lunes, 9 de noviembre de 2020

La pedacera de las voladoras II

El sábado 17 de mayo de 2019, a las 13 horas, colgados de las cuerdas del palo volador ubicado frente al Museo Nacional de Antropología e Historia de Chapultepec, cuatro danzantes fallecieron durante la ceremonia. Al llegar al suelo, tras los giros aéreos, sus cuerpos se hallaban sin vida. Todos ellos tenían clavados en los brazos, piernas y abdomen, varios dardos que, según dictámenes de la policía forense, fueron disparados con cerbatanas desde los árboles cercanos. Sin embargo, los resultados de las biopsias indicaron que los proyectiles no portaban ningún tipo de veneno, que las incisiones eran poco profundas y que no habían impactado en zonas mortales del cuerpo. Al final, tras revisar los análisis de química sanguínea, se dictaminó que la causa del deceso, en los cuatro occisos, había sido la intoxicación por la mala calidad del aire debida a los incendios forestales en los alrededores. Lo cual quiere decir que no hubo victimarios y que, al menos en ese caso, las ya por entonces legendarias Asesinas de los Voladores de Papantla no tuvieron vela en el entierro. Después de todo, ¿quién demonios iba a creer el cuento de unas sicarias inspectoras de sueños? Entonces, ¿por qué este libro se titula de esa manera? ¿Acaso no me doy cuenta de que postular mujeres culpables/asesinas/vengadoras/criminales resulta, a comienzos de la segunda década del siglo XXI en México, algo problemático? Gente bienintencionada ha tratado de disuadirme del título de mi obra. No saben que he visto y oído cosas; que he tenido sueños reveladores y he descifrado códigos en las nubes y en los cauces de las aguas negras, en los ruidos nocturnos de las cañerías. A todos les advierto que la realidad es más compleja de lo que parece, y que, de encontrarme en la encrucijada, para mí sería un dilema elegir entre dedicarme a matar voladores o morir como uno de ellos.  



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