(Texto publicado en Este país)
“DANTESCO” sería una
buena palabra para rotular las noticias cotidianas que nos informan sobre la
última masacre, el último desaparecido, el último migrante centroamericano
cuyos órganos fueron extirpados y vendidos por una mafia solapada por las
autoridades. Porque al utilizar el epíteto y la referencia al poeta toscano se logra
expresar con cierta transparencia el horror de dichos acontecimientos. Quien
haya leído La Divina Comedia, recuerda las descripciones de
algunos círculos del Infierno y puede, sin mucho esfuerzo comparativo, corroborar
el parecido que éstas mantienen con ciertos sucesos vernáculos del presente. Se
realiza un proceso definitorio del pensamiento regido por la metáfora. De una
metáfora, se dice que es la definición de una realidad por medio de un vocablo
con el que comparte uno o más rasgos semánticos, en ocasiones no muy evidentes.
Así sucede con el adjetivo dantesco: que una fotografía de la
prensa contemporánea pueda ser calificada de esa manera no quiere decir que haya
captado un ángulo del paisaje infernal compuesto por Dante y al que la
escatología cristiana ha dedicado más de un mamotreto teológico; lo que pasa es
que comparte con el infierno determinados rasgos que producen espanto por su
crueldad o por tener en su seno elementos de conflagraciones macabras. De igual
manera ocurre con la palabra goyesco, que, cercana al campo semántico de lo dantesco, se
refiere a las cosas o situaciones que son parecidas al estilo del pintor
español Francisco de Goya, es decir, grotescas, irreales o tenebrosas. Se trata
de la incorporación al dominio público de términos o expresiones pertenecientes
al ámbito artístico, por ser éstos con los que se puede alcanzar mayor exactitud
en la comunicación de algunas cosas que impactan por su alto grado de
emotividad o inefabilidad.
El arte es un prolífico acuñador de
palabras y frases. Dilemas hamletianos, empresas quijotescas, grandiosidades wagnerianas,
luchas olímpicas, dimensiones homéricas, son ejemplos
de expresiones metafóricas que difícilmente podrían ser dichas de otro modo. Un
caso simpático es la frase, todavía vigente, “Si Kafka hubiera sido mexicano,
sería un escritor costumbrista”, explicada por Gabriel Zaid en un ameno ensayo
titulado “Avatares kafkianos” como una burla que alguien hizo del gobierno del
entonces presidente Luis Echeverría. Resulta curioso darse cuenta de que uno de
los adjetivos que mejor califican a la realidad mexicana es el que proviene de
la referencia a un escritor checo. Si todos los derechohabientes del IMSS
fueran lectores de Kafka, la palabra kafkiano sería una de las
más utilizadas del léxico mexicano.
El quid de la
cuestión es la capacidad referencial de las palabras para asir la realidad
valiéndose del funcionamiento del signo lingüístico, es decir, del proceso del
conocimiento que otorga a cada significado, objeto o evento, un significante o
concepto que lo defina. A veces el significante es incapaz de contener al
significado, así como en ocasiones el significado carece de significante que lo
exprese. No existen todas las palabras para nombrar todas las situaciones
existentes o posibles.
Borges se planteaba la creación de
un vocabulario poético que fuera capaz de nombrar lo que él llamaba las
“representaciones no llevaderas por el habla común”, o lo que es lo mismo,
capaz de nombrar las imágenes o sensaciones que, por su fulgurante
cotidianidad, son portadoras de una belleza para la que no existe un vocablo
preciso. “¿Por qué no crear una palabra, una sola, para la percepción conjunta
de los cencerros insistiendo en la tarde y la puesta de sol en la lejanía?”, se
preguntaba Borges. Ya que en el léxico de una lengua no se cuenta con un
vocablo para cada objeto, sensación o sentimiento, la utilización de metáforas
y la invención poética se vuelven imprescindibles y superiores a la función
referencial y unívoca del lenguaje, pues adquieren mayor fuerza expresiva, como
si con ellas lograra esplender con la certeza de una intuición afortunada lo
que se desea comunicar.
Imagino lo difícil que ha de ser
expresar, con palabras inmediatas, el sentimiento de miedo y atroz desasosiego
que resulta de vivir en carne propia las situaciones tristemente cotidianas a
las que me refería al inicio cuando hablaba del adjetivo dantesco. Supongo que
es lógico el hecho de que los mexicanos que luchan a diario con esa realidad se
sientan amenazados, pues saben que es cuestión de suerte el morir por una fuerza
criminal mientras realizan sus actividades consuetudinarias. También supongo
que es lógico que no encuentren la expresión correcta para comunicar esa
sensación de peligro y cercanía de la muerte muy semejante a la que se
experimenta en circunstancias bélicas. Digo “supongo” porque, como yo, sin duda
somos muchos los que nos encontramos en zonas relativamente francas que,
aparentemente ajenas a esa violencia, nos permiten una vista lejana y
confortable del fenómeno apoyada en los medios de comunicación. Sin embargo,
cada disparo, cada decapitación, cada muerto encontrado en un terreno baldío o en un basurero es, en conjunto y por
separado, un mensaje y una señal inequívoca de que la violencia y la muerte
ganan terreno y se desbordan sobre la población. Por eso no me extraña que
tanto las víctimas directas como los espectadores o víctimas indirectas, unidas
por la misma amenaza, no seamos capaces de articular los sonidos lógicos que
signifiquen la realidad terrible de la que somos testigos.
