(Publicado en Este País y aquí)
Jueves por la tarde
Hechizado,
fascinado —perturbado—, leo el Diario
argentino de Witold Gombrowicz. Me detengo en un fragmento donde narra un
viaje en barco por el río Paraná. Como en casi todos los pasajes del libro,
comienza a describir esa característica inacabada de la vida gracias a la cual
sentimos que el tiempo avanza… pero no lo bastante, que estamos despiertos…
pero no por entero, que al dormir soñamos… pero no del todo, que existimos…
pero no lo suficiente. Leo que la navegación sobre el Paraná fluía sin mucha
acción hasta que, de pronto, aparentemente, algo ocurrió, o “—para decirlo con
mayor precisión— algo estalló, tal vez algo se rompió… en realidad no sé qué
ocurrió”, dice Gombrowicz, “y es más, a decir verdad, nada ocurrió… pero
precisamente eso, el que no hubiera ocurrido nada es más significativo y más
horrible que si algo hubiera ocurrido.”
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Gombrowicz con mirada perspicaz |
Desconcierto,
duda, incertidumbre ante lo que sucede y, al mismo tiempo, no sucede con
determinación, es decir, desconcierto ante la vida misma. Para comprender un
poco mejor todo esto, es necesario tener en cuenta que la principal
preocupación intelectual, estética, filosófica y moral de Gombrowicz fue la
inmadurez, lo vulgar, la perenne indecisión de lo que no llega a cuajar ni a
perfeccionarse. Su estado favorito de la materia era el plasma; su edad, la
adolescencia. Hasta su nacionalidad fue inestable: un polaco desterrado
casualmente en Argentina. Quizá por ello alcanzaba grados deslumbrantes de
lucidez cuando hablaba de la fascinación que producen las cosas que no llegan a
ser notables y cuyo único poder consiste en emitir débiles insinuaciones
misteriosas.
Sigue
la navegación por el Paraná:
“¿Qué
hay de extraño en todo esto?”, se pregunta Gombrowicz, “¿Qué barco podría ser
más ordinario? Qué cubierta más banal? Pero precisamente por eso, sí, por eso
precisamente, nos encontramos del todo indefensos… frente a algo que nos
amenaza… no podemos actuar porque ni siquiera hay razón para la más ligera
inquietud, todo está en orden, un orden absoluto… sí, todo está en orden, hasta
que bajo esta presión irresistible que se ha venido formando no reviente la
cuerda, la cuerda, ¡¡¡la cuerda!!!”.
Es
en esta capacidad para desconfiar de lo seguro, de lo común, donde creo que
Gombrowicz coincide con Kafka. Porque ambos advirtieron que en el sendero de la
vida vulgar surgen “secretas bifurcaciones que conducen a paraderos
incógnitos”. Porque los dos se dieron cuenta de que en la pradera de la
existencia banal acechan absurdos que, precisamente por no ser comprobables,
ponen en jaque la validez y la certidumbre de eso que llamamos vida normal.
Por
ejemplo, si uno lee El proceso de
Kafka, advierte que lo terrible de la novela radica en que postula la
existencia de una realidad hostil dentro de los pliegues de la realidad
cotidiana. Esa realidad hostil está encarnada por el tribunal que acusa a Josef
K., tribunal que es enorme y se hace presente en todas partes (Josef abre
casualmente un armario de su propia casa y encuentra oficinas, abogados y
jueces), pero que al mismo tiempo pasa inadvertido por la mayoría de las
personas que, al no tener un proceso acusatorio en su contra, jamás se percatan
de que una instancia judicial trabaja casi enfrente de sus narices. A propósito
de esa característica omnipresente y mimética del tribunal kafkiano, Roberto
Calasso comenta: “Este es el verdadero terror: que exista una vida normal y
proceda sin sobresaltos, pero que en el interior (en los armarios, en la
buhardillas de edificios ruinosos) exista otra vida con objetivos completamente
distintos y opere con toda tranquilidad, como protegida por la envoltura de la
vida normal. Si es así, ya no será posible referirse a una normalidad, y
todavía menos a una naturaleza, porque una y otra serán sospechosas de servir
tan sólo de cobertura a otro proceso, que sigue su propia dirección y que tiene
otro significado.” Sencillamente espeluznante.
Kafka y su mirada que se introduce en las fisuras de lo cotidiano |
Ahora,
si bien es cierto que tanto Kafka como Gombrowicz sabían que la vida ordinaria
no es tan inofensiva como suele creerse, la diferencia entre ellos se encuentra
en que el checo advertía en el muro de lo cotidiano pequeñas fisuras que
conducen a otra realidad a menudo amenazante, punitiva y excluyente, mientras
que el polaco —fascinado y perplejo— presentía inconsistencias en el indeciso
fluir de la existencia, en el hecho de que la vida ordinaria —única realidad
que para él había— jamás lograra trascender el estado de absurda inmadurez que,
por otro lado, es lo único que se puede esperar del mundo.
Viernes por la mañana
Ayer,
después de escribir mis inmaduras impresiones sobre Kafka y Gombrowicz, cené
tacos en un puesto callejero. Me disponía a servirme salsa verde cuando vi a un
hombre salir de lo que me pareció una puerta pintada en la pared. Lo repito: no
una puerta de verdad sino una puerta pintada.
Vi
con asombró cómo el hombre caminaba hacia mí y me decía que tuviera cuidado con
la salsa porque picaba mucho. Lo escuché claramente pero me pareció que en
realidad no fuera eso… como si hubiera querido decirme algo distinto… como si
hubiera hablado de la salsa para no decir lo que realmente tenía que decir.
El
hombre se detuvo a mi lado durante unos segundos —aunque también pudieron ser
minutos enteros— hasta que se decidió a pedir unos tacos. Entonces, casi estoy
seguro, hizo lo siguiente: se sirvió salsa… pero con indecisión, exprimió un
par de limones… pero no lo suficiente, devoró con vehemencia… pero no lo
bastante, pagó su consumo… ¡pero no del todo!, y luego se fue por donde había
llegado.
Sí,
es cierto que el hombre se fue, caminó de regreso y de nuevo entró en la puerta
pintada. Eso, creo, es innegable. Sin embargo —tengo que confesarlo—, su
presencia aún no me abandona, la siento aquí, insistente, veleidosa, pegada a
mi costado.