómo es su correspondiente literatura? Responder a esa pregunta ayudaría a localizar uno de los posibles orígenes de la vergüenza. Los usos de la civilidad, dice Revel –siempre refiriéndose al periodo que va del siglo XVI al XVIII–, constituyen “un esfuerzo de codificación y control de los comportamientos, que quedan sujetos a la civilidad; esto es, a las exigencias del trato social”. Son la institución de un lenguaje corporal que permita una estandarizada y respetuosa convivencia con los demás: no golpear, no cagarse frente a los otros, no mirar fijamente a los ojos, no invadir el espacio corporal del prójimo. “Las reglas de la civilidad que se imponen entonces pueden entenderse como una empresa de acotamiento, incluso como una negación de la vida privada” que “limita lo privado a lo íntimo y lo íntimo a lo secreto, e incluso a lo inconfesable”.

Ahora bien, esa coerción de los comportamientos en ningún momento fue unidireccional. Si bien es cierto que a partir del siglo XVI se “encierra al individuo en una red de vigilancias cada vez más estrecha” donde las manifestaciones públicas de lo corporal y afectivo se restringen, también lo es que, al margen de la vida colectiva, surgen espacios íntimos antes inexistentes que permiten desarrollar nuevas y quizá más intensas expresiones de lo privado: las alcobas privadas, los baños con cerradura, el ámbito familiar separado de la comunidad, etc.

Lo interesante es pensar en el mecanismo que hizo posible la generalización de ese proceso hasta entonces inédito en la historia. Jacques Revel, siguiendo a Norbert Elias, concluye que el mecanismo se lleva a cabo durante la inculcación y reproducción de las normas sociales, cuando la regla se interioriza de manera individual y “la imposición colectiva se convierte de este modo en objeto de gestión personal y privada”. Cuando los comportamientos corporales se controlan no sólo por respeto a la norma externa, sino por un sentimiento propio llamado vergüenza. Cuando dejamos de defecar en espacios abiertos no tanto por interdicción social o conciencia higiénica sino por pudor a que nos vean, incluso cuando no haya nadie alrededor (“el que está sometido a un campo de visibilidad, y lo sabe, reproduce por su cuenta las coacciones del poder”, decía Michel Foucault). Y más todavía, cuando incluso en los espacios de lo privado evitamos comportarnos de maneras incorrectas, como me sucede ahora mismo, mientras escribo estas líneas, sentado en esta biblioteca donde, debido al horario, no hay nadie, y yo volteó de un lado a otro, con ganas de pedorrearme, pero no me atrevo, hasta que advierto cómo, ante la válvula cerrada de mi esfínter apretado, la flatulencia retrocede, se abre camino entre las tripas, hacia el interior, e infla mis intestinos como si fueran los de un cadáver, y yo me siento, segundo a segundo, peor, aunque en el fondo advierta también un débil rastro de placer.

 

 

Fui al baño y vi irse, en un remolino de agua, a la mayor evidencia de mi interior. La realidad en la que vivimos nos acostumbra a ese tipo de espectáculos cotidianos. Antes, para eliminar cualquier cosa era necesario enterrarla, quemarla, hacerla desaparecer mediante actos de magia o esperar su lenta putrefacción. Ahora lo escindido del cuerpo se va con tan sólo accionar un dispositivo hidráulico, hacia un lugar indeterminado. A veces pienso que sería estupendo colocar un localizador GPS dentro de un pedazo de mierda y rastrear su recorrido desde el embalse inicial del retrete hacia las cloacas, los desagües, los ríos, los terrenos agrícolas o los mares a donde llegue.[2] Consignar, también, las transformaciones que el excremento sufra en el camino. Un registro de ese tipo se parecería, por su ambición abarcadora, a las explicaciones de procesos a largo plazo de las que hablaba Norbert Elias, y también tendría, como aquéllas, la necesidad de situar el origen de su objeto de estudio en un punto convencional. Comenzar el seguimiento a partir del embalse del retrete y dar por hecho lo previo: el proceso digestivo, la preparación del alimento, su adquisición en el mercado de comida, el transporte, la cosecha o el matadero… Jacques Revel, a propósito del origen de los usos de la civilidad, decía que “las transformaciones de los comportamientos y de las representaciones son lentas, difusas y, con frecuencia, contradictorias; por tanto, resulta excepcional que a una evolución o a una innovación pueda dársele una fecha precisa o que se esté en condiciones de asociarla a un acontecimiento singular”. No obstante –y es aquí donde Revel, siguiendo a Norbert Elias, se sitúa en el embalse del retrete– afirma: “la historia de la civilidad ofrece esta experiencia única: se enraíza toda entera en un texto fundador que luego fue reivindicado, plagiado y deformado sin cesar. Esta matriz es De civilitate morum puerilium libellus de Erasmo, que se publicó por primera vez en Basilea en 1530 y que enseguida consiguió un éxito inmenso. Este corto tratado en latín fijará, y durante siglos, la literatura de la civilidad que dará a la pedagogía de los ´buenos modales´ su más amplia difusión”.

         Aunque para la elaboración de ese librito Erasmo haya digerido una larga tradición clásica que viene desde Aristóteles a Plutarco, pasando por algunos tratados de cortesía medievales y un concentrado de proverbios, sentencias y fábulas populares, es comprensible que se le considere “texto fundador” de la civilidad, mojón que señala un antes y un después en la historia de los comportamientos corporales modernos. Más allá de que en él se congreguen y sinteticen todos los saberes anteriores que un humanista como Erasmo podía compilar, y allende de que su difusión fuera masiva gracias a la imprenta, la revolución que implicó el De civilitate se debe, afirma Jacques Revel, a sus tres innovaciones consustanciales.

La primera es que se dirige especialmente a los niños, mientras que los libros anteriores tenían como destinatarios a los adultos y a los jóvenes. Esto implica una idea de la niñez concebida como la etapa pura y maleable por excelencia, además de la conformación de una nueva pedagogía que, a un lado de la piedad, la moral y las humanidades, incluyó a la civilidad como saber indispensable para la vida en sociedad.

La segunda innovación es que se dirige no sólo a los niños pertenecientes a las élites sociales, sino a todos los niños: “Es vergonzoso para quienes son de noble cuna no tener la buena conducta que corresponde a su noble extracción. Aquéllos a quienes la fortuna ha hecho plebeyos, personas de humilde condición, hasta campesinos, han de esforzarse tanto más en compensar mediante buenos modales las ventajas que les negó el azar. Nadie elige su país ni a su padre: todo el mundo puede adquirir buen modo y buena conducta”, dice Erasmo. 

         De esa segunda innovación se desprende la tercera. Contrario a los preceptores anteriores, dedicados a establecer normas para grupos restringidos, Erasmo aspira a difundir un código de comportamiento generalizado, un lenguaje corporal, gestual y social que todos puedan entender sin discriminación de clase, gremio o procedencia. “Por esta razón”, dice Revel, “impone pocas cosas en materia de comportamiento, pero denuncia todo lo que en las manifestaciones del cuerpo (ruidos, impulsos, contracciones) como en las del lenguaje (argots, gritos, interjecciones) pudiera hacer la sociedad opaca a sí misma obstruyendo la libre circulación de signos entre los hombres”. Se trata de un proyecto evidentemente moderno: garantizar la comunicación y sociabilidad más allá de jerarquías fijas (aquí los comportamientos aristocráticos no valen más que los del pueblo), facilitar un conocimiento sin barreras entre los individuos.

Sin embargo, ese afán igualitario y democrático postula un modelo de comprensión al que todos deben adecuarse. Por un lado destruye los límites de convivencia entre las clases sociales, y por otro construye uno nuevo: el límite que el hombre se pone a sí mismo y cuyos atalayas son, claramente, el sentimiento del deber y de la vergüenza. El objetivo de De civilitate es gestar al ciudadano ideal, al hombre civilizado, un espécimen humano cuyos comportamientos corporales, lingüísticos y emotivos sean neutros, uniformes, frontales, respetuosos: siempre inteligibles. Por ello prescribe y proscribe detalles en apariencia insignificantes como los modos de mirar: “Para que el buen natural de un niño se descubra por todas partes […], su mirada debe ser mansa; los ojos huraños son indicio de violencia; los ojos fijos, signos de descaro; los ojos errantes y extraviados, signo de locura; no han de estar abiertos desmesuradamente, lo cual es propio de un imbécil; muy vivos y elocuentes denotan temperamento lascivo”. Se manifiesta, también, en contra del contacto demasiado cercano de los cuerpos así como de las conductas y códigos demasiado particulares: los de los gremios, los de las naciones y los de los diferentes grupos sociales. Condena las manifestaciones indiscretas de las pasiones individuales: carcajearse o llorar estruendosamente en público, por ejemplo. Censura los gestos y actitudes que puedan asociarse a la animalidad: nada peor que “la risa caballuna, la voz nasal que recuerda al elefante, el porte torcido a la manera de las zancudas”, el hambre voraz y porcina, el sueño excesivo como de león y ni qué decir del olisqueo de los excrementos a la usanza de los perros. Y destierra, desde luego, todo tipo de ambigüedades que compliquen la comprensión identitaria de los individuos, sobre todo en lo relativo a los géneros y a la indistinción sexual.

