viernes, 20 de abril de 2012

Carta abierta a los jóvenes calvos de la calle donde vivo

 

Hoy en la mañana encontré bajo mi puerta una extraña carta que algún vecino extravagante dejó ahí. Al principio creí que se trataba de una broma, pero cuando bajé la escalera del edificio, vi en la puerta principal la misma hoja pegada como si fuera un anuncio muy importante del comité vecinal. A continuación la transcribo para que ustedes la juzguen.


A mi hermano, por el destino que compartimos
Vecinos:
En la acera de enfrente hay tres tiendas de abarrotes: la de las viejitas, la de doña Santa y la del señor de la peluca. A esta última nunca entro porque la cabeza del tendero me parece la cosa más truculenta y artificial del barrio. Sin embargo, cuando me veo obligado a comprarle algo –su negocio, todo sea dicho, es el mejor surtido-, me pregunto si no se dará cuenta de que su pelo falso es más ridículo que la calvicie que oculta. Porque algo es incontrovertible: un pelón pasa inadvertido con mayor facilidad que un sujeto de cabellera apócrifa; un calvo con peluca, al menos que ésta sea versallesca, de payaso o de juez, resulta digno de sornas y objeto de conmiseraciones burlonas. La vida de los que llevan el peinado postizo se rige por precauciones miedosas: le temen al viento, a la lluvia, a las caricias cariñosas; en la noche, antes de dormir, lloran al tocar su cabeza despojada. ¡Qué dignidad, qué libertad, en cambio, la de quien presume su cráneo bruñido y desnudo en medio de la multitud! La falta de pelo en la cabeza conlleva numerosas circunstancias deseables, sin embargo, por razones extrañas, constituye con frecuencia un atentado al pundonor masculino. Por eso levanto mi voz y les digo que despertemos del letargo y sepamos que no siempre gozaremos de nuestras melenas al viento; ahora es el momento de romper una lanza a favor de nuestro futuro sin pelo. Basta de ser aquellos petimetres que pasan horas frente al espejo sumidos en lamentables orgías de artículos para el peinado. Basta de ser esos hombrecillos que practican exclusivamente dos extraños deportes: el rascado de cabeza y el recorrido sensual de los dedos entre el cabello. Basta de confiar la guapura al copete. No perdamos la cabeza en fútiles preocupaciones. Ha llegado la hora: ¡Calvos –en acto o en potencia- del barrio, unámonos!



Disculpen el arrebato: me dejé llevar. Cuando se desea defender un asunto con éxito, lo mejor es mantener el equilibrio preciso entre vehemencia y cordura. Lo peor es comportarse como un mandril rabioso. ¿Cuándo se ha visto a un chimpancé redactar una epístola a la juventud? (No valen aquí, por pertenecer al terreno de la ficción, ni el cuento de Kafka “Informe para una academia”, ni la película El planeta de los simios, ni la mítica isla Lemuria). Hoy que les escribo acerca de los beneficios de la calvicie, considero urgente conservar la cordura y la templanza de pensamiento. Moderación y tacto, dos cualidades que un buen orador pelón debe desplegar ante su público, dos puntos también imprescindibles cuando de situaciones capilares se trata, ya que nadie negará que, según ciertas teorías antropológicas, la urbanidad, la técnica y la fundación de poblaciones humanas sedentarias coincidieron, hace miles de años, con la pérdida de pelo que el hombre sufrió y que, precisamente, lo convirtió en lo que es: el eximio homo sapiens. Aquí, compañeros, evolución equivale a calvicie, como si el aumento de inteligencia fuera inversamente proporcional a la cantidad de cabello que se posee. Un caballero de frente amplia –sé que entre mis lectores hay quienes ostentan unas extremadamente amplias- es, por lo común, reflexivo, agudo y de buen trato, es decir, evolucionado. El avance de la frente en la cabeza es el correlato del avance espiritual de la especie humana. Quizá por eso, en el imaginario popular, concebimos a los extraterrestres como criaturas cabezonas y sin un pelo de tontas; pensamos, tal vez de manera inconsciente, que si ellos existen, su civilización es más avanzada que la nuestra y que, consecuentemente, son calvos. La ufología es, en ese sentido, un consuelo para los pelones.



