Cinco
siglos de soledad en nueve proyectos hidráulicos
Lo
repito: en ningún momento menciono mi pasado familiar, ni mis relaciones
amorosas o amistosas, ni mis manías o traumas. Y como no lo hago en el cuerpo
propiamente dicho del libro, me permito hacerlo aquí, en este espacio que escribo
a manera de prólogo y coloco al comienzo de estas páginas, como si de un rostro
o máscara se tratara, con la doble intención de darle personalidad a la obra y
de explicarme a mí mismo y al lector las razones, lejanas y a primera vista
extrañas, por las cuales decidí embarcarme en este proyecto.
Quien
no quiera asomarse a la caverna fibrosa y coagulada donde laten los motivos
ocultos del escritor, obvie el proemio y vaya sin intermediarios al primer
ensayo, que trata sobre la vida y obra de Enrico Martínez, matemático graduado
en París, cosmógrafo del rey, interprete del Santo Oficio, impresor, astrólogo
y encargado de la primera gran obra hidráulica encaminada a secar los lagos de
la Cuenca del Valle de México.
Quien
tenga curiosidad, sepa que el principal problema de mi vida es el miedo a
hablar. De él se deriva la mayoría de inconvenientes que, tergiversados,
mutados y oblicuos, atormentan, de un modo u otro, mi existencia. Obviamente,
no nací con tal condición; el entrono la produjo.
Cuando era pequeño, en mi
familia campeaba la creencia de que era sano e instructivo prohibir a los niños
la participación en las pláticas de los adultos. Recuerdo haber escuchado a mi
madre reprobar, con aspavientos jactanciosos, ejemplos contrarios, observados
en clanes externos.
Desconozco las
consecuencias que semejante ordenanza operó en la psique y la autoestima de mi
hermano, o en la de mis primos. Quizá la ignoraron. Recuerdo, de hecho, a uno
de ellos intervenir sin descanso en los cónclaves de mayores, valiéndole madres
la prohibición.
Es posible que, por subyugación
innata a los mandatos superyoicos o encarnizamiento azaroso de la ley familiar
sobre mi persona, únicamente yo, de entre todos los pequeños que me rodeaban, haya
elevado la censura al puesto de los traumas personales.
El recuerdo es incierto y,
aún más, puede tratarse de una ficción. Eran las vacaciones de navidad, yo
tenía nueve o diez años y quise participar en una charla presumiblemente seria que se llevaba a cabo en el comedor de la casa
del abuelo paterno. Entonces mi madre me silenció frente a todos, como queriendo dar
una lección. Dijo que yo no tenía nada que agregar a la conversación de
adultos. Que no sabía nada. Que permaneciera ahí, si así lo quería, pero no
hablara.
Petrificado, me mantuve de
pie y simulé prestar atención a lo que se decía –la plática, como es lógico, no
se detuvo por el incidente. Sin embargo, mis pensamientos habían caído ya en
las aguas del ridículo mientras el yate de la reunión se alejaba, primero con
lentitud soñolienta, luego con rapidez desconcertante, hacia el horizonte.
Desde entonces me encuentro
varado en un piélago de silencio. A veces, una embarcación pasa cerca y yo intento
platicar, pero entre el sonido de las olas y lo alto de la obra muerta de los
barcos, mi voz no es escuchada.
No comprendo a los
escritores lenguaraces. Si para ellos hablar no implica ninguna dificultad, la
literatura se vuelve exceso. En cambio yo la utilizo como única vía de
comunicación. Escribir para decir lo que en la vida cotidiana no puedo.
El recuerdo es incierto. Muy probablemente
ocurrió en casa de mi abuelo, en el Distrito Federal, talvez en navidad. Había
reunión: tíos, tías –sobre todo ellas–, primos, alguna amistad de siempre. El
escenario es importante. Casi veo las paredes de la sala recubiertas con madera,
las lámparas modestas y presuntuosas al mismo tiempo, la declaración de
principios de una familia que, habiendo asegurado un puesto en la clase media
apenas un par de décadas atrás, expresaba su pequeña posición en cada pieza del
parqué, cada silla abullonada de terciopelo rojo, cada postal comprada en un
viaje al extranjero y luego pegada, como collage, en la cantina. Lo cual me
impresionaba, pues mi familia nuclear, afincada en Mazatlán, era pobre: en la
sala de nuestra casa había, en lugar de sillones, sillas blancas de plástico,
no conocíamos el lujo de los cuadros adornando las paredes, los armarios era
desnudos tubos de fierro. La culpa era de mi padre: aunque es arquitecto
graduado, nunca triunfó. Pero la pobreza jamás se tradujo, para mí, en penuria.
Dentro de casa, mi madre no hacía valer la ley de la no intervención en
pláticas adultas...
Era hasta cierto punto natural que, en casa de su padre, rodeada de sus hermanas y alejada durante unos días de la pobreza de nuestra casa de Mazatlán, me callara.
Todo es natural.
***
Cinco siglos de soledad en nueve proyectos hidráulicos
Un mundo de ciudades replicantes. Como en
la novela de Philip K. Dick, pero en lugar de seres humanos falsos, urbes recién
hechas funcionando con recuerdos de metrópolis ajenas. Fingiendo tener historia
propia, inconvenientes causados por malas decisiones del pasado, privilegios
forjados por un paciente acomodo con el entorno. Como en esa suposición de
Russel que Borges citaba cada tanto: “el planeta ha sido creado hace pocos
minutos, provisto de una humanidad que ‘recuerda’ un pasado ilusorio”.