Por un lado, lucha contra las diferencias entre las personas: según lo dicho por Erasmo, no significaba una afrenta o estigma ser campesino, porquero o herrero; la afrenta era comportarse como tales y, por lo tanto, no poder convivir con los otros. Y por otro lado, pugna contra lo más ordinario y común a todos: la desenvoltura del cuerpo, sus impulsos naturales, sus excreciones, ruidos, inercias.  

         A partir de su difusión (“en cuanto se publica, De civilitate morum puerilium libellus se convierte en un best-seller a la medida del siglo XVI”), las personas que aspiraron a ser parte de la sociedad civilizada tuvieron que escindirse, avergonzadas (shit!), de lo que las distinguiera de los demás (es decir, de lo que eran en realidad: campesinos, provincianos, gente con una inevitable mirada bovina y preferencias sexuales no siempre definidas) y mostrar, en cambio, una convencional transparencia, “un rostro sonriente y uniforme, indicio de buena conciencia y de carácter abierto, una mirada tranquila y franca, una voz suave y sosegada y, por encima de todo, una discreción general”. Gracias a un saber (una scientia: el arte de distinguir cosas a través del pensamiento) sistematizado y generalizado por Erasmo, quedó trazada la frontera entre lo aceptable-legible y lo censurable-confuso. Entre lo que fortalecía a la idea renacentista de lo humano y lo que la desestabilizaba.

En ese segundo cajón de cosas prohibidas se encontró, de pronto agrupado, lo que desde entonces se ha considerado vergonzoso, repugnante, risible y temible: un espectro de realidades donde la otredad y la diferencia radicales se mezclan con lo excesivamente particular y propio, donde, multiplicada por ecos diversos, resuena la frase rimbaudiana de Je est un otre, donde lo líquido y lo sólido se intercambian, lo alto y lo abajo se invierten, lo humano y lo animal se trastocan, lo orgánico e inorgánico mutan, donde lo verdadero es un momento de lo falso, la vida es una cara de la muerte y la corriente de agua lleva en incalculables medidas jabón, sangre, esperma, mierda, algas, lodo.

 

 

*

(Paréntesis para una digresión filosófico-literaria).

Consideración kafkiana: el hecho de que de un momento a otro una ley, un cambio en el ordenamiento de las normas y marcos de recepción, dictamine, como si de un mandato divino se tratara, que cierto individuo o grupo de personas serán considerados, por el hecho de ser como son, culpables de algo, inaceptables para los demás, vergonzosos, asquerosos, repudiables.

Tal es lo que le sucede a Gregorio Samsa la mañana cuando amanece convertido en un insecto repugnante a los ojos de su familia, o a Josef K. el día en que recibe la ordenanza de su incomprensible culpabilidad, o a K. cuando, dispuesto a ocupar su cargo de agrimensor en el pueblo a donde recién llegó, se encuentra con que, por alguna razón desconocida, su perfil es erróneo e inconcebible según las reglas del castillo.

         Situaciones kafkianas, como podrían serlo también la repentina reclusión de personas en campos de concentración, el abrupto establecimiento de normas de civilidad que proscriben las conductas consuetudinarias o los gestos naturales y, también, la regla cultural que obliga a los niños pequeños a controlar sus esfínteres, so pena de castigos y humillaciones diversos.

         Lo kafkiano se manifiesta, entonces, en la culpa causada por la imposibilidad de cumplir con leyes y normatividades cuyas exigencias rebasan las capacidades epistemológicas de los individuos, quienes al no comprender lo legislado, suelen atribuirle cualidades metafísicas. El tormento de pertenecer a una etnia, de tener risa caballuna, de no poder controlar los excrementos o de ser un agrimensor no solicitado.

         Sin embargo, el filósofo italiano Giorgio Agamben, en un pequeño ensayo titulado “Idea de la vergüenza”, dice: “Bien mísera es la lectura de la obra de Kafka que ve en ella tan sólo la inicial de la angustia del hombre culpable frente al inescrutable poder de un Dios extraño y remoto”. Según él, la genialidad del escritor checo reside en la decisión de renunciar al “viejo problema de la culpa y de la inocencia, de la libertad y del destino, para concentrarse únicamente en la vergüenza”.

         La compleja interpretación agambiana de Kafka, que a su vez funciona como una genealogía del sentimiento del pudor, descansa en la comparación de las visiones que los hombres antiguos y modernos tienen de las vicisitudes que les depara la vida y su relación con una idea particular de Dios. Retruécano interpretativo, inmersión en la historia de la filosofía, la idea del pensador italiano debe leerse y desmenuzarse con detenimiento y paciencia. Ahí va:

En “el naufragio del hombre antiguo frente a la suerte,”, dice Agamben, “lo trágico interviene cubriendo, con su heroica objeción, toda posibilidad de tristeza y casualidad”. Cuanto sucediera a los humanos en la antigüedad, sin importar cuán doloroso, terrible o kafkiano avant la lettre pudiera ser, quedaba determinado por prístinos mandatos divinos que no precisaban justificación y que, de esa manera, proporcionaban al hombre la certeza de pertenecer a un destino grandioso, impoluto: trágico. Si un hombre de la antigüedad hubiera sido injustamente declarado culpable por la ley o hubiera vivido las humillaciones de los prisioneros de los campos de concentración, su reacción, probablemente, habría sido de confianza y resignación ante los mandatos divinos.

         Pero la antigüedad tuvo una primera duda respecto a esa confianza. Se trata, afirma Agamben, del diálogo que Sócrates mantiene con Parménides acerca de la teoría del mundo hiperuranio de las ideas. Parménides pregunta si existen ideas “del pelo, de la suciedad, del barro y de toda cosa de naturaleza vil y despreciable en grado máximo”. A lo cual Sócrates responde: “Ya en una ocasión me atormentó el pensamiento de que ello fuese extensible universalmente. Mas apenas me acomodo en esta opinión, enseguida la rehuyo por temor de perderme, precipitándome en un abismo de necedad…”.

         Sócrates evita ese pensamiento porque le provoca un vértigo parecido a la vergüenza o al asco existencial. Una suerte de “alerta”, diría Max Scheler, “para poner en guardia al individuo ante situaciones que no se corresponden con su temperamento y valores intrínsecos”. Porque si para el filósofo ateniense el valor del mundo eidético –del cual dependemos– reside en la perfección y la pulcritud ontológica, entonces aceptar o siquiera sospechar su suciedad implica una irreparable desestabilización del propio ser. Si el modelo supremo, la regla incontestable o el ideal máximo tienen rasgos de pocilga, quiere decir que nosotros, simple mortales, estamos condenados, desde el nacimiento, a la cloaca, al albañal inmundo, a la necedad sin redención: lo contrario a la visión trágica de la vida.

         Algo semejante pensó el novelista Milan Kundera en La insoportable levedad del ser. Ahí plantea un hecho: si los humanos evitan el contacto con la mierda, no es por motivos higiénicos ni morales, sino por un desacuerdo metafísico que tiene que ver directamente con su propia calidad ontológica: “El momento de la defecación es una demostración cotidiana de lo inaceptable de la Creación. Una de dos: o la mierda es aceptable (¡y entonces no cerremos la puerta del váter!), o hemos sido creados de forma inaceptable”.

         Según Giorgio Agamben, el miedo socrático a precipitarse “en un abismo de necedad”, la negativa a suscribir el hecho de que “hemos sido creados de forma inaceptable”, es el tránsito entre la concepción antigua o trágica de la vida (aquélla donde los decretos de Dios son incuestionablemente pulcros) y la moderna, donde se da por sentado que Dios y el mundo eidético se revuelcan “en su propio barro teológico” y que debido a su patoso e irresponsable regodeo en la suciedad nos han dejado en manos de la contingencia, del accidente y de la banalidad del mal.

