lunes, 16 de julio de 2018

El diario del tiempo (julio de 2017)


Día uno  (El comienzo)                   

En días pasados intenté hacer la reseña de un libro cuyo tema es la aceleración temporal como rasgo definitorio de la contemporaneidad. Ayer, viendo que no avanzaba, reformulé el plan y me propuse redactar una serie de notas diarias sobre el tiempo. Varios textos cuyo método de realización será el sistema de los diarios personales o las bitácoras. Registrar mis ideas sobre el tiempo a través de su paso en mi vida. Sin pretensiones de profundidad, correcciones ni planes preestablecidos. No sé cuánto días escribiré. Sólo puedo decir que hoy comienzo.

Todo empezó porque hace un par de meses no podía escribir. La capacidad de hacerlo había desaparecido. También los temas. Era como si me hubieran dejado solo y lobotomizado en la blancura infinita de un documento de Word. Lo cual hubiera sido menos cruel si no tuviera una beca y el plazo de entrega de los textos no me hubiera urgido a redactar algo, lo que fuera.
Tras varias semanas de angustiosa infertilidad, pensé que podía utilizar las reseñas de libros como método para desatascar el paro creativo. La recensión, esa manera de ejercer la literatura sin entrar de pleno en ella: pasarse la vida acudiendo a fiestas de otros y jamás celebrar lo propio.
Por esos días el ambiente literario mexicano estaba conmocionado debido a la publicación de Contra el tiempo, escrito por Luciano Concheiro, un autor cuatro años más joven que yo, finalista de un premio internacional, a quien los medios de comunicación no tardaron en catapultarlo al firmamento iluminado con los reflectores de los elogios. De un día para otro Concheiro salía en televisión, presentadores y articulistas recitaban su flamante y precoz currículum como el non plus ultra de las glorias nacionales, y todos comentaban con evidente superficialidad el contenido de su obra. Todos menos un joven historiador que hizo una reseña bastante incisiva… Mientras tanto yo, poseído por la envidia, me dediqué a seguir el caso desde mi computadora.
Soy asiduo lector de libros de ensayo de autores mexicanos jóvenes (Jazmina Barrera, Mariana Oliver, Pierre Herrera, Yunuen Díaz). Yo mismo soy un ensayista mexicano joven y suelo torturarme con las obras que mis contemporáneos, a diferencia mía, logran producir y publicar. Por esa razón y pensando que podía escribir al respecto, fui por el elogiado libro. En la sección de novedades se elevaba una pila de ejemplares con un letrero que decía “copias autografiadas por el autor”. Me lo llevé aunque me pareció demasiado costoso para sus pocas páginas y el tamaño grande de su letra.
La experiencia de lectura y reflexiones que desató en mí las consignaré un día de estos, cuando logre redactar la reseña. Por el momento, prefiero hablar de Volcán. También se dedica a escribir y yo la admiro. En verdad estoy loco por ella. Desde todos los puntos de vista me parece talentosa, bellísima, sensual y perfecta. Lo único malo es que siempre me critica por expresarme hiperbólicamente. Nuestro pasatiempo favorito consiste en subir a las azoteas de edificios emblemáticos de la ciudad y contemplar el paisaje desde las alturas. Hace cuatro sábados me invitó a la Feria del Libro y la Rosa de la UNAM porque se presentaría el dossier de una revista donde ella había participado. La noche anterior habíamos tomado mezcal y bailado reggaetón en casa de una amiga hasta las cuatro de la mañana, por lo cual el sábado tuvimos que abordar un taxi para evitar que el bochorno abarrotado del metro hiciera eclosionar nuestra resaca.
Teníamos que evitarla a toda costa porque estar crudo es lo más cercano a estar muerto. La cruda es poner un pie en la muerte sin lograr, aunque se quiera, abandonar la vida. Algo quemante y podrido dentro del cuerpo. Es un tormento sicológico vuelto entraña, es una garra, un tubo, una varilla clavada tras los ojos. Es un pesado casco de arrepentimiento y hierro que aprisiona las sienes, una mandíbula de jaguar rompiéndonos el cráneo. El reverso letal de la adrenalina, la náusea elevada a desastre meteorológico. Es como tener caries en todo el cuerpo.
Por fortuna y gracias a que le dijimos al taxista que se detuviera en un Oxxo para comprar un par de botellas de Gatorade, el día de la Feria del Libro no sufrimos los síntomas. Ojalá mañana tenga tiempo para contar lo que sucedió después. Hoy no lo tengo porque quedé de cenar con mi madre. Es una lástima abandonar la escritura justo ahora, cuando la mano se me estaba aflojando y yo comenzaba a disfrutar la narración.

