La
escritura de un libro exige de atención sostenida. Investigar la mayor cantidad
de material posible acerca del tema que uno está tratando. Sin embargo, también,
para no enloquecer, exige descansos, la visitación de cosas diversas, libros ajenos
al proyecto, obras que ventilen el recalentado cerebro.
Bajo
esa premisa, hace unos días comencé a leer Conquista
de lo inútil, el diario que, en su mayor parte, Werner Herzog escribió en
el Amazonas, durante la rocambolesca, alucinante y titánica filmación de su
película Fitzcarraldo. Ahí, mientras
luchaba contra las inclemencias de la selva, Herzog consignó estar leyendo,
entre otras cosas, Historia de la ciudad
de Roma en la Edad Media, de Ferdinand Gregorovius, quizá con la intención
de distraerse de los problemas cotidianos que la realización de su película le
acarreaba y evitar el colapso de sus nervios.
De
igual manera, la lectura de Conquista de
lo inútil me ha ayudado a sobrellevar mis problemas de escritura. Cada vez
que tengo algún impedimento literario, abro el diario del cineasta y me
tranquilizo recordando que mi tarea es sencilla, que el cumplimiento de mi
proyecto no incluye trasladar un barco a través de un cerro amazónico, ni
soportar las locuras de Klaus Kinski, ni apaciguar los ánimos de tribus selváticas,
ni vigilar que en mi cama no se meta una serpiente venenosa.
Mis
obstáculos no son de esa magnitud. Pero son.
Hoy
en la mañana, por ejemplo, tuve una crisis de emocional. ¿Cómo demonios puedo
redactar un libro sobre la historia del desagüe del Valle de México cuando mi
madre acaba de morir? ¿Cómo tejer argumentos que no tengan que ver con ella cuando
la extraño tanto, cuando me hace tanta falta, cuando a cada momento recuerdo su
rostro y la imagen de sus dolorosos últimos días me sepulta como un aluvión de tristeza,
cuando su postrero gesto de dolor y despedida, como un fotograma colado en el
celuloide del presente, se proyecta en mi memoria sin avisar y yo sólo puedo
decir, con voz baja y entrecortada, mamá,
mamá, mamá?
Después
de llorar unos minutos, imposibilitado para seguir escribiendo, decidí
refugiarme en la prosa de Herzog. Así llegué a la entrada correspondiente al
día 12 de abril de 1981, donde el autor escribió lo siguiente:
El más dormilón
de nuestros barqueros, ese que al atracar siempre colisiona con alguna cosa y
que malinterpreta las instrucciones, no hace más que leer y releer, con el
rostro abrumado y cada vez que tiene oportunidad, la misma carta ya casi
desecha que esconde bajo la camiseta impregnada de un sudor ácido y rancio.
Hoy, mientras leía, ha encallado por error contra un banco de arena, pero le he
hecho saber que gracias a la carta cuenta con mi amistad y mi simpatía.
Se
trata de una de las características demostraciones de empatía y fraternidad del
autor, pero sobre todo, de una declaración de principios acerca de la
supremacía de los sentimientos sobre la productividad, lo cual, en su caso, resulta
especialmente importante. Por un lado está el hecho de que el cineasta se haya
embarcado en una empresa tan grande y, desde ciertos puntos de vista, tan insensata,
tiránica y megalómana como lo fue la producción de Fitzcarraldo, en la cual mucha gente salió herida, se gastaron
miles de dólares, se taló un cerro y, entre otras cosas, se movilizaron varias
tribus amazónicas. Por otro lado, como cimiento de lo anterior, están las impalpables
motivaciones humanas, los anhelos, lo íntimo, lo inútil.
Cómo
una persona puede impulsar un cúmulo de fuerzas que lo sobrepasan para ver
cumplido un ensueño que se gestó en las profundidades de su imaginación, ya sea
escuchar ópera en el Amazonas o cargar un barco a través de una montaña. Fitzcarraldo y Conquista de lo inútil hablan de eso. Ambas obras son los registros
–una ficción fílmica y un diario de un proyecto artístico– de la puesta en
marcha de un sentimiento poético, de la materialización de un deseo personal
que Herzog atesoraba, por decirlo de alguna manera, en una cartita doblada muy
cerca de su corazón.
Por ese motivo...
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