martes, 5 de junio de 2012

Un ciudadano amargado

A un mes de las elecciones presidenciales en México, yo sólo puedo decir que todos me caen gordos y que no amo a mi patria. Sin embargo, las miasmas de la democracia son sólo una circunstancia; el odio es intemporal. "No se ha exagerado el valor de la bilis, y nada conserva tanto como un cocimiento de misantropía", dijo William Hazlitt.

Esto es lo que opino:


No es que la busque ahí, pero salgo a la calle y no encuentro dignidad. La fealdad y la mentira me rodean. En los postes, la televisión, las estaciones de radio, los anuncios, las pláticas informales: por todos lados asoma y asecha la misma enfermedad: la vulgaridad de la repetición. Estoy cansado de lo que veo y escucho. Para cualquier persona inteligente los costosos intentos de persuasión son un insulto. Me siento como si estuviera en una sala de espera donde todo me resultara inquietantemente falso, como si los sillones, las paredes y los cuadros fueran parte de una escenografía cuya finalidad es ocultar la cárcel mal decorada que hay abajo. ¿Qué los orilló a pensar que quería ver sus rostros sonrientes y amplificados cada diez pasos que doy? Me causan algo que no sería exagerado calificar como repugnancia o enfermedad. Su presencia reiterada, o el significado de esa presencia reiterada, ha hecho que esta sentencia del gran Baudelaire sea hoy más que nunca verdadera: “Todos llevamos el espíritu republicano en la sangre como tenemos la sífilis en los huesos; estamos infectados democráticamente y sifilíticamente”. La enfermedad ciudadana parece incurable.


De estas cosas que me molestan, la que menos soporto es la facilidad con que todos manifiestan su buen corazón, su proceder benéfico y desinteresado. Cada uno es mejor que el otro. Es un fenómeno generalizado en el que los que más se ufanan de pertenecer al lado maniqueo del bien son en realidad los torvos y perversos. Me pregunto si quienes tienen acceso a los medios para difundir su propia bondad y la de sus clanes están convencidos de las palabras que dicen. “No es nunca excusable ser malvado, pero hay cierto mérito en saber que se es; y el más irreparable de los vicios es hacer mal por tontería”, escribió Baudelaire. Prefiero a un cínico que a un mustio, pero no soporto a quien se cree único dueño del bien. Debo decir, si quiero ser más preciso en la denuncia de mis malestares, que de las buenas intenciones propagadas a los cuatro vientos por esas personalidades que han invadido y saturado la vida cotidiana hasta producir en mí el mayor de los hartazgos, la que más me repugna, la que más desencadena en mí una burla desencajada es la sospechosa preocupación por esa entelequia llamada “el bienestar nacional”. No dudo que esos rostros (y lo que hay detrás de ellos: grupos, asociaciones, negocios, pactos, dinero…) amen a este país. Lo aman y compiten por cuidarlo. Su interés, compromiso y cariño son proporcionales a las utilidades que calculan obtener en su administración. El amor es poder. Y desde donde me encuentro parece que la mayoría de ellos tienen el poder para arruinarnos.

¿No sería más digno confesar de una vez por todas la mala leche? Es mejor, para reivindicar el verdadero amor, decir, como lo hizo José Emilio Pacheco en su ya clásico y muchas veces citado poema “Alta traición”: “No amo mi patria. /Su fulgor abstracto /es inasible”. ¿Cómo amar a este país? Un país que en su mayor parte está lleno de pobreza, de ignorancia, de corrupción, de violencia. Un país deforestado, sin agua, contaminado hasta el último cabello. No es vergonzoso odiar: “Dicen que Dios odiaba en acto, /que se odiaba con la fuerza /de los infinitos leones azules /del cosmos; /que se odiaba /para existir”, escribió Eduardo Lizalde.