Día dos (Brillat-Savarin y los sentidos)

En la mañana recibí un correo electrónico donde un amigo me invitaba a colaborar en la revista donde trabaja. Me sugería que enviara una reseña sobre un libro recientemente publicado. Explicaba que las colaboraciones son remuneradas: $2000 por texto. La suerte no quiere que abandone la reseña de Contra el tiempo.

Para subsanar mi carencia de conceptos científicos o filosóficos, compré Breve historia del tiempo, de Stephen W. Hawking. El volumen tiene una introducción escrita por Carl Sagan. Su papel es muy blanco y despide un aroma desagradable, químico. Espero leerlo pronto y que el aroma no sea un impedimento.


Quizá porque no huelen mal, hoy leí cien páginas de Fisiología del gusto, de Jean Anthelme Brillat-Savarin, gastrónomo, abogado y político francés nacido en París en 1755 y muerto en la misma ciudad en 1826, quien elevó a la gastronomía a la categoría del arte y la ciencia.
Fisiología del gusto me sorprende por su científica organización de tratado dieciochesco que, mezclada con una fuerte propensión al debraye imaginativo, se adereza con ráfagas de donaire y agudezas aptas para una tertulia sibarita. Me gustaría poder escribir un libro así; algo opuesto a este diario del tiempo donde hago gala de mi desorden e ignorancia. Compuesta por un diálogo, unos aforismos, un prefacio, treinta meditaciones o capítulos y una misiva final, esa obra es como un banquete donde cada fragmento –cada tiempo– es un platillo con muchas capas, texturas y sabores.  
Cátedra de composición: tanto en gastronomía como en escritura, el producto final será bien recibido y aprovechado si las partes se encuentran adecuadamente espaciadas, contrastadas y a la vez asimiladas en un conjunto congruente. Asimismo, cada tiempo debe incluir sorpresas, recodos y mudanzas. A manera de recepción, antes de pasar a la mesa, Brillat-Savarin ofrece, como aperitivo, un diálogo ingenioso sobre los orígenes de su libro y la forma en que llegó a publicarlo. Después, destapa la bandeja de aforismos, diminutos canapés de verdad. Luego, indica que es hora de tomar asiento para leer el prefacio, suerte de menú y carta de bebidas. Sólo entonces comienza a servir las meditaciones, cada una distinta a la otra. La primera, titulada “De los sentidos”, tiene cierto sabor filosófico y está dividida, a su vez, en cinco fragmentos condimentados de maneras diversas.
El primero es una enumeración de los cinco sentidos conocidos y la propuesta de un sexto: el generador o amor físico que, según Brillat-Savarin, tiene “como fin la propagación de la especie”. Idea sugestiva y polémica (¿el amor físico debe tener como fin la procreación?), hace que me pregunte cuál será el sentido que ocupará oficialmente el sexto lugar en nuestro horizonte perceptivo. ¿La capacidad de ver a los muertos, el instinto cazador, la intuición, el desenvolvimiento social o comercial? El número de sentidos aceptados es una convención, y si no hemos desarrollado otros es porque existe una alambrada civil que nos separa de ellos. ¿Qué pasaría si descubriéramos que el dolor no es simple manifestación del tacto sino un sentido perfectible en sí mismo, como sucede en el cuento “Fragmento de un diario”, de Amparo Dávila? ¿En qué medida se modificarían nuestros conocimientos y conductas? ¿Cambiaría la relación con el fuego, los filos y el frío? Con toda seguridad nuestra manera de vivir en el mundo sufriría una revolución. Incluso se producirían cambios en los conceptos de recepción artística: dejaríamos de ver los actos del estadunidense Ron Athey (anzuelos, navajas, vidrios ensangrentados, pirámides de piedra en el ano) como performances y los aceptaríamos como recitales de piano: alguien ejecutando las notas de su propio dolor para el deleite de los demás.*
