domingo, 13 de septiembre de 2015

La nomenclatura de la muerte

(Texto publicado en Este país)

“DANTESCO” sería una buena palabra para rotular las noticias cotidianas que nos informan sobre la última masacre, el último desaparecido, el último migrante centroamericano cuyos órganos fueron extirpados y vendidos por una mafia solapada por las autoridades. Porque al utilizar el epíteto y la referencia al poeta toscano se logra expresar con cierta transparencia el horror de dichos acontecimientos. Quien haya leído La Divina Comedia, recuerda las descripciones de algunos círculos del Infierno y puede, sin mucho esfuerzo comparativo, corroborar el parecido que éstas mantienen con ciertos sucesos vernáculos del presente. Se realiza un proceso definitorio del pensamiento regido por la metáfora. De una metáfora, se dice que es la definición de una realidad por medio de un vocablo con el que comparte uno o más rasgos semánticos, en ocasiones no muy evidentes. Así sucede con el adjetivo dantesco: que una fotografía de la prensa contemporánea pueda ser calificada de esa manera no quiere decir que haya captado un ángulo del paisaje infernal compuesto por Dante y al que la escatología cristiana ha dedicado más de un mamotreto teológico; lo que pasa es que comparte con el infierno determinados rasgos que producen espanto por su crueldad o por tener en su seno elementos de conflagraciones macabras. De igual manera ocurre con la palabra goyesco, que, cercana al campo semántico de lo dantesco, se refiere a las cosas o situaciones que son parecidas al estilo del pintor español Francisco de Goya, es decir, grotescas, irreales o tenebrosas. Se trata de la incorporación al dominio público de términos o expresiones pertenecientes al ámbito artístico, por ser éstos con los que se puede alcanzar mayor exactitud en la comunicación de algunas cosas que impactan por su alto grado de emotividad o inefabilidad.
            El arte es un prolífico acuñador de palabras y frases. Dilemas hamletianos, empresas quijotescas, grandiosidades wagnerianas, luchas olímpicas, dimensiones homéricas, son ejemplos de expresiones metafóricas que difícilmente podrían ser dichas de otro modo. Un caso simpático es la frase, todavía vigente, “Si Kafka hubiera sido mexicano, sería un escritor costumbrista”, explicada por Gabriel Zaid en un ameno ensayo titulado “Avatares kafkianos” como una burla que alguien hizo del gobierno del entonces presidente Luis Echeverría. Resulta curioso darse cuenta de que uno de los adjetivos que mejor califican a la realidad mexicana es el que proviene de la referencia a un escritor checo. Si todos los derechohabientes del IMSS fueran lectores de Kafka, la palabra kafkiano sería una de las más utilizadas del léxico mexicano. 
            El quid de la cuestión es la capacidad referencial de las palabras para asir la realidad valiéndose del funcionamiento del signo lingüístico, es decir, del proceso del conocimiento que otorga a cada significado, objeto o evento, un significante o concepto que lo defina. A veces el significante es incapaz de contener al significado, así como en ocasiones el significado carece de significante que lo exprese. No existen todas las palabras para nombrar todas las situaciones existentes o posibles.
            Borges se planteaba la creación de un vocabulario poético que fuera capaz de nombrar lo que él llamaba las “representaciones no llevaderas por el habla común”, o lo que es lo mismo, capaz de nombrar las imágenes o sensaciones que, por su fulgurante cotidianidad, son portadoras de una belleza para la que no existe un vocablo preciso. “¿Por qué no crear una palabra, una sola, para la percepción conjunta de los cencerros insistiendo en la tarde y la puesta de sol en la lejanía?”, se preguntaba Borges. Ya que en el léxico de una lengua no se cuenta con un vocablo para cada objeto, sensación o sentimiento, la utilización de metáforas y la invención poética se vuelven imprescindibles y superiores a la función referencial y unívoca del lenguaje, pues adquieren mayor fuerza expresiva, como si con ellas lograra esplender con la certeza de una intuición afortunada lo que se desea comunicar. 
            Imagino lo difícil que ha de ser expresar, con palabras inmediatas, el sentimiento de miedo y atroz desasosiego que resulta de vivir en carne propia las situaciones tristemente cotidianas a las que me refería al inicio cuando hablaba del adjetivo dantesco. Supongo que es lógico el hecho de que los mexicanos que luchan a diario con esa realidad se sientan amenazados, pues saben que es cuestión de suerte el morir por una fuerza criminal mientras realizan sus actividades consuetudinarias. También supongo que es lógico que no encuentren la expresión correcta para comunicar esa sensación de peligro y cercanía de la muerte muy semejante a la que se experimenta en circunstancias bélicas. Digo “supongo” porque, como yo, sin duda somos muchos los que nos encontramos en zonas relativamente francas que, aparentemente ajenas a esa violencia, nos permiten una vista lejana y confortable del fenómeno apoyada en los medios de comunicación. Sin embargo, cada disparo, cada decapitación, cada muerto encontrado en un terreno baldío  o en un basurero es, en conjunto y por separado, un mensaje y una señal inequívoca de que la violencia y la muerte ganan terreno y se desbordan sobre la población. Por eso no me extraña que tanto las víctimas directas como los espectadores o víctimas indirectas, unidas por la misma amenaza, no seamos capaces de articular los sonidos lógicos que signifiquen la realidad terrible de la que somos testigos.
            Dantesco, si se analiza bien, no es la palabra correcta. El significado de las escenas violentas a las que me he referido es, en esencia, otro muy diferente. Las define mejor la palabra agravio que la palabra infierno. Los conceptos que, sin asirlas del todo, gravitan alrededor de ellas son: infamia, injuria, golpe, amenaza de la muerte y duda: lo terrible. Los repito una y otra vez, como una letanía, al mismo tiempo que veo los titulares y las fotos sangrientas de los periódicos y de internet. Es así que encuentro en la literatura la secuencia de sonidos capaces de nombrar lo inefable. Supongo que en eso consiste la verdadera función de este arte: alcanzar o aproximarse a las cosas por medio del lenguaje. Recuerdo un poema y, como en esos bellos libros de poesía ilustrada con estampas de dibujos, fotografías, paisajes o esculturas, me doy cuenta de que los versos que ahora recito de memoria son los que, expositiva y estéticamente, explican con transparencia las imágenes que en los últimos años se han convertido en el telón de fondo de nuestras vidas. El poema es “Los heraldos negros”, de César Vallejo, y lo reproduzco en seguida con la condición de que quien lo lea lo haga como yo, invocando las atroces imágenes de las que hablo, como si fuera el curador de un museo, el editor de un álbum macabro o el encargado de prologar un libro de Teresa Margolles:

