martes, 5 de junio de 2012

Un ciudadano amargado

A un mes de las elecciones presidenciales en México, yo sólo puedo decir que todos me caen gordos y que no amo a mi patria. Sin embargo, las miasmas de la democracia son sólo una circunstancia; el odio es intemporal. "No se ha exagerado el valor de la bilis, y nada conserva tanto como un cocimiento de misantropía", dijo William Hazlitt.

Esto es lo que opino:


No es que la busque ahí, pero salgo a la calle y no encuentro dignidad. La fealdad y la mentira me rodean. En los postes, la televisión, las estaciones de radio, los anuncios, las pláticas informales: por todos lados asoma y asecha la misma enfermedad: la vulgaridad de la repetición. Estoy cansado de lo que veo y escucho. Para cualquier persona inteligente los costosos intentos de persuasión son un insulto. Me siento como si estuviera en una sala de espera donde todo me resultara inquietantemente falso, como si los sillones, las paredes y los cuadros fueran parte de una escenografía cuya finalidad es ocultar la cárcel mal decorada que hay abajo. ¿Qué los orilló a pensar que quería ver sus rostros sonrientes y amplificados cada diez pasos que doy? Me causan algo que no sería exagerado calificar como repugnancia o enfermedad. Su presencia reiterada, o el significado de esa presencia reiterada, ha hecho que esta sentencia del gran Baudelaire sea hoy más que nunca verdadera: “Todos llevamos el espíritu republicano en la sangre como tenemos la sífilis en los huesos; estamos infectados democráticamente y sifilíticamente”. La enfermedad ciudadana parece incurable.


De estas cosas que me molestan, la que menos soporto es la facilidad con que todos manifiestan su buen corazón, su proceder benéfico y desinteresado. Cada uno es mejor que el otro. Es un fenómeno generalizado en el que los que más se ufanan de pertenecer al lado maniqueo del bien son en realidad los torvos y perversos. Me pregunto si quienes tienen acceso a los medios para difundir su propia bondad y la de sus clanes están convencidos de las palabras que dicen. “No es nunca excusable ser malvado, pero hay cierto mérito en saber que se es; y el más irreparable de los vicios es hacer mal por tontería”, escribió Baudelaire. Prefiero a un cínico que a un mustio, pero no soporto a quien se cree único dueño del bien. Debo decir, si quiero ser más preciso en la denuncia de mis malestares, que de las buenas intenciones propagadas a los cuatro vientos por esas personalidades que han invadido y saturado la vida cotidiana hasta producir en mí el mayor de los hartazgos, la que más me repugna, la que más desencadena en mí una burla desencajada es la sospechosa preocupación por esa entelequia llamada “el bienestar nacional”. No dudo que esos rostros (y lo que hay detrás de ellos: grupos, asociaciones, negocios, pactos, dinero…) amen a este país. Lo aman y compiten por cuidarlo. Su interés, compromiso y cariño son proporcionales a las utilidades que calculan obtener en su administración. El amor es poder. Y desde donde me encuentro parece que la mayoría de ellos tienen el poder para arruinarnos.

¿No sería más digno confesar de una vez por todas la mala leche? Es mejor, para reivindicar el verdadero amor, decir, como lo hizo José Emilio Pacheco en su ya clásico y muchas veces citado poema “Alta traición”: “No amo mi patria. /Su fulgor abstracto /es inasible”. ¿Cómo amar a este país? Un país que en su mayor parte está lleno de pobreza, de ignorancia, de corrupción, de violencia. Un país deforestado, sin agua, contaminado hasta el último cabello. No es vergonzoso odiar: “Dicen que Dios odiaba en acto, /que se odiaba con la fuerza /de los infinitos leones azules /del cosmos; /que se odiaba /para existir”, escribió Eduardo Lizalde.

Yo odio, por dar un ejemplo, la fealdad desconcertante de las ciudades mexicanas. ¿Hay cosa más horripilante y siniestra que los suburbios de este país (Chimalhuacán, las afueras de Tijuana, la zona cercana a los esteros de Mazatlán…)? Me refiero al paisaje. Al recordar la queja que hace Thomas Bernhard acerca de Salzburgo, una de las ciudades más hermosas del mundo (“la arquitectura salzburguesa, que en esas condiciones produce unos efectos cada vez más devastadores en la constitución de las personas”), no me imagino siquiera los efectos negativos que pueden provocar el urbanismo improvisado y las construcciones que dominan la vista cuando uno recorre esas feas extensiones urbanas que menciono.

