(Lunes 21 de octubre de 2013)
Ayer contemplé el estado de avanzada y cruda
descomposición que el cadáver del gato, muerto días atrás, mostraba, sin ningún
tipo de eufemismo, a la mirada de los niños que iban acompañados de sus padres
al parque donde suelo ejercitarme.
La primera vez que lo
vi, una mañana despejada y agradable de hace un par de semanas, el cuerpo del
animal acababa de aparecer. Alguien lo hizo: tenía las patas traseras atadas
con sus propios intestinos, pero curiosamente no estaba manchado de sangre. En
realidad, descartando la tétrica sujeción de las extremidades, ofrecía un
aspecto sereno, adormilado y sin moscas.
Pensé que sería bueno
sepultarlo porque yacía en un lugar pavimentado del parque donde, conforme
sucediera la natural putrefacción, su presencia se tornaría más desagradable.
Lamenté no tener herramientas para excavar. De poseerlas, pensé, iría por ellas
a casa y regresaría a cavar una pequeña fosa funeraria.
Me maravilla la idea
de la descomposición de los cuerpos cuando puede ser aprovechada en la
nutrición de la tierra. Me molestan los féretros perdurables y, sobre todo, la
forma en que las paredes subterráneas de las tumbas son recubiertas con lozas
de cemento que impiden el natural contacto de los cuerpos con la tierra. Aunque
gente sabia como Séneca aconseja no preocuparse por las cosas futuras, mucho
menos por lo que no está en nuestras manos hacer –nuestro funeral, por
ejemplo–, es innegable que, como diría Montaigne, “el temor, el deseo, la
esperanza nos proyectan hacia el futuro, y nos arrebatan el deseo y la
consideración de aquello que es, para que nos ocupemos de aquello que será,
incluso cuando ya no estemos”. Es inevitable. En lo personal, me tranquilizaría
convencer a alguien para que enterrara
mi cadáver, sin intervención de ningún procedimiento embalsamador, en cualquier
campo, parque o jardín, no en un cementerio convencional. No creo que se trate
de un deseo testamentario exagerado, sino de una preocupación modesta, aún más
si se la compara con las que el propio Montaigne cuenta en su ensayo “Nuestros
sentimientos se arrastran más allá de nosotros”, donde consigna las historias
de algunos personajes históricos. El caso de Eduardo I de Inglaterra es
notable: convencido de que su presencia en las batallas era un factor
determinante para obtener la victoria frente a los escoceses, convenció a su
hijo, mediante solemne juramento, para que, cuando éste quedara huérfano,
“hiciera hervir su cadáver para desprender la carne de los huesos, hiciera
enterrar aquélla y reservara los huesos para llevarlos consigo y con su
ejército cada vez que estuviera en guerra contra los escoceses”. Otro caso
llamativo es el de un tal Juan Ziska de Bohemia, que quiso que “a su muerte lo
desollaran, y que con su piel hicieran un tambor para llevarlo a la guerra
contra sus enemigos”. Yo, carente de impulsos bélicos, sólo quiero ser
sepultado, como si de un animal se tratara, en una fosa rústica.
Quizá un poco
morbosamente, me emociona que la parcela de tierra que me cubra se vuelva más
rica y fértil gracias a mi putrefacción. Ciertamente, de todas las
circunstancias horribles que rodean a la
muerte, la única que no me espanta es la que implica convertirme en pasto de
los gusanos, en elementos simples que se dispersan en el lodo. Admiro las
palabras que el camarero inolvidable de la novela Yo serví al rey de Inglaterra, de Bohumil Hrabal, dice en el último
capítulo de ese libro extraordinario:
Y yo me exalté hablando de mi tumba: si muriera aquí, que me
enterrasen, aunque fuera sólo un hueso sin carne, el cráneo en el cementerio de
la colina, exactamente allí donde se dividen las dos vertientes, para que la
lluvia pudiese dispersar una mitad de mis restos hacia Bohemia, al Moldava y
después al Elba, que me llevarían al mar del Norte, y la otra más allá de las
alambradas de la frontera, al Danubio, que me llevaría al mar Negro, y así,
después de mi muerte, me convertiría en un ciudadano del mundo porque a través
de dos mares llegaría hasta el océano Atlántico [...] Y yo les explicaba, tal
como nos lo había enseñado el profesor de literatura francesa a Marcela y a mí,
que el hombre era indestructible, su alma y su cuerpo tan sólo se
metamorfoseaban; una vez Marcela y él analizaban un poema de un tal Sandburg en
que el poeta se preguntaba de qué se compone el hombre y acababa por concluir
que el cuerpo del hombre contiene el fósforo para fabricar diez cajas de
cerillas, suficiente hierro para forjar un clavo en el que colgarse y bastante
agua para preparar diez litros de sopa de tripas...
El día siguiente a mi
primer encuentro con el cadáver, cuando volví al parque a hacer mis ejercicios,
descubrí que alguien se había tomado la molestia de cubrirlo con tierra, de
manera que sobre el piso pavimentado, a un lado de los aparatos de gimnasia, se
veía un pequeño montículo de tierra y piedras. Esa imagen me causó, sin estar
muy consciente de la fuerza de su influjo, un desasosiego que me acompañó
durante varias semanas: no sé por qué me atormentó tanto el pensamiento de que
los miasmas del cadáver no se podrían filtrar al subsuelo con facilidad. Era
previsible, además, que la montañita de tierra no evitaría la posterior
pestilencia ni la visita de las moscas lustrosas.
Pasó una quincena de
días. Antier llovió copiosamente, el agua erosionó el precario sepulcro y dejó
al descubierto la cabeza del animal, cuyo hocico carecía, según me detuve a
observar ayer en la mañana, de piel y pelos en la sección que más sobresalía de
la tierra: una mandíbula de puro hueso que ostentaba un gesto demasiado fiero
como para escrutarlo sin cierto espeluzno.
Hoy regresé al parque
para tomar una fotografía de ese cráneo incómodo. Ya no estaba: había
desaparecido por completo el cadáver. Lo más probable es que alguien lo exhumó.
Las razones pueden ser oscuras o meridianas. Aun así, tomé una fotografía del
lugar donde yacía el cadáver del gato. Me gustó porque sale mi sombra.
Aquí, junto a mi sombra, yacía el cadáver del gato |
Ahora, en casa, frente a la pantalla de la
computadora, escribo en el buscador de las imágenes de Google las palabras
"cadáver de gato". Encuentro muchas fotografías. Copio la primera:
Tiene un parecido genérico –la semejanza que
comparten los cuerpos descompuestos– con el gato muerto que ha formado parte de
mi vida últimamente.
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