viernes, 24 de abril de 2015

La literatura del drenaje (primera parte)

(Publicado en Este País)


De un tiempo a la fecha me es imposible comer un taco o una dona sin reflexionar acerca del proceso catabólico que desemboca en la mierda. Asimismo, cada vez que bajo la palanca del retrete no puedo evitar imaginar las oceánicas —leviatánicas— aguas negras de esta ciudad. Me bastó pensarlo en una ocasión para que la idea ya no me abandonara nunca. Por eso me sorprenden los artilugios alambicados que activamos en la vida cotidiana para ignorar la apabullante existencia de nuestras deyecciones: baños asépticos, rollos de papel higiénico para no mancharnos las manos, tuberías ocultas cuyos tétricos sonidos percibimos sólo en noches de insomnio, canales de desagüe en la periferia urbana, eufemismos coprofóbicos… Me sorprenden porque son endebles, esclusas temblorosas con innumerables filtraciones, diques frágiles que siempre parecen estar a punto de ceder y escanciar con brutalidad una plétora de inmundicias sobre nuestras cabezas engominadas.

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Milan Kundera dice que solemos negar la mierda (en sentido literal y figurado) porque vemos en ella una señal de que la vida es incorrecta, sucia, censurable. Según el escritor checo, esto ha generado un ideal estético llamado kitsch, cuya función es borrar de nuestro punto de vista aquello que consideramos esencialmente inaceptable y, en su lugar, mostrar contenidos agradables y entusiastas como los mendaces Pueblos de Potiomkin. Una mirada atenta al entorno es suficiente para darnos cuenta de que el kitsch se extiende como un velo neblinoso y artificial sobre las cosas. ¿Reacción instintiva ante una realidad insoportable o remilgo caprichoso de una cultura que se niega a contemplar su propia sombra? No lo sé. En este momento sólo vienen a mi mente tres ideas: que el mundo es una cloaca, que saberlo no me hace más infeliz, y que en esta enorme cloaca que es el mundo se producen formas de belleza irrecusable. Se trata de tres lecciones que aprendí al leer a Thomas Bernhard, sin duda el escritor más sabiamente anti kitsch que conozco, cuya obra se puede entender como una sistemática denuncia de todas las cosas inaceptables que hacen de este mundo una alcantarilla abyecta y hermosa…

Y, a propósito de cloacas, se me ocurre que si medio mundo celebró el que Borges imaginara al universo como una biblioteca infinita, no habría razón para que yo no pudiera imaginarlo como una red inconmensurable de alcantarillas cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna: el cosmos visto como un infatigable trasiego de aguas pestilentes a través de túneles oscuros y poblados de alimañas… Sea como fuere, debo decir que todo lo expuesto hasta este punto ha servido como abono para que germinara en mí una idea que me ha obsesionado en los últimos meses: hacer una antología comentada de textos que hablen acerca de las aguas negras y el drenaje, de piezas literarias que aborden este aspecto de la realidad que suele mantenerse soslayado y aun despreciado pese a su importancia en nuestras vidas. Para acotar la tarea, desde un principio me quedó claro que dichos textos deberían pertenecer a la literatura mexicana, lo cual me ha llevado a fatigar diversas historias de la literatura nacional con resultados más bien parcos. El día de hoy cuento con escasos textos que ya he comenzado a indexar. Espero que poco a poco su número crezca, para lo cual el apoyo y las noticias que los lectores me lleguen a facilitar serán de gran ayuda. Presento a continuación un adelanto de mi trabajo:

El material más antiguo del que tengo conocimiento es un poema de Luis de Góngora fechado en 1603 y titulado “¿Qué lleva el señor Esgueva?”, quizá el primero escrito en nuestra lengua sobre este tema. Su historia es la siguiente: en los siglos XVI y XVII, el imperio español fue el más grande y poderoso de la Tierra. En 1567, su capital, la corte, centro de opulencia, refinamiento y podredumbre al mismo tiempo (condena de toda metrópoli), fue establecida por Felipe II en Madrid. Posteriormente, Felipe III la trasladó a Valladolid (ciudad estrecha y carente de la infraestructura necesaria para tales menesteres) en 1601, sin éxito, pues cinco años después tuvieron que regresar a Madrid. De esa mudanza fracasada, muchos españoles hicieron burla, entre ellos Góngora, que centró su escarnio en el estado nauseabundo en que se encontraba el vallisoletano riachuelo Esgueva debido a la aglomeración de la corte ahí establecida.


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Góngora retratado Velázquez
Convertido en una estampa goyesca avant la lettre, lleno de mierda, orines, basura y animales muertos, el corrompido Esgueva azuzó el talante burlesco del vate cordobés, que aprovechó el espectáculo de la polución no sólo para escandir los magistrales versos escatológicos de “¿Qué lleva el señor Esgueva?”, sino para subvertir con ellos dos de los grandes motivos poéticos de su época (el petrarquismo y el bucolismo) y, de paso, poner en ridículo los procedimientos legales y la vida íntima de la corte.

El poema es (disculpen el tono escolar) una letrilla, pieza lírica compuesta por varias coplas o estrofas independientes pero unidas entre sí por el siguiente estribillo: “¿Qué lleva el señor Esgueva? / Yo os diré lo que lleva”, el cual antecede a cada una de las seis estrofas y da pie para que en cada una se describa lo que contiene el riachuelo (desechos y porquería) en relación con los siguientes subtemas: 1) las leyes promulgadas en la corte, 2) las bellas damas, 3) los caballeros enamorados, 4) los peces, 5) las aves y 6) los árboles. Estos aspectos son desarrollados con chuscos juegos de palabras que remiten siempre a imágenes fecales.

