jueves, 16 de abril de 2015

Días de biblioteca II: libros inventados


(Publicado en Este País)


¿Qué me llevó a atravesar la ciudad de sur a norte (aproximadamente una hora y media de puentes peatonales, escaleras no siempre eléctricas, vagones atestados, cambios de líneas de metro, varias calles a pie) en pos de algo tan absurdo y quizás anacrónico como lo es un libro inventado, una obra ficticia que —lo sabía de antemano— no encontraría en aquella lejana y desconocida biblioteca del Instituto Politécnico Nacional? Después de varias semanas, me doy cuenta de que los motivos se presentaron bajo la forma de un nudo u ovillo. Las líneas que siguen son un intento de ponerlos en claro.

Dado que soy una persona que por lo general no produce efectos sorpresivos, salir en busca de un libro inexistente me pareció una forma eficaz de reivindicar la consigna baudeleriana que dice que hay que viajar al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo, consigna que siempre he intentado erigir como poste central de mi existencia pero que nunca he conseguido llevar a la práctica. Jamás. Y ahora compruebo que tampoco durante esa misión quijotesca lo logré, pues ¿qué de exploración hacia lo ignoto tuvo esa visita a una biblioteca de mi propia ciudad?, ¿en realidad esperaba encontrar cosas nunca antes vistas por medio de esa acción ñoña y libresca? ¡Qué va! Debo confesar que de todo lo visto ese día, lo único realmente novedoso fue un puesto de hot dogs gigantes (insólitas salchichas de cincuenta centímetros acompañadas de cebollas fritas) a pocas cuadras de la biblioteca, cerca de la estación Lindavista del metro. Un ejemplo de cómo el mundo condimenta su horripilante insipidez con vulgar comida callejera.


¿Au fond de l´Inconnu pour trouver du nouveau? La triste verdad es que desde hace mucho tiempo desconfío de mi capacidad para renovar mis experiencias. Me encuentro a tal grado alejado de la vida novedosa que he llegado incluso a perder de vista mi vida personal, reducida en los últimos años a un patético cúmulo de preocupaciones literarias. No miento entonces si digo que el motivo auténtico de mi viaje a la biblioteca fue la indignación que me provocó una reseña que mi amigo Roberto Bolaños Godoy publicó a propósito de Kant y los extraterrestres de Juan Pablo Anaya.

En esa reseña, Roberto opinaba que la obra era buena pero que perdía “originalidad al ampararse en el recurso borgiano de la reflexión ficción, que (como la poesía visual, la minificción o las novelas fragmentarias) de tanto repetirse asfixia.” Su crítica se refería en particular al tercer ensayo de la colección, donde borgianamente se reflexiona acerca de un libro ficticio (el narrador dice haberlo encontrado en la biblioteca Ing. Víctor Bravo del IPN) también titulado Kant y los extraterrestres, escrito por un autor imaginario llamado Miguel Alfonso Chinchilla, y cuya tesis se puede resumir con la siguiente fórmula: “La importancia política que tiene el miedo a los extraterrestres basándose en la filosofía de Immanuel Kant.”

Si bien es cierto que el ensayo tiene todos los elementos predecibles de un texto borgiano donde la disquisición se desarrolla a partir de un libro ficticio encontrado por casualidad, es preciso decir que Anaya utilizó una imaginación e inteligencia sumamente novedosas, amén de una agilidad envidiable a la hora de vincular referencias: de Kant pasa a H.G. Wells, luego a unos versos de Rafael Alberti, una canción de los Beatles… ¿Debía quedarme impávido ante la acusación de Roberto? Claro que no, y menos siendo como soy un amante apasionado de los libros inventados (ya dije que mi vida personal se ha reducido últimamente a una serie de preocupaciones literarias), los cuales, en cuanto tema, estrategia o divertimento intelectual, jamás me han parecido un recurso “que de tanto repetirse asfixia.” Yo mismo, en la última parte de mi libro El investigador perverso, copié la introducción de una antología de textos imaginarios… Al defender a Anaya, defendía la validez y la originalidad de mi propia obra. Por eso, en un arranque que devino acto performático de lector recalcitrante, decidí ir a la biblioteca con la intención de dar vida a Miguel Alfonso Chinchilla. Obviamente, no encontré el libro, que a priori sabía inexistente. ¿Había perdido mi tiempo?

