El Tonacatlalpan puede manifestarse diariamente,
cuando nos alimentamos, pero también puede ser un mercado, una fiesta patronal,
un convite, un campo fértil reverdecido por las lluvias, una huerta rebosante, cierta
región lejana que, en el imaginario de una sociedad, se caracteriza por sus
abundantes cosechas o, de forma más general, la madre Tierra durante sus
periodos de benevolencia.
El Tonacatlalpan es una realidad extraordinaria
de bonanza dentro del paisaje profano de la sequía y la carestía. Su periódica aparición
evidencia el correcto funcionamiento cósmico y garantiza la continuidad de la vida.
Por lo tanto, debe propiciarse mediante ofrendas y libaciones consuetudinarias,
prácticas agroecológicas, cruzas interespecies, dinámicas sociales lúdicas,
carnavales, universidades de ciencia ficción, comunicaciones de ultratumba con
ancestros, tequios, apoyos a artistas y filósofos, tratos comerciales
enriquecedores para todos y no para unos pocos, mapas cosmológicos imaginativos
y relatos míticos cifrados en exquisitas ceremonias religiosas como la Danza de
los gavilanes, cuyo propósito principal es, según Guy Stresser-Péan, no
descuidar a las “divinidades, en
particular a las diosas de la tierra y el agua, el Gran Mamlab del Oriente y su
compañero, el Séptuple Rey del Poniente. La Danza de los gavilanes y las
águilas es un medio para honrar a todos esos dioses, apaciguarlos o solicitar
sus favores. Así, la ofrenda que se hace en la cima del palo es especialmente
una petición para obtener la humedad necesaria para las cosechas. En resumen,
al tratar con deferencia a todas las influencias favorables, la Danza permite
garantizar la salvación del mundo y la prosperidad de todos.”
[...]
No era la primera vez que el canto del
pájaro Al-Dabi sonaba para invitarme a comilonas y aventuras en el oriente de
la Cuenca de México, con el único requisito de que después yo escribiera una
crónica-ensayo de los hechos.
Recuerdo cómo nos conocimos, tres años
atrás.
Enterado gracias a las redes sociales de
mi interés por lo que sucedía en la Zona Translacustre de Texcoco, el pájaro me
invitó por Facebook a un recorrido por el territorio afectado con la
construcción del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México.
Acudí a esa primera invitación del
pájaro Al-Dabi aunque por entonces, septiembre de 2018, yo vivía una época complicada,
pues mi madre Juanita Banana Atopohaua comenzaba a padecer los síntomas del
cáncer que le arrancó la vida poco después, el primer día de diciembre.
1 de diciembre, casilla del calendario
en la que pasan cosas que no se repiten el resto del año.
El 1 de diciembre de 2018 mi madre falleció
y Peje Lagarto I tomó protesta como tlatoani de la República, anunciando, entre
otras determinaciones políticas, la cancelación del Nuevo Aeropuerto de la
Ciudad de México, megaproyecto que sus rivales políticos habían empezado a
construir años atrás, sin lograr concluirlo.
Sin embargo, en septiembre de 2018, cuando
acudí por primera vez al llamado del pájaro Al-Dabi, la construcción del Nuevo
Aeropuerto sobre los llanos inundables de la Zona Translacustre avanzaba a toda
máquina. Yo lo vi. En las sierras del Acolhuacan, Patlachique y Tlalmiminole se
dinamitaban cerros, zonas arqueológicas y áreas naturales protegidas para
obtener material pétreo con que rellenar las pistas de despegue y aterrizaje. Las
excavaciones para los cimientos sacaban a la superficie millones de toneladas
de lodos con PH corrosivo que posteriormente eran vertidos ilegalmente en los
cráteres mineros, contaminando los mantos acuíferos que abastecían de agua
potable a cerca de cinco millones de personas. Las carreteras se encontraban
congestionadas con camiones materialistas. En todos los pueblos por donde pasábamos
se escuchaban explosiones. El avance del Colector de los ríos de oriente
aplanaba cañadas, pavimentaba riachuelos y entubaba manantiales para garantizar
la disponibilidad de agua en las instalaciones aeroportuarias (y en los nuevos
parques industriales que se surgían como hongos donde antes había sembradíos) a
costa de la desecación de humedales y la eliminación de distritos de riego. Para
prevenir accidentes aeronáuticos, se practicaba el envenenamiento masivo de
aves migratorias en las ciénagas aún no desaguadas. Se expoliaba a campesinos. Se
construían autopistas que pasaban sobre pueblos y villorrios que, de esa
manera, vomitaban a miles de gentes desplazadas a la fuerza. Había asesinatos
de opositores al megaproyecto, intimidaciones a las comunidades afectadas. En
San Agustin Actipac, un comando de paramilitares al servicio de una minera que
operaba sin permisos legales, disparó en contra de los asistentes al recorrido.
