martes, 11 de enero de 2022

Matewame

 

Matewame es una palabra en lengua wixárika que quiere decir neófito, el que no sabe y va a saber, el que emprende por primera vez el camino del hikuri.

Matewame yo, fui a Wirikuta buscando una revelación acerca de mi trabajo literario.

¿Debía perseverar en el camino de la novela aunque en el fondo desconfiara de ella y la considerara escritura traidora y fantoche? ¿Era sensato y sincero el compromiso demiúrgico que había adquirido con Indra e Ixtab, mis dos protagonistas desde Desagüe? ¿Cómo serían las nuevas relaciones entre ellxs, ahora que pugnaban por volver a la vida de la página, liberadxs de la trama innecesariamente trágica que les había impuesto en el libro anterior? ¿Lograría yo crear un panteón mitológico a partir de esa pareja primordial? ¿Qué tenía que ver esa nueva novela que se me insinuaba en sueños con la presencia cada vez más constante y llamativa de los gavilanes danzando sobre mi cabeza, sin que pudiera yo discernir si me acechaban o me protegían?

Todo eso quería preguntarle al hikuri, Bisabuelo Cola de Venado, Tamatz Kallaumari, y así lo hice en Wirikuta la noche vieja del año 2021, frente a la fogata del Abuelo Tatevari, dentro del círculo mágico de piedras, rodeado de mestizos, gitanos e iniciados, pero cuando masqué su verde amargor, Kallaumari ignoró mis cuestiones y en cambio me alzó el rostro hacia las estrellas para que lo viera moviéndose con ligereza por el matorral sidéreo de chollas y gobernadoras y constelaciones malvas encendidas a su paso, transformándose en pez, en araña, en conejo, en serpiente, en pájaro, en vela de cera de abeja, en pinole y en tabaco, en brisa marina, desdoblándose sin cesar como el canto y el tiempo, estambres brillantes, a la vez baile y postura de hinojos sobre la tierra, soplo helado meciendo el mezquite, toda la gente que conozco ocupando los cuerpos de las personas que estaban ahí, transfiguradas por la lumbre, reconcentradas y disueltas como estatuas familiares cuando salió el primer sol del año 2022 detrás de la Sierra de Catorce.

sábado, 8 de enero de 2022

Tonacatlalpan

 

El Tonacatlalpan puede manifestarse diariamente, cuando nos alimentamos, pero también puede ser un mercado, una fiesta patronal, un convite, un campo fértil reverdecido por las lluvias, una huerta rebosante, cierta región lejana que, en el imaginario de una sociedad, se caracteriza por sus abundantes cosechas o, de forma más general, la madre Tierra durante sus periodos de benevolencia.

El Tonacatlalpan es una realidad extraordinaria de bonanza dentro del paisaje profano de la sequía y la carestía. Su periódica aparición evidencia el correcto funcionamiento cósmico y garantiza la continuidad de la vida. Por lo tanto, debe propiciarse mediante ofrendas y libaciones consuetudinarias, prácticas agroecológicas, cruzas interespecies, dinámicas sociales lúdicas, carnavales, universidades de ciencia ficción, comunicaciones de ultratumba con ancestros, tequios, apoyos a artistas y filósofos, tratos comerciales enriquecedores para todos y no para unos pocos, mapas cosmológicos imaginativos y relatos míticos cifrados en exquisitas ceremonias religiosas como la Danza de los gavilanes, cuyo propósito principal es, según Guy Stresser-Péan, no descuidar a las “divinidades, en particular a las diosas de la tierra y el agua, el Gran Mamlab del Oriente y su compañero, el Séptuple Rey del Poniente. La Danza de los gavilanes y las águilas es un medio para honrar a todos esos dioses, apaciguarlos o solicitar sus favores. Así, la ofrenda que se hace en la cima del palo es especialmente una petición para obtener la humedad necesaria para las cosechas. En resumen, al tratar con deferencia a todas las influencias favorables, la Danza permite garantizar la salvación del mundo y la prosperidad de todos.”

[...]

No era la primera vez que el canto del pájaro Al-Dabi sonaba para invitarme a comilonas y aventuras en el oriente de la Cuenca de México, con el único requisito de que después yo escribiera una crónica-ensayo de los hechos.

Recuerdo cómo nos conocimos, tres años atrás.

Enterado gracias a las redes sociales de mi interés por lo que sucedía en la Zona Translacustre de Texcoco, el pájaro me invitó por Facebook a un recorrido por el territorio afectado con la construcción del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México.

Acudí a esa primera invitación del pájaro Al-Dabi aunque por entonces, septiembre de 2018, yo vivía una época complicada, pues mi madre Juanita Banana Atopohaua comenzaba a padecer los síntomas del cáncer que le arrancó la vida poco después, el primer día de diciembre.

1 de diciembre, casilla del calendario en la que pasan cosas que no se repiten el resto del año.

El 1 de diciembre de 2018 mi madre falleció y Peje Lagarto I tomó protesta como tlatoani de la República, anunciando, entre otras determinaciones políticas, la cancelación del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México, megaproyecto que sus rivales políticos habían empezado a construir años atrás, sin lograr concluirlo.