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma. ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre. ¡Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes. ¡Yo no sé!

            Versos fuertes para acontecimientos horribles, pavorosos como verdugos. De alguna manera, gracias a cierta elocuencia dolorosa, Vallejo accede a la verdad del encuentro del hombre con la muerte, del que se desprende la infinita desazón, el llanto, el sendero de tinieblas. Las palabras azoradas del poeta van más allá del hipnótico fraseo de los versos; dan el primer paso de un importante proceso: el de la enunciación, la conquista de lo oscuro. Su belleza es un canto que sublima y doma al dolor, a la vez que cuenta lo inenarrable con un ritmo áspero. Aunque el poema no fue escrito expresamente para la situación que aquí planteo, se actualiza en cualquier momento humano de contacto con la muerte. Esto se debe, creo, a que está compuesto por un sentimiento difícilmente expresable y muy antiguo, quizás anterior a su fecha de escritura, como si fuera la copia del llanto del primer hombre que fue testigo de la muerte en la Tierra. Cada vez que lo leo revivo la sensación de aquel momento lejano en que vi por primera vez un cadáver, y es esta sensación la que expresa con exactitud lo inefable a lo que me refiero. 
            Violencia, muerte. José Revueltas dijo que lo terrible “viene a ser incomunicable por dos razones: una, cierto pudor del sufrimiento para expresarse; otra, la inverosimilitud: que no sabremos demostrar que aquello sea espantosamente cierto”. Sí, la primera sensación que se tiene cuando se experimenta o se ve algo horrible es, dándole la razón a Revueltas, la imposibilidad pudorosa de la comunicación, la incompatibilidad ontológica entre la situación y la palabra. Esta opinión es verdadera, mas no insuperable. Lo terrible es una realidad amorfa y desmesurada que se presenta frente al ser humano carente de clasificaciones, es decir, inasible. La tarea del hombre consiste en adueñarse de ella para intentar convertirla en certeza. La herramienta para ello es el lenguaje, porque como dice Sergio González Rodríguez en su libro El hombre sin cabeza: “Ponerle nombre a las cosas, o señalarlas en el mundo, reviste un lance estratégico respecto de la fenomenología del miedo y el potencial destructivo/constructivo de éste […] Y recordar que nombrar es distinguir. En otras palabras, desprender de lo informe, de lo inasible y, en consecuencia, de lo abrumador y acaso repugnante o siniestro”. Así procede César Vallejo en “Los heraldos negros”, y en casi toda su poesía. 
            Por eso ahora, al ser espectador de tanta violencia y asesinatos, recuerdo el poema del poeta peruano y, tal vez para controlar el desazón que me producen las fotografías atroces, lo recito y utilizo para dar sentido, como en una novela gráfica, a ciertas imágenes que bombardean la vida cotidiana de los mexicanos. Porque existen realidades tan fuertes que, para ser asimiladas por el hombre, necesitan no sólo de una palabra adecuada que las defina, sino de obras y construcciones poéticas completas. Así, como ha sucedido con otras palabras provenientes del arte, la expresión heraldos negros debería pasar al uso cotidiano para hacer referencia a los ataques violentos que cercan a la población como a una Numancia indefensa. “Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; / o los heraldos negros que nos manda la Muerte”.


