(Publicado en Este país)
El segundo día en la
ciudad, con estupefacción, escuché al vendedor de hachís hablar de sus visitas
a una biblioteca maravillosa. Estábamos en unas canchas con grafitis, cerca del
río y de la estación de autobuses de la Plaza de Armas. Desde ahí podíamos ver
cómo el ardoroso sol poniente descendía por el otro lado del Guadalquivir,
sobre los tejados de Triana, barrio donde nos alojábamos cuatro mexicanos en la
segunda planta de la casa de una señora a la que le decíamos abuela.
El sol poniente sobre los tejados del barrio de Triana |
La abuela habitaba el
piso de abajo junto con su cuadragenario hijo Carlos, quien debido a un
aparatoso accidente no podía caminar y se pasaba todo el día metiendo goles en
un videojuego de la FIFA. La abuela era una persona simple y agradable: le
gustaba platicar, nos incitaba a salir de noche y a mí me regaló una chamarra
del Real Betis Balompié, equipo sevillano cuyo eslogan es “Viva el Betis manque
pierda”. Su casa era bonita y amplia, pero no tenía libreros, lo cual me
perturbaba porque la cercanía de los libros es indispensable en mi vida: si
permanezco más de tres días sin ellos comienzo a sufrir escalofríos, se me seca
la boca y soy presa fácil de la ansiedad.
Por esa razón, después
de una abstinencia libresca de varios días, me sentí hipnotizado por el
vendedor de hachís que decía ir con frecuencia a una moderna biblioteca
proverbialmente abastecida y equipada con sillones, grandes ventanales,
televisiones para ver películas y jardines con asientos para leer al aire
libre. Lo escuché embelesado y, mientras descendía el sol por el otro lado del
undoso Guadalquivir, escruté atentamente su rostro hasta que pude ver en él
algo que mis paisanos no vieron: en el breve y relampagueante espasmo de una
carcajada suya, mientras le daba a mi amigo el cubito de hachís que éste le
había ido a comprar, observé que los colmillos de su dentadura eran más grandes
y afilados de lo normal, casi vampirescos… Me asusté… Sacudí la cabeza y
parpadeé con fuerza… Creí estar alucinando, pero de inmediato recapacité y
comprobé que en ese sujeto no había nada anormal. De hecho, él y yo nos
parecíamos, compartíamos un pálido aire de familia porque —de pronto lo supe—
pertenecíamos a la misma especie.
Como afirma el turco
Enis Batur en su libro Las bibliotecas de Dédalo, los bibliotecómanos contamos
con una suerte de sexto sentido que nos permite identificarnos entre la
multitud. Asimismo, conforme nos volvemos más avezados, podemos discernir
diversos clanes dentro de nuestra especie. Por ello no fue difícil darme cuenta
de que el vendedor de hachís pertenecía a la rama de los bibliotecómanos
asesinos (la palabra asesino proviene de haschischin o assasin, que significa
“ebrio de hachís”), la cual ha establecido sociedades secretas en numerosas
ciudades del mundo (Sevilla, evidentemente, contaba con una) y cuyos miembros
son mortalmente severos con quienes, una vez adentro de sus filas, se atreven a
cometer apostasía ayudando a miembros de clanes rivales.