Dado
que vivo en la Ciudad de México, lugar que se sostiene con estructuras
peligrosas y descabelladas, sitio que para no morir de sed ni ahogarse en sus
propios detritus desafía olímpicamente los más elementales principios de
economía, esa posibilidad me da náuseas, como cuando uno se enferma del
estómago y prueba de nuevo lo que le hizo mal: un asco reflejo.
¿A qué clase de arquitecto
enloquecido se le ocurriría crear el infierno desde cero? ¿Qué tipo de
instrucciones se deberían seguir para llegar a este resultado? ¿Con qué clase
de prosa abstrusa, barroca y necia estaría redactado ese proyecto?
En
primer lugar, recorrer el mundo en busca de un sitio con semejantes condiciones
geográficas. Lagos de altura rodeados de
montañas almenadas de bosques.
El
temor no es injustificado. Si bien la ciudad no se ha construido ex nihilo obedeciendo una ordenanza autoritaria,
sí se eligieron conscientemente ciertos caminos por encima de otros. A lo largo
de cinco siglos de vida urbana occidental –desde la caída de Tenochtitlan y la
fundación de la capital del virreinato de Nueva España–, la ciudad ha sido
construida con base en criterios que dejaron fuera alternativas no
experimentadas, futuros desconocidos que dejan en el aire, escrita con letras
de humo, una nostálgica certeza: este lugar pudo ser diferente. Como pasa en
Fedora, una de las ciudades invisibles de Italo Calvino.
En Fedora existe un museo
que resguarda modelos con las formas que la ciudad hubiera podido llegar a
tener si no fuese como es en la actualidad. Maquetas de proyectos que los
habitantes hicieron alguna vez con la intención de transformar su patria en un
lugar ideal, pero que se volvieron irrealizables porque, mientras ellos preparaban
los modelos, Fedora se transformaba y ya se había transformado y lo que hasta
hace unos momentos había sido posible futuro no pasaba de ser un simple
juguete. Al museo de las posibilidades truncas de Fedora, dice Calvino, llega
cada uno de sus habitantes y “escoge la ciudad que corresponde a sus deseos, la
contempla imaginando que se refleja en el estanque de las medusas que debía recoger
las aguas del canal (si no lo hubiesen secado), que recorre subido a lo alto
del baldaquín la avenida reservada a los elefantes (ahora proscritos de la
ciudad), que se desliza a lo largo de la espiral del minarete de caracol (que
no volvió a encontrar la base desde donde se levantaría)”.
De
la Ciudad de México yo escogería el modelo ideado por Adrian Boot, ingeniero
holandés contratado en 1613 por Felipe III con el propósito de viajar a México
a supervisar las obras del desagüe que dirigía, desde 1607, Enrico Martínez,
cosmógrafo y matemático. Martínez había sido comisionado por el virrey Luis de
Velasco II para solucionar las inundaciones que constantemente amenazaban la
existencia de la capital de la Nueva España, ciudad ubicada en el centro de un
inmenso sistema lacustre. Su propuesta fue construir un desagüe para secar los
lagos de la Cuenca del Valle de México y así eliminar por completo los estragos
hidráulicos. Sin embargo, los trabajos que dirigía se complicaron más de lo
previsto y, para evitar complicaciones mayores, fue necesario traer a un perito
externo. Así llegó Boot, quien el 17 de noviembre de 1614 visitó las obras que
Martínez realizaba en Nochistongo, a las que descalificó (“No valen nada”, dijo)
por considerarlas onerosas y plagadas de defectos técnicos. Poco después,
presentó su propio proyecto urbanístico, notablemente influenciado por las
obras que en aquellos años se realizaban en Ámsterdam: el impresionante sistema
de canales en forma de abanico que todavía hoy le hacen merecer a esa ciudad el
título de “Venecia del Norte”.
Los
documentos de la propuesta de Boot se perdieron (quizá algún día los
historiadores los rescaten de algún archivo histórico), pero por distintas
fuentes se sabe que consistían en varias medidas cuya finalidad era conservar
el entorno acuático, evitar el hundimiento del terreno y salvar los edificios.
Para ello, planeó construir un sistema de pólderes, un dique alrededor de la
ciudad semejante al que Nezahualcóyotl realizó en su tiempo, levantar calzadas,
abrir canales de mampostería que sirvieran para la navegación urbana, esclusas,
compuertas y traer máquinas (bombas hidráulicas accionadas con molinos de
viento) como las que se usaban en Holanda para expulsar el líquido sobrante y
utilizarlo en la irrigación de huertos. De esa mañanera, afirmaba, la Ciudad de
México sería “maestre y señora del agua”.
Al
final, la propuesta de Boot no se realizó. Pese a tropezar mil veces y heredar
las dificultades a los siglos venideros, el paradigma inaugurado por Enrico
Martínez, consistente en drenar el agua y ganar terreno seco para la ciudad,
fue el vencedor. Así se perdió la oportunidad de crear un entorno urbano en
armonía con el ambiente natural, hecho que redundó, poco a poco, en el horror
que hoy se vivecon el horror que hoy
rige a esta urbe: tormentas de polvo, hundimientos por excesiva extracción de
agua del subsuelo, contaminación del aire, muerte paulatina del ecosistema
lacustre, aniquilamiento ecológico de regiones vecinas desde donde ahora se
trae agua para consumo humano.
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