Texto hallado en los escombros del avionazo

(Publicado en Este país)

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Un fragmento de la Ciudad de México fotografiado por Pablo López Luz
A punto de abordar el avión que me llevará a pasar unos días en mi ciudad natal, recuerdo que hace diez años, cuando estudiaba la preparatoria, mi mayor ambición era mudarme a esta Ciudad de México, urbe a la que imaginaba como recinto de la cultura nacional, sitio enigmático donde se intersectan distintas temporalidades históricas, laberinto de concreto engastado en un “alto valle metafísico” (diría Alfonso Reyes). La verdad es que no me equivocaba: en sus mejores momentos, esta ciudad es todo lo anterior y mucho más. Sin embargo, era otra idea del DF la que más me atraía: el estereotipo pintoresco del chilango ingenioso, astuto y resolutivo del que oía hablar por todos lados, incluso en un par de canciones de Alejandro Lora: “Chilango incomprendido” y “Chilangolandia”. La primera trata de un provinciano que llega a vivir al DF, donde tiene que desempeñar toda clase de oficios peregrinos (“hasta narco y atracador”) e inventar rarísimos artilugios para sobrevivir (consigue un automóvil convertible que adapta para vender por las mañanas jugos y por las noches hot dogs…). En la segunda canción, el cantante sostiene, mitad en broma y mitad en serio, que aquí hasta “el más tullido es alambrista” y “el más pelón se hace trenzas”. Asimismo, se vanagloria anunciando que en esta ciudad hay “de todo”, y con cinismo orgulloso afirma: “si algo no lo tenemos, aquí lo fabricamos, para eso somos expertos los chilangos”. En mi época preparatoriana, lo anterior me seducía: arrobado, fantaseaba con una ciudad cuyos habitantes, inmersos en un ambiente extremadamente competitivo, terminaban por convertirse en embaucadores retóricos, mercachifles de piratería insólita, farmacéuticos de falsas panaceas, alambristas tullidos capaces de fabricar las más primorosas bisuterías… en fin: ciudadanos imposibles y delirantes que con el paso de los siglos han construido una ciudad a su imagen y semejanza.
Obviamente, la realidad nunca coincidió del todo con ese preconcepto fantasioso. Sin embargo, con el paso del tiempo he podido comprobar que los estereotipos, como escribió Carlos Fuentes, “contienen un grano de verdad, aunque la repetición constante lo haya enterrado”. Yo mismo, hace cuatro años aproximadamente, siendo ya habitante de esta ciudad, sentí que personificaba el estereotipo descrito en la canción “Chilango incomprendido”: durante unos meses tuve que ser, casi al mismo tiempo, vendedor de cigarrillos y jugos en un semáforo, repartidor de propaganda de una hot line para hombres homosexuales afuera de la estación del metro Insurgentes, vendedor de muñecos de peluche usados en un puente peatonal (los conseguía regalados, los lavaba para que parecieran nuevos y los embalaba en bolsas de celofán), velador en un departamento que iba a ser embargado, botarga en un centro nocturno y distribuidor de discos piratas en el metro (yo mismo los grababa, imprimía las portadas y los comercializaba en los vagones). “Hay que tener ingenio para sobrevivir entre tantos millones que vivimos aquí”, diría Lora.
En realidad, ahora que lo pienso, más que como el personaje de la canción, me sentía como Maciosare, el protagonista de la divertida novela ¡Pantaletas! de Armando Ramírez. El tal Maciosare –como yo en ese entonces– era estudiante universitario (él cursaba sociología y yo letras, ambos en la UNAM) pero se dedicaba al comercio informal y callejero. Al final, después de numerosas tribulaciones y de realizar varios trabajos raros, se convirtió en empresario porque un día, mientras viajaba en el metro, se le ocurrió la genial idea de fabricar y vender unos modelos inéditos de pantaletas a los que nombró “Papayon’s Fashion”, “The Tamalon Style” y “Sirenón Style”, destinados a las mujeres de tallas grandes. El personaje Maciosare cumple con todos los rasgos del estereotipo chilango al que me refiero: empujado por las circunstancias adversas de la vida en la ciudad, pone en marcha su ingenio e inventa algo único y raro que además adereza con un toque de humor picante. Yo, a diferencia de él, no he inventado nada, muy pronto abandoné las ocupaciones rocambolescas y mejor me dediqué a escribir textos. Sé que si hubiera perseverado en la comercialización de peluches usados quizá mi situación económica sería mejor, pero ni modo, así se dieron las cosas para mí…