Ojalá fuéramos tan curiosos e insatisfechos como los personajes intergalácticos del cuento de Voltaire, “Micromegas”, quienes se lamentaban de lo insuficientes que les resultaban sus sentidos: “Tenemos setenta y dos y no se pasa un día sin quejarnos por tener tan pocos”. Quizá la capacidad de percibir el tiempo sea nuestro verdadero sexto, pero aún nos falta mucho para perfeccionarlo. Es probable que, en ese ámbito, nos parezcamos al recién nacido cuya vista, acostumbrada a la penumbra amniótica, distingue sólo manchas lumínicas. Hoy los humanos calculamos el tiempo a través de fenómenos externos (la marcha de los relojes, las puestas de sol, el giro de los calendarios), pero llegará el día en que podamos medirlo con la táctil y muy íntima sensación que produce el envejecimiento de nuestras células. Percibiremos también sus accidentes meteorológicos: tormentas, calmas chichas, relámpagos, golpes de calor, lluvias y sequías de tiempo.
En el segundo fragmento de la primera meditación de Fisiología del gusto se especula cómo se conformaron los sentidos en la especie humana. Quizá en los comienzos se percibía el mundo de manera confusa: uno veía con vaguedad, olía sin elegir, comía sin paladear y fornicaba a manera de los brutos. Luego los sentidos se complementaron y corrigieron entre sí hasta evolucionar al estado en que los conocemos ahora: la vista y el olfato auxiliaron al gusto; el oído comparó los sonidos para calcular las distancias y ayudar a la vista en sus predicciones. Los avances culturales y civilizatorios son, en su origen, exigencias sensoriales: la vista produjo la pintura; el oído, la música; el gusto, la gastronomía. El sentido generador ocasionó el surgimiento de la moda, la coquetería y también –afirma Brillat-Savarin– ha influido enérgicamente sobre todas las ciencias, cuyas partes más ingeniosas y sutiles, atentamente examinadas, resultan debidas al deseo, a la esperanza o al agradecimiento que de la unión sexual nace.
Escribo esto y pienso en qué medida mi sentido generador repercute en lo que hago. Estoy enamorado, o al menos así califico mis sentimientos: una apretada soga de afectos, aspiraciones, devociones y deseos. Sin embargo, puede ser que todo ello no sea más que un medio para canalizar la misión sangrienta e impersonal de la procreación. He ahí una imagen objetiva para entender el amor, aunque menos llamativa desde el punto de vista sentimental. No tengo claridad al respecto, pero en ocasiones siento –como si mi corazón fuera atravesado por una flecha primitiva– que mis ocupaciones son pueriles, y que tener un hijo me salvaría del absurdo. Otras veces pienso absolutamente lo contrario. Como sea, las circunstancias y vicisitudes de eso que he experimentado como amor han incidido en la escritura de este diario.
Es muy posible que, en un principio, haya querido hablar del tiempo para llamar mi atención sobre algo de lo que me he negado a escribir por miedo a que se concrete, como si hacerlo adelantara el momento en que ocurrirá. Confieso que se me dificulta tomar decisiones. Sobre todo si se trata de lo que, supongo, son aspectos trascendentales en mi existencia. Sobre todo si está en juego la superación de la inmadurez, mi estilo de vida adolescente, tiempo estadizo, neotenia que me ancla a una bahía sin compromisos. Es muy posible que haya iniciado este diario para obligarme a afrontar el hecho de que Volcán se irá a vivir a otro país dentro de veintiún días y, por lo tanto, yo deberé tomar una postura.
Lo sé desde hace cuatro meses, cuando la aceptaron en un doctorado de la Universidad de Austin. Han sido tiempos difíciles, pautados por charlas donde hemos discutido lo que haremos, las estrategias para seguir juntos aunque sea a la distancia, el inminente fin de mi beca, la necesidad de trabajar, ahorrar dinero, tener tiempo para visitarnos. La urgencia de obtener mi título de licenciado y buscar un posgrado quizá en la misma ciudad que ella. Aprender inglés, no dejar de escribir. A veces, de manera soterrada y oblicua, hemos discutido sobre el sentido generador y el miedo al absurdo. El tiempo está siempre detrás de estas cosas.  
El tiempo corre, es cuenta regresiva, vela con dos pabilos encendidos. El tiempo es un celular con miles de actualizaciones que me cuesta atender porque me encuentro viendo las fotos del pasado, el video del presente que se va. El tiempo es un smarthphone biológico, obsolescencia corporal. El tiempo es amor migrante, pueblo vacío, potencial glaucoma de nuestro sexto sentido.
El tiempo nos ciega, pero también agudiza los sentidos restantes.

