jueves, 23 de enero de 2020

Génesis 1:9

 Los siglos en la Cuenca de México se podrían medir con una clepsidra. El Sistema Lerma trasvasa agua desde el Estado de México, en el municipio de Almoloya del Río, entre los pueblos de San Mateo Texcalyácac, Almoloya del Río y Santa Cruz Atizapán, específicamente de la laguna de Chignahuapan, fuente del río Lerma. Ya desde el porfiriato, argumentando que el espacio lacustre era infructuoso e insalubre, algunos hacendados habían intentado quedarse con los terrenos de la laguna para drenarla e implementar proyectos de agricultura y ganadería intensivas, exactamente como hicieron los hermanos Noriega en el lago de Chalco. Sin embargo, matlazincas y mestizos habitantes de los pueblos ribereños defendieron la laguna, pues su estilo de vida, estructura política, religiosidad y cultura giraban, desde tiempos remotos, en torno a ese espacio lacustre gracias a actividades como la pesca, la caza de aves, el cultivo de tule, la siembra de maíz, verduras y pasturas para el ganado. Tras llevar a cabo dilatados litigios, los indígenas de la zona consiguieron la victoria porque la estructura legal de la tenencia del agua se ejercía desde los municipios, donde ellos tenían injerencia inmediata, de manera que los hacendados capitalistas, pese a tener la venia del mismísimo Porfirio Díaz, no pudieron enajenar los recursos.

            El tema del marco jurídico para el uso del agua fue particularmente importante para Porfirio Díaz. El dictador sabía que, para implementar sus medidas modernizadoras basadas en iniciativas capitalistas, necesitaba ejercer el poder centralizado de los recursos hidráulicos y así poder otorgarlos, sin los obstáculos presentados por los municipios, a los empresarios. Por ello impulsó diversas reformas encaminadas a ese fin. Años después, tras la Revolución mexicana, las leyes de 1917 y 1929, al reformar el artículo 27 de la Constitución, ratificaron y consumaron la centralización del agua, aunque con intenciones absolutamente distintas, encaminadas ahora a la repartición pública y al bien común. Desde ese momento, ni pequeños propietarios ni ayuntamientos podrían administrar ni arrendar los recursos hídricos. El Estado mexicano, como un benévolo y por necesidad autoritario padre de familia, decidiría qué hacer con el agua, cómo repartirla, represarla, trasvasarla. Lo mismo sucedió con la tierra. La reforma agraria otorgó terrenos a los campesinos desposeídos mediante restituciones comunitarias y dotaciones ejidales. Lo interesante es que la dotación de tierras y de agua se mantuvieron separadas, como en el Génesis 1:9. Podía pasar que los campesinos tuvieran terrenos atravesados por ríos o anegados por lagunas, de los cuales no podían aprovechar el líquido, por ser éste considerado bien de la nación. Tal cosa les sucedió a los pueblos ribereños de Chignahuapan en la década de 1940.

[...]

El más dormilón de nuestros barqueros


La escritura de un libro exige de atención sostenida. Investigar la mayor cantidad de material posible acerca del tema que uno está tratando. Sin embargo, también, para no enloquecer, exige descansos, la visitación de cosas diversas, libros ajenos al proyecto, obras que ventilen el recalentado cerebro.
Bajo esa premisa, hace unos días comencé a leer Conquista de lo inútil, el diario que, en su mayor parte, Werner Herzog escribió en el Amazonas, durante la rocambolesca, alucinante y titánica filmación de su película Fitzcarraldo. Ahí, mientras luchaba contra las inclemencias de la selva, Herzog consignó estar leyendo, entre otras cosas, Historia de la ciudad de Roma en la Edad Media, de Ferdinand Gregorovius, quizá con la intención de distraerse de los problemas cotidianos que la realización de su película le acarreaba y evitar el colapso de sus nervios.
De igual manera, la lectura de Conquista de lo inútil me ha ayudado a sobrellevar mis problemas de escritura. Cada vez que tengo algún impedimento literario, abro el diario del cineasta y me tranquilizo recordando que mi tarea es sencilla, que el cumplimiento de mi proyecto no incluye trasladar un barco a través de un cerro amazónico, ni soportar las locuras de Klaus Kinski, ni apaciguar los ánimos de tribus selváticas, ni vigilar que en mi cama no se meta una serpiente venenosa.
Mis obstáculos no son de esa magnitud. Pero son.
Hoy en la mañana, por ejemplo, tuve una crisis de emocional. ¿Cómo demonios puedo redactar un libro sobre la historia del desagüe del Valle de México cuando mi madre acaba de morir? ¿Cómo tejer argumentos que no tengan que ver con ella cuando la extraño tanto, cuando me hace tanta falta, cuando a cada momento recuerdo su rostro y la imagen de sus dolorosos últimos días me sepulta como un aluvión de tristeza, cuando su postrero gesto de dolor y despedida, como un fotograma colado en el celuloide del presente, se proyecta en mi memoria sin avisar y yo sólo puedo decir, con voz baja y entrecortada, mamá, mamá, mamá?
Después de llorar unos minutos, imposibilitado para seguir escribiendo, decidí refugiarme en la prosa de Herzog. Así llegué a la entrada correspondiente al día 12 de abril de 1981, donde el autor escribió lo siguiente:

El más dormilón de nuestros barqueros, ese que al atracar siempre colisiona con alguna cosa y que malinterpreta las instrucciones, no hace más que leer y releer, con el rostro abrumado y cada vez que tiene oportunidad, la misma carta ya casi desecha que esconde bajo la camiseta impregnada de un sudor ácido y rancio. Hoy, mientras leía, ha encallado por error contra un banco de arena, pero le he hecho saber que gracias a la carta cuenta con mi amistad y mi simpatía.

Se trata de una de las características demostraciones de empatía y fraternidad del autor, pero sobre todo, de una declaración de principios acerca de la supremacía de los sentimientos sobre la productividad, lo cual, en su caso, resulta especialmente importante. Por un lado está el hecho de que el cineasta se haya embarcado en una empresa tan grande y, desde ciertos puntos de vista, tan insensata, tiránica y megalómana como lo fue la producción de Fitzcarraldo, en la cual mucha gente salió herida, se gastaron miles de dólares, se taló un cerro y, entre otras cosas, se movilizaron varias tribus amazónicas. Por otro lado, como cimiento de lo anterior, están las impalpables motivaciones humanas, los anhelos, lo íntimo, lo inútil.
Cómo una persona puede impulsar un cúmulo de fuerzas que lo sobrepasan para ver cumplido un ensueño que se gestó en las profundidades de su imaginación, ya sea escuchar ópera en el Amazonas o cargar un barco a través de una montaña. Fitzcarraldo y Conquista de lo inútil hablan de eso. Ambas obras son los registros –una ficción fílmica y un diario de un proyecto artístico– de la puesta en marcha de un sentimiento poético, de la materialización de un deseo personal que Herzog atesoraba, por decirlo de alguna manera, en una cartita doblada muy cerca de su corazón.  
            Por ese motivo...