jueves, 23 de enero de 2014

Oficios

Algo inquietante había en la habitación oscura. Algo oculto que naturalmente no podía sino ser la terrorífica sonrisa del joven plomero que, dos días antes, sin que su patrón se diera cuenta, se quedó atrapado en aquel sótano inundado que ambos intentaron arreglar.


El sol estaba ya cerca del horizonte congestionado de la ciudad, entre dos edificios. El oficinista se aflojó el nudo de la corbata y, en un intento de dramatizar los contrarios que en su pecho se agitaban, se aventó al centro de la rápida avenida atestada de vehículos e improvisó una coreografía. Él, que nunca había disfrutado una sola canción en toda su vida, que se creyó durante años lerdo, que consideró que la imágen que mejor lo definía era la de un cachibache cansado, bailó, sus pasos punteados por el claxoneo desenfrenado de los automóviles. Todos los habitantes de la ciudad eran, a su lado, muñecos de cera. Pero un camión lo arrolló, y el último rayo de sol que iluminó a la urbe se detuvo, indulgente, en sus tripas desparramadas.


(Ayer en la noche) Desvirtúo a partir de aquí el talante intelectual que ha regido durante veintidós días falsos el espíritu de este enero. Todas las palabras que salgan de mi pecho serán un magullamiento de dedos. Estoy bien en esta grieta donde me vanaglorio de una depresión que me derrite. No busco un sponsor del ego porque lo que me sobra es orgullo. Tengo tanto coraje que sé que si me acuesto no podré dormir, agitado entre cobijas febriles. Espejos reprobatorios contra los que quiero descargar mi pistola. Es muy tarde: me gustaría que la noche fuera una partitura descendente. Pero es imposible apearse de estas emociones sin por lo menos salir revolcado. Quejas de un farsante que peca de prolijo. En realidad peco de exiguo y, como corresponde a esta devastadora falta de caracter, me duermo ya.

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