Yo odio, por dar un ejemplo, la fealdad desconcertante de las ciudades mexicanas. ¿Hay cosa más horripilante y siniestra que los suburbios de este país (Chimalhuacán, las afueras de Tijuana, la zona cercana a los esteros de Mazatlán…)? Me refiero al paisaje. Al recordar la queja que hace Thomas Bernhard acerca de Salzburgo, una de las ciudades más hermosas del mundo (“la arquitectura salzburguesa, que en esas condiciones produce unos efectos cada vez más devastadores en la constitución de las personas”), no me imagino siquiera los efectos negativos que pueden provocar el urbanismo improvisado y las construcciones que dominan la vista cuando uno recorre esas feas extensiones urbanas que menciono.

Cualquiera puede pensar que soy un adinerado que, desde su residencia de lujo, odia los lugares feos. Nada más alejado de la realidad. Lo digo sin orgullo: no tengo dinero y odio mi pobreza casi en la misma medida que odiaría la riqueza si la tuviera. Los que cultivan el odio cosechan la clarividencia. Se necesita estar ciego para amar el parque de la esquina en su condición actual de basurero sin árboles. ¿Soy una mala persona por aborrecer las ratas que veo por las noches en el edificio donde vivo?  ¿Por qué negar que nuestra colonia, pueblo, ciudad o país no es tan bello ni grande como nos han hecho pensar? En la vida pública mexicana hace falta una personalidad como la de Bernhard que diga  de México, como él lo hizo de su ciudad austriaca, que “La belleza de ese lugar y de ese paisaje, de la que habla todo el mundo, y de hecho continuamente y siempre sólo de la forma más irreflexiva, es precisamente ese elemento mortal en ese suelo de muerte”. El problema es la chabacanería: se vive mal y se muestra siempre una sonrisa. Si la relación de amor ciego que se tiene con el país es la misma que se practica en la vida privada amorosa, quiere decir que somos como esos ridículos amantes cursis que de pronto se preguntan por qué han sido engañados. En verdad felicito a los que aman su patria: templanza y misericordia para ellos. Yo me quedo con lo que, en el ámbito literario, Geney Beltrán Félix dijo: “México, hoy lo sabemos, es eso: una ficción pétrea, malograda, inútil. Olvidable”.

***

Releo lo que he escrito y me inquieta haber concentrado mi ataque en este pobre país. Que nadie piense que no agradezco dos cosas: el poseer una nacionalidad y, sobre todo, el tener la lúcida libertad para renegar de ella. De México puedo decir, parafraseando a Bernhard, que “todo lo que hay en mi interior (y en mi exterior) viene de él, y yo y el país somos una relación  perpetua, inseparable, aunque también horrible”. Quien no aborrece algo, está muerto. Dijo Eduardo Lizalde: “El odio es la sola prueba indudable /de existencia”, “Nacen del odio, mundos, /óleos perfectísimos, revoluciones, /tabacos excelentes”. En un hombre sin odio “queda –diría Borges- la central e incurable futilidad de todo ser humano”. Es comprensible, pues, que yo salga a la calle y me enoje y maldiga al ver y escuchar tantas promesas extravagantes, tantos engaños. Es comprensible que no me guste mi país.  Es comprensible que, como yo, existan en el mundo cientos, miles, millones de ciudadanos amargados. Nada es más torpe que un individuo optimista y crédulo.

viernes, 1 de junio de 2012

Jornada antilaboral

¿Qué provecho  tiene el hombre de todo su trabajo
con que se afana  debajo del sol?
Eclesiastés 1: 3


SEIS AM. Odio despertarme temprano por obligación. Asocio las mañanas con el mundo laboral. Por eso evito salir de mi casa temprano si no es para sacar a pasear a mi perro. Bostezo. Encuentro en el verbo “madrugar” ciertos aspectos de canibalismo que me desagradan: la expresión mexicana “madrugar a los enemigos” significa asesinarlos. Deberíamos quedarnos en la cama. Afuera la ciudad es la arena donde miles de trabajadores luchan por obtener un lugar en el transporte público. Las calles se congestionan por los automóviles. El reloj avanza. Esta hora del día es la más propicia para los atropellos y atropellados (una semana trabajé muy temprano vendiendo jugos en la esquina de un eje vial, y diario fui testigo de un par de choques violentos causados por la neurosis y la prisa de los conductores asalariados que temen las reprimendas de sus jefes). OCHO AM. Decido levantarme, poner agua para café. En estos momentos muchas personas ya están en la oficina. Regreso a la cama con el café humeante y aprovecho una o dos horas para leer con tranquilidad cosas entretenidas y breves. Que los demás trabajen.


