Las cabezas son cascos de samurái;
los cuerpos, torres de cemento de diferentes alturas. La más alta mide 30
metros y la más baja 18.
(Enero 2018)
Estoy en la colonia Solidaridad Nacional,
delegación Gustavo A. Madero, a unos cuantos pasos de la serpenteante frontera
con el Estado de México. Acabo de ver a un perro callejero devorar las tripas
rojas de un gato reventado y luego mirarme con ojos de animal zombi. Vi
también, cuando me bajé del camión que tomé en el paradero Indios Verdes, a un
grupo de hombres aceitosos que, en el patio de un taller mecánico, se abismaban
dentro de unos tableros de ajedrez. Y a dos niñas con uniformes de secundaria que
jugaban a enseñarse los calzones en el reflejo de un charco gris.
Una
precisión: no estoy solo; el Shaggy me acompaña. Lo encontré tirado en el piso
de la estación del metro La Raza, comiéndose una mandarina. Hacía dos años que
no nos veíamos y nos abrazamos con gusto. Él esperaba a un conocido suyo que le
entregaría un fanzine anarquista: pero me pasa siempre lo mismo, lo espero y
nunca llega, me dijo. Yo le comenté que iba en busca del Monumento al Drenaje
Profundo y él, sin pensarlo dos veces, decidió acompañarme.
Shaggy me cae bien porque
no es ningún tonto; sabe, por ejemplo, quién fue Nicolae Ceaușescu, y eso es
más que suficiente para ser un buen compañero de viaje en esta ocasión. Pero él
y yo no sólo hablamos del político rumano y su intrincada relación con el
Drenaje Profundo de la Ciudad de México (tema que hoy me obsesiona), ni de monumentos
olvidados, ni de Boris Groys –a quien a quien menciono varias veces para
explicar el proyecto que quiero realizar. También platicamos de la tristeza, de
la falta de ternura en nuestras vidas, de la arenisca que se acumula en las pegajosas
esquinas del alma: soy una calaca y se me mete el smog de la melancolía en los
huesos porque no tengo médula, le confieso en una pausa del metro.
En Indios Verdes, después
de perdernos un rato entre filas de combis, vapores de tacos y puestos de
fayuca electrónica, abordamos la ruta 68, unos camiones amarillos y grandes con
rótulos que dicen “Reclusorio Norte” y que cuestan siete pesos. El chofer
arrancó cuando ya no cabía una persona más.
Traqueteando, pasamos
frente al campus Ticomán del IPN, donde las rejas guindas separan la calle de
los oasis de pastos verdes. Después el camión se internó en barrios quebrados y
sucios, cruzó el río de los Remedios (un cauce de gelatina color cemento) y siguió
por colonias donde la gente detesta a los vegetales, a juzgar por la falta de
árboles y jardines.
Las instrucciones para
llegar a nuestro destino decían que debíamos descender en el crucero de Chalma,
pero ni Shaggy ni yo sabíamos dónde quedaba eso, así que le pregunté a una
muchacha de lentes. Vamos al Cetis No. 7, precisé. Faltan cuatro minutos, respondió
ella como si estuviéramos en un tren alemán. Bájense en la esquina, agregó
después con precisión sorprendente, mientras el estéreo del chofer hacía sonar
una cumbia de rima fácil: “Ven, acércate a mí, que yo me muero por ti”.
Pero no se vayan
caminando, hace mucho sol, mejor tomen el camión que va a metro Politécnico,
insistió, con voz angustiada, lo cual nos pareció enigmático, pues ni el sol
estaba fuerte ni era necesario abordar otro transporte: el Monumento al Drenaje
Profundo se veía, titánico, a no más de doscientos metros del crucero de
Chalma. Pensé dos cosas: o ella deseaba protegernos maternalmente de la
insolación, o su advertencia tenía un significado oculto. Algo así como: si se
van a pie los van a apuñalar.
No hicimos caso y
caminamos por la avenida Benito Juárez (frontera entre la Ciudad y el Estado),
donde encontramos al perro zombi. En la calle Luis Espinosa (llamada así en
homenaje al ingeniero mexicano que durante los siglos XIX y XX dirigió los
trabajos del desagüe del Valle de México), giramos a la izquierda y llegamos a
este lugar, donde el Monumento del Drenaje Profundo asoma su gigantismo detrás de
los muros del Cetis.