Sin embargo, en septiembre de 2018, cuando acudí por primera vez al llamado del pájaro Al-Dabi, la construcción del Nuevo Aeropuerto sobre los llanos inundables de la Zona Translacustre avanzaba a toda máquina. Yo lo vi. En las sierras del Acolhuacan, Patlachique y Tlalmiminole se dinamitaban cerros, zonas arqueológicas y áreas naturales protegidas para obtener material pétreo con que rellenar las pistas de despegue y aterrizaje. Las excavaciones para los cimientos sacaban a la superficie millones de toneladas de lodos con PH corrosivo que posteriormente eran vertidos ilegalmente en los cráteres mineros, contaminando los mantos acuíferos que abastecían de agua potable a cerca de cinco millones de personas. Las carreteras se encontraban congestionadas con camiones materialistas. En todos los pueblos por donde pasábamos se escuchaban explosiones. El avance del Colector de los ríos de oriente aplanaba cañadas, pavimentaba riachuelos y entubaba manantiales para garantizar la disponibilidad de agua en las instalaciones aeroportuarias (y en los nuevos parques industriales que se surgían como hongos donde antes había sembradíos) a costa de la desecación de humedales y la eliminación de distritos de riego. Para prevenir accidentes aeronáuticos, se practicaba el envenenamiento masivo de aves migratorias en las ciénagas aún no desaguadas. Se expoliaba a campesinos. Se construían autopistas que pasaban sobre pueblos y villorrios que, de esa manera, vomitaban a miles de gentes desplazadas a la fuerza. Había asesinatos de opositores al megaproyecto, intimidaciones a las comunidades afectadas. En San Agustin Actipac, un comando de paramilitares al servicio de una minera que operaba sin permisos legales, disparó en contra de los asistentes al recorrido. Recuerdo haberme escondido tras unos magueyes, junto con el pájaro Al-Dabi y algunos periodistas y defensores del territorio. Por fortuna no hubo heridos.

Se trataba, como pude ver, de una zona de terror −aunque muy florida− ubicada a menos de 40 kilómetros del centro de Ciudad de México. Pocos urbanitas, sin embargo, sabían lo que pasaba allende el Periférico, en la Zona Translacustre y en las serranías orientales de la Cuenca. Enterarme de todo eso fue, para mí, una revelación. Como salir del departamento donde había permanecido encerrado toda la vida, y descubrir de golpe el bullicio de la calle.

A partir de ese primer recorrido, me propuse nunca faltar al llamado del pájaro. Es así como he vivido decenas de aventuras delirantes con Al-Dabi y otros personajes, como esa vez cuando, en Chimalhuacán, nos metimos a una cueva y, siguiendo los mapas de TTTTTTT, navegamos por ríos subterráneos hasta llegar al estómago ígneo del Popocatépetl, o como aquella noche en la pulquería El Chingadazo de Tepetlaoxtoc cuando, sin poder sustraernos del diabólico embrujo, presenciamos un musical gore de fantasmas novohispanos cuyo clímax era una hoguera a la que eran arrojados numerosos indígenas por no haber pagado su tributo al sanguinario encomendero Juan Cacas de Aux. En la mañana, cuando el sol anaranjado salió detrás de los picos de la Sierra Nevada, descubrimos con alivio que la ópera había sido producto de la alucinación pulquera.

Sé que tales aventuras resultan poco deseables para algunas personas. Para mí, sin embargo,  

arrojaba a decenas de indígenas como castigo por no haber pagado sus tributos a tiempo.   donde el encomendero , cuyo clímax  vimos de La experiencia me decía que incluso un importante encuentro con mi doppelgänger valía la pena ser pospuesto para acudir al llamado, al viaje y a la comida.

Regresé sobre mis pasos, me metí de nuevo al metro La Viga, ahora con dirección a Garibaldi. Me bajé en Salto del Agua. Transbordé a la línea rosa: Isabel la Católica, Pino Suárez, Merced, Candelaria, San Lázaro. El pájaro ya estaba en el andén cuando yo llegué. Nos saludamos con un baile chúntaro style, como era nuestra costumbre.

Abrazados cual compadres mexicanos, el ave y yo salimos de la estación del metro y avanzamos por un iluminado túnel de mármol hacia la Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente (TAPO).  donde dimos vueltas bajo una cúpula de 60 metros de diámetro y aspecto basilical. En los baños de $6 echamos la firma y jugamos a hacer posturas de James Bond frente al espejo. Apuntándole con una pistola imaginaria, le dije:

—¿Y si mejor tomamos un camión a Veracruz?

—Es buena idea, pero el dinero no me alcanza.

—Chale, ahora que lo recuerdo, a mí tampoco me alcanza; se lo di casi todo a La Pitonisa. De hecho, solo traigo $100. ¿Me alcanza para llegar a San Bernardino?

—Claro que sí, manito.

En el mostrador de Texcoco, compramos nuestros boletos: $38 cada uno. Pasamos a la sala de espera y, antes de abordar, unos adolescentes vestidos como paramilitares (los agentes de seguridad privada contratados por la línea de autobuses) nos revisaron las caries con unas lamparitas de mano, pero no descubrieron el kilo de Moby Dick que yo traía escondido en la mochila. Subimos al autobús, que tardó quince minutos en arrancar. Luego, a bordo, avanzamos por una alambicada ruta de puentes y retruécanos de hormigón. Vimos por las ventanillas el Gran Canal del Desagüe. Pasamos a un lado de Ikea, atravesamos la Cuchilla del Tesoro, Nezahualcóyotl, Ciudad Lago.

Allende el Periférico, el camión tomó la autopista Peñón-Texcoco y entró a la Zona Translacustre, en cuya ribera oriental, a varios kilómetros de distancia, se encontraba el pueblo de San Bernardino, nuestra meta.

Era septiembre, época de girasoles, y la Zona Translacustre −que de noviembre a mayo adquiere el aspecto cenizo de un calvo cuero cabelludo con caspa− brillaba como un refulgente mar amarillo que, a través del cristal, hacía brillar el negro plumaje del pájaro Al-Dabi, produciendo un efecto similar al del fuego reflejado en la pupila de alguien frente a una fogata en medio de la noche…