Pero regresemos a nuestra esfera terrestre y pongamos ejemplos contundentes. ¿Alguien se imagina a Pablo Picasso, en esas fotografías de madurez, con cabello? El artista, siempre interesado en mostrar una imagen personal atractiva –que muchos calificaron como “fascinante halo demoníaco”-, sabía que su rotunda cabeza de genio debía ser calva en su época de mayor fama, y por eso nos resultan más familiares las fotos del Picasso pelón que las del joven pintor con abundante y jovial cabellera negra. Esta mención nos lleva a un inciso imprescindible: el sex appeal masculino y su relación con la calvicie, ya que Picasso es un hito señero dentro de lo que yo llamo “el canon de la belleza viril sin pelo”. El pintor malagueño fue prolífico en su obra, pero también en la conquista de bellas mujeres, y yo sospecho que mucho de eso se debió a su falta de cabello. Me explico. José Ortega y Gasset dedicó varias páginas para descubrir los secretos de lo que la gente considera “un hombre interesante”. Sin muchos rodeos concluyó que “el hombre interesante es el hombre de quien las mujeres se enamoran”. Pues bien, para mí, la cabeza desnuda, al estilo de Picasso, es el símbolo del hombre interesante por dos razones. La primera es estética: transmite la firmeza y la armonía de lo redondo y de lo agradable al tacto, es decir, inspira veleidades sensuales. No son pocas las mujeres que se sienten atraídas físicamente por una sobria y masculina cabeza lisa; la encuentran, por lo general, besable, divertida, oscuramente atávica en la intimidad, venerable y ágil, aerodinámica, inexpugnable. La segunda razón es de orden intelectual: un hombre calvo da la impresión de ser alguien inteligente, como si de tanto tener buenas ideas su capilaridad se haya afectado hasta la desaparición. Las mujeres, al hablar con un sujeto sin cabello, se muestran nerviosas y coquetas, despliegan su ingenio en un flirteo emocionante que en nada se parece a la simplicidad ramplona que utilizan cuando charlan con hombres que tienen dos dedos de frente. En fin, ustedes, jóvenes a los que me dirijo, contémplense en el espejo y díganme si los calvos no somos el tipo de hombre interesante por excelencia. No importa si nuestras facciones no son del todo agraciadas: basta una cabeza rasurada bajo el sol para causar sensación entre la población femenina. En una ocasión, por ejemplo, una compañera de la Facultad me dijo que el escritor Jorge Volpi le parecía muy atractivo. Yo me sorprendí en un principio –casi nadie opina que Volpi sea guapo-, pero luego descubrí a qué se refería: el aspecto intelectual de un pelón es poderoso. En el caso de ese escritor no es necesario leer su obra para opinar de él que es un sujeto brillante; al ver su fotografía, el espectador repara de inmediato en el cráneo desierto: su calvicie extrema –Volpi se rapa a navaja- le proporciona una intimidante apariencia alienígena que hace pensar en una inteligencia superior e hiperevolucionada, cosa que al parecer vuelve locas a las mujeres intelectuales. El único inconveniente es de índole ético: cualquier pelón se puede hacer pasar por alguien inteligente sin serlo realmente. En esos casos, lo más honesto es optar por otros estilos: el de la calvicie de Hollywood, cuyo mejor representante es Bruce Willis, el de la calvicie deportista, como Michale Jordan…


Escribo todo esto porque a veces no soporto la depresión que me causan algunas cosas que veo. He llegado a identificarme con Holden Caulfield, el protagonista de la novela de J.D. Salinger El guardián en el centeno, quien confesaba entrar en períodos de tristeza cuando veía a un viejo enfermo que olía a Vick Vaporub, o cuando se encontraba a alguien que viajara con maletas feas y baratas, o con sólo pensar en el futuro de las niñas e imaginarlas casadas con hombres aburridos… En una ocasión, al entrar a una habitación de hotel en Nueva York, Holden dijo: “El botones que me subió el equipaje al cuarto debía tener unos sesenta y cinco años. Resultaba aún más deprimente que la habitación. Era uno de esos viejos que se peinan echándose todo el pelo a un lado para que no se note que están calvos. Yo preferiría que todo el mundo lo supiera antes que tener que hacer eso”. Pues bien, el redactor de este oficio (o sea: yo, que desempeño el cargo de presidente de colonos) siente lo mismo cuando tiene que comprarle algo al señor de la peluca. Por lo tanto, creo que el propósito de esta carta ya se adivina; después de demostrada la dignidad y las ventajas de la calvicie masculina, hago un llamado y una recolección de firmas para hacer llegar al tendero en cuestión nuestra inconformidad con el uso de su peluca, que redunda en el entristecimiento de nuestra calle y la depresión anímica de todos los vecinos. Tengo plena confianza en su óptima y entusiasta cooperación. ¡La unidad y participación de todos en casos difíciles como éste es urgente! ¡No queremos morir de tristeza por culpa de alguien cuya baja autoestima amenaza con hundirnos en su abismo de inseguridad! Por favor, firme en la hoja que adjunto a este documento para hacer constar que usted está de acuerdo con lo que aquí he expuesto.

Sin más por el momento, quedo a su disposición, su vecino del 420, Bernardo.

2 comentarios:

  1. Genial. Me ha gustado mucho el texto. No pude dejar de recordar a Murakami. En crónicas del pájaro que da cuerda al mundo, por ejemplo, May Kashara hace una graciosa clasificación sobre los tipos de pelones. En 1Q84, Aomame, la protagonista, señala que prefiere a los hombres a los cuales su cabellera les ralea. Pero más divertido aún es el siguiente comercial de Snickers que ilustra perfectamente la condición de quien se avergüenza de su calvicie.

    http://www.youtube.com/watch?v=ji7VmldBE_A

    Ánimo.

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  2. Me parece que Diego es uno de los escritores jóvenes más prometedores de México y sus alrededores

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