Recuerdo haberme escondido tras unos magueyes, junto con el pájaro Al-Dabi y
algunos periodistas y defensores del territorio. Por fortuna no hubo heridos.
Se trataba, como pude ver, de una zona de
terror −aunque muy florida− ubicada a menos de 40 kilómetros del centro de Ciudad
de México. Pocos urbanitas, sin embargo, sabían lo que pasaba allende el Periférico,
en la Zona Translacustre y en las serranías orientales de la Cuenca. Enterarme
de todo eso fue, para mí, una revelación. Como salir del departamento donde había
permanecido encerrado toda la vida, y descubrir de golpe el bullicio de la
calle.
A partir de ese primer recorrido, me
propuse nunca faltar al llamado del pájaro. Es así como he vivido decenas de
aventuras delirantes con Al-Dabi y otros personajes, como esa vez cuando, en
Chimalhuacán, nos metimos a una cueva y, siguiendo los mapas de TTTTTTT, navegamos
por ríos subterráneos hasta llegar al estómago ígneo del Popocatépetl, o como
aquella noche en la pulquería El Chingadazo de Tepetlaoxtoc cuando, sin poder
sustraernos del diabólico embrujo, presenciamos un musical gore de fantasmas
novohispanos cuyo clímax era una hoguera a la que eran arrojados numerosos
indígenas por no haber pagado su tributo al sanguinario encomendero Juan Cacas
de Aux. En la mañana, cuando el sol anaranjado salió detrás de los picos de la
Sierra Nevada, descubrimos con alivio que la ópera había sido producto de la
alucinación pulquera.
Sé que tales aventuras resultan poco
deseables para algunas personas. Para mí, sin embargo,
arrojaba a decenas de indígenas como
castigo por no haber pagado sus tributos a tiempo. donde el encomendero , cuyo clímax vimos de La experiencia me decía que incluso
un importante encuentro con mi doppelgänger valía la pena ser pospuesto para
acudir al llamado, al viaje y a la comida.
Regresé sobre mis pasos, me metí de
nuevo al metro La Viga, ahora con dirección a Garibaldi. Me bajé en Salto del
Agua. Transbordé a la línea rosa: Isabel la Católica, Pino Suárez, Merced,
Candelaria, San Lázaro. El pájaro ya estaba en el andén cuando yo llegué. Nos
saludamos con un baile chúntaro style, como era nuestra costumbre.
Abrazados cual compadres mexicanos, el ave
y yo salimos de la estación del metro y avanzamos por un iluminado túnel de
mármol hacia la Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente (TAPO). donde dimos vueltas bajo una cúpula de 60
metros de diámetro y aspecto basilical. En los baños de $6 echamos la firma y
jugamos a hacer posturas de James Bond frente al espejo. Apuntándole con una
pistola imaginaria, le dije:
—¿Y si mejor tomamos un camión a
Veracruz?
—Es buena idea, pero el dinero no me
alcanza.
—Chale, ahora que lo recuerdo, a mí
tampoco me alcanza; se lo di casi todo a La Pitonisa. De hecho, solo traigo
$100. ¿Me alcanza para llegar a San Bernardino?
—Claro que sí, manito.
En el mostrador de Texcoco, compramos
nuestros boletos: $38 cada uno. Pasamos a la sala de espera y, antes de
abordar, unos adolescentes vestidos como paramilitares (los agentes de
seguridad privada contratados por la línea de autobuses) nos revisaron las
caries con unas lamparitas de mano, pero no descubrieron el kilo de Moby
Dick que yo traía escondido en la mochila. Subimos al autobús, que tardó
quince minutos en arrancar. Luego, a bordo, avanzamos por una alambicada ruta
de puentes y retruécanos de hormigón. Vimos por las ventanillas el Gran Canal
del Desagüe. Pasamos a un lado de Ikea, atravesamos la Cuchilla del Tesoro,
Nezahualcóyotl, Ciudad Lago.
Allende el Periférico, el camión tomó la
autopista Peñón-Texcoco y entró a la Zona Translacustre, en cuya ribera
oriental, a varios kilómetros de distancia, se encontraba el pueblo de San
Bernardino, nuestra meta.
Era septiembre, época de girasoles, y la
Zona Translacustre −que de noviembre a mayo adquiere el aspecto cenizo de un
calvo cuero cabelludo con caspa− brillaba como un refulgente mar amarillo que, a
través del cristal, hacía brillar el negro plumaje del pájaro Al-Dabi,
produciendo un efecto similar al del fuego reflejado en la pupila de alguien frente
a una fogata en medio de la noche…