         El hombre moderno no ve en sus vicisitudes ninguna razón trágica, sino puro accidente. Y “de un accidente”, dice Agamben, “no se puede ser culpables ni inocentes: tan sólo nos podemos avergonzar, como cuando por la calle sucumbimos a la presión de la diarrea o resbalamos sobre la piel de un plátano”. Los modernos tendríamos que saber que el mundo eidético (Dios, ley, cultura, instituciones, literaturas de la civilidad) se encuentra atascado en su propia mugre y que por lo tanto estamos a merced de nosotros mismos y de la contingencia.

         Frente a la luz de esa idea, la silueta de Kafka aparece como la de un visionario de la modernidad. Su agudeza, sostiene Agamben, está “en haber colocado a Dios en un cuchitril, en haber hecho de la alacena y del cuartito de los trastos el lugar teológico por excelencia”. En La metamorfosis, El castillo y El proceso, quienes juzgan y tienen el poder de aniquilar la existencia de los protagonistas –quienes desempeñan el papel de Dios– son, respectivamente, una vulgar familia pequeñoburguesa que depende económicamente de un joven de 23 años, unos funcionarios que pernoctan en posadas astrosas y unos abogadillos que languidecen en buhardillas sórdidas. Dice Agamben: “Nuestro Dios, que es demasiado humano, se avergüenza. Mas de la misma manera que todo asco traiciona en quien lo siente una secreta solidaridad con el objeto rechazado, la vergüenza es el indicio de una inaudita y espantosa proximidad del hombre consigo mismo, así como el accidente –bajo cuya insignia parece disponerse dócilmente su entera existencia– es la máscara que cubre el peso creciente que causas únicamente humanas ejercen sobre la suerte de la especie”. Nosotros somos Dios y dependemos vergonzosamente de nosotros mismos.

         Para Kafka, los seres humanos modernos “han sido expropiados de toda experiencia que no fuese su vergüenza –es decir, la pura, vacía forma del más íntimo sentimiento del yo”. Y para ellos, “la única inocencia posible es la de poder avergonzarse sin disgusto”. Ser quienes realmente son, sin matices ni pudores. Gregorio Samsa, por ejemplo, habría tenido un mejor fin si hubiera asumido desvergonzadamente su condición de insecto y utilizado sus alas para emprender el vuelo y liberarse de la condena familiar (siguiendo la interpretación de Vladimir Nabokov, para quien Samsa no era artrópodo sino escarabajo alado). Lo mismo si los hombres renacentistas hubieran aceptado sin pudor sus risas caballunas o sus encorvadas posturas de zancudos.

         Concluye Agamben: “Por ello Kafka intenta enseñar a los hombres el uso del último bien que les queda: no a librarse de la vergüenza, sino a liberar a la vergüenza. Es cuanto Josef K. se plantea conseguir a lo largo de todo el tiempo que dura su proceso, y es para salvar su propia vergüenza, no su inocencia, por lo que al final se doblega tercamente al cuchillo del verdugo: ´Le pareció –se dice en el instante de su muerte– que su vergüenza le iba a sobrevivir´. Únicamente por esta misión, para conservar a la humanidad por lo menos su vergüenza, Kafka ha encontrado algo como una antigua alegría”. La alegría, diría yo, de transformar a la vergüenza en sinvergüenza.

(Fin de la digresión)

*

 

 

La mierda es la imagen sintética de lo que cohabita en el espacio nebuloso y proscrito de cosas indeterminadas, comportamientos vagos, gestos inciertos y estatus trabucados que documentos como el De civilitate morum puerilium libellus de Erasmo condenan. Señalada por la vergüenza y el asco, la mierda se convierte en símbolo de lo que, debido a su ambigüedad epistemológica, pone en jaque “la libre circulación de signos entre los hombres” tal y como la entiende el humanismo. Porque es, dice Florian Werner, “una excursionista entre el interior y el exterior, una sustancia con colores intercambiables y estado de agregación, un abyecto que ni pertenece claramente al sujeto ni por completo al mundo de los objetos […] Está integrada por una multitud de restos de comida y éstos apenas podrían reconocerse como tales. Cálida y en apariencia viva, después de un corto periodo de tiempo está fría y muerta. No es extraño que nos asquee y avergüence pensar que la mierda podría acercarse demasiado a nosotros. Evitamos el contacto con ella como evitamos el contacto físico con un cadáver”.

Y además apesta, como nosotros mismos, que llevamos dentro el olor de la descomposición, aunque con vehemencia intentemos ocultarlo, disimularlo, repentinamente colapsados de pudor cuando no hay agua en el retrete o éste se ha tapado y alguien, detrás de la puerta, quiere usarlo también y la evidencia de nuestra putrefacción yace ahí inocultable: soy un otro que, desde ahora, es ya un cadáver.

 

 

Tener la muerte dentro de sí, presentirla ya con el olfato, minado por una enfermedad enigmática e incurable, y aun así hallar el aplomo necesario para escribir una necrológica inteligente y llena de gratitud en honor a un amigo recién fallecido.

El 8 de junio de 1984, cinco meses antes de su propio deceso, Michel Foucault supo que Philippe Ariès acababa de fallecer. Había muerto el autor de El hombre ante la muerte, el historiador que había llegado a la conclusión de que, a partir del siglo XIII, la experiencia de la agonía individual generó una noción antes inédita en la historia de la humanidad: la concepción de la vida como biografía. Según él, antes de esa fecha aproximada, se solía tener la creencia de que la vida de las personas, al llegar el último suspiro, se fundía en una trascendencia metafísica donde las particularidades biográficas se disolvían en el destino colectivo de la especie o en el espacio inabarcable del cosmos. Sin embargo, a partir de que se implementó el dogma jurídico-cristiano que asigna a cada acto individual un valor que ha de ser calificado en el juicio final, y a partir de la incorporación en la vida cotidiana de las prácticas contables de los hombres de negocios, que registran acciones humanas como si fueran mercancías, se gestó la idea de un destino personal e intransferible para cada sujeto humano. Una vida que es posible modelar con vista a un resultado –biografía perdurable en la resurrección, la memoria o la fama– y de la cual se tiene conciencia retrospectiva en las postrimerías de la muerte.

Porque sólo con la muerte se da punto final a esa vital mutación, a ese imparable devenir cadáver que hoy llamamos biografía, cuyas únicas constantes ciertas son la respiración, la circulación sanguínea y los procesos digestivos. Sólo cuando alguien fallece es posible comenzar un escarceo interpretativo de su vida, no antes: las personas cambian incluso en el último segundo. Doce años más joven, Foucault conoció a Ariès durante casi tres décadas y presenció algunas de sus transformaciones. La amistad había sido entrañable para ambos. Fue Ariès quien intercedió ante la editorial Plon para que, en 1961, se publicara Historia de la locura en la época clásica, tesis doctoral del entonces desconocido psicólogo. Habría que investigar sus influencias recíprocas, sus cambios compartidos. Por el momento salta a la vista el interés que ambos mostraron por los mecanismos que, a partir del Renacimiento, encerraron cada vez más a los individuos en las redes del control estatal. Foucault hacía énfasis en el dispositivo carcelario del panóptico; Ariès, en la separación de lo público y lo privado y la consiguiente fiscalización de prácticas que antes se realizaban, sin vigilancia policial, en el ámbito comunitario. Dos maneras distintas de ver la sujeción del sujeto moderno.

La interpretación que hizo Foucault de la biografía de su amigo se basa en el desvelamiento de una paradoja fructífera: “Dueño de una gran elegancia moral e intelectual, Philippe Ariés era un hombre al que habría sido difícil no querer: cumplía con ir a misa en su parroquia, pero tomaba la precaución de ponerse tapones para los oídos, para no tener que afrontar las bufonadas del Concilio Vaticano II”. Una permanente tensión entre el aprecio a lo tradicional y las intuiciones revolucionarias marcaron su obra y su vida. Autoasumido como “un burgués de provincia” cuya sensibilidad coqueteaba con tendencias nacionalistas y derechistas, Ariès llegó, a través de sus pesquisas históricas, a conclusiones que jaqueaban su propio conservadurismo.

