domingo, 24 de mayo de 2015

Días de biblioteca III: Sevilla

(Publicado en Este país)

El segundo día en la ciudad, con estupefacción, escuché al vendedor de hachís hablar de sus visitas a una biblioteca maravillosa. Estábamos en unas canchas con grafitis, cerca del río y de la estación de autobuses de la Plaza de Armas. Desde ahí podíamos ver cómo el ardoroso sol poniente descendía por el otro lado del Guadalquivir, sobre los tejados de Triana, barrio donde nos alojábamos cuatro mexicanos en la segunda planta de la casa de una señora a la que le decíamos abuela.

El sol poniente sobre los tejados del barrio de Triana

La abuela habitaba el piso de abajo junto con su cuadragenario hijo Carlos, quien debido a un aparatoso accidente no podía caminar y se pasaba todo el día metiendo goles en un videojuego de la FIFA. La abuela era una persona simple y agradable: le gustaba platicar, nos incitaba a salir de noche y a mí me regaló una chamarra del Real Betis Balompié, equipo sevillano cuyo eslogan es “Viva el Betis manque pierda”. Su casa era bonita y amplia, pero no tenía libreros, lo cual me perturbaba porque la cercanía de los libros es indispensable en mi vida: si permanezco más de tres días sin ellos comienzo a sufrir escalofríos, se me seca la boca y soy presa fácil de la ansiedad.

Por esa razón, después de una abstinencia libresca de varios días, me sentí hipnotizado por el vendedor de hachís que decía ir con frecuencia a una moderna biblioteca proverbialmente abastecida y equipada con sillones, grandes ventanales, televisiones para ver películas y jardines con asientos para leer al aire libre. Lo escuché embelesado y, mientras descendía el sol por el otro lado del undoso Guadalquivir, escruté atentamente su rostro hasta que pude ver en él algo que mis paisanos no vieron: en el breve y relampagueante espasmo de una carcajada suya, mientras le daba a mi amigo el cubito de hachís que éste le había ido a comprar, observé que los colmillos de su dentadura eran más grandes y afilados de lo normal, casi vampirescos… Me asusté… Sacudí la cabeza y parpadeé con fuerza… Creí estar alucinando, pero de inmediato recapacité y comprobé que en ese sujeto no había nada anormal. De hecho, él y yo nos parecíamos, compartíamos un pálido aire de familia porque —de pronto lo supe— pertenecíamos a la misma especie.

Como afirma el turco Enis Batur en su libro Las bibliotecas de Dédalo, los bibliotecómanos contamos con una suerte de sexto sentido que nos permite identificarnos entre la multitud. Asimismo, conforme nos volvemos más avezados, podemos discernir diversos clanes dentro de nuestra especie. Por ello no fue difícil darme cuenta de que el vendedor de hachís pertenecía a la rama de los bibliotecómanos asesinos (la palabra asesino proviene de haschischin o assasin, que significa “ebrio de hachís”), la cual ha establecido sociedades secretas en numerosas ciudades del mundo (Sevilla, evidentemente, contaba con una) y cuyos miembros son mortalmente severos con quienes, una vez adentro de sus filas, se atreven a cometer apostasía ayudando a miembros de clanes rivales.

Algunos de los bibliotecómanos asesinos más célebres han sido Charles Baudelaire y Walter Benjamin. Este último, bibliófilo empedernido, escribió un pequeño libro titulado Sobre el hachís, donde narra sus experiencias con esta sustancia. Sin embargo, es Baudelaire quien ocupa el lugar más destacado dentro de este panteón, pues en la primera parte de Los paraísos artificiales dejó dicho que un buen haschischin debe ser alguien cultivado, sensible, con “gusto por la metafísica y por el conocimiento de las diferentes hipótesis de la filosofía acerca del destino humano”, es decir, un amante de la lectura y los libros, una persona que, al estar rodeada de cultura, sea capaz de gritar con convicción lo siguiente: “Esos museos rebosantes de hermosas formas y de colores que embriagan, esas bibliotecas en las que se han ido acumulando los trabajos de la Ciencia y los sueños de la Musa, ¡todo ello ha sido creado para mí, para mí, para mí!”…