Algunos de los
bibliotecómanos asesinos más célebres han sido Charles Baudelaire y Walter
Benjamin. Este último, bibliófilo empedernido, escribió un pequeño libro
titulado Sobre el hachís, donde narra sus experiencias con esta sustancia. Sin
embargo, es Baudelaire quien ocupa el lugar más destacado dentro de este
panteón, pues en la primera parte de Los paraísos artificiales dejó dicho que
un buen haschischin debe ser alguien cultivado, sensible, con “gusto por la
metafísica y por el conocimiento de las diferentes hipótesis de la filosofía
acerca del destino humano”, es decir, un amante de la lectura y los libros, una
persona que, al estar rodeada de cultura, sea capaz de gritar con convicción lo
siguiente: “Esos museos rebosantes de hermosas formas y de colores que
embriagan, esas bibliotecas en las que se han ido acumulando los trabajos de la
Ciencia y los sueños de la Musa, ¡todo ello ha sido creado para mí, para mí,
para mí!”…
En esas divagaciones
estaba mi cabeza cuando me percaté de cuán solo y extraviado me sentía en
Sevilla, viviendo en una casa sin libreros y con amigos que no eran, como yo,
bibliotecómanos irredentos. Y es que, necesitado como estaba de un cicerone
ilustrado, hubiera querido que el vendedor de hachís aceptara mi petición de
llevarme a conocer las bibliotecas de la ciudad. Porque, a diferencia de mis
compañeros mexicanos, siempre he creído que el turismo bibliotecológico es
indispensable cuando se anda de viaje. Así lo creyó en su tiempo Salvador Novo,
quien dejó constancia de ello en su Nueva grandeza mexicana, libro donde narra
que parte fundamental del recorrido turístico que planeó para un amigo suyo que
visitaba por primera vez la Ciudad de México consistía en visitar algunas
bibliotecas, y con tan buena suerte que en dicho recorrido pudieron platicar
con José Vasconcelos, entonces director de la Nacional.
Yo, por el contrario,
no corría con la misma fortuna. Lo único que aquel bibliotecómano asesino hizo
por mí —y muy a regañadientes— fue informarme que la biblioteca a la que él iba
se llamaba “Infanta Elena”, sitio que, como después comprobé, era bonito y
moderno, pero no la gran cosa (en México tenemos mejores establecimientos).
Una vista interior de la biblioteca provincial Infanta Elena, donde, por cierto, tienen un ejemplar de El investigador perverso y otros ensayos dentro de su acervo |
Por lo visto, tendría
que visitar por mis propios medios los lugares que me interesaban. El número
uno era, por supuesto, el Archivo General de Indias, donde se resguardan los
documentos que la Corona española reunió sobre sus colonias de América entre
los siglos XVI y XIX. Creado por Carlos III en 1785, dicen que el Archivo
conserva aproximadamente 43 mil legajos y 8 mil mapas y dibujos, de los cuales
yo, ingenuamente, quería ver en persona los que Enrico Martínez —cosmógrafo e
impresor de la Nueva España a quien, entre otras cosas, las autoridades
virreinales le encargaron las obras del drenaje del Valle de México— hizo de
las tierras de California y Nuevo México.
El Archivo General de Indias, en el centro de Sevilla |
Como era de esperarse,
fracasé: no contaba con ninguno de los requisitos para acceder al archivo a ver
los documentos: no tenía comprobante de domicilio, ni acreditación de ninguna
universidad, ni era ciudadano español, ni investigador…
–Claro que sí soy investigador
—respingué.
–¿Y para cuál
institución trabajas? —me preguntó una secretaria.
–Para mí mismo,
¿necesito a alguien más?
–Sí, la credencial de
una universidad o de un instituto y una carta firmada que te autorice —contestó
con desdén.
–¿Ah, sí?, pues vengo
del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM —mentí y a cambio recibí
una mirada de mayor desdén.
–Lo sentimos,
necesitas las credenciales.
A diferencia del
haschischin de Baudelaire, yo no pude gritar, en un delirio exaltado, que las bibliotecas
de Sevilla fueron creadas para mí. Salí del Archivo y me dirigí a la orilla del
Guadalquivir, donde mis amigos estaban bebiendo unas litronas (así les dicen en
España a las caguamas). Les conté lo que me había pasado y ellos, sabiamente,
me dijeron “Mándalos a la chingada”.
El resto de mis días
en la ciudad anduve de chiringuito en chiringuito, comprobando una vez más que,
en cualquier parte del mundo, uno cuenta con la cerveza y los amigos para
aliviar todo tipo de frustración. No había conseguido ver documentos antiguos
ni bellas estanterías repletas de libros, pero en cambio visité todas esas
vertiginosas fiestas al aire libre que los españoles llaman “botellones”, y lo
mejor fue que lo hice acompañado y portando mi chamarra del Betis, equipo al
que hay que apoyar aunque nunca gane.
He ahí la lección de
fidelidad que me dejó Sevilla.
Mi hermano "El Oso" y yo, saboreando una litrona marca Cruzcampo en la ribera del Guadalquivir |
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