Permanecemos un rato en
silencio, observando la ilógica estructura: si estuviera en el espacio
escultórico de la UNAM, o en algún lugar parecido al de las Torres de Satélite,
no se vería tan extraña, tan fuera de sitio. En cambio aquí, en una zona
olvidada por los urbanistas, donde la gente apenas tiene agua potable, entre
calles estrechas, encerrada tras las bardas de un bachillerato técnico de baja
estofa, resulta un cultismo sofisticado y mamón dentro del sintagma elemental y
burdo de la periferia. Pero así es esta ciudad. Aquí los panzones grasosos
juegan ajedrez como sultanes árabes y las niñas se erotizan en espejos de agua
sucia. Aquí estuvo Nicolae Ceaușescu, le digo a Shaggy.
Pasa una patrulla, dos autobuses
y varios peatones. Entonces aprieto el botón de la turbina que llevo en la
mochila y vuelo hacia la parte más alta de las torres de concreto del
monumento: 30 metros sobre el piso. Encima de las torres, veo las cimbras,
hechas del mismo material con que se construyeron los túneles del drenaje. Ahí
viven las palomas, que se espantan al verme, ahí crece el musgo y se encuentra
un inesperado balón de fútbol ponchado que algún estudiante pateó hasta acá. Vuelo
más alto. Pierdo de vista a Shaggy. Examino las nubes, olfateo el smog. Tan
arriba me encuentro que comienzo a ver todo no como una toma satelital de
Google Maps sino como un mapa dibujado con tinta negra. Me divierto imaginando
que realizo un test de Rorschach. ¿Qué formas identifica usted en los límites
políticos de la CDMX? Hace un momento estaba parado donde la figura de la
capital levanta hacia el norte un inesperado cuernito, o donde la silueta de la
pera chilanga tiene su trozo de rama, o donde el corazón infartado de la urbe
yergue un pedazo de aorta rota, respondo.
Sigo elevándome. Tanto
que inicio un viaje en el tiempo. Hacia el pasado. Maniobro con precaución mi
aeromochila, regulo la velocidad de la turbina para aterrizar exactamente el 9
de junio de 1975 a las 10:10 horas en la base del monumento. Lo consigo.
Es una mañana hermosa y
fresca de primavera.
El Cetis aún no existe y
el cerro de enfrente, verde por las lluvias, todavía no ostenta la falda de
casas grises que lo vestirá en el año 2017. Tampoco hay bardas. En este terreno
sólo se ven, armónicos, el monumento sobre una base circular de concreto, un
área de césped, el museo semicircular de las obras hidráulicas dedicado a la
memoria de los trabajadores que perdieron su vida durante la construcción, y un
evento multitudinario a punto de comenzar, algo parecido a un mitin político.
Pancartas de apoyo al PRI, gente sentada y de pie, flores, banderas tricolores,
ingenieros, obreros, policías secretos, periodistas. Al frente, un podio, una
mesa larga cubierta con mantel rojo y varios funcionarios públicos a los que se
les empiezan a calentar las cabezas por el sol. En medio distingo a Luis Echeverría
–traje gris claro, lentes, calvicie bruñida, cuerpo rígido– y, a la izquierda,
a su homólogo, el conducător Nicolae Ceaușescu, presidente de la
República Socialista de Rumania. Se encuentra de visita oficial en México; sonriente
y silencioso, cumple su papel de padrino extranjero del Sistema de Drenaje Profundo
del Distrito Federal, obra que el gobierno mexicano inaugura con la esperanza
de desalojar las aguas negras y fluviales de la Cuenca del Valle de México y
dar fin a la obsesión que desvela a la ciudad desde los tiempos de
Tenochtitlan: el pánico a hundirse en el lodo.
Porque cada urbe tiene
sus pesadillas (¿cuál será la de Bucarest?), sus terrores íntimos, y la Ciudad
de México le teme, más que a los terremotos, al fango. Su historia se define
como una lucha contra la imagen de sí misma hundiéndose en el caldo lodoso de
la inexistencia, en su propia diarrea disolvente: las chinampas, los
albarradones de Nezahualcóyotl, los desesperados desagües novohispanos, las
inundaciones de la capital independiente, los faraónicos canales y túneles de
Porfirio Díaz, los edificios succionados por el flan del tepetate, el Drenaje
Profundo. Imagen de pesadilla que, tal vez, constituya un deseo inconfesado,
colectiva pulsión de muerte: ¿no sería más conveniente ahogarnos en el cieno y
acabar de una vez por todas con la angustia? No, en lugar de eso, la terca
permanencia, la neurosis del asfalto: quedarse aquí a secar el agua, llenar
camiones de volteo con toneladas de lodo y cubrir todo lo que antes eran lagos
con losas de cemento hasta el horizonte, también las montañas, que todo sea
banqueta. Lo cual ha traído inconvenientes: cuando llueve, el líquido de los
cerros pavimentados corre hacia la cuenca y la ciudad se convierte en alberca
que es necesario drenar con coladeras. Por eso la construcción de esta obra, la
tubería más grande del mundo que el presidente rumano apadrina esta mañana como
un gesto de amistad a este pueblo al que le aterroriza hundirse.