Día tres (La escritura del debraye)

Lo ideal sería practicar una escritura del debraye, discurrir acerca de temas distantes, irme por las ramas hasta llegar a una altura donde pueda otear el horizonte y olvidar la tierra que piso, lo humilde y fermentada que resulta la realidad. Olvidar las preocupaciones.

Hoy pasé el día con ella. El mejor de los tiempos posibles.

Día cuatro (El espectáculo del universo)

Sigo sin leer a Hawking. La reseña continúa en nada. El tiempo también es postergación.

¿Se trata de una experiencia cuyas características puedo consignar por escrito?
Yo creo que sí. Sobre tal presupuesto descansan las siguientes reflexiones. Sin embargo, también he pensado que el tiempo es incognoscible; una plataforma fantástica y escurridiza sobre la cual, sin explicaciones de por medio, ocurre la vida.
Puede ser que el tiempo sea la vida. He ahí la manera más sencilla de pensar el asunto. Nadie duda que la vida exista ni que sea descriptible. El hecho de que haya cosas en ella es, quizá, la principal evidencia de la realidad del tiempo porque las cosas se crean, están y desaparecen: ocupan secuencias temporales. Cuando digo cosas me refiero a mí mismo, a plantas, aire, átomos, bacterias, piedras, botes de plástico, animales, estrellas.
Imagino un mundo donde la vida, de repente, evanesciera, donde ni siquiera pudiera haber moho. Me pregunto si en un lugar así soplaría el viento. Un aire cadavérico, tal vez, letal, el aire de la muerte. O ni eso porque, quizá, el viento es un efecto de los agentes vivos. Si en la Tierra perdiéramos la vida, dejaría de haber tiempo y habría sólo espacio. O quedarían el tiempo y el espacio solos, como una pareja de viejos inmortales confinados en su granja estéril.  
A propósito, queda pendiente definir si el espacio es una cosa y, por lo tanto, algo inferior al tiempo, o si es algo parecido a éste pero a la vez de naturaleza distinta. Ayer, hojeando mi archivo de libretas de apuntes, encontré una frase de Joseph Brodsky acerca de la ciudad de Venecia: “Es como si el espacio, más consciente aquí que en ningún otro lugar de su inferioridad frente al tiempo, le respondiera con la única propiedad que éste no posee, con la belleza”. Idea interesante, me hace pensar que Brodsky confundió el espacio con las cosas. Éstas, incluida la ciudad acuática, no son en sí mismas el espacio sino los objetos que lo ocupan. Por un lado hay que considerar el espacio (el universo en su calidad de llanura vacía) y por otro lo que se encuentra en él. El espacio, al igual que el tiempo, es refractario a los adjetivos. A diferencia de las cosas, no tiene belleza, ni horror, ni mediocridad. Sólo es.
Todo parece indicar que tiempo y espacio están al mismo nivel ontológico. He oído decir que ambos son las dimensiones fundamentales sin las cuales nada es posible. La realidad existe gracias a que hay tiempo y espacio. La realidad es el conjunto de cosas que los amueblan.
Amueblar es una palabra afortunada. En primer lugar es un verbo, acción que ocurre en el tiempo y en el espacio. Un verbo existencial. En segundo lugar, esa acción (la vida de las cosas-muebles) da sentido a las dos dimensiones fundamentales. Juntos, tiempo y espacio son la mansión primordial que permite existir a las cosas dentro de sus dominios. Pero su palaciega potestad sería nada sin los muebles que la ocupan. O poco más que nada: solitaria pareja de viejos inmortales y aburridos.
En el inicio –fantasía cosmogónica– tiempo y espacio se aburrían en la casa increada y vacía que eran ellos mismos. Puesto que no había nada ni nunca había sucedido algo, se confundían entre sí como fetos siameses que flotaran en el vacío. Llamar amniótico a ese estado sería barroquismo. Eternidad, tal vez, funcionaría, pero aun el concepto implica traición, exceso frente a la oquedad que invoco. Nadie ha sabido ni sabrá cómo fue, pero lo cierto es que aconteció: para dejar de aburrirse, el tiempo y el espacio crearon a la materia. Primero un átomo, después una molécula, luego una descarga de energía, y se sentaron a observar lo que pasara. Así nació el espectáculo, que es la vida del universo y que no ha dejado de diversificarse, aunque muchos dicen, probablemente con razón, que mengua sin descanso. Sea como fuere (ya que en ese momento hayan creado todo lo ahora existente, ya que concibieran al primer átomo a partir del cual lo demás se formó trabajosamente), el espacio y el tiempo acabaron así con el tedio y el vacío, se volvieron autoconscientes, exploraron con los sentidos sus insospechados placeres, rincones y dilataciones. Se erotizaron.
Al principio, maravillados y voraces, quisieron ver con simultaneidad cuanto había en su casa. El espacio abarcó de un vistazo –imagen absoluta y ubicua– toda la materia, las formas, sistemas planetarios, las galaxias de polvo y saliva que se crean en los estornudos de los alérgicos, multitudes humanas, los pixeles, páginas de libros. El tiempo, de golpe, percibió y calendarizó pasado, presente y futuro, deshizo nudos, congeló lapsos, revirtió prolepsis, cronometró lo que pasa, hubo y pasará, puntos, líneas, mareas de segundos. Entre ambos, lograron una instantánea, un aleph, un fotograma que contenía en sí la totalidad de los spoilers. Entonces lo comprendieron todo y descubrieron que no había ya nada más que ver. Y volvieron a aburrirse igual que un par de niños sin imaginación.
