Además de haber sido estupendos poetas y prosistas
que, según la opinión maliciosa de muchos, desperdiciaron su vida y talento en
el periodismo, Salvador Novo y Renato Leduc tienen en común el haber sido los
únicos escritores mexicanos que estuvieron relativamente cerca de formar parte
de la internacional conjura shandy que cobijó en Europa, entre 1924 y 1927, a
un selecto grupo de artistas autodenominados “portátiles”, entre los que se
encontraban, por citar sólo algunos nombres, Marcel Duchamp, César Vallejo,
Walter Benjamin, Georgia O’Keeffe, Salvador Dalí, Jorge Luis Borges, Aleister Crowley
y Cyril Connolly.
Ambos reunieron en sus personas y
en sus obras los requisitos necesarios para ingresar a la sociedad secreta
shandy,pero ninguno estuvo en el lugar adecuado
ni en el momento preciso. Es imposible calibrar las consecuencias que hubiera
tenido para el desarrollo de las letras mexicanas el que cuando menos uno de
ellos militara en la revolucionaria conjura o que, como mínimo, fuera un fiel
epiloguista de la misma; seguramente nuestra literatura habría evolucionado de
manera similar a la argentina, la cual, según afirma Graciela Speranza en su
libro Fuera de campo: Literatura y arte argentinos después de Duchamp,
tomó un rumbo vanguardista y excéntrico dentro del ámbito latinoamericano
gracias a que en ese país vivieron tres artistas shandys: Borges, Duchamp
(entre 1918 y 1919) y Witold Gombrowicz (de 1939 a 1963).
¿Por qué los mexicanos no lo
lograron? Las razones son tan abismalmente banales como pueden ser el hecho de
embarcarse en el océano Pacífico en lugar del Atlántico (en el caso de Novo), y
el hecho —típicamente mexicano— de llegar tarde a una ciudad y, además, arruinar
las cosas tanto por un idiota arranque de homofobia como por una broma inocente
que fue demasiado lejos (el caso de Leduc). Las siguientes líneas son un breve
recuento de esos acontecimientos.
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Salvador Novo |
Salvador Novo, que en 1927 tenía
veintitrés años y ya conocía las obras de algunos conjurados (en la revista Contemporáneos
se publicaban a menudo traducciones de los shandys), tuvo la intención, la
oportunidad y los medios necesarios para embarcarse hacia el viejo continente y
coincidir con ellos. De hecho, a finales de 1926, recibió una carta de Jean
Cocteau en la que éste lo invitaba personalmente a formar parte de la conjura
que en ese momento se congregaba en Praga. El joven Salvador respondió con una
breve misiva en la que se comprometía a partir en marzo de 1927 a Europa para
encontrarse con él.Sin embargo, debido a un extravagante
compromiso burocrático, Novo salió del país ese mismo año con un rumbo
diametralmente opuesto: se dirigió en tren a San Francisco y ahí tomó un barco
a Hawái junto con un equipo de la Secretaría de Educación Pública que iba a
representar a México en un congreso tropical en Honolulu (de ese viaje resultó,
por cierto, su segundo y delgado libro titulado Return ticket, una
verdadera joya de ingenio, frivolidad e inteligencia que, irónicamente, hubiera
sido la delicia de los shandys si la hubieran leído). En este caso, como en
muchos otros a lo largo de su vida, la perdición de Novo fue estar demasiado
atado a los compromisos institucionales que le imponía el gobierno mexicano,
los cuales lo arruinaron como artista y como personaje público respetable.