 MEDIODÍA. El reloj, como ahora, marcaba las doce cuando terminé, acostado, hace algunos meses, el libro de cuentos titulado El clan de los insomnes (2004), de Vivian Abenshushan. Me encantó, aunque lamenté haber leído matutinamente esas narraciones nocturnas. El sabor que me dejó fue tan bueno, que decidí buscar otras creaciones de la autora. Recordé que había visto un pequeño texto suyo en la antología El hacha puesta en la raíz. Se trata de un ensayo que me cautivó desde su título: “Mate a su jefe: renuncie (argumentos contra la nueva esclavitud del dinero)”. Aquí sus ideas son atrevidas, sabias y, sobre todo, evidentes como una verdad que siempre ha estado ahí pero que nadie se atreve a ver: “¿Siente usted que trabaja cada vez más y tiene cada vez menos (tiempo, dinero, deseo, ímpetu)? […] ¿Desea abandonar su empleo pero teme dar un salto al vacío o quedarse sin jubilación? […]¿Qué puede hacer?”. La respuesta que da es la del título del ensayo: “Mate a su jefe: renuncie...”. El lector levanta la vista de la hoja y se entusiasma, se arma de valor, sin embargo, no puede dejar de manifestar inmediatamente ciertos reparos: la vida no es así de fácil, no se pueden abandonar los deberes así nada más, al menos no en apariencia. Vivian lo sabe, se nota que lo ha meditado mucho, se ha documentado y por eso sus opiniones son contundentes y sus conclusiones no presentan ni un asomo de duda: el tipo de trabajo que ocupa a la mayoría de la población es injusto, explotador, mal pagado, vil. La frase de Raoul Vaneigem que utiliza como epígrafe es elocuente: “La riqueza de la supervivencia implica la pauperización de la vida”, es decir, el esfuerzo que se requiere para obtener los medios económicos para vivir en la sociedad actual es altísimo y “pauperiza” la felicidad, el recreo y el descanso de las personas. A la gente que trabaja ocho horas o más durante cinco, seis o siete días a la semana no le falta la comida ni el vestido (se supone), pero ¿disfrutan realmente sus ganancias?, ¿están satisfechos o resignados? Lo más seguro es que llegan a sus casas tan cansados que no tienen ganas de aprovechar lo que han obtenido. Por lo general se piensa que si uno trabaja podrá comprar cosas, divertirse, ser feliz, garantizarse una buena salud; no obstante, la experiencia demuestra día con día lo contrario.

CUATRO PM. Para muchos la hora de comida ya terminó: deben regresar a sus puestos de labor. Yo me demoro largo tiempo frente a mi plato de sopa. No tengo prisa. Veo el calendario que tengo enfrente. Pienso: el primer día de mayo está consagrado, según las efemérides oficiales, al Trabajo. No deja de ser irónico que uno de los movimientos sociales de protesta más importantes del siglo XX haya sido precisamente el Mayo del 68 francés, y que los manifestantes que participaron hayan preferido, más que otra, la frase “NO TRABAJE NUNCA” escrita en las paredes de París como una “crítica extrema”, dice Abenshushan, “hacia el carácter insaciable de la economía de mercado, donde la productividad es la esclavitud bajo la apariencia de una dicha pasajera”.