Padeciendo una resaca tremenda por lo que habían visto, el espacio y el tiempo decidieron olvidarlo y evitar la percepción simultánea a toda costa porque su efecto era similar al que producen las drogas duras: euforia, voracidad, placer fugaz y luego un estado de abatimiento y tristeza. Como solución, inventaron los canales de percepción focalizada, similares a los canales de televisión que transmiten una cosa a la vez, y estipularon un manual de uso para espectadores, que eran ellos mismos. Decretaron que ya no verían juntos el espectáculo del universo, sino que cada uno elegiría lo que deseara observar en el momento en que así lo quisiera. Para ello crearon un par de pantallas individuales donde era posible sintonizar cualquier cosa. Al espacio se le prohibió prestar el don de la ubicuidad a los canales de transmisión y al tiempo la capacidad de ver el futuro. Segmentando la percepción y eliminando los spoilers, podrían, como espectadores, mantener el interés, el suspenso y garantizar las sorpresas. Había canales para todo, como un sistema de streaming cibernético. Por ejemplo, si el espacio o el tiempo querían ver cómo era la existencia de una roca roja del planeta Marte, ponían ese canal en cualquier momento del pasado o el presente.
Cuando el tiempo y el espacio no veían cosas en las pantallas, platicaban entre ellos acerca de lo que podríamos llamar sus gustos cinematográficos. Discutían qué era más apasionante de ver: las formaciones y colores de la galaxia EGS8p7 desde una distancia de 13,200 millones de años luz, o los pausados procesos metabólicos de los microbios del planeta z9HT, el más caliente y pequeño de la galaxia z8GND5296; la cristalización milenaria de las sales en los mares de Saturno o las explosiones nucleares del Sol. Algunas veces decían preferir los efectos de la luz sobre las atmósferas radioactivas, otras el movimiento de los asteroides, en ciertas ocasiones se sentían cautivados por los procesos evolutivos de algunas especies vivas o por el comportamiento volcánico de los planetas jóvenes.
Cierto día, mientras charlaban acerca de lo que se podía ver en el planeta Tierra, coincidieron en que la vida de los humanos era espectacular. Como esos amigos que de pronto descubren que son fanáticos de la misma serie televisiva, el espacio y el tiempo compartieron la información que tenían sobre los humanos. Dijeron haber visto todos los canales de la especie: vistas panorámicas de los continentes habitados, de los países, ciudades, pueblos, barrios y casas. Habían observado la vida completa de cada individuo, así como la de sus órganos vitales, tejidos y células. Dijeron ser seguidores de las formas milenarias de socialización y de las muchas culturas. Gustaban de las agonías, los nacimientos, los largos intermedios. El espacio y el tiempo estuvieron de acuerdo en que el espectáculo humano era fascinante porque, a diferencia de otras realidades, tenía tramas. También fenómenos complejos y procesos con reglas propias que se alejaban de lo natural. Decían: si los seres humanos tuvieran nuestra capacidad de observar el universo por canales de transmisión, ya hubieran condenado a los pobres a ver el monótono canal de las piedras. Lo decían y les causaba gran risa, se desternillaban al grado de que les faltaba el aire y sufrían dolor abdominal.
Otro día, el espacio y el tiempo comentaban la curiosa afición de los humanos a considerarse superiores a las otras especies de su planeta. Fue cuando el espacio sacó a colación la historia de Jean Anthelme Brillat-Savarin, autor del famoso tratado Fisiología del gusto, quien intentó demostrar la supremacía del hombre con base en un análisis del sentido gustativo. Los peces, decía Savarin, tienen como lengua un hueso móvil; las aves, un cartílago membranoso, y los cuadrúpedos un órgano revestido de escamas y asperezas que, por lo general, es incapaz de efectuar movimientos circunflejos. La lengua del hombre, al contrario, está dotada con gran fuerza muscular y tiene tres movimientos desconocidos en los animales: movimientos de espicación (del latín spica, “espiga”), de rotación y de barrido. El primero se efectúa cuando la lengua sale formando espiga y atraviesa los labios que la comprimen; el segundo, al moverse circularmente en el espacio comprendido entre el interior de las mejillas y el paladar, y el tercero, cuando se encorva por arriba y por abajo a fin de recoger las partículas que se hallan depositadas en el canal semicircular formado por los labios y las encías.
