(Publicado en Este país)
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Un fragmento de la Ciudad de México fotografiado por Pablo López Luz |
A punto de abordar el avión que me llevará a pasar unos días en
mi ciudad natal, recuerdo que hace diez años, cuando estudiaba la preparatoria,
mi mayor ambición era mudarme a esta Ciudad de México, urbe a la que imaginaba
como recinto de la cultura nacional, sitio enigmático donde se intersectan
distintas temporalidades históricas, laberinto de concreto engastado en un
“alto valle metafísico” (diría Alfonso Reyes). La verdad es que no me
equivocaba: en sus mejores momentos, esta ciudad es todo lo anterior y mucho
más. Sin embargo, era otra idea del DF la que más me atraía: el estereotipo
pintoresco del chilango ingenioso, astuto y resolutivo del que oía hablar por
todos lados, incluso en un par de canciones de Alejandro Lora: “Chilango
incomprendido” y “Chilangolandia”. La primera trata de un provinciano que llega
a vivir al DF, donde tiene que desempeñar toda clase de oficios peregrinos
(“hasta narco y atracador”) e inventar rarísimos artilugios para sobrevivir
(consigue un automóvil convertible que adapta para vender por las mañanas jugos
y por las noches hot dogs…). En la segunda canción, el cantante
sostiene, mitad en broma y mitad en serio, que aquí hasta “el más tullido es
alambrista” y “el más pelón se hace trenzas”. Asimismo, se vanagloria
anunciando que en esta ciudad hay “de todo”, y con cinismo orgulloso afirma:
“si algo no lo tenemos, aquí lo fabricamos, para eso somos expertos los
chilangos”. En mi época preparatoriana, lo anterior me seducía: arrobado,
fantaseaba con una ciudad cuyos habitantes, inmersos en un ambiente
extremadamente competitivo, terminaban por convertirse en embaucadores
retóricos, mercachifles de piratería insólita, farmacéuticos de falsas
panaceas, alambristas tullidos capaces de fabricar las más primorosas
bisuterías… en fin: ciudadanos imposibles y delirantes que con el paso de los siglos
han construido una ciudad a su imagen y semejanza.
Obviamente, la
realidad nunca coincidió del todo con ese preconcepto fantasioso. Sin embargo,
con el paso del tiempo he podido comprobar que los estereotipos, como escribió
Carlos Fuentes, “contienen un grano de verdad, aunque la repetición constante
lo haya enterrado”. Yo mismo, hace cuatro años aproximadamente, siendo ya
habitante de esta ciudad, sentí que personificaba el estereotipo descrito en la
canción “Chilango incomprendido”: durante unos meses tuve que ser, casi al
mismo tiempo, vendedor de cigarrillos y jugos en un semáforo, repartidor de
propaganda de una hot line para hombres homosexuales afuera de la
estación del metro Insurgentes, vendedor de muñecos de peluche usados en un
puente peatonal (los conseguía regalados, los lavaba para que parecieran nuevos
y los embalaba en bolsas de celofán), velador en un departamento que iba a ser
embargado, botarga en un centro nocturno y distribuidor de discos piratas en el metro (yo
mismo los grababa, imprimía las portadas y los comercializaba en los vagones).
“Hay que tener ingenio para sobrevivir entre tantos millones que vivimos aquí”,
diría Lora.
En realidad,
ahora que lo pienso, más que como el personaje de la canción, me sentía como
Maciosare, el protagonista de la divertida novela ¡Pantaletas! de Armando Ramírez. El tal Maciosare
–como yo en ese entonces– era estudiante universitario (él cursaba sociología y
yo letras, ambos en la UNAM) pero se dedicaba al comercio informal y callejero.