En esas divagaciones estaba mi cabeza cuando me percaté de cuán solo y extraviado me sentía en Sevilla, viviendo en una casa sin libreros y con amigos que no eran, como yo, bibliotecómanos irredentos. Y es que, necesitado como estaba de un cicerone ilustrado, hubiera querido que el vendedor de hachís aceptara mi petición de llevarme a conocer las bibliotecas de la ciudad. Porque, a diferencia de mis compañeros mexicanos, siempre he creído que el turismo bibliotecológico es indispensable cuando se anda de viaje. Así lo creyó en su tiempo Salvador Novo, quien dejó constancia de ello en su Nueva grandeza mexicana, libro donde narra que parte fundamental del recorrido turístico que planeó para un amigo suyo que visitaba por primera vez la Ciudad de México consistía en visitar algunas bibliotecas, y con tan buena suerte que en dicho recorrido pudieron platicar con José Vasconcelos, entonces director de la Nacional.

Yo, por el contrario, no corría con la misma fortuna. Lo único que aquel bibliotecómano asesino hizo por mí —y muy a regañadientes— fue informarme que la biblioteca a la que él iba se llamaba “Infanta Elena”, sitio que, como después comprobé, era bonito y moderno, pero no la gran cosa (en México tenemos mejores establecimientos).

Una vista interior de la biblioteca provincial Infanta Elena, donde, por cierto, tienen un ejemplar de El investigador perverso y otros ensayos dentro de su acervo



Por lo visto, tendría que visitar por mis propios medios los lugares que me interesaban. El número uno era, por supuesto, el Archivo General de Indias, donde se resguardan los documentos que la Corona española reunió sobre sus colonias de América entre los siglos XVI y XIX. Creado por Carlos III en 1785, dicen que el Archivo conserva aproximadamente 43 mil legajos y 8 mil mapas y dibujos, de los cuales yo, ingenuamente, quería ver en persona los que Enrico Martínez —cosmógrafo e impresor de la Nueva España a quien, entre otras cosas, las autoridades virreinales le encargaron las obras del drenaje del Valle de México— hizo de las tierras de California y Nuevo México.

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El Archivo General de Indias, en el centro de Sevilla

Como era de esperarse, fracasé: no contaba con ninguno de los requisitos para acceder al archivo a ver los documentos: no tenía comprobante de domicilio, ni acreditación de ninguna universidad, ni era ciudadano español, ni investigador…

–Claro que sí soy investigador —respingué.

–¿Y para cuál institución trabajas? —me preguntó una secretaria.

–Para mí mismo, ¿necesito a alguien más?

–Sí, la credencial de una universidad o de un instituto y una carta firmada que te autorice —contestó con desdén.

–¿Ah, sí?, pues vengo del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM —mentí y a cambio recibí una mirada de mayor desdén.

–Lo sentimos, necesitas las credenciales.

A diferencia del haschischin de Baudelaire, yo no pude gritar, en un delirio exaltado, que las bibliotecas de Sevilla fueron creadas para mí. Salí del Archivo y me dirigí a la orilla del Guadalquivir, donde mis amigos estaban bebiendo unas litronas (así les dicen en España a las caguamas). Les conté lo que me había pasado y ellos, sabiamente, me dijeron “Mándalos a la chingada”.

El resto de mis días en la ciudad anduve de chiringuito en chiringuito, comprobando una vez más que, en cualquier parte del mundo, uno cuenta con la cerveza y los amigos para aliviar todo tipo de frustración. No había conseguido ver documentos antiguos ni bellas estanterías repletas de libros, pero en cambio visité todas esas vertiginosas fiestas al aire libre que los españoles llaman “botellones”, y lo mejor fue que lo hice acompañado y portando mi chamarra del Betis, equipo al que hay que apoyar aunque nunca gane.


He ahí la lección de fidelidad que me dejó Sevilla.



Mi hermano "El Oso" y yo, saboreando una litrona marca Cruzcampo en la ribera del Guadalquivir




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