De noche, al salir de la biblioteca, pensé que el libro inventado por Anaya bien había valido el esfuerzo de trasladarme hasta ahí. Era el homenaje que, desde mi lugar en el mundo fáctico, le rendía al universo de la imaginación: una declaración de amor y fe. Sin embargo, que nadie crea que soy un imbécil. Como nunca he ignorado la amenaza que significa para mi vida personal todo lo libresco, debo decir que en realidad tuve otra razón para el viaje a la biblioteca: un motivo complejo que vincula el asunto borgiano de los libros inventados con la destrucción radical de la literatura. Me explico: en el prólogo que Borges escribió para El jardín de los senderos que se bifurcan se lee lo siguiente: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario.” Se trata, como puede verse, de una sistemática reducción de ese “desvarío laborioso y empobrecedor” llamado escritura. ¿Por qué? En un pequeño ensayo titulado “Borges, la literatura profiláctica”, Jean-Yves Jouannais recuerda que para el argentino la idea de concebir un libro como algo futuro e inédito era absurda, pues él creía que todo lo que en este mundo se escribe ya está previamente almacenado en una suerte de biblioteca metafísica. ¿Para qué tomarse entonces la molestia? Lo que verdaderamente debería hacerse es reducir o eliminar todo aquello que se puede escribir. En este sentido, la función de los textos donde Borges habla de libros ficticios es evitar su elaboración en la vida real: “todas estas obras ya no hay que escribirlas puesto que ya han sido concebidas.” Cuantos más libros imaginarios reseña Borges “más ahorra, no reduciendo el campo de los mundos literarios posibles, sino demostrando que esos mundos posibles, por ser posibles, deben considerarse agotados […] para que nadie tenga que volver a ellos nunca más.”


En el buscador de Google encontré la portada de este libro.
Tengo veintiséis años y hasta hace poco tiempo quería convertirme en un escritor prolífico: imaginaba decenas de libros perpetrados a lo largo de las décadas. No me importaba tener que sacrificar mi vida personal. Hoy no tengo esa determinación. Quizá, si la urgencia es mucha, me limitaré a disimular que esos libros ya existen y ofreceré un breve comentario de mi obra fantasma. Realizaré “la violenta extinción de la literatura por las Letras mismas.” En cambio, pienso viajar más dentro de la ciudad, recorrer puestos de comida callejera, buscar lo desconocido por medio de pequeñas acciones ordinarias. Me alientan unas palabras que Ulises Carrión escribió acerca de todo lo que en esta vida nos queda después de la muerte de la literatura: “Todavía tenemos colores y ojos para verlos, sistemas lógicos, signos, proyectores de cine, pistas de baile, cadenas de televisión, alfabetos manuales y mucho más.” Yo agregaría que contamos con vagones de metro, libros inexistentes que buscar, computadoras…

Y es que en este momento puedo decir que mi viaje a la lejana biblioteca del IPN fue un réquiem por mis obsesiones literarias. Me gusta esa conclusión; es como un espejo que me devuelve una imagen de persona llena de vitalidad. ¿Cuánta impostura contiene? Percibo un olor a autoengaño. ¿Otra vez con el cuento de renovar mis experiencias? No se me escapa que la escritura de este texto es una recaída en la enclaustrada vida literaria. Vuelta al nudo, al ovillo. ¿Qué me llevó realmente a atravesar la ciudad? ¿Lo haría de nuevo?

Lo único que puedo decir es que la literatura resiste todos los ataques, incluso los que emanan de su propio seno.


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Biblioteca Ing. Víctor Bravo

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