“Historiador de domingo”, como él mismo solía decir, Philippe trabajó toda su vida en una dependencia gubernamental que se ocupaba del desarrollo agrícola de países que habían sido colonias (“inspector de frutas tropicales”, lo llamaban con sorna algunos historiadores académicos). Desempeñando su cargo, viajó por el mundo y conoció a tecnócratas “cuyas decisiones, a veces, determinan la vida o la muerte, salvan o hambrean a sectores enteros de la población”. Fueron sus experiencias profesionales las que guiaron sus intereses intelectuales. Comenzó a preguntarse en qué medida se transforma la vida humana gracias a los cambios ocurridos en el ordenamiento y los métodos de las prácticas cotidianas. Si las transformaciones en los modos de producción agrícola traían consecuencias palpables en la organización y visión de sociedades enteras, entonces la evolución de las demás prácticas también produce cambios vitales. Es obvio que la invención de la imprenta revolucionó el acto de leer: lo interesante es analizar en qué sentido la conciencia que el hombre tenía de sí cambió con de esa innovación. El hecho de que a partir del Renacimiento fuera cada vez más común que los hogares contaran con al menos una habitación separada del resto de la casa, promovió nuevos hábitos que, a su vez, redundaron en inéditas concepciones de la agonía y la sexualidad, así como nosotros realizamos y dimensionamos esas mismas acciones de manera distinta desde que la costumbre ha normalizado la muerte en los hospitales y la fornicación en hoteles de paso. ¿Qué quiere decir eso de nosotros; qué deseamos expresar al respecto con nuestras actitudes?

Nacer, comer, crecer, cagar, dormir, enfermar, actos simples en relación a los cuales el ser humano ha desarrollado actitudes cambiantes que no sólo modifican el sentido que se les da sino también las consecuencias antropológicas que acarrean. Ariès decidió “analizar esas figuras y realizar una ´historia de las prácticas´, tanto de aquellas que tienen la forma de costumbres humildes y obstinadas como de las que pueden crear un arte suntuoso, y procuró revelar la actitud, la manera de ser y de sentir que podía estar en la raíz de las unas y las otras. Atento al gesto mudo que se perpetúa durante milenios, así como a la obra singular que duerme en un museo, fundó el principio de una ´estilística de la existencia´: de un estudio de las formas por las cuales el hombre se manifiesta, se inventa, se olvida o se niega en su fatalidad de ser vivo y mortal”. 

La necrológica en homenaje a Philippe se titula “Inquietud por la verdad” y se encuentra en una reunión de escritos y entrevistas que la editorial Siglo XXI publicó con el mismo nombre. El filósofo del poder cierra ese texto remarcando el hecho de que el historiador de las prácticas problematizó y transformó sus ideas conservadoras de la política, con la sabiduría y templanza de quien acepta que son las propias convicciones las que necesitan, con mayor urgencia, ser revisadas a todo momento, aunque para ello se tenga que vencer la vergüenza que protege de la equivocación, es decir, de la desestabilización de lo inherente. Si durante muchos años militó a favor de la conservación de las estructuras políticas vistas como pilar fundamental de la vida y la cohesión de una sociedad, por otro lado concluyó que esa vida y esa cohesión en realidad están determinadas “por unos gestos oscuros que ciertos grupos, con frecuencia mal definidos, mantienen o modifican” a través de sus prácticas en apariencia más insignificantes. Concluye Foucault: “[Ariès] tenía una fidelidad inventiva: esa era su moral intelectual. Tenemos, todos, una deuda enorme con su trabajo. Pero, para pagar la deuda que personalmente me toca, me gustaría que se preservara el ejemplo de este hombre que sabía elaborar sus fidelidades, reflexionar de otra manera sobre sus elecciones permanentes y, con una tenacidad afanosa, esforzarse en cambiar él mismo en la inquietud por la verdad”.

 

 

Si la verdad existe, se encuentra del otro lado de la vergüenza y el asco. Más allá de las barreras que defienden a los temperamentos y valores supuestamente intrínsecos. Es una materia indefinida, cuerpo fluctuante, sin sexo específico: organismo, cadáver y grupo en constante renacimiento, degradación y reacomodo. Para acercarse a su campo gravitacional, es requisito la renuncia a las emotividades previas y la continua incomodidad con el presente. La inquietud por la verdad prevé la escisión o el desmoronamiento de lo hasta entonces querido, protegido, conquistado. ¿Y qué noción despierta más apego que la idea o imagen que nos hemos hecho de nosotros mismos como individuos, cultura y especie? En la introducción a su libro más conocido, Norbert Elias conectó su tesis de los procesos civilizatorios (mayores controles corporales y emotivos a lo largo de los siglos) con el proceso evolutivo de los conocimientos científicos. Según él, en el desarrollo de la ciencia nunca basta con un acopio acumulativo del saber sobre los objetos de reflexión. Se necesita, sobre todo, un aumento de la capacidad de los hombres para distanciarse de sí mismos y de los demás en su actividad mental: mayores controles emotivos como condición de desarrollos epistemológicos. “No es posible desarrollar formas científicas de pensar, ni convertirlas en un bien común, si no se consigue que los hombres se liberen de la seguridad primaria con la que tratan siempre de comprender en un principio, de modo irreflexivo y espontáneo, todo lo experimentado en función de su objetivo y sentido”. La ciencia, scientia, como el arte de la escisión.

         El ejemplo que Elias utiliza es ilustrativo: cómo se vivió el abandono de la cosmovisión geocéntrica en el siglo XVI a favor de la heliocéntrica. Además de la herencia de astrónomos antiguos y medievales que ya habían propuesto una teoría similar, y más allá de los arriesgados modelos matemáticos que Copérnico cristalizó en De Revolutionibus Orbium Coelestium (publicado de manera póstuma en 1543), lo que se puso en juego fue la imagen que de sí mismos se habían forjado los hombres de entonces. Dentro de su mapa del cosmos, ellos se ubicaban en el centro del acontecer universal. Renunciar a tal certeza implicó la vergüenza de aceptar la equivocación respecto a la importancia cósmica que se habían adjudicado. Llevándolo al terreno de lo sentimental, es posible decir que el cambio de cosmovisión se vivió más como una ruptura amorosa (el repentino descubrimiento de no ser el centro de algo o de alguien) que como un frío cambio de paradigma kuhniano.

Los avances del conocimiento han puesto siempre a prueba nuestros autocontroles. Nos han obligado a entender o interpretar, por ejemplo, que los fenómenos de la naturaleza no cumplen una determinación y un objetivo que se remite a nosotros, sino que tienen sus propias leyes realizadas sin intención ni determinación, de modo completamente casual. Lo cual despertó en nosotros la sensación, en un principio dolorosa, de encontrarnos separados del mundo como por una pared invisible. Ese acto de distanciamiento espiritual reafirmó a su vez el apego a una figura de la cual hoy dependemos cultural y emocionalmente: la de la humanidad vista como un conjunto de individuos aislados capaces de conocer, por sí mismos y valiéndose de sus sentidos y de su razón, el mundo exterior. Tal figura, llamada por unos homo clausus y por otros sujeto, que a grandes rasgos basa su definición –su valor y temperamento intrínseco– en la metáfora psicológica de la personalidad como caja cerrada en cuyo interior se producen ciertos procesos individuales e inaccesibles para los demás, es, para Norbet Elias y otros pensadores, una de las barreras emotivas que enfrían la inquietud por la verdad. El problema radica en que, para desmontarla, es preciso vencer resistencias como la vergüenza, ese vértigo que, según nosotros, nos salva de precipitarnos “en un abismo de necedad”, en una letrina donde, por efecto de la inmundicia corrosiva, nuestra identidad perfectamente delimitada y hermética podría disolverse.

La noción del homo clausus es, para Norbert Elias, una construcción histórica, un invento, uno de los peldaños dentro de un proceso civilizatorio de larga duración. Dentro de ese proceso, dice Elias, se conjugan dos fenómenos sociales que han resultado en la idea del humano como sujeto autónomo. Uno es la ya mencionada separación cognitiva del “yo”, del “uno mismo” o, incluso,  de “la razón” y la “existencia” respecto al llamado “mundo exterior”. El otro fenómeno es el modo en que, a partir de la Baja Edad Media y del Renacimiento, se dio un fuerte aumento del autocontrol individual en el campo de las conductas y los impulsos.