Cualquiera puede pensar que soy un adinerado que, desde su residencia de lujo, odia los lugares feos. Nada más alejado de la realidad. Lo digo sin orgullo: no tengo dinero y odio mi pobreza casi en la misma medida que odiaría la riqueza si la tuviera. Los que cultivan el odio cosechan la clarividencia. Se necesita estar ciego para amar el parque de la esquina en su condición actual de basurero sin árboles. ¿Soy una mala persona por aborrecer las ratas que veo por las noches en el edificio donde vivo?  ¿Por qué negar que nuestra colonia, pueblo, ciudad o país no es tan bello ni grande como nos han hecho pensar? En la vida pública mexicana hace falta una personalidad como la de Bernhard que diga  de México, como él lo hizo de su ciudad austriaca, que “La belleza de ese lugar y de ese paisaje, de la que habla todo el mundo, y de hecho continuamente y siempre sólo de la forma más irreflexiva, es precisamente ese elemento mortal en ese suelo de muerte”. El problema es la chabacanería: se vive mal y se muestra siempre una sonrisa. Si la relación de amor ciego que se tiene con el país es la misma que se practica en la vida privada amorosa, quiere decir que somos como esos ridículos amantes cursis que de pronto se preguntan por qué han sido engañados. En verdad felicito a los que aman su patria: templanza y misericordia para ellos. Yo me quedo con lo que, en el ámbito literario, Geney Beltrán Félix dijo: “México, hoy lo sabemos, es eso: una ficción pétrea, malograda, inútil. Olvidable”.

***

Releo lo que he escrito y me inquieta haber concentrado mi ataque en este pobre país. Que nadie piense que no agradezco dos cosas: el poseer una nacionalidad y, sobre todo, el tener la lúcida libertad para renegar de ella. De México puedo decir, parafraseando a Bernhard, que “todo lo que hay en mi interior (y en mi exterior) viene de él, y yo y el país somos una relación  perpetua, inseparable, aunque también horrible”. Quien no aborrece algo, está muerto. Dijo Eduardo Lizalde: “El odio es la sola prueba indudable /de existencia”, “Nacen del odio, mundos, /óleos perfectísimos, revoluciones, /tabacos excelentes”. En un hombre sin odio “queda –diría Borges- la central e incurable futilidad de todo ser humano”. Es comprensible, pues, que yo salga a la calle y me enoje y maldiga al ver y escuchar tantas promesas extravagantes, tantos engaños. Es comprensible que no me guste mi país.  Es comprensible que, como yo, existan en el mundo cientos, miles, millones de ciudadanos amargados. Nada es más torpe que un individuo optimista y crédulo.

viernes, 1 de junio de 2012

Jornada antilaboral

¿Qué provecho  tiene el hombre de todo su trabajo
con que se afana  debajo del sol?
Eclesiastés 1: 3


SEIS AM. Odio despertarme temprano por obligación. Asocio las mañanas con el mundo laboral. Por eso evito salir de mi casa temprano si no es para sacar a pasear a mi perro. Bostezo. Encuentro en el verbo “madrugar” ciertos aspectos de canibalismo que me desagradan: la expresión mexicana “madrugar a los enemigos” significa asesinarlos. Deberíamos quedarnos en la cama. Afuera la ciudad es la arena donde miles de trabajadores luchan por obtener un lugar en el transporte público. Las calles se congestionan por los automóviles. El reloj avanza. Esta hora del día es la más propicia para los atropellos y atropellados (una semana trabajé muy temprano vendiendo jugos en la esquina de un eje vial, y diario fui testigo de un par de choques violentos causados por la neurosis y la prisa de los conductores asalariados que temen las reprimendas de sus jefes). OCHO AM. Decido levantarme, poner agua para café. En estos momentos muchas personas ya están en la oficina. Regreso a la cama con el café humeante y aprovecho una o dos horas para leer con tranquilidad cosas entretenidas y breves. Que los demás trabajen.


