Diariamente
trasponemos fronteras inadvertidas, espaciales o temporales. Algunas inocuas,
otras peligrosas, breves o sin retorno.
Millones de ellas surcan los libros como el chingo de barrancas en los
cerros. Por mencionar unas pocas (las más obvias), evoco: regiones diurnas y
nocturnas, estaciones del año y del metro, cruces de caminos, puertas, vados,
capítulos, menhires, puentes.
Mudanza de estado, cambio de ritmo, talante, humor,
vestido, tono, paisaje, país.
Y qué decir del elenco esencial pero variable de los
perros psicopompos, los guardagujas, los aduaneros, los arrieros, las esfinges,
los conejos, los amores, las monedas que ruedan, los vendedores de droga, los
virgilios, las cantantes, los taxistas, los chamanes y todos esos personajes
entrañables del contrabando: uno mismo ha sido, sin darse cuenta, parte del
gremio que le reza al San Cristóbal de las metamorfosis.
¿Quién que es no ha obedecido al llamado misterioso
del callejón? Celebración del pasaje, del color de una pastilla, del
hipervínculo, del recodo de una calle, del parpadeo. ¡La dulce tentación de
cruzar hacia una nota al pie y jamás regresar al cuerpo del texto!
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