CINCO Y MEDIA PM. Salgo a dar un paseo por el parque. Quisiera comprar una revista, pero no tengo dinero. No importa: mañana iré a la biblioteca y leeré el nuevo número que ando buscando. Una mujer se acerca para venderme un cachito de lotería. “Muchas gracias, no”, le respondo. Al menos que uno se saque el premio gordo, en un punto de la vida se tiene que elegir una carrera laboral. El problema es que cada vez resulta más difícil encontrar un trabajo que ofrezca seguridad social y prestaciones legales. Estamos en la época del free lance, de los contratos por meses, de la incertidumbre total. Por eso, cuando la necesidad apremia, muchas personas aceptan realizar tareas inverosímiles para obtener un poco de dinero. El libro de cuentos Oficios ejemplares (2010), de Paola Tinoco, es un compendio de ficciones basadas, según su autora, en casos reales de trabajos raros. “Buzo de cementerio”, por ejemplo, fue una de las historias que más me llamó la atención. Se trata de la ocupación de Nicolás, el hombre que, protegido por un traje extravagante y por una escafandra de buzo, tiene el deber de buscar en la fosa común de un cementerio, entre más de cien cuerpos, a los cadáveres que yacen ahí por equivocación. Otro de los cuentos es “Cenicienta humillada”, que narra el curioso oficio de la joven Gabriela, a quien un hombre mayor la contrata para que lo acompañe a fiestas elegantes en las que ella, a media noche, se deja insultar frente a todos los invitados: “-Le pagaría mil pesos si se dejara insultar en público[…] A mi edad resulta más excitante la idea de insultar a una bella mujer que hacerle el amor”. Ella acepta porque necesita el dinero… 

SIETE PM. Mientras el sol se oculta entre los árboles, no resulta difícil ver, en una tonalidad crepuscular, cómo el parque se llena de jóvenes. La mayoría, me imagino, están desempleados, y como algunos no encuentran un trabajo que no sea mal pagado, piensan en actividades ilícitas que garanticen más dinero en menos tiempo. Vender mota, asaltar a alguien, perpetrar un secuestro, darle un balazo a alguien que sale de su casa a las ocho… Quizá tengan en mente el espíritu de aquella frase de Walter Benjamin que dice: “La de criminal es claramente una carrera más, como las otras”. Lo que seguramente no contemplan es que, si toman la decisión de involucrarse en algo que tenga que ver con la mafia, su carrera no puede ser muy larga porque la muerte casi nunca lo permite.

NUEVE PM. La noche cayó por completo. Veo a los trabajadores agotados llegar a sus casas y tumbarse frente al televisor a descansar. La programación, cuando no está monopolizada por telenovelas espeluznantes y tontas, es interrumpida por los bombardeos de los anuncios publicitarios. La verdad es que uno quisiera poder comprar todas esas cosas: automóviles, licores caros, viajes, ropa… Lo triste es que para adquirirlas se necesita mucho dinero, más del que la gente común gana. ¿Qué hacer? Supongo que hay dos opciones. La primera es pasiva y se basa en la esperanza: trabajar toda la vida deseando algún día ganar más del salario mínimo, como sucede en El arte y la manera de abordar a su jefe para pedirle un aumento, novela genial, divertida y exagerada de Georges Perec, cuya trama es el inventario de todas las posibilidades que un empleado debe tener en cuenta para lograr un aumento de sueldo. La segunda opción requiere fuertes dosis de insumisión y valentía comunitaria: es la que cuenta Abenshushan acerca de unos trabajadores italianos llamados Il Desobbedienti que, cansados de padecer la tragedia de trabajar sin poder comprar lo que quieren, decidieron “hacer su primer acto masivo de shopsurfing”: entraron trescientos de ellos a un supermercado y llenaron los carritos con los artículos más caros, se dirigieron en bola a las cajas y al unísono exigieron: “¡Setenta por ciento menos o de lo contrario –gritaban- nos vamos de aquí sin pagar!”. Como no les hicieron caso, se fueron sin pagar. “Más tarde el tropel se dirigió a una librería para repetir la acción y negociar una rebaja en libros y cidís”. El shopsurfing es una reacción ante el hecho infame de que los trabajadores se parten el lomo para adquirir productos que los empresarios millonarios venden a un precio que sobrepasa por mucho su valor verdadero.