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Mezcla de melodrama, comedia y novela picaresca, ¡Pantaletas! es un libro estupendo cuyas cualidades literarias son –paradójicamente– blanco de las críticas más feroces. Escrito congruentemente con un lenguaje que refleja a la perfección la realidad callejera de los vendedores ambulantes de esta ciudad (Armando Ramírez nació, creció y vive en el barrio de Tepito), ostenta una incorrección léxica que puede resultar ofensiva para los lectores puristas. Lo mismo sucede con otras novelas de este autor (en especial con Chin chin el teporocho, redactada premeditadamente con faltas de ortografía porque el narrador y protagonista es un indigente, y con Pu, cuya trama sórdida se desarrolla a través de un flujo lingüístico agresivo y coprológico): su propuesta estética no se ciñe a las normas y los gustos literarios aceptados en el canon de lo bello. Sin embargo, yo las colocaría sin escrúpulos en el mismo estante que ocupan las grandes novelas que se han escrito sobre la Ciudad de México: La región más transparente de Carlos Fuentes, Ojerosa y pintada de Agustín Yáñez, Hotel DF de Guillermo Fadanelli y Hombre al agua de Fabrizio Mejía Madrid, por mencionar sólo algunas. Esa última, por cierto, me parece interesante porque aborda de manera hiperbólica e inteligente el estereotipo del chilango ingenioso, astuto y delirante.
Entre los personajes chilangos de Hombre al agua se encuentran el inventor de “la Vitamina Azteca”, el de “los automóviles que funcionaban con orina humana”, el de “los ‘chiquiadores’ que curaban hasta el cáncer” y el artífice del “flogisto”, una máquina que producía dinero. Aunque tales embaucadores parezcan insuperables, palidecen frente a los personajes históricos que Mejía Madrid presenta para comprobar que desde el lejano siglo XVII han existido en esta ciudad individuos que, dueños de un carácter chilango avant la lettre, se dedican a idear proyectos falsamente milagrosos para solucionar los males de su entorno y, de paso, ganarse unas monedas. Entre ellos se encuentran Enrico Martínez, que convenció a un virrey para que le pagara por hacer un túnel imposible por donde supuestamente saldría toda el agua que inundaba la capital de la Nueva España; Francisco de Viana, quien persuadió a otro virrey para que también le pagara por redactar un infalible proyecto para evitar los incendios en la ciudad, y Joaquín de la Cantolla y Rico, que se granjeó la amistad de Porfirio Díaz con la intención de venderle un alucinante proyecto para establecer viviendas multifamiliares en globos aerostáticos.