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Jean Cocteau |
Como en diciembre de 1927 se
disolvió para siempre la conjura shandy, Novo perdió la oportunidad de sumarse
a sus filas, lo cual es una verdadera lástima porque él más que nadie hubiera encajado
a la perfección en la sociedad secreta. Contaba con todo lo necesario: desde
muy joven fue un lector cosmopolita; su obra literaria se caracteriza por ser
ligera y transportable (fue un gran escritor de relatos de viajes); demostró
ser un insolente y un provocador nato; practicó una de las sexualidades más
extremas de la primera mitad del siglo XX en México (entre otros gustos, era
aficionado al coito con choferes de autobuses, gremio del que, por cierto,
redactaba la revista El chafirete); permaneció siempre en la más
intachable y desahogada de las solterías…
Por su parte, la relación entre
Leduc y el shandysmo fue, aunque anacrónica, más compleja y comprometedora:
hizo y deshizo un par de matrimonios. Él, que en los años veinte, a diferencia
de Novo, desconocía casi por completo la existencia de los portátiles (su
lamentable ignorancia se debía a la aversión que le profesaba a los
Contemporáneos y a su revista, que por aquellos años publicaba en México, como
ya dije, algunas obras shandys), se embarcó en 1929 con rumbo a París en unas
vacaciones que le cambiaron la vida, pues fue entonces cuando escuchó por
primera vez, en un café del Barrio Latino, que apenas hacía poco más de un año
se había disuelto una sociedad secreta de artistas y poetas cuyos votos
inviolables eran la sexualidad extrema y la soltería. Esto último llamó mucho
su atención, ya que desde meses atrás se sentía atormentado y arrepentido por
haberle prometido a una joven de Chihuahua que se casaría con ella después de
que él terminara la licenciatura en Derecho, carrera que le aburría tanto que
durante las clases, en lugar de poner atención a los maestros, se entretenía
escribiendo poemas satíricos (quizá por ellos su primer libro se titula El
aula). Era natural que cualquier cosa que predicara en contra del
matrimonio y a favor de la promiscuidad cautivara su interés.
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Renato Leduc retratado por Fernando Leal |
Aguijoneado por lo que acababa de
escuchar, durante sus breves vacaciones se dedicó a informarse lo más que pudo
acerca de la desaparecida conjura de los solteros, de la cual, por ser muy
reciente, se hablaba con frecuencia en los bares parisinos. En una de sus
indagaciones, escuchó a un sujeto que decía haber sido un conjurado afirmar que
un verdadero shandy era “una persona célibe, imposible, gratuita y delirante,
es decir: un artista portátil, o, lo que es lo mismo, alguien a quien uno puede
llevar tranquilamente a cualquier parte”. Esas palabras se le quedaron grabadas
en el corazón a Renato y, a partir de ese momento, tuvo la firme determinación
de vivir el resto de sus días como uno de esos misteriosos artistas portátiles,
cosa que no se le dificultó: desde muy joven él había sido alguien a quien se
podía transportar tranquilamente a cualquier lugar sin necesidad de pedir
permiso ni hacer preparativos para el viaje. Basta revisar su biografía y
comprobar cómo un día de 1914, siendo todavía un adolescente, se fue
intempestivamente, sin avisarle a su madre, con el ejército mexicano a Veracruz
a prestar sus servicios de telegrafista durante la invasión norteamericana al puerto;
o cómo se sumó sin vacilaciones a las fuerzas de la División del Norte y anduvo
de un lado a otro con los revolucionarios; o, para no ir más lejos, cómo había
llegado a París en esas vacaciones que le salieron como de sorpresa después de
haber ganado un dinero imprevisto…
Inspirado por su descubrimiento
shandy, lo primero que hizo Leduc al regresar de Europa fue enfriar las
relaciones con su prometida de Chihuahua. Asimismo, parapetado en su recién
adquirido celibato y renunciando a los grandes propósitos, abandonó la carrera
de Leyes (de haberse graduado hubiera tenido una carrera política importante
pues sus condiscípulos y amigos fueron, ni más ni menos, Miguel Alemán y Adolfo
López Mateos) y se dedicó en la Ciudad de México a realizar seis inocuas
actividades: escribir poemas obscenos e insolentes, deambular por las calles,
cotorrear en las cantinas, ir a las corridas de toros, visitar a las
prostitutas y trabajar por las mañanas en la Secretaría de Hacienda, donde un
buen día de 1934 un funcionario le ofreció la oportunidad de regresar a París,
pero no como turista sino a laborar como burócrata de bajo rango en el
consulado mexicano, ofrecimiento que aceptó inmediatamente, aun antes de que el
funcionario terminara de hablar. Así, semanas después de escuchar la propuesta
de trabajo, Renato se encontraba de nuevo embarcado con rumbo a Europa, con la
firme convicción de llevar una vida shandy en la ciudad más shandy del mundo.