Regreso al año 2017 para sacar a Shaggy de
su contemplación del monumento y decirle que la primera escena de nuestra
película “La soledad de la ciudad desecada” deberá realizarse con objetos a
escala: en un lugar lodoso clavaremos réplicas de edificios emblemáticos del
Distrito Federal, de manera que transmitan la sensación de una catástrofe pantanosa:
la Torre Latinoamericana rota y medio sumergida en el fango, el Monumento a la
Revolución cubierto hasta la cúpula, la Secretaría de Comunicaciones y
Transportes naufragando cual buque fantasma en un piélago de hormigón
reblandecido. Las tomas serán en blanco y negro, la cámara del celular dará
vueltas sobre la estragada ciudad de juguete, simulando un mareado viaje en
helicóptero. Y después hacemos un corte para meter esto: la imagen del Monumento
al Drenaje tras las bardas del Cetis, como un monstruoso ferdydurke de cuatro
cabezas condenado a cursar por siempre el bachillerato técnico, pese a ser él,
se supone, el encargado de salvar a la ciudad de las inundaciones desde 1975. Mostrarlo
como un prisionero de cemento y acero denigrado por lo naif de los recreos
estudiantiles. Y mientras tanto, un narrador dirá las siguientes palabras de
Hugo Hiriart: “Erigidos para hacer perdurar hazañas, los monumentos, entes
melancólicos y paradójicos, refutan su intención y prueban siempre la fugacidad
y la calidad efímera de todas las cosas humanas. Aun los dioses pavorosos
envejecen y mueren. Pero el arte perdura. De la devoción, el terror o la
reverencia nada más sobreviven ingenio de artesano y misterio. Por eso los
monumentos más puros son aquellos cuyo significado se ha perdido”.
Está
mamalón, comenta Shaggy con un tono de voz indescifrable: no sé si le
entusiasma o me da el avión o ya quiere irse. Entonces cruzamos la calle Luis
Espinosa y nos dirigimos al portón metálico del Cetis. Las incontables capas de
pintura de aceite color rojo disminuyen la sensación metálica en mis nudillos. De
pronto, un guardia abre un postigo carcelario para preguntar qué deseamos. Le
explico que me encuentro haciendo una investigación sobre la historia
hidráulica de la ciudad y, por ello, me interesa ver el monumento que hay
adentro. Cierra el postigo. Al cabo de un rato, franquea la plúmbea entrada y
se muestra acompañado por una señora de rostro amable y moreno; su nombre es María
del Rosario Ramírez Coronado, jefa de Servicios Escolares, quien nos pide
anotarnos en una libreta y dejar con el guardia una identificación. Sólo en
este momento pienso que el aspecto y los modos punks de Shaggy pueden resultar
inconvenientes: es un sujeto que jamás saluda ni da las gracias. Sin embargo, a
María del Rosario no parece importarle y nos entrega, como señal de ambigua
hospitalidad, un gafete de visitante a cada uno: ¿esas marcas de forastero
sirven para obtener respeto como huésped, o para vigilarte con mayor facilidad?
Pese a las excesivas normatividades que María de Rosario nos obliga a cumplir
con aplomo policiaco, la noto nerviosa, como si estuviera frente al pizarrón en
su primer día de clases. Advierto que tiene en sus manos una hoja enmicada con
todos los datos históricos del Cetis No. 7 Miguel Lerdo de Tejada. Una especie
de acordeón para no fallar en su paseo guiado por el plantel.
Para romper el hielo,
pregunto si viene mucha gente a ver el monumento. Me dice que no. Las últimas
personas interesadas vinieron en 2005; hacían un libro para la UNAM, uno sobre
lugares extraños de la ciudad: el Cetis les pareció exótico. ¡Ah, los
citámbulos!, le digo, entusiasmado. Sí, creo que así se llaman, me contesta.