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Me detengo. Cualquiera que lea lo que hasta aquí he escrito podrá decir, con toda razón, que estas cosas no son exclusivas de la Ciudad de México ni de nosotros los chilangos. Es cierto: en todo el mundo sucede lo mismo: la gente tiene que ganarse la vida y para ello cada quien encuentra la manera más atractiva de ofrecer sus servicios. En el fondo, todos somos un poco embaucadores. De eso trata la historia humana, o al menos la historia del capitalismo (“La reproducción de la sociedad capitalista se consuma en la repetición de infinitos encuentros transaccionales entre el capital en el rol de comprador y el trabajo en el rol de producto”, dice Zygmunt Bauman). Mientras reflexiono en todo esto, veo que por fin podremos abordar el avión, que llega con una hora de retraso. Durante el vuelo corregiré este texto y en cuanto llegue a Mazatlán lo enviaré a la revista donde trabajo. Como dicen por ahí: “chamba es chamba”. Me emociono porque la ciudad vista desde el aire siempre es hermosa.

Un western nunca es sólo un western

(Publicado en Este país)
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Ése era el título de la pintura de José Alberto Zendejas Mena (Guanajuato, 1982) que tenía frente a mí: un cuadro de madera de 57.5 x 87.5 centímetros pintado con acrílico y barniz, de fondo rosa y una figura rara e infantil en el centro que hacía pensar más en una rebanada de pastel deforme que en vaqueros y pistolas. Se trataba de esas obras cuyo título no guarda ninguna relación evidente con su forma. No sé si compraría un cuadro de ese artista, pero me pareció que su estilo juguetón y naïf transmitía una atractiva insolencia. La elección de colores poco serios y formas sin significado me hizo sentir que estaba frente a algo que negaba el dramatismo de otras pinturas que había visto, aunque después pensé que quizá lo verdaderamente dramático se encontraba en esa simplicidad absurda y colorida que tenía un nombre extravagante. Salí de la XV Bienal de Pintura Rufino Tamayo preguntándome por qué, aun cuando sabía que otras pinturas eran más memorables e impactantes, me había impresionado ésa que se llamaba Un Western nunca es sólo un Western.
Después caí en la cuenta de que parte del influjo pictórico que operaba sobre mí se debía a la promesa de lo inesperado que había en aquel título, el cual me hacía pensar en un mundo perfecto donde todos los productos artísticos irían más allá de la etiqueta que los cataloga, donde un retrato siempre sería más que un retrato y una novela rosa ofrecería más que besos empalagosos y finales felices. Lo malo es que la realidad no es así, y para comprobarlo basta con ir a una librería, encender la radio o ir a comprar una película: muchos libros, canciones y filmes son monótona y desagradablemente iguales. Pero ¿por qué no nos mostramos indignados ante lo lejos que se encuentra ese mundo perfecto? Parece que es una falta de consideración por parte del espectador el irritarse si, después de haber pagado más de cincuenta pesos en la taquilla del cine, ha visto una película de amor que es exactamente igual de predecible que muchas otras que ya ha tenido la molestia de ver –y pagar. Parece, como diría Vivian Abenshushan, “que la domesticación es general, que el imperio de lo mismo ha conquistado una prolongada, sórdida e impenetrable recesión estética y vital”. ¿Estamos acaso condenados a que los westerns que veamos sean, simple y ramplonamente, sólo westerns? Lo producido por el mercado “¿Nos lo vamos a tragar de a poco hasta la indigestión?”.
Digo esto porque, hace pocos días, me encontré en la librería, publicada por la editorial Mondadori, una novela que se llama Chinola Kid (2012), de Hilario Peña (Mazatlán, 1979). La compré gracias a los siguientes señuelos mercadotécnicos: a) la portada me gustó (es lo mejor del libro), b) esa editorial publica a algunos escritores que me gustan, c) tengo la costumbre (chovinista y quizá reprobable) de adquirir todo lo hecho por mis paisanos mazatlecos, y d) la envoltura tenía un lustroso cintillo color verde limón con esta leyenda: “El primer narcowestern de la literatura mexicana”. Caí redondito. Le creí al pintor Zendejas Mena y, mientras me dirigía hacia la caja registradora, me repetí, entusiasmado: “¡Un western nunca es sólo un western, mucho menos cuando se trata de un narcowestern!”