 MEDIODÍA. El reloj, como ahora, marcaba las doce cuando terminé, acostado, hace algunos meses, el libro de cuentos titulado El clan de los insomnes (2004), de Vivian Abenshushan. Me encantó, aunque lamenté haber leído matutinamente esas narraciones nocturnas. El sabor que me dejó fue tan bueno, que decidí buscar otras creaciones de la autora. Recordé que había visto un pequeño texto suyo en la antología El hacha puesta en la raíz. Se trata de un ensayo que me cautivó desde su título: “Mate a su jefe: renuncie (argumentos contra la nueva esclavitud del dinero)”. Aquí sus ideas son atrevidas, sabias y, sobre todo, evidentes como una verdad que siempre ha estado ahí pero que nadie se atreve a ver: “¿Siente usted que trabaja cada vez más y tiene cada vez menos (tiempo, dinero, deseo, ímpetu)? […] ¿Desea abandonar su empleo pero teme dar un salto al vacío o quedarse sin jubilación? […]¿Qué puede hacer?”. La respuesta que da es la del título del ensayo: “Mate a su jefe: renuncie...”. El lector levanta la vista de la hoja y se entusiasma, se arma de valor, sin embargo, no puede dejar de manifestar inmediatamente ciertos reparos: la vida no es así de fácil, no se pueden abandonar los deberes así nada más, al menos no en apariencia. Vivian lo sabe, se nota que lo ha meditado mucho, se ha documentado y por eso sus opiniones son contundentes y sus conclusiones no presentan ni un asomo de duda: el tipo de trabajo que ocupa a la mayoría de la población es injusto, explotador, mal pagado, vil. La frase de Raoul Vaneigem que utiliza como epígrafe es elocuente: “La riqueza de la supervivencia implica la pauperización de la vida”, es decir, el esfuerzo que se requiere para obtener los medios económicos para vivir en la sociedad actual es altísimo y “pauperiza” la felicidad, el recreo y el descanso de las personas. A la gente que trabaja ocho horas o más durante cinco, seis o siete días a la semana no le falta la comida ni el vestido (se supone), pero ¿disfrutan realmente sus ganancias?, ¿están satisfechos o resignados? Lo más seguro es que llegan a sus casas tan cansados que no tienen ganas de aprovechar lo que han obtenido. Por lo general se piensa que si uno trabaja podrá comprar cosas, divertirse, ser feliz, garantizarse una buena salud; no obstante, la experiencia demuestra día con día lo contrario.

CUATRO PM. Para muchos la hora de comida ya terminó: deben regresar a sus puestos de labor. Yo me demoro largo tiempo frente a mi plato de sopa. No tengo prisa. Veo el calendario que tengo enfrente. Pienso: el primer día de mayo está consagrado, según las efemérides oficiales, al Trabajo. No deja de ser irónico que uno de los movimientos sociales de protesta más importantes del siglo XX haya sido precisamente el Mayo del 68 francés, y que los manifestantes que participaron hayan preferido, más que otra, la frase “NO TRABAJE NUNCA” escrita en las paredes de París como una “crítica extrema”, dice Abenshushan, “hacia el carácter insaciable de la economía de mercado, donde la productividad es la esclavitud bajo la apariencia de una dicha pasajera”.

CINCO Y MEDIA PM. Salgo a dar un paseo por el parque. Quisiera comprar una revista, pero no tengo dinero. No importa: mañana iré a la biblioteca y leeré el nuevo número que ando buscando. Una mujer se acerca para venderme un cachito de lotería. “Muchas gracias, no”, le respondo. Al menos que uno se saque el premio gordo, en un punto de la vida se tiene que elegir una carrera laboral. El problema es que cada vez resulta más difícil encontrar un trabajo que ofrezca seguridad social y prestaciones legales. Estamos en la época del free lance, de los contratos por meses, de la incertidumbre total. Por eso, cuando la necesidad apremia, muchas personas aceptan realizar tareas inverosímiles para obtener un poco de dinero. El libro de cuentos Oficios ejemplares (2010), de Paola Tinoco, es un compendio de ficciones basadas, según su autora, en casos reales de trabajos raros. “Buzo de cementerio”, por ejemplo, fue una de las historias que más me llamó la atención. Se trata de la ocupación de Nicolás, el hombre que, protegido por un traje extravagante y por una escafandra de buzo, tiene el deber de buscar en la fosa común de un cementerio, entre más de cien cuerpos, a los cadáveres que yacen ahí por equivocación. Otro de los cuentos es “Cenicienta humillada”, que narra el curioso oficio de la joven Gabriela, a quien un hombre mayor la contrata para que lo acompañe a fiestas elegantes en las que ella, a media noche, se deja insultar frente a todos los invitados: “-Le pagaría mil pesos si se dejara insultar en público[…] A mi edad resulta más excitante la idea de insultar a una bella mujer que hacerle el amor”. Ella acepta porque necesita el dinero… 

