jueves, 9 de octubre de 2014

En el café Louvre-Port Actif


Tenía una cita a las tres de la tarde en el centro de la ciudad con Erik Alonso, quien, según me dijo, se reúne todas las semanas en ese lugar con Edgar Yepez para platicar y acusar al mundo, como lo hacían Thomas Bernhard y Paul Wittgenstein en los cafetines de Viena. La perspectiva del encuentro tenía, para mí, cierto encanto, ya que las personas que vería escribieron dos libros portátiles y hermosos, adjetivos prohibidos en la crítica literaria pero que a mí me gusta usar como conjuro que ahuyenta la idea de convertirme en un ejemplar hacedor de reseñas y no en un escritor de ensayos del estilo, precisamente, de Erik y Edgar, con quienes esa tarde tomaría un café en una charla que desde un principio imaginé alegre, voluble y un poco chiflada, quizá presidida por el espíritu paseante de Montaigne.

Recuerdo poco de los temas que tocamos en el Louvre-Port Actif de la calle Regina, donde degustamos unos magníficos micris, que son granos de café de Harar, recubiertos de una espesa capa de azúcar. Casi no hablamos de literatura, pero todo fue, desde mi punto de vista, muy literario. Disfruté, por ejemplo, de las esporádicas intervenciones de Edgar, quien, además de mencionar al oscuro hermano gemelo de Superman (personaje que aparece en la película Superman III, cuya existencia yo desconocía y que ahora me parece un espécimen notable de Doppelgänger), hizo varios comentarios sobre la importancia de permanecer soltero o, al menos, de actuar como si uno lo fuera: “en el fondo, eso es lo principal”, concluyó Yepez, y sus tres interlocutores fingimos no darnos cuenta de que citaba textualmente las famosas palabras de Marcel Duchamp referentes al celibato. Digo tres interlocutores porque a la parte final de la reunión llegó el escritor Juan Pablo Anaya vestido cómicamente como el profesor Aníbal Acha-Benavides, uno de los personajes de su excelente libro Kant y los extraterrestres. 

Café Louvre-Port Actif, ubicado en el cruce de las calles Regina e Isabel la Católica

Las cosas sucedían como magnetizadas por una energía rara e insolente: en el preciso momento en que Yepez terminó de hablar, Anaya vio pasar a una mujer hermosa y se lanzó a correr tras ella, a lo cual Edgar reaccionó diciendo que no debíamos dejarlo solo, que lo correcto era acompañarlo en su persecución galante. Yo asentí. Por su parte, Erik se disculpó y dijo que, aunque de todos modos preferiría no ser parte de la persecución, no podía ir con nosotros porque tenía un compromiso en la librería Rosario Castellanos, donde participaría en una mesa de diálogo en torno a lo que suele considerarse escritura de ficción y de no ficción. Nos advirtió, sin embargo, que él no creía en esa dicotomía forzada, pero que le parecía interesante el hecho de que, por ser ensayista, lo clasificaran como escritor de no ficción. Los tres hicimos movimientos pensativos con la cabeza y permanecimos en silencio unos segundos mientras Juan Pablo desaparecía en la esquina de la calle. Con paciencia y cortesía, Edgar y yo esperamos a que Erik abordara un taxi. Luego corrimos en busca de Anaya pero ya no lo encontramos; se internó en la arabesca medina chilanga, se metió en alguno de los muchos Pasajes del Noroeste que existen en esta ciudad y sólo se supo de él días después, cuando alguien dijo haberlo visto disfrazado de Jaime Maussan en un plantel de la Universidad Autónoma Metropolitana.

No tuvimos más opción que dirigirnos al metro. Yo iba a Taxqueña; Edgar, a la estación Cuatro Caminos, donde todavía tendría que tomar un camión rumbo a su casa, en el Estado de México. En tono de críptica complicidad, le dije que se fijara bien para no subir al autobús equivocado. Él me miró y con fraternidad respondió que no me preocupara, que esas cosas pasan, que todas las rutas son erróneas y, por esa razón, correctas al mismo tiempo, que no hay nada que temer puesto que, como bien dijo Eugenio Montale, “Puedes confiar en la oscuridad cuando la luz miente.”

Nos dimos un apretón de manos y nos separamos en el andén, que de golpe y de una manera totalmente cinematográfica se oscureció por la presencia de una multitud que se puso a luchar para poder ocupar un lugar en los vagones que acababan de abrir sus puertas.

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