Entonces, de golpe, recuerdo un montón de cosas olvidadas. Me abstraigo de
María de Rosario, de Shaggy, de la historia de Nicolae Ceaușescu y Luis
Echeverría. Recuerdo: hubo un tiempo, hace algunos años, que con Vladimir, La
Mami, La Güera y El Púas, me dediqué a ir a los lugares de antiturismo
señalados en la guía Citámbulos. Casi
todos parecían inventados. Recuerdo haber visto consignado, por ejemplo, el
inverosímil Monumento al Drenaje Profundo, pero no venimos. En cambio, fuimos a
buscar el secreto jardín de orquídeas que, supuestamente, se encuentra en una
bodega abandonada de la colonia Industrial Vallejo, entre dos calles
larguísimas. Es una zona de naves industriales, trailers estacionados en la
calle, fábricas viejas de zapatos y vías de ferrocarril que se internan por
estrechos pasillos y se pierden en pasadizos rematados con portones oxidados. Era
domingo, así que el barrio tenía un aire fantasmagórico, abandonado. Se nos
hizo tarde peinando las calles, saltando bardas, huyendo de los perros
guardianes, interrogando a los veladores, siguiendo arabescas vías férreas. Al
final, concluimos que el jardín de orquídeas era el lugar comodín del que se
advertía en el prólogo de Citámbulos:
“todos los sitios son verdaderos, excepto uno; el explorador lo descubrirá”.
Cansados, fuimos a la casa de Vladimir, que vive en la colonia San José de la
Escalera, cerca de ahí. En su patio hay dos lavadoras inservibles, tres perros
(Goliath, Séneca y La Concha) y en medio crece un árbol de mango –rareza
botánica en la Ciudad de México– bajo el cual su familia colocó una mesa y seis
sillas. Ahí comimos, bebimos cerveza y mezcal. Dentro de su habitación, Ana,
hermana de Vladimir, discutía con Shaggy, que en ese tiempo era su novio. Él y
yo no éramos amigos directos, pero cuando nos encontrábamos platicábamos de
películas y libros. La nuestra era una amistad en potencia: sospechábamos que
podríamos convertirnos en compas inseparables porque desde que nos conocimos
experimentamos atracción, pero nunca dimos el paso decisivo. De pronto, Shaggy
salió del cuarto de Ana. Habían terminado definitivamente su noviazgo. Él tenía
los ojos llorosos. Me saludó y se despidió al mismo tiempo. Lo abracé, lo
confieso, sin prestarle demasiada atención. Salió de la casa. Era de noche. Al
cabo de un rato, Ana se unió a nuestra tertulia. Tratamos de animarla. Le dimos
mezcal. A las tres de la mañana, ella y yo nos fuimos a su cama. Me pidió que
la abrazara y a mí me dieron ganas de hacer el amor, pero Ana me dijo que
estaba triste y sólo quería dormir. Me sentí como un canalla oportunista, pero
traté de solucionarlo comportándome como un hermano responsable, como un
pastorcito que vela el sueño de una cabra enferma. Eso fue todo. Un par de días
después, olvidé el asunto. Sin embargo, a partir de ese momento le perdí la
pista a Shaggy. Fue como si las arenas movedizas de la ciudad se lo hubieran
tragado. Eliminó incluso su cuenta de Facebook. Ana se fue a Francia y al poco
tiempo se consiguió un novio normando llamado Vincent, de modo que Shaggy se
borró aún más del círculo de amigos (nunca imaginé que lo volvería a ver, tres
años después, en una estación del metro, justo hoy). Mientras tanto, la vida
siguió y yo continué con lo mío: por esas fechas comenzaba a interesarme la
historia de los desagües de la Cuenca de México. Poco después, obtuve una beca
de dos años gracias a la cual escribí una novela cuyo título es, precisamente, Desagüe: algo así como una biografía
mutante del Gran Canal construido por Porfirio Díaz. El proyecto, en un
principio, era distinto. Planeaba hacer un libro de ensayos histórico-literarios
sobre el tema, pero me sentí encorsetado. En cambio cuando debrayaba, cuando
inventaba personajes y me iba por las ramas –las cloacas– la escritura fluía. Decidí
que mi proyecto se transformaría en una narración ficticia. No puedo decir si
el resultado es bueno o malo –eso en realidad no importa–, pero sí afirmar que durante
el tiempo en que redacté, borré y corregí fui relativamente feliz. Tenía una
ocupación que me dispensaba de cumplir con otras responsabilidades más
mundanas, más verdaderas, enfadosas y presentes. Vivía en un mundo paralelo, el
de mi libro, en un tiempo alterno que aún no llegaba: el de su culminación.
