(Publicado en Este País)
De
un tiempo a la fecha me es imposible comer un taco o una dona sin reflexionar
acerca del proceso catabólico que desemboca en la mierda. Asimismo, cada vez
que bajo la palanca del retrete no puedo evitar imaginar las oceánicas
—leviatánicas— aguas negras de esta ciudad. Me bastó pensarlo en una ocasión
para que la idea ya no me abandonara nunca. Por eso me sorprenden los
artilugios alambicados que activamos en la vida cotidiana para ignorar la
apabullante existencia de nuestras deyecciones: baños asépticos, rollos de
papel higiénico para no mancharnos las manos, tuberías ocultas cuyos tétricos
sonidos percibimos sólo en noches de insomnio, canales de desagüe en la
periferia urbana, eufemismos coprofóbicos… Me sorprenden porque son endebles,
esclusas temblorosas con innumerables filtraciones, diques frágiles que siempre
parecen estar a punto de ceder y escanciar con brutalidad una plétora de
inmundicias sobre nuestras cabezas engominadas.
Milan
Kundera dice que solemos negar la mierda (en sentido literal y figurado) porque
vemos en ella una señal de que la vida es incorrecta, sucia, censurable. Según
el escritor checo, esto ha generado un ideal estético llamado kitsch, cuya
función es borrar de nuestro punto de vista aquello que consideramos
esencialmente inaceptable y, en su lugar, mostrar contenidos agradables y
entusiastas como los mendaces Pueblos de Potiomkin. Una mirada atenta al
entorno es suficiente para darnos cuenta de que el kitsch se extiende como un
velo neblinoso y artificial sobre las cosas. ¿Reacción instintiva ante una
realidad insoportable o remilgo caprichoso de una cultura que se niega a
contemplar su propia sombra? No lo sé. En este momento sólo vienen a mi mente
tres ideas: que el mundo es una cloaca, que saberlo no me hace más infeliz, y que
en esta enorme cloaca que es el mundo se producen formas de belleza
irrecusable. Se trata de tres lecciones que aprendí al leer a Thomas Bernhard,
sin duda el escritor más sabiamente anti kitsch que conozco, cuya obra se puede
entender como una sistemática denuncia de todas las cosas inaceptables que
hacen de este mundo una alcantarilla abyecta y hermosa…
Y, a
propósito de cloacas, se me ocurre que si medio mundo celebró el que Borges
imaginara al universo como una biblioteca infinita, no habría razón para que yo
no pudiera imaginarlo como una red inconmensurable de alcantarillas cuyo centro
está en todas partes y su circunferencia en ninguna: el cosmos visto como un
infatigable trasiego de aguas pestilentes a través de túneles oscuros y
poblados de alimañas… Sea como fuere, debo decir que todo lo expuesto hasta
este punto ha servido como abono para que germinara en mí una idea que me ha
obsesionado en los últimos meses: hacer una antología comentada de textos que
hablen acerca de las aguas negras y el drenaje, de piezas literarias que
aborden este aspecto de la realidad que suele mantenerse soslayado y aun
despreciado pese a su importancia en nuestras vidas. Para acotar la tarea,
desde un principio me quedó claro que dichos textos deberían pertenecer a la
literatura mexicana, lo cual me ha llevado a fatigar diversas historias de la
literatura nacional con resultados más bien parcos. El día de hoy cuento con
escasos textos que ya he comenzado a indexar. Espero que poco a poco su número
crezca, para lo cual el apoyo y las noticias que los lectores me lleguen a
facilitar serán de gran ayuda. Presento a continuación un adelanto de mi
trabajo:
El
material más antiguo del que tengo conocimiento es un poema de Luis de Góngora
fechado en 1603 y titulado “¿Qué lleva el señor Esgueva?”, quizá el primero
escrito en nuestra lengua sobre este tema. Su historia es la siguiente: en los
siglos XVI y XVII, el imperio español fue el más grande y poderoso de la
Tierra. En 1567, su capital, la corte, centro de opulencia, refinamiento y
podredumbre al mismo tiempo (condena de toda metrópoli), fue establecida por
Felipe II en Madrid. Posteriormente, Felipe III la trasladó a Valladolid
(ciudad estrecha y carente de la infraestructura necesaria para tales
menesteres) en 1601, sin éxito, pues cinco años después tuvieron que regresar a
Madrid. De esa mudanza fracasada, muchos españoles hicieron burla, entre ellos
Góngora, que centró su escarnio en el estado nauseabundo en que se encontraba
el vallisoletano riachuelo Esgueva debido a la aglomeración de la corte ahí
establecida.
Góngora retratado Velázquez |
Convertido
en una estampa goyesca avant la lettre, lleno de mierda, orines, basura y
animales muertos, el corrompido Esgueva azuzó el talante burlesco del vate
cordobés, que aprovechó el espectáculo de la polución no sólo para escandir los
magistrales versos escatológicos de “¿Qué lleva el señor Esgueva?”, sino para
subvertir con ellos dos de los grandes motivos poéticos de su época (el
petrarquismo y el bucolismo) y, de paso, poner en ridículo los procedimientos legales
y la vida íntima de la corte.
El
poema es (disculpen el tono escolar) una letrilla, pieza lírica compuesta por
varias coplas o estrofas independientes pero unidas entre sí por el siguiente
estribillo: “¿Qué lleva el señor Esgueva? / Yo os diré lo que lleva”, el cual
antecede a cada una de las seis estrofas y da pie para que en cada una se
describa lo que contiene el riachuelo (desechos y porquería) en relación con
los siguientes subtemas: 1) las leyes promulgadas en la corte, 2) las bellas
damas, 3) los caballeros enamorados, 4) los peces, 5) las aves y 6) los
árboles. Estos aspectos son desarrollados con chuscos juegos de palabras que
remiten siempre a imágenes fecales.