MEDIANOCHE. Me gusta navegar por internet a esta hora. Uno de los sitios que frecuento es el blog: desokupados.blogspot.com, donde se manifiestan más opiniones en contra de la esclavitud moderna del trabajo. Lo recomiendo ampliamente. Antes de dormir leo ahí la siguiente frase que me dará las fuerzas necesarias para resistir mañana un día más sin empleo: “Tal vez si un día todos renunciamos, el mundo se dirija finalmente por una ruta distinta a la de la sobreproducción, el vacío, la servidumbre, el consumo histérico, las élites supermillonarias, las mayorías empobrecidas, la desaparición de la clase media, el embrutecimiento y el calentamiento global”. Estoy tranquilo. Cierro los ojos, satisfecho de no haber hecho nada en el día, contento por haber contribuido al mundo con un poco de saludable pereza. ¡Buenas noches, que descansen!


(Publicado en mayo del 2012 en: http://www.vicamswitch.com/hemeroteca/ )

domingo, 20 de mayo de 2012

Caminata enamorada

Para B.

El salir de paseo en soledad es un tópico que a menudo se esgrime en la virulenta controversia generada en torno al tema de la caminata; muchos e ilustres son sus partidarios. Quizá el primero de ellos fue William Hazlitt quien, en la primera línea de su conocido ensayo “Dar un paseo”, es categórico al respecto: “Una de las cosas más placenteras del mundo es irse de paseo, pero a mí me gusta ir solo”.

Yo, sin embargo, estoy en desacuerdo con él y con toda esa legión de paseantes que necesitan de la soledad para admirar la belleza del ir sin rumbo. Creo que la más placentera manera de caminar es en compañía de alguien, pero no sólo eso, sino en estado de enamoramiento o coqueteo. ¿Existe cosa igual de bella que caminar con una muchacha que a uno le gusta y, de pronto, en el cruce de una avenida inundada por el sol o en un callejón de ventanas con macetas y delante del nicho de un santo de advocación misteriosa, apretarle por primera vez las nalgas?


Esta cursilería aparente puede granjearme detractores, a los que opongo un argumento irrebatible que demuestra que lo que digo no es una apología sentimental de los paseos de noviazgo: estar enamorado es un acto imposible, un verbo perfectivo, una caminata fugaz por alamedas de ensueño, “la exaltación espectacular de lo que surge y desaparece con la arrogante velocidad del relámpago de la insolencia”.

No intento proclamar, pues, a la caminata enamorada como la más conveniente y práctica, sino todo lo contrario: denuncio aquí su espejismo y, por esa misma virtud, su inmensa belleza, su inherente superioridad. Dado que depende de un estado de ánimo extremadamente frágil, de un juego de egos en vilo, esta modalidad de la caminata es la más engañosa e imprevisible de todas. Con frecuencia los paseantes que la practican son llevados de plazas y jardines céntricos a suburbios borrosos, a fronteras inimaginables y siempre concomitantes con la inexistencia. La ciudad recorrida por los enamorados que caminan es compleja, hermosa y presenta diversos problemas.