Dentro de la vida real y a la vez fuera de ella. Exactamente lo que describe Boris
Groys en su ensayo “La soledad del proyecto”.
Según el pensador alemán,
un proyecto es, sobre todo, la declaración de un futuro nuevo y alternativo; la
postulación y paulatina realización de algo que aún no existe: un libro, un
edificio, una filosofía, una vacuna. Para llevarlo a cabo, el realizador debe
aislarse de la sociedad y colocarse en una suerte de tiempo paralelo o
heterogéneo al de los demás miembros de su comunidad. Se trata de una de las pocas circunstancias de
la vida en que el aislamiento es justificado y bien visto. “El proyecto nos
transporta del presente a un futuro virtual, causando una ruptura entre su
ejecutor y aquellos que esperan que el futuro acontezca. El autor del proyecto
ya conoce el futuro, pues éste no es otra cosa que la descripción del mismo”.
Sin embargo, el porvenir, por más prefigurado que se encuentre en escrupulosos
cronogramas, siempre deparará sorpresas y, en cierto sentido, puede
considerarse, desde ahora, irrealizable, escurridizo. ¿Quién se atrevería a
decir con sensatez que lo planeado se cumple punto por punto? Ni siquiera
proyectos majestuosamente celebrados como el Sistema de Drenaje Profundo confirman
las expectativas. El 9 de junio de 1975, Luis Echeverría anunció que, gracias a
la inauguración de esa obra, “se ha liberado de forma definitiva a la metrópoli
de las inundaciones”. Hoy se sabe que no es cierto y, más aún, que el proyecto ni
siquiera ha sido terminado. Entonces sólo se puso en servicio la primera etapa,
compuesta de 68 kilómetros de túneles subterráneos. En la actualidad el Sistema
cuenta con alrededor de 110, y todavía faltan muchos más porque el proyecto ha
sido interrumpido en varias ocasiones debido a cambios administrativos. Sin
contar con que lo ya construido padece serios problemas. “A la postre”, escribió
el arquitecto Jorge Legorreta, “y como en el caso de otros grandes desagües de
la ciudad, los propósitos del Drenaje Profundo han sido limitados. En época de
lluvias el Emisor Central se encuentra saturado, y según las autoridades
encargadas se ha reducido su capacidad de desalojo de 210 a 150 m
de
agua por segundo”. Lo cual, siguiendo un informe del año 2005 publicado por la
Comisión Nacional de Agua, puede causar que “un área de 650 kilómetros
cuadrados del oriente del Valle de México, en donde viven unos 8 millones de
personas, quede inundada de aguas negras debido al riesgo de una falla
catastrófica en el Sistema”.
La historia que nos cuenta María del
Rosario no es la que yo esperaba.
“Como mayormente se nos niegan los
criterios que permiten determinar si la meta del proyecto ha sido o no
conseguida”, dice Groys, “nuestra atención se desplaza de la producción de la
obra a la vida-en-el-proyecto”.
Ángela Gurría participó en el concurso
para realizar en grande una escultura que celebrara la inauguración del Drenaje
Profundo en 1975. Envió su proyecto a la entidad gubernamental convocante: una
pieza escultórica a escala y un documento especificando el material requerido y
las dimensiones proyectadas: sobre una base circular de 138 metros cuadrados,
se levantarán cinco torres de concreto que representan, cada una, los dedos de
una mano; la más alta debe medir 30 metros y la más pequeña 13; sobre cada una
se colocará un anillo cortado de las cimbras utilizadas en las tuberías del
drenaje. / por lo tanto, tiene la
oportunidad de mirar el presente desde el futuro. estar en la realización de un
proyecto permite blandir una justificación para el autoaislamiento. Mientras
que la vida ordinaria
La ciudad se hunde de dos maneras. La
primera y más elemental consiste en las inundaciones causadas por lluvias o
desbordamientos de canales y drenajes. Fenómeno que ha ocurrido desde tiempos
de Tenochtitlan y contra el cual se ha luchado, durante siglos, a través de un
paradigma consistente en sacar todo el líquido de la Cuenca del Valle de México
por medio de distintos sistemas de desagüe.