Institucionalizada, normativizada y difundida en manuales como De civilitate morum puerilium libellus de Erasmo (publicado trece años antes que el de Copérnico), la regulación de los comportamientos se basa en la autocoacción que, para ser aceptado en sociedad, cada individuo debe tener sobre sus propios músculos, sobre su propia voz, su mirada, sus deseos, sus pruritos, sus esfínteres. Si tiene hambre, no podrá lanzarse sobre las viandas y tomar cuanto le apetezca con las manos: deberá esperar a que los otros comensales estén sentados, utilizar los cubiertos y cumplir con una serie de modales que lo obligarán a contener su deseo. Lo mismo sucederá si la rabia lo posee, si la comezón lo ataca en público o si necesita defecar. Dice Elias: “Tales autocontroles individuales y automáticos, que se originan en la vida en común, se intercalan de modo más fuerte y más firme que nunca entre los impulsos pasionales y afectivos de un lado y los músculos de otro e impiden con su mayor fuerza que los primeros orienten a los segundos, esto es, a la acción, sin un permiso de los aparatos de control”.

Las autocoacciones refuerzan en los individuos la sensación de estar separados del mundo y encerrados en el propio cuerpo, mentalmente confinados, vigilados por la propia racionalidad, la conciencia moral y por esos custodios llamados sentimientos de vergüenza, miedo, asco y risa. El crítico y psicoanalista francés Dominique Laporte llegó a la misma conclusión en su exquisito libro Historia de la mierda. Para ello, analizó dos edictos que el rey Francisco I de Francia dio a conocer en el año 1539, fecha intermedia entre la publicación del libro de Erasmo y el de Copérnico. Pero antes de hablar de los edictos, cabe hacer otra digresión para decir que Francisco I fue uno de los más famosos reyes renacentistas de Europa, lo cual tiene una particular importancia para el desarrollo de esta historia.

Amante de lo italiano, corpulento, dueño de una elegancia que rayaba en lo satinado, de ojos pequeños y nariz filosa que apuntaba hacia el suelo, Francisco I hoy es recordado, sobre todo, por haber sido mecenas de Leonardo Da Vinci. 42 años más joven que su huésped, alojó al polímata florentino en su castillo de Clos-Lucé y se dedicó a favorecerlo y a aprender de él. Le dio el título de “Premier peintre, architecte et mecanicien du roi”, y le otorgó una considerable pensión de 5000 escudos de oro al año. Obviamente, al ser su mecenas, gozó de las primicias en lo referente a las obras del artista. Así pudo adquirir La Gioconda, pintura que desde entonces pertenece a la nación francesa y que por tal razón se exhibe en el Museo del Louvre. Sin embargo, el actual estatus museístico de la obra poco tiene que ver con el uso que le daba el soberano. En realidad, a él le fascinaba tanto, que la mandó colocar en uno de sus lugares predilectos: el cuarto de baño. Porque Francisco I fue pionero en defender las ventajas de contar con una habitación privada que reuniera en un mismo sitio el mobiliario requerido para bañarse, defecar y reflexionar. Así, alejado de las obligaciones mayestáticas que lo agobiaban la mayor parte del tiempo, refugiado largas horas en la soledad de su estudio-sanitario, nada disfrutaba más que cagar mientras sumergía la vista en el rostro de esa enigmática mujer que, complacida o burlona, parecía devolverle la mirada o incluso retarlo con una soberbia serenidad que, en ocasiones, cuando la contemplación coincidía con la deyección de un mojón difícil de expulsar, lograba transportarlo a los terrenos del éxtasis.

Francisco I amaba a Leonardo Da Vinci (le decía “padre mío”), pero su amor carecía de discreción. A donde quiera que fuera hablaba afectadamente de él, pero lo cierto es que pasaban poco tiempo juntos. Su enconado enemigo, el emperador Carlos V, solía burlarse y decir que el rey de Francia no comprendía a Leonardo, y que si lo mantenía en su castillo era con fines propagandísticos. De hecho, aunque Da Vinci murió en Clos-Lucé, en Italia todavía hoy suele rumorearse la falsedad de la leyenda que el propio Francisco I se encargó de difundir acerca de que el artífice de La Gioconda e inventor del tenedor y de la servilleta (objetos indispensables para la nueva civilidad) había expirado piadosamente en sus brazos –leyenda que los franceses, por cierto, defienden apasionadamente, como lo hizo Ingres en una pintura llamada La muerte de Leonardo Da Vinci.

Como sea, queda claro que para Francisco I el cultivo del humanismo renacentista, con sus manifestaciones espirituales, pero también con sus indisociables controles y leyes, era de primer orden. Muestra de ello es la publicación de los edictos de 1539 que Dominique Laporte menciona en Historia de la mierda.

El primero, con fecha del 15 de agosto, estipulaba que todos los documentos oficiales del reino debían escribirse en lengua francesa, pero no sólo eso, sino “que se hagan y escriban con tal claridad que no haya ni pueda haber ninguna ambigüedad o incertidumbre ni duda alguna sobre su interpretación”. El mandato es contundente: quien escriba debe hacerlo sin expansiones innecesarias, borrando de preferencia sus propias marcas, para que el mensaje permita, como deseaba Erasmo, “la libre circulación de signos entre los hombres”. Laporte dice que ese edicto es, en cierta manera, el hermano jurídico del famoso manifiesto literario Deffence et Illustration de la langue française (1549), cuya principal lucha consistía en la depuración de todo cuanto pudiera haber de impuro, bárbaro, sucio o pasional en la expresión lingüística escrita. Con ambos documentos prescriptivos se buscaba una escritura contenida, razonada, que fuera manifestación de buenos modales incluso en la caligrafía, “para que nuestro lenguaje, antes escabroso y mal educado, se convierta en elegante”, según las palabras de Du Bellay, autor de la Deffence. Norma exterior traducida en autocoacción individual, la escritura como práctica vigilada refuerza la noción del sujeto, dice Laporte. Es, quizá, una de las actividades donde más se hace patente la sensación del homo clausus. Alguien escribe –yo mismo, ahora– y, en la medida en que intenta hacerlo bien, contenida y civilizadamente, cumpliendo reglas gramaticales e idiomáticas, procurando no manchar el texto, tiene la impresión de que es su interior, su intelecto individual e intransferible, el que lucha, como un ano mental, contra el caos, el que ordena, plasma, regula la salida y la forma de las ideas. Simultáneamente, un ordenamiento del mundo y una autoafirmación del yo. Lo cual podría ser, bien visto, absolutamente lo contrario: la norma, una multitud anónima de personas e instituciones que, apiladas, sedimentadas e interpretadas a través del tiempo, redactan su voluntad ciega encima o en contra de la individualidad del escritor.

El segundo edicto de Francisco I que Dominique Laporte analiza como dispositivo de autocontrol individual propicio a la idea del sujeto, se publicó en noviembre de 1539, tres meses después del primero. Se trata de la prohibición de defecar en la calle (hasta ese momento la gente lo hacía donde y cuando tuviera ganas, sin que le importara la presencia de los demás) y la obligación que cada propietario tendría de construir letrinas dentro de su hogar, so pena de multas y embargos. De pronto, algo que había sido natural y abiertamente público, se acuarteló dentro de cuatro paredes y fue sometido a la vigilancia interna de la vergüenza, al ámbito de lo irreductiblemente privado (se sabe que Francisco I era amante de los baños íntimos). El hecho de que los individuos del siglo XVI se hayan visto de repente obligados a contener públicamente la urgencia de defecar, y que encima debieran acudir a un sitio más o menos lejano, oculto y de absoluta soledad para liberarse de la mierda acumulada en su interior, no hizo otra cosa que intensificar la sensación de hallarse recluidos en sí mismos.

Yo, como todos los seres humanos civilizados, lo he experimentado. Quiero defecar, pero el baño está lejos u ocupado y siento que se me va salir. Ante la emergencia o la eclosión de mi interior, la angustia me invade, quisiera abandonar mi cuerpo, me siento demencialmente atrapado, recluso, a punto de estallar: ni la piel ni la carne ni el cerebro bastan para contenerme. Me muevo, corro de un lado a otro, como prófugo de mí mismo, aunque sepa y fatalmente compruebe que a donde sea que vaya llevaré la tortura conmigo, sujeto a mi condición de sujeto social que ha negado la aparición pública de su propia verdad mierdosa. Cuando por fin logro acceder a un baño, cierro la puerta y descargo, de manera más o menos torrencial, el intestino, lo reprimido. Una sensación de alivio me recorre. Mi clausura se ha abierto por un momento: del interior algo indeterminado salió, pero lo importante es que nadie lo ha presenciado. Sentado en la soledad del retrete, medito sobre esta extraña situación y me apresuro a eliminar, con papel higiénico y ayuda de un mecanismo hidráulico, la evidencia de mi repentina abertura corporal. Sólo entonces, con la ropa nuevamente acomodada, puedo recuperar mi lugar en el mundo, como el individuo cerrado que pretendo o estoy obligado a ser.