Al final, después de numerosas tribulaciones y de realizar varios trabajos
raros, se convirtió en empresario porque un día, mientras viajaba en el metro,
se le ocurrió la genial idea de fabricar y vender unos modelos inéditos de
pantaletas a los que nombró “Papayon’s Fashion”, “The Tamalon Style” y “Sirenón
Style”, destinados a las mujeres de tallas grandes. El personaje Maciosare
cumple con todos los rasgos del estereotipo chilango al que me refiero:
empujado por las circunstancias adversas de la vida en la ciudad, pone en
marcha su ingenio e inventa algo único y raro que además adereza con un toque
de humor picante. Yo, a diferencia de él, no he inventado nada, muy pronto
abandoné las ocupaciones rocambolescas y mejor me dediqué a escribir textos. Sé
que si hubiera perseverado en la comercialización de peluches usados quizá mi
situación económica sería mejor, pero ni modo, así se dieron las cosas para mí…
Mezcla de
melodrama, comedia y novela picaresca, ¡Pantaletas! es un libro estupendo cuyas cualidades
literarias son –paradójicamente– blanco de las críticas más feroces. Escrito
congruentemente con un lenguaje que refleja a la perfección la realidad callejera
de los vendedores ambulantes de esta ciudad (Armando Ramírez nació, creció y
vive en el barrio de Tepito), ostenta una incorrección léxica que puede
resultar ofensiva para los lectores puristas. Lo mismo sucede con otras novelas
de este autor (en especial con Chin chin el teporocho, redactada premeditadamente con
faltas de ortografía porque el narrador y protagonista es un indigente, y con Pu, cuya trama sórdida se
desarrolla a través de un flujo lingüístico agresivo y coprológico): su
propuesta estética no se ciñe a las normas y los gustos literarios aceptados en
el canon de lo bello. Sin embargo, yo las colocaría sin escrúpulos en el mismo
estante que ocupan las grandes novelas que se han escrito sobre la Ciudad de
México: La región más transparente de
Carlos Fuentes, Ojerosa y pintada de Agustín Yáñez, Hotel DF de Guillermo Fadanelli y Hombre al agua de
Fabrizio Mejía Madrid, por mencionar sólo algunas. Esa última, por cierto, me
parece interesante porque aborda de manera hiperbólica e inteligente el
estereotipo del chilango ingenioso, astuto y delirante.
Entre los
personajes chilangos de Hombre al agua se encuentran el inventor de “la Vitamina
Azteca”, el de “los automóviles que funcionaban con orina humana”, el de “los
‘chiquiadores’ que curaban hasta el cáncer” y el artífice del “flogisto”, una
máquina que producía dinero. Aunque tales embaucadores parezcan insuperables,
palidecen frente a los personajes históricos que Mejía Madrid presenta para
comprobar que desde el lejano siglo XVII han existido en esta ciudad individuos
que, dueños de un carácter chilango avant la lettre, se dedican a idear proyectos
falsamente milagrosos para solucionar los males de su entorno y, de paso,
ganarse unas monedas. Entre ellos se encuentran Enrico Martínez, que convenció a un virrey para que le
pagara por hacer un túnel imposible por donde supuestamente saldría toda el
agua que inundaba la capital de la Nueva España; Francisco de Viana, quien
persuadió a otro virrey para que también le pagara por redactar un infalible
proyecto para evitar los incendios en la ciudad, y Joaquín de la Cantolla y
Rico, que se granjeó la amistad de Porfirio Díaz con la intención de venderle un
alucinante proyecto para establecer viviendas multifamiliares en globos
aerostáticos.
Me detengo.
Cualquiera que lea lo que hasta aquí he escrito podrá decir, con toda razón,
que estas cosas no son exclusivas de la Ciudad de México ni de nosotros los
chilangos. Es cierto: en todo el mundo sucede lo mismo: la gente tiene que
ganarse la vida y para ello cada quien encuentra la manera más atractiva de
ofrecer sus servicios. En el fondo, todos somos un poco embaucadores. De eso
trata la historia humana, o al menos la historia del capitalismo (“La
reproducción de la sociedad capitalista se consuma en la repetición de
infinitos encuentros transaccionales entre el capital en el rol de comprador y
el trabajo en el rol de producto”, dice Zygmunt Bauman). Mientras reflexiono en
todo esto, veo que por fin podremos abordar el avión, que llega con una hora de
retraso. Durante el vuelo corregiré este texto y en cuanto llegue a Mazatlán lo
enviaré a la revista donde trabajo. Como dicen por ahí: “chamba es chamba”. Me
emociono porque la ciudad vista desde el aire siempre es hermosa.
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