jueves, 10 de septiembre de 2020

Momento pacheco

 

Dudo seriamente que alguien no entienda eso del “momento pacheco”. Sin embargo, siempre habrá quienes, por parecer interesantes, o dirán que su dialecto no registra esa voz, o afirmarán no haber probado jamás el AZÚCAR o, lo que es peor, pensando que tal cosa es voto ético de consumo responsable, vivirán privados en verdad de lo dulce y desconocerán sus mieles.

Como cortesía a todos ellos −con la intención de dar coba a sus personas−, explicaré lo que es un momento pacheco, actividad también conocida como darse las tres, quemarle las patas al diablo, tronárselas, comer pastelillos mágicos, echarse un gallo, sacar el porrito, empinarse el gotero… Quienes sepan a lo que me refiero, pasen al siguiente texto y cedan su sitio en el lomo de este Clavileño.

            El momento pacheco se prepara cuando uno se encuentra en casa, abrumado por las tareas, el brillo embrutecedor de la pantalla, las pústulas de la precarización laboral, los trastes sucios, el piso lleno de pelos, la cama destendida, el hurto de luz solar por las sombras proyectadas de edificios vecinos, la mengua generalizada del espíritu. El desespero y embotamiento mental hacen pasto de nuestras cabezas. Entonces surge la decisión salvadora −al principio tenue y vacilante cual flama de encendedor− de subir a la azotea, lugar que más que sitio real, es estado del alma, renovador cambio de perspectiva.

            Una vez arriba, el momento pacheco comienza y rápidamente uno ingresa al airado mundo de los pájaros. El cielo, estampado de nubes pero libre de muros, es surcado por cientos de ellos. Su vuelo genera sonidos que obligan a girar la cabeza, intentar seguirlos con la mirada. Algunos se detienen en antenas de televisión, tinacos, mallas ciclónicas, árboles. Dos colibríes extravagantes prefieren siempre la maraña de alambre en espiral y filos cortantes con que los vecinos protegen el arca inimaginablemente rica de su hogar. La mayoría de las aves, sin embargo, vuelan hacia rumbos remotos, vericuetos del espacio en los que muy difícilmente estaremos.

“Esquilas emplumadas”, según Góngora, cantan y su canto es fiesta patronal del aire. Estar en la azotea durante un momento pacheco es olvidar el abajo del encierro y sumarse a los pájaros en su aleteada celebración canora. Es, como ellos, ofrecer el rostro a chiflones frescos o cálidos, quizá transoceánicos. Y es, sobre todo, esperar la buena suerte de que alguno, oriundo de sitio desconocido y con destino a quién sabe dónde, cague encima de nuestro cuerpo porque en su excremento se encuentra siempre el hallazgo de aquello desconocido que deseamos decir.

Lo desconocido que se desea decir no es otra cosa que la semilla de una trama. Una semilla que ha volado desde campos lejanos en el sistema digestivo de alguna ave. Endozoocoria¸ dicen los biólogos. Endozoocoria de ideas o historias extravagantes.

Recibir la semilla de una trama excretada a muchos kilómetros de su origen vegetal es un hecho azaroso, aunque también propiciado por el momento pacheco. Pocos son los dispuestos a cachar y cribar las cacas. Se trata, en realidad, de una disposición heurística, una disciplina. Es necesario convertirse en coleccionista: limpiar la semilla, catalogarla, germinarla en conversaciones, escritos. Ser fiel a su rareza, hallar verdades retorcidas en ella, defender su absurdo, su delirio, su extranjería, su carácter fumado.

Se pueden escribir libros enteros con este método. Basta identificar el agotamiento del flujo manantío de la escritura y entonces subir de nuevo a la azotea, esta vez con la primera semilla en el bolsillo de las asociaciones mentales y un cuaderno para hacer anotaciones. Las nuevas simientes recolectadas servirán para hacer injertos, mutaciones, sarmientos, mandrágoras, jengibres y zarcillos como redes alrededor de la semilla original. Una escritura colaborativa con aves y plantas.

Aún recuerdo el momento pacheco cuando cayó del cielo la semilla de “Las asesinas de los voladores de Papantla”. Sé que relatarlo con formato de nota al pie sería un abuso y por ello he dedicado un capítulo especial para hacerlo. Si tú, lector, mantienes el buen ánimo y la ausencia de grandes propósitos, llegarás pronto a esas líneas 😊

 

 

Sugestiva frontera estigia

 

Diariamente trasponemos fronteras inadvertidas, espaciales o temporales. Algunas inocuas, otras peligrosas, breves o sin retorno.  Millones de ellas surcan los libros como el chingo de barrancas en los cerros. Por mencionar unas pocas (las más obvias), evoco: regiones diurnas y nocturnas, estaciones del año y del metro, cruces de caminos, puertas, vados, capítulos, menhires, puentes.

Mudanza de estado, cambio de ritmo, talante, humor, vestido, tono, paisaje, país.

Y qué decir del elenco esencial pero variable de los perros psicopompos, los guardagujas, los aduaneros, los arrieros, las esfinges, los conejos, los amores, las monedas que ruedan, los vendedores de droga, los virgilios, las cantantes, los taxistas, los chamanes y todos esos personajes entrañables del contrabando: uno mismo ha sido, sin darse cuenta, parte del gremio que le reza al San Cristóbal de las metamorfosis.

¿Quién que es no ha obedecido al llamado misterioso del callejón? Celebración del pasaje, del color de una pastilla, del hipervínculo, del recodo de una calle, del parpadeo. ¡La dulce tentación de cruzar hacia una nota al pie y jamás regresar al cuerpo del texto!


lunes, 7 de septiembre de 2020

Fiestas de disfraces

 

Mi madre amaba las fiestas de disfraces. Cada aniversario suyo el tema variaba: década de los setenta, de los veinte, de buchones, del cine de oro mexicano… Ella organizaba, invitaba por teléfono a la familia, preparaba la comida, arreglaba el pequeño departamento del Multifamiliar Tlalpan donde vivíamos. Obviamente mi hermano y yo hacíamos todo con ella, pero durante mucho tiempo fuimos unos jóvenes puñeteros sin dinero ni voluntad de ahorro, así que la fecha solía sorprendernos con poca solvencia y por ende las fiestas resultaban modestísimas. Tampoco nos tomábamos demasiado en serio la elaboración de los disfraces: un par de días antes pepenábamos cualquier cosa y nos la poníamos encima. Su último cumpleaños, en 2018, fue de gitanos: el más bonito. Ese día ella lució espectacular. Se adornó profusamente, pero la realidad era que no le hacía falta: desde que tengo memoria mi madre parecía una gitana de cuento, aire que mi hermano heredó. Yo y el resto de la familia hicimos lo que pudimos con nuestros aspectos. Al final nos divertimos con plenitud. Sin embargo, un año después, ya huérfano y con los incendios sitiando la ciudad, me atormenté pensando que en esa ocasión yo había tenido clara conciencia de que ese aniversario era el último que mi madre viviría y de cualquier forma no me moví lo suficiente para organizar una gran fiesta como ella se merecía, La Fiesta De Gitanos Más Grande Del Siglo, con la cumpleañera riendo cantadora, barroca de abalorios, rodeada de funámbulos y cartomantes que la chulearan, total, conozco a mucha gente que aun sin disfraz hubiera conformado un elenco inolvidable…