El aparato del gusto en el humano, continuaba Brillat-Savarin, es de una rara perfección, y para convencernos de ello basta verlo funcionar. Así que se ha introducido en la boca cualquier cuerpo comestible, éste sufre confiscación total, extensiva a los gases y jugos que contenga, y a que vuelva a salir se oponen los labios. Los dientes, por su parte, lo desgarran y trituran, lo empapa la saliva y la lengua lo amasa y lo revuelve. Así se extrae de los alimentos un jugo con partículas sápidas que, disueltas en agua, saliva y otros fluidos hipoglósticos, pueden ser absorbidas por los lóbulos nerviosos, papilas o chupadores de que está sembrada interiormente la delicada contextura de la lengua.
Si encontramos determinados animales con lengua más gruesa, paladar más desarrollado y gaznate de mayor latitud, es porque les sirve la lengua de músculo para remover objetos de gran peso, el paladar de prensa y el gaznate para tragar cantidades grandes; pero cualquier analogía razonable que se establezca, impide deducir que el sentido en cuestión sea más perfecto.
Además, el gusto de los animales está limitado porque unos se alimentan con vegetales, otros comen carne únicamente, los hay que se sustentan en exclusiva con granos, y todos desconocen los sabores compuestos. A la inversa, el hombre es omnívoro, y cuanto es comible está sometido a su vasto apetito, lo que lo obliga, por consiguiente, a poseer facultades gustativas proporcionadas al uso general en que se han de ejercitar.
Asimismo, como el gusto ha de estimarse por la naturaleza de la sensación que transporta a los nervios centrales del cerebro, es inadmisible comparación alguna entre la manera como los animales reciben impresiones y aquéllas propias del humano. Porque resultando las del último a la vez más claras y precisas, hay que suponer necesariamente cualidades superiores en el órgano que sirve para transmitirlas.
A consecuencia de semejante perfección, puede establecerse que la gastronomía es propiedad exclusiva del hombre, a quien hay que proclamar como el gran gastrónomo de la naturaleza. Además –concluía, orondo, Savarin–, esta gastronomía humana es contagiosa y la transmitimos prontamente a los animales que hemos domesticado y que hasta cierto punto nos acompañan, como a elefantes, perros, gatos y aun a las cotorras.
Llegados a este punto de la conversación, el espacio y el tiempo, excitados por los argumentos del gastrónomo francés, quisieron ver cómo eran las costumbres alimenticias de esos animales alterados por el hombre. Observaron entonces a elefantes alcohólicos, ratas citadinas que metabolizan el veneno, gatos que sólo comen ostiones ahumados, perros cebados con carne humana de prisioneros moribundos, cacatúas de lengua azul aficionadas a las macedonias de piña y kiwi estadunidense, cucarachas glotonas del cochambre, peces empachados de plástico, pollos inflados a base de purina, camarones traslúcidos que en tinacos se hartan de algas sintéticas. Los observaron y les parecieron fantásticos. Las obras humanas son impredecibles y aterradoramente hermosas, dijeron y, por primera vez desde que habían visto la totalidad del universo en un instante, pensaron en romper las reglas de percepción que se habían autoimpuesto. Si esto pasa en el presente, imagínate lo que sucederá en el futuro de la humanidad, ¿no te gustaría observarlo?, le preguntó el tiempo al espacio.
Semanas más tarde, el espacio y el tiempo se habían preparado para ver, juntos, el porvenir de los humanos como quienes planean ver la nueva temporada de una serie. Estaban emocionados y cada uno exponía sus conjeturas sobre lo que pasaría. Discutieron largos días, perfeccionaron sus argumentos, hicieron apuestas. Llegado el momento, sintonizaron el canal del futuro humano y sus rostros se iluminaron con el resplandor mortecino de la pantalla. Nadie sabe qué fue exactamente lo que vieron. Algunos dicen, sin embargo, que las expresiones de sus caras iluminadas fueron cambiando a lo largo de la transmisión. Se rumora que pasaron de la excitación, la ternura y la risa, al llanto, al asco, al coraje y al terror absoluto. Otros dicen que fue al revés. Algunos afirman que el espacio y el tiempo tenían, al final, las caras de quienes han visto una película snuff. Otros, una película romántica con final feliz. Algunos, un filme incomprensible pero hermoso. Cierta minoría sostiene que se quedaron dormidos. Sólo alguien ha dicho que, después de ver lo que vieron, el tiempo y el espacio temieron por su propia existencia. Todas son habladurías y nadie más que ellos conoce la verdad. Mientras tanto yo, desde mi estrecha condición de ser humano atado al presente, lo único que puedo afirmar es que, como dice el primero de los veinte aforismos de Brillat-Savarin, “el universo no es nada sin la vida, y cuanto vive se alimenta”. Por ello termino aquí esta entrada de mi diario y me preparo para la hora de la comida.
Es martes e iré con Volcán al bufet chino que se encuentra en la esquina de las calles Milán y Atenas, en la colonia Juárez. El costo es de 120 pesos por persona y, la verdad, lo que sirven sabe delicioso.