Por ejemplo, cuando Góngora dice que en el río desembocan las leyes de los ministros, escribe la palabra “jüeces” con diéresis porque este signo indica que la sílaba “jue” no se debe pronunciar como diptongo, sino en dos sílabas separadas para que suene “ju-eces” en alusión a la palabra “heces”. Luego, al hablar de las delicadas damas cortesanas, dice que ellas llevan al río líquidos provenientes de “la fuente del medio día” (metáfora de la orina), y no sólo eso, sino que transportan también piedras “de la otra vía” (léase ano) como el topacio, que es de color verdoso… Más adelante, para referirse a los peces, dice que son como oriundos del estrecho (de Gibraltar), siendo la palabra “estrecho” una forma de nombrar al recto. Y, al reflexionar sobre la vegetación, comenta lo curioso que le resulta el hecho de que, aun sin haber “árbol ni verde ni fresco” en la orilla del Esgueva, éste se encuentre lleno de “fruta que es toda de cuesco” (cuesco significa hueso de la fruta pero también ventosidad) y de ciruela pasa (la imagen no requiere explicación) a tal grado “que no hay quien sin ella beba”.

El poema es en verdad excelente, quizá la obra más ingeniosa que alguien le haya dedicado a un río de aguas negras, lo cual, por sí mismo y desde mi punto de vista, lo convierte en una verdadera joya literaria. Me complacería que mi comentario impeliera a la gente a leerlo. De cualquier modo, cuando algún día la antología esté lista colocaré los textos completos para que puedan ser disfrutados directa y cómodamente en un mismo volumen.

Ahora bien, sé que muchos lectores escrupulosos dirán que incluir a Luis de Góngora en una antología de literatura mexicana sobre el drenaje es una pifia porque él no era mexicano o novohispano sino un español andaluz que jamás pisó América, a lo cual yo responderé citando al erudito Antonio Alatorre, que en su libro Los 1001 años de la lengua española hizo varias anotaciones sobre el carácter panhispánico e imperial de la literatura de los Siglos de Oro:

La extraordinaria expansión de la literatura en los Siglos de Oro tiene mucho que ver con la expansión geográfica de nuestra lengua […]. Cabe muy bien hablar de “literatura imperial”, sin que esto signifique de ninguna manera que los escritores sean fiel espejo de la política del imperio. […] Las expresiones de “consciencia del imperio” fueron, por lo general, mucho menos directas, mucho más ambiguas. El imperio español fue toda una forma de vida. […] La literatura de los siglos XVI y XVII es “imperial” también en el sentido de que en todo el imperio se hicieron cosas sustancialmente semejantes. No hubo una poesía “mexicana”, ni una novela “andaluza”, ni un teatro “peruano” […]. Hubo una sola literatura […]. La patria chica, el lugar de nacimiento, no significaba mucho en comparación con la patria grande. En verdad, todos los hispanohablantes podemos decir que la literatura de los Siglos de Oro es “nuestra literatura.

Perfectamente un poema de Góngora cabe en mi antología. Además, ¿cuáles son los arbitrarios criterios para decir que determinado autor u obra pertenecen a la literatura de un país? Y más allá, ¿qué es un país, en qué consisten su identidad, cultura y literatura? Lugares comunes que no deseo indagar. Roberto Bolaño y Malcolm Lowry escribieron sendas novelas mexicanas… Como sea, me interesa otro comentario de Alatorre sobre el presunto carácter autóctono de los escritores nacidos en América durante los Siglos de Oro. El filólogo jalisciense señala que el célebre comediógrafo Juan Ruiz de Alarcón —nacido en Taxco y ostentado por los chovinistas como gloria del ingenio nacional— sólo tiene un pequeño y casi forzado guiño de colorido mexicano en toda su extensa y muy española obra, mientras que Lope de Vega y Tirso de Molina, ibéricos, “muestran verdadero gusto por las palabras indígenas de América, y ‘el preciosamente Inca desnudo / y el vestido de plumas Mexicano’ aparecen de manera fugaz, pero bella, en las Soledades de Góngora”.

Quede, pues, la discusión zanjada y pasemos a otra cuestión de mayor relevancia: ¿de qué va el mencionado guiño mexicano en la obra de Juan Ruiz de Alarcón? Coincidencia curiosa, se trata de una mención exaltada (sesenta y tres versos de tono laudatorio) del drenaje de la Ciudad de México a comienzos del siglo xvii que, de manera un tanto gratuita, Alarcón colocó en el principio de su comedia El semejante a sí mismo, obra teatral que, cuatrocientos años después de haber sido escrita, sigue haciéndonos reír con sus delicados conceptos dobles y sus enredos hiperbólicos.

Pues bien, son esos versos de El semejante a sí mismo los que ocupan el segundo lugar en mi antología de la literatura mexicana del drenaje y las aguas negras. Si tú, lector, quieres conocer su historia así como la de otros autores y textos que han abordado con sus letras este oloroso tema, consulta la próxima semana la siguiente entrada de este blog, y no olvides que, como dijo un personaje de cierta novela de Agustín Yáñez, “contemplar las aguas negras es como leer apasionadamente las páginas del Apocalipsis, como descifrar cada uno de sus símbolos para leer el pasado, el presente y el futuro de la humanidad”.


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