Siguiendo a Philippe Ariès, quien proponía hacer una historia de las prácticas, Dominique Laporte analiza la evolución que experimentó el acto de defecar a partir del decreto de Francisco I y comenta: “Si se altera, por poco que sea, la relación del humano con su mierda, no sólo es la relación con su cuerpo lo que se modifica, sino su relación con el mundo y la representación que él se hará de su propia inserción en lo social […] La nueva política del desperdicio viene a imprimir en la relación del hombre con su cuerpo algo que anticipa la ideología cartesiana del yo”.

La prohibición de la defecación pública y comunitaria contribuyó, y no en poca medida, a la idea de una humanidad compuesta por individuos aislados, por sujetos que ocultan y contienen ante los demás sus procesos internos (tanto fisiológicos como psicológicos: de ahora en adelante las letrinas se convertirán en lugares predilectos para reflexión onanista) y que niegan aquello que, en el fondo, más lo une con sus semejantes: lo digestivo, la putrefacción: la vida. Pero si tal prohibición no hubiera sido ni fuera todavía, a cada momento, refrendada, si los muros del ocultamiento ahora mismo se cayeran, descubriríamos que, del otro lado de la vergüenza y el asco, estamos nosotros, animales con ano, compartiendo, aunque lo neguemos, un espacio y un tiempo y una comida y unos cuerpos y una mierda y unos sentimientos y pensamientos que inevitablemente se tocan, se confunden, se fecundan, se dañan, se moldean, se fermentan. Ahí, en ese albañal, burbujea nuestra verdad, o una buena parte de ella.

 

 

En el diminuto hogar ubicado en el cuarto piso de un edificio de ochenta departamentos, llegamos a vivir, en algún momento, cinco personas (mi madre Gina, mi hermano El Oso, mi primo El Jano, yo y alguno de los visitantes que, por turnos, permanecieron largas temporadas con nosotros: El Seco, El Estopa, la Tania, la Osiris, El Cirito, Josué) y un perro llamado Bolillo. Compartimos, casi sin privacidad, aguantando la vergüenza de vernos o escucharnos u olernos cagar, dos recámaras y un baño con frecuencia taponeado. El edificio se encuentra todavía hoy –no colapsó en el terremoto del 19 de septiembre de 2017, como sí lo hizo la construcción vecina[3]– en el Multifamiliar Tlalpan, complejo habitacional inaugurado en 1956 por el presidente Adolfo Ruíz Cortines y compuesto, originalmente, por diez “torres” de cuatro pisos cada una. Ochocientos departamentos más o menos hacinados que me hacen pensar en la disposición arquitectónica de las casas, en la invención y utilización de las habitaciones como espacios indispensables para la vida privada y, también, para el fortalecimiento de la idea moderna de sujeto u homo clausus.

En “Refugios de la intimidad”, uno de los breves pero sustanciosos ensayos de Historia de la vida privada, el investigador norteamericano Orest Ranum hace el recuento de las transformaciones espaciales que surgieron y se generalizaron, sobre todo, en el acomodo las casas de las ciudades europeas a partir del siglo XV. Para llegar al punto central de su estudio, Ranum comienza reflexionando acerca de cómo, desde tiempos remotos, los seres humanos, “mediante sus emociones, sus gestos, sus rezos, sus recuerdos y sus sueños, han asociado a su ser, es decir, a su ser íntimo, ciertos espacios y ciertos objetos”. Hay que imaginar, por ejemplo, a los habitantes de cuevas. En tales sitios, no existían separaciones habitacionales. Una misma caverna era compartida por varias personas o clanes. Comían, dormían, se reunían alrededor del fuego y defecaban (seguramente afuera de la espelunca) sin más separaciones que las dictadas por los ancestrales tabús del incesto. La noción de lo privado y lo íntimo se reducía a la posesión de ciertos objetos. El pedernal del cazador, la ropa de cada quien y ciertos abalorios eran “absolutamente particulares, puesto que pertenecían a alguien único en el tiempo y en el lugar; su significado estaba codificado y era perfectamente comprensible para los demás”. Se podría suponer que, desde los inicios de la humanidad, lo social ha convertido a tales objetos en extensiones, expresiones o condensaciones de quienes los poseen o poseían: por ello son muchas veces utilizados en ritos funerarios, con la creencia de que los difuntos seguirán usándolos en el más allá.

Hasta finales de la Edad Media, la situación doméstica fue, al menos para el pueblo llano, relativamente la misma. Lo normal era que los hogares medievales, ocupados por varias familias a la vez, no tuvieran habitaciones, sino muebles y objetos. En lugar de alcobas privadas, había camas rústicas, hatos de paja, pieles de animales y telas donde numerosas personas se echaban a dormir juntas. Al pernoctar en un mismo espacio, el contacto corporal de los habitantes no estaba regulado y era normal o cotidiano que algunas actividades hoy consideradas de la mayor intimidad, como el coito, fueran realizadas frente a los demás. Algunos asientos y una hoguera cumplían la vaga función de sala estar y cocina al mismo tiempo. La gente se reunía en el mismo sitio donde alguien descansaba o agonizaba. No existían los lugares de recogimiento solitario; la privacidad y la intimidad solían reducirse a la posesión de ciertos artículos personales –repositorios de la personalidad– que cabían en pequeños cofrecitos con llave o baúles de tamaño variable.

Pero desde el siglo XV comenzó a gestarse, si bien tímidamente, una revolución en la arquitectura doméstica. Dice Ranum: “Los arquitectos de los primeros siglos modernos [del XV al XVIII] crearon nuevos espacios privados en las casas de la buena sociedad, o mejor dicho, aumentaron el espacio transformando en habitación lo que hasta entonces era mobiliario”. Así lo dictaba el ambiente cultural de la época. Los procesos civilizatorios que exigían cada vez mayores controles emotivos y conductuales, la progresiva cristalización de la noción jurídica de propiedad privada, los postulados filosóficos que desembocaron en la afirmación del sujeto cartesiano y las prescripciones consignadas en la literatura de la civilidad, tuvieron un correlato arquitectónico y de diseño dentro de las casas nobles y, sobre todo, en los hogares de la burguesía, la incipiente clase social que por esos años comenzaba a amasar su poder económico e ideológico.

 Como una primera fase de privatización, algunas zonas de los dormitorios comenzaron a reservarse para el uso de determinadas personas, preferentemente para los padres de familia o los dueños de la casa. En un mismo sitio ya no podían dormir todos los habitantes. Luego, a esas camas exclusivas se les colocaron cortinas, aunque siguieron ubicadas durante mucho tiempo en el espacio común. Por último, fueron separadas del resto de la casa con un muro y una puerta con cerradura. Así se crearon las llamadas “cámaras”, que en los siglos XVI y XVII fueron lugares investidos de dignidad, símbolos de distinción y ámbitos propicios para el ejercicio de la intimidad, el recogimiento, las pasiones amorosas, el secreto y el atesoramiento de objetos preciados. Además, lo que antes cabía en cofres y cajas pequeñas, se desbordó por el espacio de la cámara, como sucede en las habitaciones individuales de nuestros tiempos, donde los dueños atesoran sus objetos más queridos

La creación de lugares para defecar fue más radical porque, en un principio, no se contaba ni siquiera con un mueble que cumpliera sus funciones. Alguna gente, sobre todo ancianos o personas con poca movilidad, utilizaba vasijas para cagar u orinar. La mayoría, sin embargo, lo hacía en el exterior, en el campo, el estercolero o la calle, hasta que edictos como el de 1539 prohibieron tales prácticas y obligaron a los propietarios –léase burgueses– a construir letrinas en un principio separadas del cuerpo principal de las viviendas, cuyos contenidos eran vaciados manualmente y transportados en carretas hacia los campos para utilizarlos como abono agrícola. Valdría la pena, más adelante, rastrear la evolución que sufrieron esas primeras letrinas sin canalización hasta transformarse en los baños modernos e híper conectados que se encuentran en casi todas las casas de las ciudades contemporáneas.