Día cinco (Norbert Elias)

Antes de ir a la fiesta de la amiga donde hubo reggaetón y mezcal, yo había estado revisando las reseñas de Contra el tiempo y una, sobre todas, llamó mi atención. En ella el crítico (un joven historiador llamado Camilo Ruiz Tassinari) señalaba que Concheiro, al reflexionar sobre el tiempo, había omitido u olvidado o desconocido las aportaciones fundamentales de estudiosos como Norbert Elias y Barbara Adam: “es como hablar del boom latinoamericano y no mencionar a García Márquez”, decía.
Al día siguiente, en la Feria del Libro y la Rosa, después de asistir a la presentación del dossier de la revista, caminé por los pasillos mientras Volcán hablaba en las cabinas de Radio UNAM. Para consolarme del absoluto desinterés que yo despertaba, intenté convencerme de las ventajas de no ser entrevistado. Al cabo de un par de minutos, concluí que la mayoría de los escritores desconocidos, inéditos o noveles como yo mataríamos por una entrevista. ¿Cuál es el verdadero rostro de esa neurosis cuya máscara es la necesidad ser tomados en cuenta? También reflexioné acerca de las rivalidades de ego en las parejas dedicadas a la misma profesión. ¿Qué se sentirá pasar la vida caminando como un desconocido por los pasillos de las ferias mientras la otra persona es aclamada en todas las mesas? ¿Cómo lidiar con la envidia y los celos, tumores de la miseria humana? ¿De qué manera manifiesto yo esas pasiones que me roen las vísceras? Tales cosas me preguntaba cuando de pronto, entre los stands, bajo las piernas de los asistentes, sobre libros apilados o mejor dicho tras las cuencas de mis ojos, advertí el acecho de una bestia, un felino brutal y cauteloso. Era la cruda que me perseguía a cierta distancia, esperando verme flaquear, pero indecisa a emprender el ataque. Cuando la vi de frente, sentí un piquete en las cienes y debilidad en las piernas, pero me armé de valor con el último trago de Gatorade que quedaba en la botella y dirigí mis pasos al stand del Fondo de Cultura Económica, dispuesto a sobrevivir.
Pregunté por Sobre el tiempo, de Norbert Elias. Dijeron tener disponible, del mismo autor, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, un mamotreto de 686 páginas que, me aseguraron, era la obra maestra del sociólogo. En la contraportada se leía un párrafo donde Gina Zabludovsky hablaba maravillas del título, al que consideraba “el último de los clásicos” debido a sus alcances intelectuales, el amplio periodo histórico en él analizado y su intención de llevar a cabo grandes síntesis. Sin embargo, no fueron las ponderadas virtudes las que me hicieron pagar los 460 pesos que costó, sino la acechanza de la cruda. En el fondo de mi ser pensaba que llevarme el libro era parte de la estrategia que me permitiría huir de ella, cruzar un abismo y dinamitar el puente tras de mí para evitar que me alcanzara. Saqué la billetera con velocidad de subasta, pagué y, casi corriendo, como en las películas de persecuciones, dejé atrás a la cruda que, confundida, me perdió el rastro entre lectores y escritores desvelados.
Caminé hacia las cabinas de Radio UNAM. Había mucha gente y, como siempre me pasa cuando me encuentro rodeado de desconocidos, me sentí abandonado en un planeta extraño. A lo lejos, vi a Volcán platicando con el escritor Emiliano Ruíz Parra, quien había coordinado el dossier. Con la mano, ella me hizo una señal para que me acercara y entonces yo temí que sucediera lo que en efecto pasó. Emiliano nos invitaba, junto con los otros cronistas, a tomar unas chelas en su departamento. No es que a mí me desagraden las invitaciones, pero en ese momento, con la sombra de la cruda pisándome los talones, yo hubiera preferido ir a casa, cerrar las cortinas y dormir el resto de la tarde. Afortunadamente aceptamos ir, pues en la reunión, además de curar la resaca con fuertes dosis de micheladas, escuchamos algunos chismes sobre Luciano Concheiro que, aun cuando mis escrúpulos me aconsejan no reproducir, pienso relatar en este diario del tiempo que, dicho sea de paso, en ningún sentido es privado (quizá ni siquiera sea un diario): lo escribo para que los demás lo lean.
Hoy me pregunto de qué manera uno puede acudir a más reuniones y conocer más personas. Siendo soltero, alguien portátil a quien, por falta de compromisos maritales, se puede llevar tranquilamente a cualquier sitio; o viviendo en pareja, aprovechando las oportunidades sociales que ofrece la otra persona. Difícil pregunta, no todas las relaciones amorosas desembocan en una vida social amplia, ni todos los solteros son siempre invitados a las fiestas. Norbert Elias (Breslau 1897-Ámsterdam 1990), conocido por los estudiosos como “el gran solitario de la sociología contemporánea” (del latín solitariu deriva la palabra soltero), detestó siempre las reuniones. De hecho, vivió como un exiliado perpetuo, nunca se mostró locuaz, jamás se casó ni tuvo una importante relación de pareja, no procreó, él mismo fue unigénito y también el único miembro de su familia que sobrevivió al Holocausto. De joven fue boxeador semi profesional, pero nunca aceptó sparring; entrenaba con su propia sombra y un costal de arena. Además, pese a haber escrito una de las obras hoy consideradas más importantes del siglo XX, estuvo casi toda su vida confinado en una férrea soledad intelectual, como un silencioso, diríase insignificante, profesor universitario.
