Mi madre amaba las fiestas de disfraces. Cada aniversario
suyo el tema variaba: década de los setenta, de los veinte, de buchones, del
cine de oro mexicano… Ella organizaba, invitaba por teléfono a la familia,
preparaba la comida, arreglaba el pequeño departamento del Multifamiliar
Tlalpan donde vivíamos. Obviamente mi hermano y yo hacíamos todo con ella, pero
durante mucho tiempo fuimos unos jóvenes puñeteros sin dinero ni voluntad de
ahorro, así que la fecha solía sorprendernos con poca solvencia y por ende las
fiestas resultaban modestísimas. Tampoco nos tomábamos demasiado en serio la
elaboración de los disfraces: un par de días antes pepenábamos cualquier cosa y
nos la poníamos encima. Su último cumpleaños, en 2018, fue de gitanos: el más
bonito. Ese día ella lució espectacular. Se adornó profusamente, pero la
realidad era que no le hacía falta: desde que tengo memoria mi madre parecía
una gitana de cuento, aire que mi hermano heredó. Yo y el resto de la familia
hicimos lo que pudimos con nuestros aspectos. Al final nos divertimos con
plenitud. Sin embargo, un año después, ya huérfano y con los incendios sitiando
la ciudad, me atormenté pensando que en esa ocasión yo había tenido clara
conciencia de que ese aniversario era el último que mi madre viviría y de
cualquier forma no me moví lo suficiente para organizar una gran fiesta como
ella se merecía, La Fiesta De Gitanos Más Grande Del Siglo, con la cumpleañera
riendo cantadora, barroca de abalorios, rodeada de funámbulos y cartomantes que
la chulearan, total, conozco a mucha gente que aun sin disfraz hubiera
conformado un elenco inolvidable…
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