Leduc permaneció felizmente en
París diez años, hospedado en un hotelito llamado Saint Pierre y haciendo
básicamente lo miso que hacía en México: solo cambió las corridas de toros por
unas visitas asiduas al zoológico, las cuales lo inspiraron para escribir uno
de sus mejores poemas: “Epístola a una dama que nunca en su vida conoció los
elefantes”. La Ciudad Luz fue para Leduc un verdadero paraíso desbordante de
turistas nórdicas y placeres gastronómicos, un centro de operaciones ideal para
la alegre futilidad que tanto le gustaba. De hecho, como él mismo confesó,
fueron únicamente las circunstancias históricas las que lo obligaron a irse de
ahí: “de no haber mediado la ocupación alemana en Francia, juro que me habría
quedado a vivir en París el resto de mis días…”.
Pues bien, de esa década parisina
datan los verdaderos encuentros y desencuentros de Leduc con el shandysmo,
movimiento que, pese a estar extinto desde 1927, contaba aún con numerosos
epígonos y grupos de amigos que se reunían alrededor de algunos veteranos de la
conjura para emular a los shandys. Aproximadamente a mediados de 1937, es
decir, tres años después de su llegada a la ciudad, recordando que un artista
portátil debía profesar simpatía por la negritud, Renato comenzó a visitar el
cabaret de Eduardo Castellanos, un negro caribeño que ponía música cubana para
ambientar a sus clientes. Dicho tugurio se encontraba en la rue de la Fontaine,
precisamente en el sótano del edificio donde vivía el exshandy André Breton, a
quien Leduc le pidió una noche cerillos para encender un cigarro. Breton, que
según Renato “era un tipo alto y corpulento, de melena y extremadamente
inteligente que, no obstante, se sorprendía de cualquier cosa y por momentos
parecía ser un muchacho”, de inmediato sintió simpatía por ese mexicano que,
una vez encendido su tabaco, comenzó a relatarle con mucha gracia cierta
anécdota casi surrealista de cuando Pancho Villa, rodeado de jinetes
sanguinarios que bebían tequila e inhalaban pólvora directamente de sus
pistolas como si fuera cocaína, prendió un habano con la mecha de una carga de
dinamita que segundos después destruiría un puente ferroviario. Fascinado por
lo que acaba de escuchar, Breton decidió a invitar al mexicano a las fiestas
que celebraba el grupo de los surrealistas, donde, entre otras personalidades,
Renato pudo conocer a Benjamin Peret, Remedios Varo, Max Ernst, Pablo Picasso y
Leonora Carrington.
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Breton |
Fue en una de esas fiestas donde
sucedió algo desastroso para las pretensiones shandys de Leduc. Estaban todos
reunidos en casa de Peret. Picasso y Renato se encontraban ligeramente
apartados de los demás, cerca de un balcón, platicando acerca de los murales de
Diego Rivera. De repente, Breton, que por esos días ya estaba planeando su
posteriormente célebre viaje a México, se acercó y quiso de buena voluntad
intervenir en la conversación sobre artistas mexicanos diciendo que él, por
unas charlas que había tenido con Jean Cocteau, deseaba conocer a un escritor
llamado Salvador Novo y a sus amigos los Contemporáneos. Al escuchar eso,
Renato, que había bebido algunos coñacs de más, le contestó lo siguiente
creyendo estar emitiendo un comentario simpático:
—Carajo, André, no sabía que
usted estuviera interesado en la mariconería. Desconozco si es su amigo de
verdad, pero le recomiendo que evite el contacto con ese Cocteau que lo empuja
a visitar a los culos más hospitalarios de mi país, no vaya a ser que usted,
irónicamente, se contagie en México de un vicio que nosotros consideramos
típicamente francés.
Aunque todos en la fiesta
escucharon las agresivas palabras de Renato, nadie, por evitar una gresca, dijo
nada. Dejaron pasar el incidente homofóbico pero, en compensación, se alejaron
del mexicano y lo reprobaron en silencio, lo cual era predecible pues una de
las características que siempre marcó a los shandys —a quienes todos ahí
trataban de imitar— fue una gran simpatía por quienes practicaban sexualidades
no heteronormativas como Duchamp, que gustaba disfrazarse de mujer bajo el
nombre de Rose Sélavy, o como Gombrowicz, quien años después espiaría excitado
a los jóvenes y musculosos marineros argentinos, o como el mismísimo Cocteau,
que era abiertamente homosexual. Renato había hecho el ridículo.
