viernes, 21 de septiembre de 2018

Miedo a hablar



Cinco siglos de soledad en nueve proyectos hidráulicos

Los nueve textos que componen este libro huyen de las temáticas personales. Si acaso hablo de mí, es como sujeto ensayístico frente a una realidad ­–aspectos particulares de la historia hidráulica del Valle de México– que intento comprender, eso sí, de una forma absolutamente personal, no como lo haría un historiador, sino como literato: haciendo uso de juegos librescos, impresiones derivadas de visitas a lugares, soluciones imaginarias respecto a circunstancias y personajes verdaderos, opiniones de aficionado, expresiones de maravilla ante la inverosimilitud de la historia que intento narrar. Ni cuaderno de notas ni diario personal, sólo textos que intentan explicar pequeñas facetas del mundo o, mejor dicho, de la historia y realidad de la Ciudad de México.
            Lo repito: en ningún momento menciono mi pasado familiar, ni mis relaciones amorosas o amistosas, ni mis manías o traumas. Y como no lo hago en el cuerpo propiamente dicho del libro, me permito hacerlo aquí, en este espacio que escribo a manera de prólogo y coloco al comienzo de estas páginas, como si de un rostro o máscara se tratara, con la doble intención de darle personalidad a la obra y de explicarme a mí mismo y al lector las razones, lejanas y a primera vista extrañas, por las cuales decidí embarcarme en este proyecto.
            Quien no quiera asomarse a la caverna fibrosa y coagulada donde laten los motivos ocultos del escritor, obvie el proemio y vaya sin intermediarios al primer ensayo, que trata sobre la vida y obra de Enrico Martínez, matemático graduado en París, cosmógrafo del rey, interprete del Santo Oficio, impresor, astrólogo y encargado de la primera gran obra hidráulica encaminada a secar los lagos de la Cuenca del Valle de México.
            Quien tenga curiosidad, sepa que el principal problema de mi vida es el miedo a hablar. De él se deriva la mayoría de inconvenientes que, tergiversados, mutados y oblicuos, atormentan, de un modo u otro, mi existencia. Obviamente, no nací con tal condición; el entrono la produjo.
Cuando era pequeño, en mi familia campeaba la creencia de que era sano e instructivo prohibir a los niños la participación en las pláticas de los adultos. Recuerdo haber escuchado a mi madre reprobar, con aspavientos jactanciosos, ejemplos contrarios, observados en clanes externos.
Desconozco las consecuencias que semejante ordenanza operó en la psique y la autoestima de mi hermano, o en la de mis primos. Quizá la ignoraron. Recuerdo, de hecho, a uno de ellos intervenir sin descanso en los cónclaves de mayores, valiéndole madres la prohibición.
Es posible que, por subyugación innata a los mandatos superyoicos o encarnizamiento azaroso de la ley familiar sobre mi persona, únicamente yo, de entre todos los pequeños que me rodeaban, haya elevado la censura al puesto de los traumas personales.
El recuerdo es incierto y, aún más, puede tratarse de una ficción. Eran las vacaciones de navidad, yo tenía nueve o diez años y quise participar en una charla presumiblemente seria  que se llevaba a cabo en el comedor de la casa del abuelo paterno. Entonces mi madre me silenció frente a todos, como queriendo dar una lección. Dijo que yo no tenía nada que agregar a la conversación de adultos. Que no sabía nada. Que permaneciera ahí, si así lo quería, pero no hablara.
Petrificado, me mantuve de pie y simulé prestar atención a lo que se decía –la plática, como es lógico, no se detuvo por el incidente. Sin embargo, mis pensamientos habían caído ya en las aguas del ridículo mientras el yate de la reunión se alejaba, primero con lentitud soñolienta, luego con rapidez desconcertante, hacia el horizonte.
Desde entonces me encuentro varado en un piélago de silencio. A veces, una embarcación pasa cerca y yo intento platicar, pero entre el sonido de las olas y lo alto de la obra muerta de los barcos, mi voz no es escuchada. 
No comprendo a los escritores lenguaraces. Si para ellos hablar no implica ninguna dificultad, la literatura se vuelve exceso. En cambio yo la utilizo como única vía de comunicación. Escribir para decir lo que en la vida cotidiana no puedo.

El recuerdo es incierto. Muy probablemente ocurrió en casa de mi abuelo, en el Distrito Federal, talvez en navidad. Había reunión: tíos, tías –sobre todo ellas–, primos, alguna amistad de siempre. El escenario es importante. Casi veo las paredes de la sala recubiertas con madera, las lámparas modestas y presuntuosas al mismo tiempo, la declaración de principios de una familia que, habiendo asegurado un puesto en la clase media apenas un par de décadas atrás, expresaba su pequeña posición en cada pieza del parqué, cada silla abullonada de terciopelo rojo, cada postal comprada en un viaje al extranjero y luego pegada, como collage, en la cantina. Lo cual me impresionaba, pues mi familia nuclear, afincada en Mazatlán, era pobre: en la sala de nuestra casa había, en lugar de sillones, sillas blancas de plástico, no conocíamos el lujo de los cuadros adornando las paredes, los armarios era desnudos tubos de fierro. La culpa era de mi padre: aunque es arquitecto graduado, nunca triunfó. Pero la pobreza jamás se tradujo, para mí, en penuria. Dentro de casa, mi madre no hacía valer la ley de la no intervención en pláticas adultas...


Era hasta cierto punto natural que, en casa de su padre, rodeada de sus hermanas y alejada durante unos días de la pobreza de nuestra casa de Mazatlán, me callara.

Todo es natural.