 Por su parte, los estudios sí se gestaron con la ampliación de un mueble. Si bien en los monasterios los monjes siempre contaron con habitaciones que funcionaban como estudios personales, en las casas de la gente ordinaria sólo había, en un principio, mesitas llamadas escribanías, donde se guardaban algunos libros, papeles, plumas y tintas para escribir cartas. Poco a poco, dichos muebles fueron creciendo. Se les incorporaron cajones con cerraduras, estantes para más libros, puertas, espacios secretos, dobles fondos. Cuando se volvían demasiado grandes para encontrarse en la sala de la casa, se separaban del resto de las habitaciones con puertas y muros y se instalaban de preferencia en lugares apartados y silenciosos. La famosa biblioteca de Michel de Montaigne, el grabado de Alberto Durero San Jerónimo en su gabinete (1514) y diversas pinturas y representaciones de la época son muestras de que a principios del siglo XVI los estudios comenzaban a volverse espacios indispensables en las casas nobles y burguesas. Cabe decir que la importancia de estos sitios no atañe únicamente a la historia de la arquitectura doméstica; sin ellos, el desarrollo revolucionario de la Modernidad hubiera sido distinto. Por primera vez en la historia, cada casa contó con un lugar específico para que las personas se recluyeran a leer, escribir y reflexionar en soledad. El ejercicio intelectual, antes privilegio o tarea exclusiva de clérigos y filósofos, se democratizó entre quienes contaron con un estudio particular. Esta circunstancia fue una de las que propiciaron la aparición del homo clausus o sujeto cartesiano y su afirmación cogito ergo sum: es imaginable la experiencia que se generó en las conciencias de los hombres que, de pronto, pudieron permanecer largo tiempo en soledad, en un estado de clausura espiritual autoreflexiva. Además, generó una libertad de pensamiento que sirvió como contrapeso al aluvión de controles que el Estado absolutista comenzó a ejercer sobre la vida pública de los individuos.

Los siglos XVI y XVII presenciaron la gestación del absolutismo. Aspectos que antes eran asunto de las comunidades, las familias, las corporaciones y los gremios, comenzaron a ser fiscalizados por el poder del monarca. Los edictos sobre la defecación se sumaron a las leyes suntuarias (reglamentos que prohibían la utilización de ciertas vestiduras para miembros de clases sociales específicas), la penalización del duelo, la regularización de las festividades y el perfeccionamiento de los aparatos judiciales y hacendarios. No obstante, aunque la vida pública era sometida a nuevos y poderosos controles, en esos mismos siglos se crearon también los mencionados espacios de lo privado como reductos para ejercer el pensamiento y la crítica. Cada pequeño propietario que contara con un estudio en su casa podía dedicar, como nunca antes, una parte de su jornada a reflexionar sobre su situación.

En 1784, Emmanuel Kant, dentro de su ensayo ¿Qué es ser ilustrado?, describió ese fenómeno que se venía generalizando desde al menos dos siglos y medio atrás en la mayoría de las naciones europeas. Para el filósofo de Königsberg, lo normal y recomendable era que todo ciudadano hiciera uso de su razón pública (ya sea a través de la escritura o de la conversación) para dar a conocer a los demás sus opiniones personales acerca de cualquier tema que hubiera previamente reflexionado en solitario. Se creó así una dinámica social típicamente moderna y burguesa donde la gente civilizada se reunía a discutir y a introducir la crítica en un contexto político que, paradójicamente, tendía a la opresión pública y al monopolio de poder del príncipe. Para finales del siglo XVIII, las prácticas de asociación intelectual, derivadas del reacomodo de lo público y lo privado a nivel doméstico, eran ya demasiado robustas y desembocaron, junto con otras causas, en la Revolución francesa y la caída del Antiguo Régimen, proceso histórico que en España y sus colonias se vivió con resistencia, a diferencia de lo sucedido en países como Francia o Inglaterra. Y es que en el mundo hispánico la evolución de los ámbitos público y privado fue distinta. En el virreinato de Nueva España, por ejemplo, un decreto que prohibiera defecar en espacios públicos no fue posible sino casi dos siglos y medio más tarde que en Francia.

La instauración oficial de la vergüenza fecal en México data del 31 de agosto de 1790, día en que el virrey conde de Revillagigedo (conocido como el gobernante más ilustrado y moderno de las colonias españolas) publicó un bando donde se advertía de los castigos que recibirían quienes defecaran en la calle, arrojaran aguas sucias, basuras o animales muertos fuera de los lugares designados para ello, quienes sacudieran ropas o sábanas en las ventanas, se bañaran en fuentes de agua potable y todos aquellos propietarios que no construyeran en sus casas los llamados “lugares comunes”, letrinas que debían desembocar, en el mejor de los casos, en atarjeas o ser limpiadas cada tanto por asentistas designados para tal tarea. 

Creo que nadie ha señalado la relación de causalidad entre la privatización de los excrementos novohispanos y las posteriores revueltas independentistas, ocurridas apenas veinte años después. Quizá los criollos, que en esos años constituían el sector más robusto de mercaderes, propietarios y profesionistas virreinales –pero que al mismo tiempo se encontraban bajo el yugo absoluto de la Corona, carentes de las posibilidades abiertas a los burgueses europeos y privados de la posibilidad de negociar entre ellos y de asumir cargos políticos importantes–, consideraron un exceso la obligación de hacerse cargo de su propia mierda y se rebelaron ante tales disposiciones coercitivas. O talvez, como niños impelidos a controlar sus esfínteres, dieron con ello el primer paso hacia la conformación de su yo criollo, hecho que gestó sentimientos de odio hacia la madre patria, a la cual terminaron asesinando con el grito de independencia.

Como sea, llama la atención la resistencia que opusimos los mexicanos para adoptar las reglas concernientes al moderno manejo de las heces; la desvergüenza con que seguimos cagando y meando en las banquetas. Así lo señala la historiadora Marcela Dávalos en su libro Basura e ilustración. La limpieza de la Ciudad de México a fines del siglo XVIII. La práctica efectiva de lo mandado por Revillagigedo no se llevó a cabo sino hasta principios del siglo XX, cuando Porfirio Díaz inauguró en la capital los primeros sistemas de drenaje subterráneo y su columna vertebral, el Gran Canal del Desagüe del Valle de México, obra que materializó la instauración de la vergüenza excrementicia en este país, drenaje kilométrico del cual hablaré con mayor detenimiento en el siguiente ensayo titulado “Ecatepec”, donde reflexiono, entre otras cosas, acerca de la importancia cósmica de las periferias.

Así que lectora, lector, bienvenido seas a este libro digresivo, inestable y pretendidamente desvergonzado que he escrito, lo confieso, sin saber muy bien a dónde me llevaría la desconocida ruta de sus asociaciones. Sólo quiero decirte que, si has logrado llegar a esta página, lo que sigue te resultará pan comido o, mejor dicho, cagarruta leve.

 



[1] La socióloga mexicana Gina Zabludovsky señala una de las paradojas presentes en la vida y la obra de Elias. Resulta contradictorio, cuando no irónico, dice Zabludovsky, que un intelectual dedicado al estudio de los procesos de civilización modernos, entendidos como las tendencias sociales que apuntan hacia un mayor control de los impulsos violentos, sexuales, corporales y afectivos en general, haya sido víctima directa de la barbarie e incivilidad que se apoderaron de uno de los países considerados más civilizados en Occidente.

Sus padres, Hermann Elias y Sophie Elias, a cuya memoria está dedicada El proceso de la civilización, murieron asesinados en los campos nazis de Breslau y Auschwitz, respectivamente. Por todos es sabido el trato al que eran sometidos los prisioneros de dichos campos, cuyo destino fue, la mayor de las veces, una muerte abyecta y dolorosa. Sin embargo, quizá convenga detenerse un poco en el meticuloso trabajo que los agentes nacionalsocialistas emprendieron para socavar toda idea de civilización y humanidad en sus víctimas. Pensar que, además de los medios tecnológicos de destrucción humana que utilizaron (cámaras de gases, hornos crematorios, laboratorios quirúrgicos), echaron mano del asco y la vergüenza como dos de sus armas más poderosas.