La maestra María del
Rosario sigue hablando, o mejor dicho leyendo la hoja enmicada. Más que Jefa de
Servicios Escolares, parece alumna nerviosa. No puede evitar que su exposición
resulte monográfica y árida. Dice que esta institución se fundó en 1902 con el
nombre Escuela Oficial Primaria Superior con Sección en Comercio “Miguel Lerdo
de Tejada”. Era para puras señoritas y se encontraba en el Centro Histórico. En
un principio, se enseñaba a las niñas de 13 a 15 años a vender artículos de
papelería y librería. A finales de la década de 1920, la Secretaría de
Educación Pública amplió los planes de estudio, incorporando un mayor número de
asignaturas, siempre con inclinación hacia las habilidades técnicas
mercantiles: escritura en máquina, taquigrafía, aritmética, nociones de
contabilidad, lengua nacional, inglés. Después de 1937, el recién fundado IPN
convirtió a la escuela Lerdo de Tejada en vocacional para las ciencias sociales
y económicas. En 1952, volvió a estar bajo el control de la SEP. En 1967, se
mudó de instalaciones, a la calle Sabinos, en Iztacalco, donde la escuela vivió
en 1972 otra transformación administrativa debida a una reforma cuya finalidad
era graduar masivamente a jóvenes con habilidades técnicas, listos para
incorporarse al mercado laboral en el sector industrial y de servicios. Se creó
la Dirección General de Escuelas Técnicas Industriales (D.G.E.T.I)
“Cuando nos mudamos a
este predio, lo más urgente fue levantar la barda”. María del Rosario Ramírez
Coronado, jefa de Servicios Escolares, quien me recibió con amabilidad y me
contó, leyendo una hoja enmicada, la historia del plantel: la escuela se fundó
en 1902 como instituto comercial para señoritas y estaba ubicada en el Centro
Histórico, en la calle del Carmen. Luego, en la década de 1970, convertida en
bachillerato técnico, se trasladó a la calle Sabinos, en Iztacalco, pero en
1985 el plantel sufrió daños por el terremoto y tuvo que ser desalojado. Fue en
1998 cuando maestros y alumnos llegaron a la colonia Solidaridad Nacional. Ese
mismo año se delimitó el perímetro con una reja de metal y poco después,
gracias al esfuerzo de los padres de familia, se levantaron los muros altos y
se colocó el plúmbeo portón de metal y postigo corredizo por donde,
inquisitivo, un guardia se asoma y pide credenciales para franquear el acceso.
Tantos años de historia y
resistencia educativa para que el Cetis terminara semejando una penitenciaria
para que los alumnos no se vayan de pinta. O para proteger las instalaciones de
las amenazas externas del barrio: “Cuando llegamos, adentro del museo ya casi
no había nada: todo estaba saqueado”, puntualizó María del Rosario.
Sin embargo, no es por su
aspecto carcelario que he venido a visitar el remoto Cetis No. 7, escuela
pública que se encuentra en uno de los lugares más feos y menos prestigiosos de
la Ciudad de México.
una película
cómo se imagina si él,
chilango de toda la vida, le teme al lodo.
Me contesta que no. Tengo miedo a trabajar
en una empresa donde ser empleado del mes sea un estado de terror psicológico
inculcado por el gerente que te dice: eres el mejor de octubre, si sigues así
durante un año llegarás a subgerente de departamento, pero cuídate porque uno
de tus compañeros –no diré su nombre– viene con todo y te quiere desbancar; si
te refieres a ese lodo, a huevo que le temo, dice Shaggy. Pero tú trabajas en
un museo, le replico. Sí. ¿Entonces a qué viene eso del empleado del mes?Eso
era antes, ya regresé a la tienda de pinturas de mi papá. Le expongo mi teoría
sobre la pulsión de muerte de la Ciudad de México. Le digo que incluso el
Drenaje Profundo es profundo porque sólo así se garantizaba LA SEGURIDAD DE NO HUNDIRSE
SÓLO ENTERRÁNDONOS
EVITAREMOS HUNDIRNOS
10:11 horas: inicia la
ceremonia. Todos de pie a cantar el himno nacional mexicano. Inmediatamente
después, suena el de Rumania.