Por algún motivo más parecido a la circunspección innata que a la soberbia, Elias consideraba el debate con sus colegas como un objetivo muy secundario que “distrae del verdadero trabajo sociológico”. Asumir acríticamente las corrientes intelectuales y las modas de la época le parecía una falta de carácter. La única vez en que discutió por escrito con uno de sus contemporáneos fue durante el proceso de la segunda edición de su obra maestra. Ahí criticó a Talcott Parsons, un sociólogo muy exitoso cuyas ideas, ampliamente difundidas y aceptadas pero erróneas e insuficientes según Elias, impedían que el modelo propuesto en El proceso de la civilización fuera, después de 30 años de haberse publicado por primera vez, adecuadamente estudiado. Con dicho modelo, Elias se esforzó en demostrar que las diversas actividades humanas están imbricadas y, por lo tanto, el acercamiento sociológico a ellas no debe desmembrarlas analíticamente, como lo hacía Parsons. Aseguraba, por ejemplo, que los hábitos de etiqueta son expresiones de las estructuras psicológicas y políticas y de las concepciones éticas y filosóficas de una época. Explicó que hay una evidente relación entre las estructuras individuales de la personalidad y las composiciones que constituyen muchos individuos interdependientes, esto es, las estructuras sociales.
El trabajo de Elias consistió en estudiar esos dos ámbitos en periodos de larga duración. Con base en observaciones históricas (desde la Edad Media en adelante), comprobó que las estructuras de la personalidad sufren cambios orientados hacia un mayor autocontrol individual de las emociones: vio que los modos de comportamiento se rigen, cada vez más, por sentimientos de vergüenza, escrúpulos y diplomacia. Asimismo, demostró que las composiciones sociales han evolucionado tanto en una dirección de progresiva y masiva integración de los individuos dentro del cuerpo del Estado, como en una simultánea diferenciación entre ellos debido a los límites instaurados por la privatización de la vida cotidiana y a la vigilancia ejercida por instituciones encargadas de mantener esos mismos límites. El aporte que Elias hizo a la sociología histórica consistió en comprobar que la evolución de las estructuras de la personalidad y de las composiciones sociales están imbricadas y, juntas, conforman eso que en Occidente se puede llamar “el proceso de la civilización.
Aquí dos aclaraciones. Primera: el término civilizado o civilización –del que Norbert Elias hace un cuidadoso rastreo histórico en el primer capítulo de su libro– no se refiere a un concepto de superioridad frente a aquello que podría considerarse primitivo o retrasado. Es más bien un término que sirve para designar ciertas formas de comportamiento que, en determinado momento de la modernidad occidental, se tienen con respecto a la expresión de los afectos, el modo de discutir con los otros, la manera de asimilar las experiencias, los usos particulares de vestir, comer, cohabitar, desear. Con el término de “civilización”, la sociedad occidental trata de caracterizar aquello que expresa su peculiaridad y de lo que se siente orgullosa. Lo que se consideraba civilizado a principios del siglo XIX es distinto que lo civilizado de hoy. El objetivo de Elias consistió en saber cómo, en qué sentido y por qué ha llegado a ser así.
Segunda aclaración. Cuando Elias utiliza la palabra evolución, lo hace ajeno a connotaciones teleológicas, así como a la idea decimonónica de un progreso automático o una necesidad mecánica de mejoramiento. Sin embargo, afirma que sí hay ciertos cambios sociales cuya dirección va en un sentido determinado, más allá de la valoración positiva o negativa que, a posteriori, se le pueda dar. Entonces es factible hablar de evolución. Es el caso de las estructuras de la personalidad y las composiciones sociales que él estudia. Para entenderlo, decía Norbert, es necesario distinguir entre cambios que se refieren a la estructura de una sociedad y cambios parciales que no afectan a tal estructura, así como entre cambios estructurales sin una dirección determinada y cambios estructurales que a lo largo de muchas generaciones mantienen, con sus ires y venires, con sus movimientos progresivos y regresivos, una dirección cierta, ya sea la del aumento o la disminución de la complejidad.
Tener en cuenta los diversos tipos de cambios puede servir para entender mejor los acontecimientos de la vida privada. Pienso en Volcán y su próxima partida a Austin. Se trata de un cambio inequívocamente estructural que, conforme pase el tiempo, tomará dos posibles direcciones: a) la distancia hará que nos echemos de menos y decidamos estar juntos, trenzar proyectos que, llegado el momento, sufrirán cambios, mutarán y se volverán más complejos; b) la complejidad de nuestra relación disminuirá y, eventualmente, se disolverá en la entropía del universo.
Decirlo suena fácil, pero a mí me produce vértigo.



* Post scriptum del día TAL: en el hospital, con mi madre y con la vecina de cama descubrí los ritmos del dolor. No se trata de una sensación continua, sino de pleamar y bajamar. El rimo, base para cualquier arte.