Por
ejemplo, cuando Góngora dice que en el río desembocan las leyes de los ministros,
escribe la palabra “jüeces” con diéresis porque este signo indica que la sílaba
“jue” no se debe pronunciar como diptongo, sino en dos sílabas separadas para
que suene “ju-eces” en alusión a la palabra “heces”. Luego, al hablar de las
delicadas damas cortesanas, dice que ellas llevan al río líquidos provenientes
de “la fuente del medio día” (metáfora de la orina), y no sólo eso, sino que
transportan también piedras “de la otra vía” (léase ano) como el topacio, que
es de color verdoso… Más adelante, para referirse a los peces, dice que son
como oriundos del estrecho (de Gibraltar), siendo la palabra “estrecho” una
forma de nombrar al recto. Y, al reflexionar sobre la vegetación, comenta lo
curioso que le resulta el hecho de que, aun sin haber “árbol ni verde ni
fresco” en la orilla del Esgueva, éste se encuentre lleno de “fruta que es toda
de cuesco” (cuesco significa hueso de la fruta pero también ventosidad) y de
ciruela pasa (la imagen no requiere explicación) a tal grado “que no hay quien
sin ella beba”.
El
poema es en verdad excelente, quizá la obra más ingeniosa que alguien le haya
dedicado a un río de aguas negras, lo cual, por sí mismo y desde mi punto de
vista, lo convierte en una verdadera joya literaria. Me complacería que mi
comentario impeliera a la gente a leerlo. De cualquier modo, cuando algún día
la antología esté lista colocaré los textos completos para que puedan ser
disfrutados directa y cómodamente en un mismo volumen.
Ahora
bien, sé que muchos lectores escrupulosos dirán que incluir a Luis de Góngora
en una antología de literatura mexicana sobre el drenaje es una pifia porque él
no era mexicano o novohispano sino un español andaluz que jamás pisó América, a
lo cual yo responderé citando al erudito Antonio Alatorre, que en su libro Los
1001 años de la lengua española hizo varias anotaciones sobre el carácter
panhispánico e imperial de la literatura de los Siglos de Oro:
La extraordinaria expansión de la literatura en los Siglos de Oro tiene mucho que ver con la expansión geográfica de nuestra lengua […]. Cabe muy bien hablar de “literatura imperial”, sin que esto signifique de ninguna manera que los escritores sean fiel espejo de la política del imperio. […] Las expresiones de “consciencia del imperio” fueron, por lo general, mucho menos directas, mucho más ambiguas. El imperio español fue toda una forma de vida. […] La literatura de los siglos XVI y XVII es “imperial” también en el sentido de que en todo el imperio se hicieron cosas sustancialmente semejantes. No hubo una poesía “mexicana”, ni una novela “andaluza”, ni un teatro “peruano” […]. Hubo una sola literatura […]. La patria chica, el lugar de nacimiento, no significaba mucho en comparación con la patria grande. En verdad, todos los hispanohablantes podemos decir que la literatura de los Siglos de Oro es “nuestra literatura.
Perfectamente
un poema de Góngora cabe en mi antología. Además, ¿cuáles son los arbitrarios
criterios para decir que determinado autor u obra pertenecen a la literatura de
un país? Y más allá, ¿qué es un país, en qué consisten su identidad, cultura y
literatura? Lugares comunes que no deseo indagar. Roberto Bolaño y Malcolm
Lowry escribieron sendas novelas mexicanas… Como sea, me interesa otro
comentario de Alatorre sobre el presunto carácter autóctono de los escritores
nacidos en América durante los Siglos de Oro. El filólogo jalisciense señala
que el célebre comediógrafo Juan Ruiz de Alarcón —nacido en Taxco y ostentado
por los chovinistas como gloria del ingenio nacional— sólo tiene un pequeño y
casi forzado guiño de colorido mexicano en toda su extensa y muy española obra,
mientras que Lope de Vega y Tirso de Molina, ibéricos, “muestran verdadero
gusto por las palabras indígenas de América, y ‘el preciosamente Inca desnudo /
y el vestido de plumas Mexicano’ aparecen de manera fugaz, pero bella, en las
Soledades de Góngora”.
Quede,
pues, la discusión zanjada y pasemos a otra cuestión de mayor relevancia: ¿de
qué va el mencionado guiño mexicano en la obra de Juan Ruiz de Alarcón?
Coincidencia curiosa, se trata de una mención exaltada (sesenta y tres versos
de tono laudatorio) del drenaje de la Ciudad de México a comienzos del siglo
xvii que, de manera un tanto gratuita, Alarcón colocó en el principio de su
comedia El semejante a sí mismo, obra teatral que, cuatrocientos años después
de haber sido escrita, sigue haciéndonos reír con sus delicados conceptos
dobles y sus enredos hiperbólicos.
Pues
bien, son esos versos de El semejante a sí mismo los que ocupan el segundo
lugar en mi antología de la literatura mexicana del drenaje y las aguas negras.
Si tú, lector, quieres conocer su historia así como la de otros autores y
textos que han abordado con sus letras este oloroso tema, consulta la próxima
semana la siguiente entrada de este blog, y no olvides que, como dijo un
personaje de cierta novela de Agustín Yáñez, “contemplar las aguas negras es
como leer apasionadamente las páginas del Apocalipsis, como descifrar cada uno
de sus símbolos para leer el pasado, el presente y el futuro de la humanidad”.
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