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Duchamp como Rose Sélavy |
Y es que el mayor defecto que
tuvo Leduc fue la homofobia, que no solo se manifestó en su vida personal sino
que eclosionó también en su literatura, llegando a ensuciar su reputación de
buen escritor. A propósito, comenta Enrique Serna: “de los textos reunidos en
su Obra literaria, solo uno de ellos huele a rancio, la cuasi novela Los
Banquetes, donde hace gala de una homofobia tan visceral que llega a
resultar sospechosa. Al parecer, en los años treinta Leduc se sintió amenazado
por el predominio de los homosexuales en la vida cultural mexicana y creyó
necesario escribir un AntiCorydon que en pleno siglo XXI se
lee como una curiosidad arqueológica”.
Si en París, por el comentario de
la fiesta, había quedado como un tonto, por fortuna para él, cuando tiempo después
regresó a México, el defecto de su homofobia dejó de contar como tal, pues en
este país, a mediados del siglo XX, sobraban los idiotas que incluso celebraban
sus bromas y comentarios discriminatorios. Sea como fuere, hoy ocurre un
fenómeno inverso en el que muchos lectores, al enterarse de la homofobia del
escritor, lo arrojan vengativamente al cadalso del olvido, con lo cual quienes
salen perdiendo son los verdugos puesto que renuncian a la oportunidad de poder
disfrutar algunos de los textos más sabrosos y antisolemnes de la literatura
mexicana, como el excelentemente obsceno poema Prometeo sifilítico o los
ensayos recopilados en ese breve y bello libro que es Historia de lo
inmediato, de donde los jóvenes prosistas de la actualidad pueden tomar una
inigualable lección de cómo la labor venal del periodismo puede convertirse,
con un poco de amor y entrega al oficio, en la mejor y más literaria de las
escrituras ensayísticas…
Además, condenar al olvido a la
figura de Renato Leduc por su homofobia solo es posible con el costo
elevadísimo que implica borrar a uno de los personajes más interesantes y
divertidos de la centuria pasada en México. Porque él, como pocos, tuvo el
talento necesario para convertirse a sí mismo en un personaje novelesco,
talento que, por cierto, tiene mucho del impulso vanguardista que busca
destruir las fronteras que separan artificialmente arte y vida. Hay que leer,
para tener una idea cabal de lo anterior, las conversaciones autobiográficas
que sostuvo con José Ramón Garmabella y que fueron publicadas con el título de Renato
por Leduc: Apuntes de una vida singular. Ese libro es la novela que Renato
nunca pudo escribir porque se dedicó a vivirla, una narración detallada y
divertida de su longeva vida que, por momentos, adquiere tonos de ficción de
espionaje, libro de Historia, crónica deportiva, ensayo literario, biografía
descarnada y declaración sin culpas de un gran gusto por la vida, la amistad y
la poesía.
Es precisamente en ese libro
conversacional donde se consiga el segundo incidente que hizo que los
admiradores de los shandys se enojaran definitivamente con Renato. Resulta que
en los días en que París se encontraba tomada por los nazis, Leduc iba
platicando con una amiga suya que se llamaba Herminia por la avenida Kleber que
va desde el Arco del Triunfo hasta Trocadero. Fue ahí cuando vio a lo lejos
unas motocicletas alemanas que se acercaban custodiando a un automóvil
descubierto. Entonces él, que siempre fue un bromista irresponsable, pensó que
si saludaba a la escolta con un “Heil Hitler”, su amiga se desconcertaría y se
reiría. Lo hizo: alzó el brazo derecho y con insolencia gritó. La consecuencia
inesperada fue que las motocicletas y el automóvil se detuvieron. Del asiento
del vehículo se levantó un hombre que resultó ser Hitler en persona, quien
respondió al saludo de Renato con las mismas palabras e inmediatamente siguió
su escoltado camino. Efectivamente, Herminia se desconcertó, pero en lugar de
reírse abofeteó a su amigo. Cuenta Leduc: “Traté, en vano, de explicarle que yo
no sabía que ese tipo era Hitler y que, si lo había saludado, era únicamente
por cabrón pues, al igual que ella, también yo odiaba a los nazis… Empero,
furiosa como estaba, mi amiga no solo no entendió razones, sino que se echó a
correr calle abajo dejándome con un palmo en las narices”. Sin embargo, las
cosas no acabaron ahí, sino que Renato tuvo la pésima suerte de que en ese
momento pasaran por la calle Breton, Max Ernst y Leonora Carrington, quienes no
podían creer lo que veían. Se acercaron a él y le reprocharon con desdén: “Es
usted un fascista. Le pedimos por favor que de ahora en adelante se evite la
molestia de hablarnos porque nosotros no le responderemos el saludo”, y también
se fueron calle abajo.