***

Cinco siglos de soledad en nueve proyectos hidráulicos

Un mundo de ciudades replicantes. Como en la novela de Philip K. Dick, pero en lugar de seres humanos falsos, urbes recién hechas funcionando con recuerdos de metrópolis ajenas. Fingiendo tener historia propia, inconvenientes causados por malas decisiones del pasado, privilegios forjados por un paciente acomodo con el entorno. Como en esa suposición de Russel que Borges citaba cada tanto: “el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que ‘recuerda’ un pasado ilusorio”.
            Dado que vivo en la Ciudad de México, lugar que se sostiene con estructuras peligrosas y descabelladas, sitio que para no morir de sed ni ahogarse en sus propios detritus desafía olímpicamente los más elementales principios de economía, esa posibilidad me da náuseas, como cuando uno se enferma del estómago y prueba de nuevo lo que le hizo mal: un asco reflejo.
¿A qué clase de arquitecto enloquecido se le ocurriría crear el infierno desde cero? ¿Qué tipo de instrucciones se deberían seguir para llegar a este resultado? ¿Con qué clase de prosa abstrusa, barroca y necia estaría redactado ese proyecto?
            En primer lugar, recorrer el mundo en busca de un sitio con semejantes condiciones geográficas.  Lagos de altura rodeados de montañas almenadas de bosques.
            El temor no es injustificado. Si bien la ciudad no se ha construido ex nihilo obedeciendo una ordenanza autoritaria, sí se eligieron conscientemente ciertos caminos por encima de otros. A lo largo de cinco siglos de vida urbana occidental –desde la caída de Tenochtitlan y la fundación de la capital del virreinato de Nueva España–, la ciudad ha sido construida con base en criterios que dejaron fuera alternativas no experimentadas, futuros desconocidos que dejan en el aire, escrita con letras de humo, una nostálgica certeza: este lugar pudo ser diferente. Como pasa en Fedora, una de las ciudades invisibles de Italo Calvino.
En Fedora existe un museo que resguarda modelos con las formas que la ciudad hubiera podido llegar a tener si no fuese como es en la actualidad. Maquetas de proyectos que los habitantes hicieron alguna vez con la intención de transformar su patria en un lugar ideal, pero que se volvieron irrealizables porque, mientras ellos preparaban los modelos, Fedora se transformaba y ya se había transformado y lo que hasta hace unos momentos había sido posible futuro no pasaba de ser un simple juguete. Al museo de las posibilidades truncas de Fedora, dice Calvino, llega cada uno de sus habitantes y “escoge la ciudad que corresponde a sus deseos, la contempla imaginando que se refleja en el estanque de las medusas que debía recoger las aguas del canal (si no lo hubiesen secado), que recorre subido a lo alto del baldaquín la avenida reservada a los elefantes (ahora proscritos de la ciudad), que se desliza a lo largo de la espiral del minarete de caracol (que no volvió a encontrar la base desde donde se levantaría)”.
            De la Ciudad de México yo escogería el modelo ideado por Adrian Boot, ingeniero holandés contratado en 1613 por Felipe III con el propósito de viajar a México a supervisar las obras del desagüe que dirigía, desde 1607, Enrico Martínez, cosmógrafo y matemático. Martínez había sido comisionado por el virrey Luis de Velasco II para solucionar las inundaciones que constantemente amenazaban la existencia de la capital de la Nueva España, ciudad ubicada en el centro de un inmenso sistema lacustre. Su propuesta fue construir un desagüe para secar los lagos de la Cuenca del Valle de México y así eliminar por completo los estragos hidráulicos. Sin embargo, los trabajos que dirigía se complicaron más de lo previsto y, para evitar complicaciones mayores, fue necesario traer a un perito externo. Así llegó Boot, quien el 17 de noviembre de 1614 visitó las obras que Martínez realizaba en Nochistongo, a las que descalificó (“No valen nada”, dijo) por considerarlas onerosas y plagadas de defectos técnicos. Poco después, presentó su propio proyecto urbanístico, notablemente influenciado por las obras que en aquellos años se realizaban en Ámsterdam: el impresionante sistema de canales en forma de abanico que todavía hoy le hacen merecer a esa ciudad el título de “Venecia del Norte”.  
            Los documentos de la propuesta de Boot se perdieron (quizá algún día los historiadores los rescaten de algún archivo histórico), pero por distintas fuentes se sabe que consistían en varias medidas cuya finalidad era conservar el entorno acuático, evitar el hundimiento del terreno y salvar los edificios. Para ello, planeó construir un sistema de pólderes, un dique alrededor de la ciudad semejante al que Nezahualcóyotl realizó en su tiempo, levantar calzadas, abrir canales de mampostería que sirvieran para la navegación urbana, esclusas, compuertas y traer máquinas (bombas hidráulicas accionadas con molinos de viento) como las que se usaban en Holanda para expulsar el líquido sobrante y utilizarlo en la irrigación de huertos. De esa mañanera, afirmaba, la Ciudad de México sería “maestre y señora del agua”.   
            Al final, la propuesta de Boot no se realizó. Pese a tropezar mil veces y heredar las dificultades a los siglos venideros, el paradigma inaugurado por Enrico Martínez, consistente en drenar el agua y ganar terreno seco para la ciudad, fue el vencedor. Así se perdió la oportunidad de crear un entorno urbano en armonía con el ambiente natural, hecho que redundó, poco a poco, en el horror que hoy se vivecon  el horror que hoy rige a esta urbe: tormentas de polvo, hundimientos por excesiva extracción de agua del subsuelo, contaminación del aire, muerte paulatina del ecosistema lacustre, aniquilamiento ecológico de regiones vecinas desde donde ahora se trae agua para consumo humano.  




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