SIETE PM. Mientras el sol se oculta entre los árboles, no resulta difícil ver, en una tonalidad crepuscular, cómo el parque se llena de jóvenes. La mayoría, me imagino, están desempleados, y como algunos no encuentran un trabajo que no sea mal pagado, piensan en actividades ilícitas que garanticen más dinero en menos tiempo. Vender mota, asaltar a alguien, perpetrar un secuestro, darle un balazo a alguien que sale de su casa a las ocho… Quizá tengan en mente el espíritu de aquella frase de Walter Benjamin que dice: “La de criminal es claramente una carrera más, como las otras”. Lo que seguramente no contemplan es que, si toman la decisión de involucrarse en algo que tenga que ver con la mafia, su carrera no puede ser muy larga porque la muerte casi nunca lo permite.

NUEVE PM. La noche cayó por completo. Veo a los trabajadores agotados llegar a sus casas y tumbarse frente al televisor a descansar. La programación, cuando no está monopolizada por telenovelas espeluznantes y tontas, es interrumpida por los bombardeos de los anuncios publicitarios. La verdad es que uno quisiera poder comprar todas esas cosas: automóviles, licores caros, viajes, ropa… Lo triste es que para adquirirlas se necesita mucho dinero, más del que la gente común gana. ¿Qué hacer? Supongo que hay dos opciones. La primera es pasiva y se basa en la esperanza: trabajar toda la vida deseando algún día ganar más del salario mínimo, como sucede en El arte y la manera de abordar a su jefe para pedirle un aumento, novela genial, divertida y exagerada de Georges Perec, cuya trama es el inventario de todas las posibilidades que un empleado debe tener en cuenta para lograr un aumento de sueldo. La segunda opción requiere fuertes dosis de insumisión y valentía comunitaria: es la que cuenta Abenshushan acerca de unos trabajadores italianos llamados Il Desobbedienti que, cansados de padecer la tragedia de trabajar sin poder comprar lo que quieren, decidieron “hacer su primer acto masivo de shopsurfing”: entraron trescientos de ellos a un supermercado y llenaron los carritos con los artículos más caros, se dirigieron en bola a las cajas y al unísono exigieron: “¡Setenta por ciento menos o de lo contrario –gritaban- nos vamos de aquí sin pagar!”. Como no les hicieron caso, se fueron sin pagar. “Más tarde el tropel se dirigió a una librería para repetir la acción y negociar una rebaja en libros y cidís”. El shopsurfing es una reacción ante el hecho infame de que los trabajadores se parten el lomo para adquirir productos que los empresarios millonarios venden a un precio que sobrepasa por mucho su valor verdadero.

MEDIANOCHE. Me gusta navegar por internet a esta hora. Uno de los sitios que frecuento es el blog: desokupados.blogspot.com, donde se manifiestan más opiniones en contra de la esclavitud moderna del trabajo. Lo recomiendo ampliamente. Antes de dormir leo ahí la siguiente frase que me dará las fuerzas necesarias para resistir mañana un día más sin empleo: “Tal vez si un día todos renunciamos, el mundo se dirija finalmente por una ruta distinta a la de la sobreproducción, el vacío, la servidumbre, el consumo histérico, las élites supermillonarias, las mayorías empobrecidas, la desaparición de la clase media, el embrutecimiento y el calentamiento global”. Estoy tranquilo. Cierro los ojos, satisfecho de no haber hecho nada en el día, contento por haber contribuido al mundo con un poco de saludable pereza. ¡Buenas noches, que descansen!


(Publicado en mayo del 2012 en: http://www.vicamswitch.com/hemeroteca/ )