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Hitler en París |
En realidad se trataba de una
sentencia falsa, como a continuación podrá verse: cuando la situación en
Francia, por la ocupación nazi, se volvió irrespirable, mucha gente huyó a
España con la intención de después pasar a Lisboa y ahí embarcarse a América.
Coincidencias curiosas, en Lisboa, Renato encontró a Carrington, quien le
contó, un poco desesperada, sus desgracias: había estado internada en un
manicomio de Santander porque unos bombardeos que presenció en Inglaterra la
pusieron en un estado de crisis nerviosa y, para complicar las cosas, su visa
estaba vencida, por lo cual las autoridades portuguesas la urgían a que
regresara a Francia o a Inglaterra. En fin, para abreviar los acontecimientos,
Leduc y Leonora terminaron casándose en la capital lusa para regularizar la
situación migratoria de la pintora y así poder salir del continente lo más
rápido posible, propósito que lograron a bordo de un barquito llamado Exeter,
donde viajaron hacia Nueva York “amontonados como sardinas”. Algo cercano a una
luna de miel.
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Leonora Carrington |
Es irónico que la aventura
soltera de Renato en Europa terminara de esa manera. Sin embargo, no fue esa
una verdadera renuncia al celibato shandy porque, como ambos cónyuges afirmaron
varias veces, se trató de un matrimonio realizado con fines meramente prácticos
que, además, duró solo un año. Por su parte, Leduc permaneció el resto de vida
tan fiel a sus principios solteros que en una ocasión, cuando su gran amiga
María Félix le propuso casarse con ella, él le dijo que no, que muchas gracias,
que, como Bartleby el escribiente, preferiría no hacerlo: “como eso del
matrimonio está del carajo y el enamorarse en serio es de la chingada, prefiero
no hacer ninguna de las dos cosas para no tener que fletarme”.
Pero regresando al momento
preciso en que Leduc llegó otra vez a México, es preciso anotar que lo hizo
desempleado y en una situación económica crítica que solo pudo solucionar
metiéndose a trabajar como columnista en el periódico Excélsior. A
partir de ese momento, el periodismo se convirtió en su forma de vida, en un
oficio sin descanso que le proporcionó sustento monetario, la posibilidad de
viajar a muchas partes del mundo como representante mexicano del gremio y, algo
totalmente insospechado, el medio ideal para convertirse en un escritor
genuinamente portátil, pues durante décadas su obra se transportó, ligera, bajo
el brazo de miles de lectores que compraban los diarios con la intención de
leer la popular columna de Renato, el mexicano que coqueteó con la sombra
enloquecida del shandysmo y se casó fugazmente con ella.
Bibliografía
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Fabienne, André Breton en México. México: Fondo de Cultura Económica,
2012.
Garmabella, José
Ramón, Renato por Leduc: Apuntes de una vida singular. México: Ediciones
Océano, 1983.
Leduc, Renato,
Obra literaria. Selección de Edith Negrín y prólogo de Carlos Monsiváis.
México: Fondo de Cultura Económica, 2000.
Monsiváis, Carlos,
Salvador Novo: Lo marginal en el centro. México: Editorial ERA, 2004.
Novo,
Salvador, Viajes y ensayos I. Selección e introducción de Sergio
González Rodríguez y Antonio Saborit. México: Fondo de Cultura Económica, 1996.
Schneider, Luis
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siglo XX. Selección de Evodio Escalante, Hernán Lara Zavala y Federico
Patán. México: UNAM, 2001.
Speranza,
Graciela, Fuera de campo: Literatura y arte argentinos después de Duchamp. Barcelona:
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Vila-Matas,
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