Si como bien explicó Sigmund Freud (en alemán, por cierto), la civilización y la cultura humanas tienen sus bases en la prohibición del incesto y en el control y desecho consciente de la mierda (lo que nos separa de las bestias a través de los muros de la repugnancia y el pudor). Y si en las etapas de desarrollo del individuo, la fase anal, es decir cuando un niño aprende a controlar su esfínter, representa uno de los pasos más importantes para llegar a constituirse como sujeto autónomo, ya que “en el poder de disposición de su mierda se exterioriza la libre voluntad del ser humano, tanto sobre su propio cuerpo como también sobre su entorno”. Entonces los encargados de los campos de concentración actuaron en ese sentido para minar la integridad humana de quienes estaban bajo su poder.

Testimonios como los recogidos por Terrence Des Press en su libro El superviviente describen cómo los agentes de las SS realizaban lo que él llamó “violaciones excrementicias”. Todo empezaba en los traslados a los campos, realizados en vagones de tren diseñados para transportar ganado, donde no había letrinas. La gente llegaba, después de días de viaje, manchada y maloliente. Ya en reclusión, la cantidad de retretes comunitarios (en algunos casos había una letrina por cada treinta mil prisioneros) era insuficiente y, por si fuera poco, sólo podían utilizarse en específicos momentos. Como todos solían caer enfermos y la diarrea se convertía en epidemia, las filas para entrar a los baños estaban inundadas con mierda que, en algunas ocasiones, podía llegar “hasta las rodillas”. La falta de papel higiénico obligaba a los prisioneros a usar jirones de su ropa para limpiarse. Y por las noches, debido al miedo que causaba salir de los dormitorios y ser balaceado por los guardias, muchos utilizaban sus escudillas para la sopa como bacinicas.

Descripciones como las anteriores, que seguramente vivieron en carne propia los padres de Norbert Elias, son el reverso, la antítesis, la oposición absoluta de los procesos civilizatorios descritos por el sociólogo. Ahí la paradoja que encuentra Gina Zabludovsky entre la vida y la obra. Contradicción que, en realidad, debe verse en las prácticas cotidianas de los propios nazis, quienes separados por una valla de la inmundicia a la que tenían confinados a sus prisioneros (recuérdese que los mismos nacionalsocialistas designaban al circuito de campos de concentración de Auschwitz-Birkenau como anus mundi: el ano del mundo), llevaban entre ellos una vida que podría considerarse el epítome de la civilización: regulada por hiperbólicas pautas de limpieza, orden y control de los cuerpos.

Al ejecutar las llamadas violaciones excrementicias, los nacionalsocialistas actuaban conscientemente por contraste para abrir una brecha dentro del concepto mismo de humanidad. Como dice Florian Werner en su libro La materia oscura. Historia cultural de la mierda, “esas formas de humillación no se debían en absoluto a una inclinación sádica de los cuerpos de guardia, sino que tenían una clara intencionalidad. Ante todo, debían provocar a los presos asco, repugnancia y vergüenza de sí mismos: debían quebrar su autoestima y apagar por completo, desde el barro, cualquier resquicio de sentimiento de solidaridad entre los reclusos […] Además, ensuciar sistemáticamente a los presos deshacía los escrúpulos de los vigilantes ante la matanza. […] Cuando los prisioneros eran privados del control sobre su higiene física y su evacuación, perdían, al menos ante los ojos de los vigilantes de las SS, su dignidad humana mientras durara el ensuciamiento”.

La segunda paradoja entre la vida y la obra de Elias podría verse, en realidad, como expresión de congruencia. Me refiero al hecho de que, siendo un investigador consagrado a los procesos sociales que han llevado a los individuos, a través de los siglos, a tener un mayor control emotivo y una restricción de sus impulsos físicos y afectivos, haya permanecido él mismo soltero durante toda su vida, hipotéticamente alejado del contacto corporal con otros. Esta consideración pisa el terreno frívolo de las especulaciones y podría desplomarse con facilidad porque no toma en cuenta un montón de posibilidades como la timidez extrema, la asexualidad, la construcción intencional de un personaje o el hecho de que su famosa soltería esconda la inherente dialéctica de los procesos civilizatorios: por un lado hacen que las personas, en público, se comporten adecuada y controladamente, usando los prescritos cubiertos en la mesa, evitando tocarse más allá de lo indispensable, cerrando bien la puerta del baño a la hora de ir cagar, evitando la promiscuidad, etc., y por otro lado generan y exigen un ámbito privado e íntimo donde suceda lo contrario, la creación de un mundo secreto e incivilizado donde –quién sabe, me divierte imaginarlo– tipos como Norbert Elias resultan, sin que se sepa, los putos amos de las orgías.

[2] Lo pienso dos veces y concluyo que el localizador no cumpliría su objetivo si antes no se soluciona un obstáculo fundamental: la materialidad de la mierda y su rápida fragmentación. Contrario, por ejemplo, a los delfines a los que se les implanta un chip para seguir sus traslados, la mierda comienza a deshacerse apenas desaparece del retrete y, por lo tanto, deja de funcionar como soporte. Cae por tuberías verticales, colisiona violentamente contra paredes y cuerpos de agua, navega por agitadas corrientes. Lo que en un principio era una mierda bien formada, se divide, se disuelve.

         Habría que inventar un sucedáneo con el mismo peso y tamaño. En su libro La mayor necesidad. Un paseo por las cloacas del mundo, la escritora inglesa Rose George relata, entre otras delirantes y verídicas historias escatológicas, los esfuerzos e investigaciones de Bill Gauley, un ingeniero hidráulico estadunidense que, en la década de 1990, inventó la mejor y más resistente mierda falsa.

El hecho se remonta a la promulgación en 1992 de la Ley de Política Energética, la cual obligaba a que, al cabo de dos años, los nuevos retretes usaran un máximo de seis litros de agua en sus descargas. La disposición, en apariencia fácil de cumplir, causó una aguda crisis en el mundo de los fabricantes de baños. Ninguna compañía era capaz de cumplirla y, durante casi una década, el público gabacho sufrió en sus casas las consecuencias: a menudo había retretes taponeados, la gente tenía que jalar dos o tres veces la cadena para desaparecer los excrementos, de manera que, paradoja, se gastaba ahora más agua.

Bill Gauley acudió a los laboratorios donde sus colegas ingenieros trabajaban en el diseño de los nuevos retretes de seis litros y vio la causa de los descalabros. Cuando llegaba la hora de hacer las pruebas, no usaban mierda ni nada que se le pareciera. Púdicamente, arrojaban esponjas de baño y, a veces, pelotas de golf. Gauley no podía creerlo: ¿desde cuándo los humanos cagan esponjas? Escribió una carta al directivo de American Standard explicándole las razones por las que sus prototipos eran fallidos, pero la respuesta que recibió fue hostil: “le aconsejamos que junte su propio dinero y haga los experimentos por su cuenta”.

El ingeniero hidráulico no se arredró. Por el contrario, adoptó la tarea como imperativo personal. Contactó a los agentes de la empresa japonesa TOTO (los nipones son líderes mundiales en el ramo de los excusados: su país es el único donde casi todas las casas cuentan con retretes automáticos equipados con calefacción, sonidos programados para tapar el ruido de las flatulencias y sistemas hidráulicos que lavan y secan el culo) porque sabía que ellos, en sus tiendas, hacen demostraciones a los clientes con una materia que llaman giji obutse, mierda falsa: una pasta de color marrón… La respuesta que recibió de TOTO fue igual de negativa, aunque más amable: lo sentían, pero los ingredientes de la giji obutse eran un secreto comercial que no podían revelarle.

Gauley, como un alquimista en busca de la piedra filosofal, probó y analizó la composición de diferentes materias hasta que dio con el miso, un preparado de semillas de soja que no por casualidad es japonés. Era perfecto: coincidía con la densidad de las heces humanas promedio. Ahora sólo había que evitar que se deshiciera. Compró condones sin lubricar y los llenó para imitar los excrementos más sólidos y difíciles de desaparecer mediante descargas de agua. Lo había logrado. Por fin podía realizar los cálculos hidráulicos con objetos adecuados.

El resultado de sus investigaciones los publicó en un documento titulado Pruebas de máximo rendimiento a modelos de inodoros populares, que de inmediato se catapultó hasta el nivel de la norma que todos los fabricantes de retretes norteamericanos debían seguir. El éxito fue tanto, que Gauley tuvo que contactar a un productor chino de miso para importar 250 kilos, mismos que embutió en preservativos y vendió como pan caliente.

Desde entonces, las fábricas de baños cuentan entre sus insumos no sólo con porcelana y acero, sino también soja y látex..