Pues bien, me equivoqué. Chinola Kid resultó ser el mejor ejemplo para ilustrar la futilidad de la literatura producida para el mercado con el único fin vender algo divertido y desechable: se anuncia como algo nuevo y de moda (las narconovelas están –¿o estaban?– en su apogeo comercial), luce una portada llamativa, pero no tiene nada original ni estéticamente notable. Escrita en una prosa plana, colmada de gerundios pero vacía de contenido complejo, es una novela que narra la historia inverosímil de Rodrigo Barajas, un narcotraficante, asaltante y sicario que abandona con total impunidad –como si eso fuera posible en el mundo del crimen organizado– los deberes que le impone el Turco, su jefe, un poderoso capo de Tijuana. Después, casi por arte de magia, Barajas se convierte en el angelical comisario de El Tecolote, un pueblo de la sierra de Sinaloa, donde desafía él solo a los narcos y se dedica a erradicar la maldad del mundo con los métodos más rancios y chafas que existen: prohíbe escupir en la calle, multa a quienes dicen groserías frente a las mujeres y convence a un presidente municipal que apoya a los narcos con las siguientes palabras: “¿acaso sus padres le pagaron sus estudios para que se terminase convirtiendo en un político corrupto que se vende al mejor postor?”. La verdad es que el lector sólo puede reírse al descubrir los procedimientos del comisario, pues todos sabemos que, en la vida real, esa retórica no hace cambiar de opinión ni a un niño de preescolar.
Mientras pasaba las páginas, me preguntaba si el libro exigía ser leído como una burla que ponía de relieve lo ridículo que a veces resultan los vaqueros de los westerns –tipos rudos al estilo de Clint Eastwood. ¿Hilario Peña había hecho de Barajas una caricatura para después dar un giro inteligente y revelar sus intenciones narrativas? Un escritor sólo puede darse el lujo de crear historias y personajes tan insostenibles como los de Chinola Kid si su intención es hacer algo satírico. Sin embargo, cuando llegué al final del libro, absolutamente desconcertado, me di cuenta de que todo era en serio. Mi indignación de lector defraudado se agravó porque acababa de comprobar en dos películas que sí es posible reelaborar el género western de manera inteligente y humorística. Takashi Miike y Quentin Tarantino, con sus filmes Sukiyaki Western Django (2007) y Django sin cadenas (2012), respectivamente, lograron lo que brilla por su ausencia en Chinola Kid: utilizar las deficiencias de un tema que podría parecer demasiado visto (las historias de pistoleros) para crear obras que, por sus méritos estéticos, sean singulares o, al menos, reconocibles en su calidad de sátiras llevadas al extremo.
En la novela de Peña las cosas ocurren porque sí. Los motivos que orillaron a Barajas a abandonar la mafia y a convertirse en comisario son omitidos por el escritor, que parece ignorar que ese era el punto dramático y psicológico más interesante de su historia. La única explicación que se le da al lector es la siguiente: “Antes era una sanguijuela más, creyendo que el mundo no me merecía y que si ganaba dinero ensangrentado era porque el sistema estaba mal. Luego descubrí la verdad…”, dice Barajas con un tono de iluminado que no le queda. Y después no se vuelve a tocar el tema. De igual forma simplona e inexplicable se resuelve el clímax del final, cuando está a punto de estallar en El Tecolote la batalla máxima entre mafiosos, ejidatarios y el comisario. De pronto, una anciana entra providencialmente en escena (deus ex machina): es la tierna madre del Turco, que le jala las orejas a su hijo narco y lo obliga a poner alto al fuego.
Quizá soy demasiado severo en mis comentarios. Después de todo, Peña tuvo la precaución de colocar en el comienzo de su libro este epígrafe de Alejandro Jodorowsky a manera de advertencia o disculpa anticipada: “Estas aventuras de vaqueros –escritas con toda humildad, sin la esperanza de tener lectores cultos ni con la posibilidad de expresar nada profundo, sabiendo que esas obrillas serían despreciadas por los críticos […]”. Quizás él no cree que un western deba ser más que un western. Tal vez el señor Peña escribe estas sencillas historias para relajarse. En ese caso, él no merece ser criticado. El verdadero reclamo es para los que dirigen la editorial Mondadori, que venden a 199 pesos lo que El libro vaquero ofrece a ocho. Si viviéramos en el viejo Oeste, no dudaría en obligarlos con mi revólver a que me devolvieran mi dinero.