Dantesco, si se analiza bien, no es la palabra correcta. El significado de las
escenas violentas a las que me he referido es, en esencia, otro muy diferente.
Las define mejor la palabra agravio
que la palabra infierno. Los
conceptos que, sin asirlas del todo, gravitan alrededor de ellas son: infamia,
injuria, golpe, amenaza de la muerte y duda: lo terrible. Los repito una y otra
vez, como una letanía, al mismo tiempo que veo los titulares y las fotos
sangrientas de los periódicos y de internet. Es así que encuentro en la
literatura la secuencia de sonidos capaces de nombrar lo inefable. Supongo que
en eso consiste la verdadera función de este arte: alcanzar o aproximarse a las
cosas por medio del lenguaje. Recuerdo un poema y, como en esos bellos libros
de poesía ilustrada con estampas de dibujos, fotografías, paisajes o esculturas,
me doy cuenta de que los versos que ahora recito de memoria son los que,
expositiva y estéticamente, explican con transparencia las imágenes que en los
últimos años se han convertido en el telón de fondo de nuestras vidas. El poema
es “Los heraldos negros”, de César Vallejo, y lo reproduzco en seguida con la
condición de que quien lo lea lo haga como yo, invocando las atroces imágenes
de las que hablo, como si fuera el curador de un museo, el editor de un álbum
macabro o el encargado de prologar un libro de Teresa Margolles:
Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma. ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma. ¡Yo no sé!
Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre. ¡Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes. ¡Yo no sé!
Versos fuertes para
acontecimientos horribles, pavorosos como verdugos. De alguna manera, gracias a
cierta elocuencia dolorosa, Vallejo accede a la verdad del encuentro del hombre
con la muerte, del que se desprende la infinita desazón, el llanto, el sendero
de tinieblas. Las palabras azoradas del poeta van más allá del hipnótico fraseo
de los versos; dan el primer paso de un importante proceso: el de la
enunciación, la conquista de lo oscuro. Su belleza es un canto que sublima y
doma al dolor, a la vez que cuenta lo inenarrable con un ritmo áspero. Aunque
el poema no fue escrito expresamente para la situación que aquí planteo, se
actualiza en cualquier momento humano de contacto con la muerte. Esto se debe,
creo, a que está compuesto por un sentimiento difícilmente expresable y muy
antiguo, quizás anterior a su fecha de escritura, como si fuera la copia del
llanto del primer hombre que fue testigo de la muerte en la Tierra. Cada vez
que lo leo revivo la sensación de aquel momento lejano en que vi por primera
vez un cadáver, y es esta sensación la que expresa con exactitud lo inefable a
lo que me refiero.
Violencia, muerte. José
Revueltas dijo que lo terrible “viene a ser incomunicable por dos razones: una,
cierto pudor del sufrimiento para expresarse; otra, la inverosimilitud: que no
sabremos demostrar que aquello sea espantosamente cierto”. Sí, la primera
sensación que se tiene cuando se experimenta o se ve algo horrible es, dándole
la razón a Revueltas, la imposibilidad pudorosa de la comunicación, la
incompatibilidad ontológica entre la situación y la palabra. Esta opinión es
verdadera, mas no insuperable. Lo terrible es una realidad amorfa y desmesurada
que se presenta frente al ser humano carente de clasificaciones, es decir,
inasible. La tarea del hombre consiste en adueñarse de ella para intentar
convertirla en certeza. La herramienta para ello es el lenguaje, porque como
dice Sergio González Rodríguez en su libro El hombre sin cabeza:
“Ponerle nombre a las cosas, o señalarlas en el mundo, reviste un lance
estratégico respecto de la fenomenología del miedo y el potencial
destructivo/constructivo de éste […] Y recordar que nombrar es distinguir. En
otras palabras, desprender de lo informe, de lo inasible y, en consecuencia, de
lo abrumador y acaso repugnante o siniestro”. Así procede César Vallejo en “Los
heraldos negros”, y en casi toda su poesía.
Por eso ahora, al ser
espectador de tanta violencia y asesinatos, recuerdo el poema del poeta peruano
y, tal vez para controlar el desazón que me producen las fotografías atroces,
lo recito y utilizo para dar sentido, como en una novela gráfica, a ciertas imágenes
que bombardean la vida cotidiana de los mexicanos. Porque existen realidades
tan fuertes que, para ser asimiladas por el hombre, necesitan no sólo de una
palabra adecuada que las defina, sino de obras y construcciones poéticas
completas. Así, como ha sucedido con otras palabras provenientes del arte, la
expresión heraldos negros debería pasar al uso cotidiano para hacer referencia
a los ataques violentos que cercan a la población como a una Numancia
indefensa. “Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; / o los heraldos
negros que nos manda la Muerte”.