El primero se deriva de la más elemental definición del paseo: internarse en el ambiente. Fernando Pessoa, en un extraño párrafo del extraño Libro del desasosiego, dice que no cree en el paisaje y no porque éste sea en realidad, como afirman algunos poetas, “un estado del alma”, sino porque simplemente no cree en él. ¿Cómo no creer en algo tan evidente? La cuestión parece centrarse en el grado de confiabilidad de la percepción cuando caminamos, cosa que si uno se pone a analizar en el contexto de las caminatas enamoradas resulta de una mendacidad desconcertante. Nadie puede negar que cuando se camina del brazo de la persona que a uno lo vuelve loco, las calles cotidianas, los muros consuetudinarios y las grietas del pavimento mil veces holladas son percibidos de manera distinta, como si ascendieran a una dimensión superior que mucho tiene que ver con las nubes, las cortinas, los cambios de luz y la meteorología de primavera. Se trata, en efecto, de estados alterados del corazón que se traducen en paisajes nuevos, falaces, lisonjeros. Lo curioso es su carácter subliminal: casi nunca nos damos cuenta de su cambio. Caminamos rozándonos los codos, un silencio preciso, la mirada de ambos detenida en el rostro de un niño: sonreímos, la calle ennoblecida, el mecimiento compendioso de los árboles es veladamente nuevo: ganas de voltear aquel verso de César Vallejo y decir: “Hoy me gusta la vida mucho más”, porque, sin saberlo del todo, estamos en otra ciudad ligeramente más bonita que la que habitamos todos los días, otra ciudad cuya principal característica es la falsedad y de la que racionalmente nos resulta difícil descreer, como lo hace Pessoa cuando habla del paisaje.


Pero al poeta portugués quizá lo único que se le pueda reclamar es su excesiva racionalidad: en sus páginas una agobiante y continua reflexión se apodera del lector: mucha problematización del ser, muchas llamadas y denuncias metafísicas en la ventana. Nada más contrario al espíritu de la caminata enamorada. Pessoa no es un poeta adecuado para leer durante un paseo, cuyo ánimo debe ser el de la irreflexión y el espejismo, el del ambiente falseado y afeitado por el sentimiento. La caminata que yo propongo no es apodíctica ni estricta, se rige por la lógica del amoroso paisaje poetizado. Como dice el mismo Pessoa, cediendo un poco a su rígido escepticismo: “Más certeza sería decir que un estado del alma es un paisaje; habría en la frase la ventaja de no contener la mentira de una teoría, sino tan solamente la verdad de una metáfora”. Hay que internarse, pues, en los intrincados callejones del cuerpo enamorado y evitar hacerse preguntas.


Fernando Pessoa y Ofelia Queiroz, un amor ¿mal logrado?
El segundo problema de esta caminata es que exige un fuerte temperamento educado en la escuela del carpe diem. El caminante enamorado sabe que lo suyo es un acto fungible condenado a la desaparición, que para el amor la costumbre y el aburrimiento son riesgos siempre al acecho. La memorización de sonetos cuyo tema sea el vivir el momento es de mucha ayuda porque invita a la acción: es preciso pasear enamorado ahora mismo y poner en ello toda la voluntad antes de que lo que son tardes doradas se convierta, como dijo Góngora, “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. Por eso, cuando se advierta en las caminatas un silencio que sea un declive de la emoción, se recomiendan dos grandes soluciones. La primera es la reinvención, el concentrar todas las energías en la fabricación de momentos extraordinarios, el empecinarse en la chispa. Al principio, claro está, nada de esto es necesario; todos han experimentado la magia espontánea que rodea a dos personas enamoradas que caminan durante los primeros tiempos de su relación, cuando parece que los milagros ocurren en todas las banquetas. Pero después lo espontáneo no basta y se tiene que echar mano de variados recursos renovadores, todos ellos englobados dentro de la primera gran solución. A continuación mencionaré algunos, enumerados bajo un criterio de eficacia decreciente.

(Antes de leer el primer recurso, aconsejo ponerle play a este excelente video)

Uno: incurrir en lujuria es el más poderoso, pero requiere internarse en la ciudad siguiendo la ruta de los infinitos y peligrosos pasadizos de la imaginación concupiscente. En este punto la adrenalina, adicción radical, juega un papel importantísimo, y los que practican este deporte derivado de la caminata enamorada suelen convertirse en seres extremos que viven en el límite de la impudicia. Cuentan que algunos de estos caminantes que, mientras descansaban en la recoleta banca de un parque, comenzaron con infantiles braguetas y escotes rendidos ante la habilidad ferina de unos dedos, han sido observados detrás de un auto estacionado, sobre balaustradas, alfeizares, al pie de estatuas circunspectas, en hemiciclos, cementerios, en el zaguán de algún edificio antiguo o en un columpio tembloroso haciendo el amor al cobijo de la penumbra. Los más versados en la materia lo hacen en pleno día y desarrollan habilidades para pasar desapercibidos. En todo caso, este remedio garantiza una inagotable fuente de motivaciones para los paseos urbanos y un estado de lábil y saludable enamoramiento.