El conducător Ceaușescu
lleva toda la mañana oliendo mierda mexicana, pero en él siempre ha resultado
difícil identificar indicios de asco. Su rostro es una mueca permanente de
sonrisa bonachona –diríase infantil– e ironía indescifrable. Desde las 9:30
horas, guiado por su anfitrión, siguió la serie de acciones que pusieron en
servicio las instalaciones del Sistema de Drenaje. Antes de llegar aquí, estuvo
en el kilómetro 7 del Gran Canal (antigua e insuficiente cloaca de la ciudad),
donde atestiguó la abertura de la Obra de Toma, que dejó libre el paso de gran
parte del caudal de aguas negras hacia el Interceptor Oriente. En ese lugar, habitantes
de colonias aledañas (la Nueva Atzacoalco, la San Felipe de Jesús) escucharon el
agua escapando en torrente hacia el nuevo curso, dentro de las entrañas de la
tierra, lo cual garantizaba que ya no existiría ningún peligro de inundación
sobre sus casas por desbordamiento del Gran Canal. Tronaron los aplausos y Ceaușescu,
que para esa hora de la mañana lucía demacrado como vampiro abstemio, revivió. Un
rayo de energía le tensó el cuerpo. Porque él no es un ser humano normal: si su
viejo paisano el conde Drácula se alimentaba de sangre, Nicolae lo hace de
aplausos.
Eso lo sé desde antes de volar
a 1975, cuando vi un par de documentales en Youtube. Mi favorito es La autobiografía de Nicolae Ceaușescu,
realizado por Andrei Ujica. Se trata de una película en cierto sentido
exasperante (no hay narrador ni acotaciones informativas de ninguna naturaleza,
y gran parte del largometraje es mudo), compuesta sólo con material rescatado del
archivo de las oficinas de propaganda del gobierno de Ceaușescu. Pedazos de
filmes oficiales, grabaciones
que el presidente aprobaba y muy posiblemente dirigía. Es la película con más aplausos que he visto en mi vida. Cada cuatro
palabras, Nicolae se detiene y un alud de palmas inunda el aire. En la pantalla
el pueblo y los políticos ovacionan, sonríen, desfilan y aclaman hasta la
náusea. Y Ceaușescu recibe, goloso y con cara de pingüino diabólico,
esas demostraciones desmesuradas de afecto.
Ujica editó los archivos de manera que narran, con delicada malicia, la espectacular carrera política de Nicolae,
que no se explicaría.
Ceaușescu gozó de fama internacional durante casi veinte años gracias a
que en 1968 se opuso a la invasión soviética a Checoslovaquia. A partir de ese
momento, el mundo occidental lo recibió como el único dirigente comunista
civilizado. Durante sus años dorados, se creyó pieza clave dentro del frágil
jenga de la Guerra Fría, adoptando siempre una activa política de paz y no
intervención. Tenía relaciones con Mao Tse Tung, Richard Nixon, Fidel Castro y,
por qué no, con Luis Echeverría. En el set de la política mundial era prestigioso
tomarse una foto con él. Pero dentro de su país las cosas no iban bien. El
culto institucionalizado a su personalidad se había salido de control, la
policía secreta sumió en el terror a la población y la economía se desplomaba
mientras el “Héroe de trabajo socialista” ostentaba un báculo de oro y ordenaba
construir para su uso personal el palacio más grande del mundo.
Cuando
reprobó Desde la muerte de su predecesor en la dirigencia del Partido Comunista
Rumano, pasando por los desfiles patrióticos, las visitas a fábricas, campos,
ciudades, los discursos en el Congreso, los encuentros diplomáticos en y fuera
de Rumania, las vacaciones con su esposa Elena, hasta su derrocamiento tras los
disturbios de Timisoara, por los cuales fue acusado de genocidio y luego
fusilado. Veinticuatro años de poder. Fama internacional por haber repudiado la
invasión soviética a Checoslovaquia en 1968. El único dirigente comunista que
era bie recibido por el mundo occidental. Una pieza clave durante la Guerra
Fría.
Si alguien nos buscara en
el mapa, nos encontraría donde, siguiendo un test de Rorschach, la figura de la
capital levanta hacia el norte un inesperado pezón, o donde la silueta de la
pera chilanga tiene su trozo de rama, o donde el corazón infartado de la urbe
yergue hacia el cielo un pedazo de aorta rota.
Estamos exactamente a
trece kilómetros del Zócalo, en una zona que, entre sus dudosos lugares de
interés, cuenta con la pirámide prehispánica de Tenayuca, el Reclusorio Norte
donde viven hacinados 11 mil reclusos, la escuela de misioneros mormones más
grande de Latinoamérica y este lugar: el Cetis No. 7 “Miguel Lerdo de Tejada”.