Dos: crear una atmósfera de paseo en la que las influencias librescas determinen la ruta y la explicación de la misma. Este punto es sencillo y menos riesgoso, pero quizá más arduo en el sentido de que necesita una dedicación no sólo concentrada en el acto de caminar, sino en la búsqueda en librerías y bibliotecas para adquirir el material literario adecuado. El texto iniciático por excelencia es Rayuela, de Julio Cortázar, sobre todo la parte cuyo escenario es París; sin embargo, en los últimos años se ha colado otra novela maravillosa e igual de iniciática: Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, especialmente la primera parte, “Mexicanos perdidos en México”. El corpus de libros para las caminatas enamoradas es irrepetible en cada pareja de paseantes, pero para todos se recomienda la lectura individual de narrativa de contenido urbano y la de poesía compartida realizada dentro del marco del paseo. Cuando se ha alcanzado el máximo nivel de atmósfera libresca, los que caminan pueden crear una literatura a su medida, mezcla de lo leído, lo escrito y lo caminado.

Carol Dunlop y Julio Cortázar, un amor en la calle

Tres: cambiar de ciudad de vez en cuando. Caminar por las calles de poblaciones donde no se conoce a nadie, ofrece la enorme ventaja de poder cometer leves y burbujeantes desfiguros sin que nadie comente después, entre los amigos comunes, que fue testigo de comportamientos raros por parte de los enamorados. En el Distrito Federal se cuenta con la cercanía de varias ciudades propicias a la caminata enamorada, como Pachuca, Cuernavaca, Taxco, Puebla, así como innumerables pueblos de belleza notable: Tepoztlán, Metepec, Huamantla… Esta opción renueva el espíritu del paseo y nutre de paisajes nuevos la singladura emocional de la pareja. Es infalible y muy adecuada para las personas propensas a la aventura. Su único requisito es prescindir de cualquier tipo de información turística, excepto la obtenida en furtivas conversaciones con los lugareños, la cual se interpretará como un mensaje cifrado, es decir, como la guía paralela o subterránea que debe regir a toda caminata enamorada.

Los tres puntos desarrollados forman parte de la primera gran solución y, aunque no son todos los existentes para renovar e inyectar vida a los paseos, demuestran en la mayoría de los casos su eficacia. 

Pero en ocasiones llegan las uniones oscuras, las actitudes que inauguran estados de permanente zozobra, los ardores que convierten cualquier palabra dicha durante el paseo en alusiones blasfematorias. En ocasiones llega el aburrimiento. Entonces ningún intento de salvación es posible. Es ahí cuando entra la segunda gran solución, la más terrible, la que he dejado al final de esta reflexión y que demuestra que la caminata enamorada prodiga placeres y deliquios en igual medida que tormentos y soledades. Para enunciar este remedio creo que lo mejor es parafrasear el inicio del estremecedor poema de Vicente Huidobro, Temblor del cielo: “Ante todo hay que saber cuántas veces debemos abandonar a nuestra novia y huir de calle en calle hasta el fin de la tierra”. 

Así comienzan de nuevo las melancólicas caminatas en soledad, las tardes, según Borges, como de Juicio Final en las que “La calle es una herida abierta en el cielo”, en las que “Al horizonte un alambrado le duele” y uno puede vagar nimbado de tristeza hasta que en cualquier esquina una silueta nos haga barruntar, casi sin querer, la posibilidad de futuras compañías.

Quizá todo vuelve a comenzar cuando dos sombras se tocan

(Este texto fue publicado en la Revista Síncope)