Visto desde la calle Luis
Espinosa, el Cetis tiene, por sus altos muros, aspecto de prisión, como si
quisiera parecerse al Reclusorio Norte o a su edificio vecino, el gigantesco Centro
de Capacitación Misional México de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días.
Tres instituciones disciplinarias en una zona con altos índices de marginalidad
y crimen; un mismo estilo arquitectónico que tiene en el levantamiento de
bardas uno de sus principios fundamentales. Lo cual no es extraño en una región
donde los cerros, considerados zonas ecológicas, necesitan muros de cemento
para evitar que las construcciones ilegales los cubran por completo.
“Cuando nos mudamos a
este predio, lo más urgente fue levantar la barda”. María del Rosario Ramírez
Coronado, jefa de Servicios Escolares, quien me recibió con amabilidad y me contó,
leyendo una hoja enmicada, la historia del plantel: la escuela se fundó en 1902
como instituto comercial para señoritas y estaba ubicada en el Centro Histórico,
en la calle del Carmen. Luego, en la década de 1970, convertida en bachillerato
técnico, se trasladó a la calle Sabinos, en Iztacalco, pero en 1985 el plantel
sufrió daños por el terremoto y tuvo que ser desalojado. Fue en 1998 cuando
maestros y alumnos llegaron a la colonia Solidaridad Nacional. Ese mismo año se
delimitó el perímetro con una reja de metal y poco después, gracias al esfuerzo
de los padres de familia, se levantaron los muros altos y se colocó el plúmbeo
portón de metal y postigo corredizo por donde, inquisitivo, un guardia se asoma
y pide credenciales para franquear el acceso.
Tantos años de historia y
resistencia educativa para que el Cetis terminara semejando una penitenciaria para
que los alumnos no se vayan de pinta. O para proteger las instalaciones de las
amenazas externas del barrio: “Cuando llegamos, adentro del museo ya casi no
había nada: todo estaba saqueado”, puntualizó María del Rosario.
Sin embargo, no es por su
aspecto carcelario que he venido a visitar el remoto Cetis No. 7, escuela
pública que se encuentra en uno de los lugares más feos y menos prestigiosos de
la Ciudad de México.
No.
Recorrí varios kilómetros
para ver este sitio porque fue aquí donde el himno nacional de la República
Socialista de Rumania se escuchó a todo volumen el 9 de junio de 1975. Y fue
aquí donde e escuchó, amplificado por unas bocinas traídas para el himno
nacional de Rumania se celebró como logro nacional uno de los momentos más
determinantes de la agonía hidráulica de la Cuenca del Valle de México. Agonía
que, obviamente, hoy es más aguda que ayer y que, para sostenerse en el tiempo,
requiere de planes cada vez más grandes y faraónicos.
Entonces todo era distinto,
casi irreconocible para los ojos del presente. Para llegar hasta aquí se debían
tomar varios camiones desde el metro Tlatelolco, pues no existía la terminal
Indios Verdes. No existía el Cetis y aún no se inauguraba el Reclusorio Norte (los
reos de la ciudad purgaban todavía sus condenas en el viejo Lecumberri). La
mancha urbana apenas comenzaba a apoderarse de estos rumbos y el cerro de
enfrente aún no vestía su falda de casas cuando a las 10:10 horas de ese 9 de junio
Pero sin duda fue aquí, y
para comprobarlo basta ver.
donde la Cuenca de México, con sus millones de
habitantes a cuestas, se dio cuenta que deb.ería esperar impredecible tiempo
para .
Sedientas y mercúricas extensiones
de concreto que, más allá del horizonte, lo han invadido todo excepto la mitad
superior del cerro que tengo frente a mí. Cerro ocupado hasta la cintura por
casas grises, algunas de colores, y que en homenaje a su necia condición de
páramo, algún administrativo bautizó como Zona Ecológica número Ocho. ¿Y las
otras siete? Un terreno erosionado y seco; lo que ha quedado de ecología.
Aquí el espacio natural es
terquedad, reducto que desafía las probabilidades, relingo, barranco que el
prurito habitacional del humano desdeñó por imposible de fincar.
(llamada así en homenaje al
ingeniero mexicano que durante los siglos XIX y XX dirigió los trabajos del
desagüe de la ciudad),